miércoles, 20 de junio de 2012

RAFAEL BARRET (1876-1910): UN GRAN ESCRITOR INJUSTAMENTE OLVIDADO



Dijeron de él:
Jorge Luis Borges: "Ya que tratamos de temas literarios te pregunto si no conoces a un gran escritor, Rafael Barrett, espiritu libre y audaz. Con lágrimas en los ojos y de rodillas te ruego que cuando tengas un nacional o dos que gastar vayas derechos a lo de Mendesky o a cualquier librería y le pidas al dependiente que te salga al encuentro un ejemplar de "Mirando Vivir". Es un libro genial  cuya lectura me ha consolado de las noñerías de Giusti, Soiza Reilly y de mi primo Alvarito Melián Lafinur.

Abelardo Castillo: Barrett estuvo entre nosotros seis años. En el relámpago de ese tiempo se hizo revolucionario, escribió una docena de libros imborrables y fundó una literatura y una ética. Murió en 1910, a los 34 años, edad en que otros escritores empiezan a  pensar que harán de sus palabras o de su vida.

Roa Bastos
Dar a conocer sus textos, difundirlos es no solamente una tarea de rescate de una de las obras más lúcidas e incitadoras que se hayan escrito sino también contribuir  a replantear los problemas sociales  y culturales de nuestros países.

Afortunadamente por estos días en Buenos Aires la editorial Mil Botellas acaba de editar su único libro de ficciones, el extrarordinario "Cuentos Breves". En la última página dice que la edición fue 300 ejemplares, una suma modesta, teniendo en cuenta el tamaño de la literatura que contiene. Habrá que apurarse, estoy convencido que en esta ciudad todavía existen lectores que saben apreciar de la buena literatura y muy pronto se agotará.
¿Será el olvido el destino de muchos escritores notables, y ojo que digo notables y no notorios.
Nacido en España, hijo de una familia aristocrática, llega a Buenos Aires en 1903. Aquí se desempeño como periodista, dejando de lado una vida de privilegios (dilapidó rápidamente el dinero que le dejó su padre)  para meterse de lleno en la realidad social de la Sudamericana de esos años. Sus ensayos desnudan las terribles injusticias  que tenían lugar en países como Argentina, Paraguay, Brasil y Uruguay.
Ya convertido en anarquista, al poco tiempo de llegar a Argentina,  pasa al Paraguay, país del años más tarde dirá:  "el único país mío, que amo entrañablemente, donde me volví bueno". Allí, primero se dedicó a las matemáticas, luego fue empleado ferroviario, hasta que un buen día decide dedicarse a vivir de la escritura.  Por esos tiempos nace su único hijo: Alex.
Escribe en varios periódicos y funda la revista anarquista "Germinal". Denuncia los abusos del gobierno de Emiliano Navero y sufre persecuciones y torturas. Finalmente es encarcelado y más tarde expulsado del Paraguay. Pasa a Uruguay. Se enferma de Tuberculosis y muere en Francia en 1910, a los 34 años.
El libro que nos ocupa se publica en la república oriental en 1911 y contiene más de treinta cuentos, algunos imborrables como De Cuerpo Presente - El Perro - Smart - Del Natural - Sobre el Césped. y El hijo.
Estos relatos abordan con una prosa soberbia tanto la denuncia social, como los encuentros y desencuentros de personajes cruzados por la desdicha.

DOS CUENTOS DE RAFAEL BARRETT


SOBRE EL CÉSPED

SOBRE EL CÉSPED estábamos sentados, a la sombra de dos altos laureles. De tiempo en tiempo una leve bocanada de aire cálido se obstinaba en desprender el suave mechón rubio que tus dedos impacientes habían contenido. Nuestro primogénito jugaba a nuestros pies, incapaz de enderezarse sobre los suyos, carnecita redonda, sonrosada y tierna, pedazo de tu carne. ¡Oh, tus gritos de espanto,cuando veías entre sus dientecitos el pétalo de alguna flor misteriosa! ¡Oh, tus caricias de madre joven, tus palmas donde duerme el calor de la vida, tus labios húmedos que apagan la sed! Y mis besos enardecidos por la voluptuosa pereza de aquella tarde de verano, apretaron a la dulce prisionera de mis deseos, y mis manos extraviadas temblaron entre las ligeras batistas de tu traje...

¡Y me rechazaste de pronto! Y un rubor virginal subió a tu frente. Me señalaste nuestro hijo, cuyos grandes ojos nos seguían con su doble inocencia, y murmuraste;

—¡Nos está mirando!

—Tiene un año apenas...

—¿Y si se acuerda después?

Nos quedamos contemplando a nuestro pequeño juez, indecisos y confusos. Pero yo te hablé en los siguientes
términos:

—Amor mío, tesoro de locas delicias y de absurdos pudores, alma única, mujer de siempre, humanidad mía, no temas avergonzarte ante ese tirano querido, porque no te haré nada que no te haga él en cuanto te lo pide ...

Y desabrochando tu corpino, liberté la palpitante belleza de tu seno, y prendí mis labios en su irritada punta. Y tú te estremeciste, y una divina malicia brilló en el fondo de tus ojos.


DEL NATURAL

EN LA CASA de los tísicos.

Lo que mató al 4, más que la enfermedad, fue la idea. Apenas entró en el lazareto, le dio la manía de salir, convencido de que de lo contrarío moriría pronto. Hablaba todavía menos que nosotros, y en el hospital no se habla mucho, pero le adivinábamos el pensamiento, como sucede donde se piensa demasiado. Las ideas fí|as fluyen silenciosamente de los cráneos, y se ciernen sobre las cosas. A pesar de que los que sufren son por lo común bastante crueles, el 4 nos inspiraba alguna lástima. Su cama estaba enfrente de la mía. Era un muchachito de 16 años, rubio y blanco; parecía el hijo de un príncipe, y su andrajoso uniforme del establecimiento, un disfraz inexplicable. Tenía bucles de oro, y admirables ojos azules. Estaba demacrado en extremo; andaba con el paso lento, autómata, propio de los clientes de la casa. Sin embargo, una circunstancia extraña le distinguía de ellos: caminaba erguido. Por excepción, su pecho no presentaba esa fúnebre concavidad de los tísicos, hecha por la muerte que viene a sentarse allí todas las noches. El 4 enflaquecía y se mantenía derecho; era un tallo cada vez más fino, y siempre gracioso. Sin duda su esqueleto era bonito y brillante como un juguete.

Supimos que era hijo, no de un príncipe, sino de un herrero, que la madre estaba enferma, y que tenía varios hermanos pequeñítos. Le habían metido de ganga en un seminario, y se había escapado ansioso de libertad. Había regresado a Montevideo y trabajaba de tipógrafo. El polvo del plomo le envenenó aquellos pulmones delicados, y ahora, preso en el "aislamiento", ¿qué le restaba?

—Aguardar el turno —según la eterna frase del 18.
El 4 no luchaba ya. No tocaba los dos huevos medio podridos con que le obsequiaba la caridad diariamente, ni la leche infecta, ni las piltrafas de carne recocida. Se dejaba ir. Recto, estoico, mudo, bello, era un lirio agonizando de pie.

Un día, no obstante, brilló para él, por vez postrera, la esperanza.

Hay visita al hospital de tuberculosos cada dos semanas; cada dos semanas se permite a las madres contemplar a sus hijos ocupados en morirse. La del 4 debía estar muy mal para no acudir al lado de los bucles de oro y de los ojos azules. En cambio, aparecía de tarde en tarde el padre, grueso, cabizbajo, sin expresión, lacónico. Traía al enfermo un poco de fruta o dulce, y se marchaba sin un beso, sin volver la cabeza, lo cual a nadie sorprendía. Es la costumbre de la gente pobre.

Aquel domingo, el herrero dijo —con indiferencia— que unos tíos deseaban tener al muchacho y cuidarlo en la campaña.

—¿Quieres ir?

—¡Oh, sí!

Y los ojos azules centellearon.

—Bueno. En la otra visita te llevaré conmigo.

Durante 15 días pasó algo increíble: uno de nosotros era feliz. Al 4 se le había desatado la lengua, y nos describía la casa de sus tíos, los corrales con las gallinas y las vacas, las legumbres del huerto, la sombra de los árboles, la frescura del arroyo, la luz y el aire libre. Se sentía salvado, capaz aún de jugar y correr, y nosotros nos entristecíamos con la envidia de la salud ajena. Hasta se nos figuró que el 4 engordaba... cuando en realidad la impaciencia le acababa de consumir.

Llegó el famoso domingo. Con mucho retraso asomó el herrero. Avanzaba pesadamente, con los ojos inyectados. Su hijo le esperaba, sentado en su lecho; se había vestido la ropita nueva, la suya. Estaba listo.

—¿Vamos?

—¿A dónde? —preguntó el padre.

—A casa del tío... ¿No lo recuerdas? ¿No íbamos a pedir hoy el alta?

El hombre se esforzó por hacer memoria. Su aliento olía a vino.

—Mejor es que te quedes.

—Es que no estoy bien.

—¿Eh?

—Que no estoy bien, en la última quincena bajé dos kilos.

—¿Dos kilos?

—No estoy bien. . . —insistió el desgraciado.

—Mejor es que te quedes —repitió el herrero. Y balanceaba el hirsuto testuz. Después se fue. El 4 se desnudó y se acostó. Los compañeros se reían del chasco.

—¿Qué tenía tu viejo?

—Estaba tomado y no se acordaba. ..

Tampoco nos sorprendió esto. El alcohol consuela, ¿verdad?

A la medianoche me despertó un ruido familiar, y en aquel momento, no sé por qué, lúgubre. El 4 tosía y escupía. La claridad era escasa. No se alumbraba el cuarto por espíritu de ahorro y por no tener que limpiar tubos. Me levanté y fui a la cama de enfrente. Una mano flaca y pálida me alargó la salivera. Miré al fondo, estaba negro.

—¡Sangre! —dijo el niño.

Murió el otro domingo. No era día de visita.