jueves, 21 de marzo de 2013

EL ARTE DE SOÑAR (DE LA GRINGA Y OTROS CUENTOS)




Este cuento, como la mayoría de los que forman parte del  libro "La Gringa y Otros cuentos", tiene un origen incierto y la historia contada en él, como buena ficción, es una soberana mentira. En realidad no estoy muy seguro que soñar pueda ser considerado un arte, en todo caso, se trata de algo inevitable para la mayoría de la gente. Y entonces pasa de todo un poco, existen sueños que salen bien, otros, en cambio, no tanto...
Claudio Miranda


EL ARTE DE SOÑAR
Heredé la fortuna de un tía desconocida y ahora soy millonario”.
Esa fue la mentira, mi mentira. Calculo que por ese entonces yo estaría fuera de mis cabales, o por lo menos le andaba bastante cerca.  
La dije con algo de timidez, en verdad, era una forma de ir tanteando a mi amigo, el petiso, de ver cómo reaccionaba. Dependía exclusivamente de él que el engaño se fuera afianzando, tornándose en real y posible, o que quedara ahí, como una broma, una pavada más de las muchas que se pueden decir en un noche intrascendente en la que ni siquiera unos cuantos vasos de alcohol son capaces de aplacar tanto aburrimiento.
Me miró asombrado y lo primero que me preguntó fue que había estado tomando por el camino. Insistí con el cuento y entonces el petiso se lo creyó o hizo que se le creyó. Quizás, en esos primeros minutos, lo único que hizo fue seguirme la corriente como a los locos.      
Se puso serio y me felicitó. Dijo que no siempre, pero que cada tanto la vida juega para el lado de los buenos. Brindamos.  
Y ahora viene lo mejor de todo, te voy a regalar una buena parte de la herencia, mi querido amigo de toda la vida”.
Esa fue la otra mentira que dije, ni bien terminamos de brindar. Las dos mentiras eran en el fondo una sola.   
Otra vez la pelota estaba en su poder, había que ver qué le pasaba adentro, qué pesaba más, su confianza en mis palabras, ahora un poco más decididas, más fervorosas, acaso por el vaso de cerveza que me había tomado casi sin respirar o su natural resquemor. Cuando la limosna es tan grande hasta el santo desconfía, pensé, mientras miraba su rostro que tardaba en reaccionar. Era su decisión, dependía de él que se abriera un mundo nuevo e inmenso, o que nos quedáramos con esa vida tan chiquita que nos estaba matando de a poco.
Los últimos años habían bastado para endurecernos. No había demasiadas alternativas, trabajar, dormir, reunirnos en el bar para hablar de cosas que ya habían dejado de importarnos, volver a trabajar, y así de a poco íbamos perdiendo la noción del tiempo y de la vida que cada vez nos resultaba más ajena, más esquiva.
 El petiso, sin dudas, tuvo su gran cuota de responsabilidad en esta, mi locura. Tal vez estaba harto de la triste realidad que lo despertaba cada mañana y quiso creerme sin reparos. 
Alcanzó a preguntarme con un hilo de voz las razones de semejante despropósito. ¿Regalarme parte de la herencia a mí? Estás completamente enfermo, me tomas por boludo, tenés un pedo de mil demonios… ya ni me acuerdo de todas las barbaridades que dijo.   
Le respondí con la mayor naturalidad del mundo una frase que había escuchado por ahí:  “La verdadera y única felicidad es la compartida”. Después de todo no disponíamos de otra cosa más que nuestra amistad. Se puso eufórico. Me volvió a abrazar y fue en ese instante que se quebró.  
Y ahí estábamos los dos, festejando la infame mentira, en el bar de la calle Tupungato. Cada tanto, a la hora en que salían las estrellas, nos reuníamos allí para charlar, aunque decir que charlábamos era una exageración. Esos encuentros de a poco se iban apagando, como nosotros.   
Por esos días mi sensación era que habíamos empezado a rodar en un túnel tenebroso. A veces lo observaba al petiso mientras tomábamos cerveza y juro que un frío me corría por la espalda: era como ver una hoja en otoño. Sus ojos, pequeños y trasparentes, dejaban al descubierto la desesperanza de su alma. Supongo que a él le sucedía lo mismo. En cierta forma mirarnos a la cara era como mirarse en un espejo. 
Otras noches, en cambio, me quedaba con la mirada perdida en algún punto fijo de las paredes descascaradas del local y reflexionaba: “Cuanto más triste es envejecer por dentro que por fuera”.  
Ahora que lo pienso, creo que nuestra decadencia empezó para la época en que cumplimos los cincuenta y cinco. Años más, años menos. Sí, los dos éramos del 47, él de marzo  y yo de junio. Él de aries y  yo de cáncer. Formas de ser distintas pero complementarias. Yo era callado, tirando a tímido, y él de reacciones intempestivas, a veces violentas. Físicamente nos conservábamos bastante bien aunque esa dudosa ventaja no nos servía de mucho. La raíz de nuestro mal era esencialmente espiritual.
Después de largos años habíamos regresado al barrio sin penas ni sin glorias. El petiso, viudo, sin hijos y con una pensión por invalidez (había perdido dos dedos de la mano derecha en la fábrica de bicicletas) y algunos pocos ahorros debajo del colchón, se había refugiado en la vieja casa paterna. Por las tardes hacía changas en el barrio. Yo, separado, con un hijo de veinte y pico al que le había perdido el rastro o él me lo había perdido a mí, para el caso era lo mismo, había terminado mis días alquilando una casita bastante decente, a dos cuadras de la que había sido el hogar de la infancia. Trabajaba hasta tarde en una escribanía y esperaba con ansiedad la edad de jubilarme, aunque en el fondo sabía que eso iba a acelerar mi derrumbe.   
No es por esgrimir una excusa ni tampoco se trata de un pedido de absolución, pero creo que yo vi en el acto de soñar (o de mentir) una forma de escapar de tanta agonía o por lo menos de prolongarla.
Unos días antes de la mentira recordé que de chicos habíamos sido muy soñadores. El petiso, ni hablar, cuando soñaba crecía hasta la altura de los héroes de las películas. Un verdadero gigante. Por ejemplo, soñaba con alcanzar una estatura respetable a los 16, uno ochenta, uno ochenta y cinco, y tener algún día el mismo éxito que el flaco Zampayo con las chicas. Cuando cumplimos los 15, el petiso ya resignado a su magra altura (se quedó en el metro sesenta y tres clavado), anhelaba comprarse una moto japonesa y yo no me quedaba atrás: quería un auto deportivo, como el que tenía el señor Lentini, el vecino del barrio. Ya de más grande, él quería ser corresponsal de guerra, corredor de autos, aviador, guerrillero y no sé cuántas extravagancias más. Yo apenas me conformaba con enrolarme en la marina mercante para recorrer el mundo. Se me había metido en la cabeza conocer Thaití y el Caribe. 
Eso sí, era fácil advertir en él un signo distintivo: era capaz de sentir la intensidad de los sueños como nadie. Tenía el don de trastocar todas esas fantasías de tal manera que lo ilusorio superaba siempre lo fáctico. Para él soñar algo era mejor que vivirlo, aunque eso no dejaba de ser una mera suposición, ya que  ninguno de nuestros sueños jamás se pudieron concretar.
Sin embargo, de a poco, la vida nos fue envolviendo en sus  telarañas y el arte de soñar fue quedando del lado de afuera de ese entretejido, lejano, como un sol diminuto observado por un condenado a muerte desde la ventanita de su celda.
La noche de la gran mentira descubrí (bastaba con verle el brillo de los ojos del petiso)  que un fugaz instante es capaz de dejar atrás toda una vida llena de penurias y privaciones. Y la luz de esa luna que se colaba por lo alto del ventanal del bar, blanquísima, llena hasta el hartazgo, ayudaba a crear ese mágico momento.
De alguna manera habíamos vuelto a ser adolescentes. Tenía preparada una historia en el caso de que me hiciera preguntas. La benefactora era una tía olvidada y misteriosa, Pocha o Pochola, un nombre más o menos así le iba a inventar. Si la vi dos veces en mi vida era mucho. No, de mi padre no era nada, se lo iba a aclarar de entrada, en realidad era la hermana mayor de mi madre, pero se pelearon de jóvenes y no se vieron  más. Dos hermanas rencorosas y jodidas. Vaya a saber uno el criterio que tiene la vida para mezclar las cartas. Seguro que están marcadas, de lo contrario no se explica sus suertes tan disímiles: salieron del mismo vientre y sin embargo mi vieja se murió joven y más pobre que una rata. Y la pochola...millonaria...qué flor de hija de puta.
Yo le iba a jurar al petiso que me había olvidado de que existía la tal Pocha o Pochola, o como carajo se llamara, claro, hasta que se apareció por mi casa el abogado de la difunta con la buena nueva. Bueno, el picapleitos ese dijo con una voz solemne que yo era su único heredero. Mucha plata, una verdadera fortuna. Una ricachona la tía esa, viuda de un empresario de la construcción, vaya a saber uno como juntaron la guita, lo más probable, cagando gente, todos los millonarios hacen lo mismo.
Es curioso, el petiso no me preguntó nada. Ni siquiera la plata que estaba en juego ni el porcentaje que estaba dispuesto a cederle. Nunca pretendió ahondar en los detalles de semejante herencia, ni ese día, ni el siguiente, hasta que se precipitó todo se mantuvo ajeno a los detalles. Yo atiné a decirle, entre festejos y vasos de cerveza, que la guita que le iba a donar era la suficiente como para vivir el resto de la vida como un duque. Ahora me doy cuenta que su silencio fue bastante lógico: cuando algo parece ser tan bueno, tan perfecto, las preguntas son peligrosas. Eso sí, le puse una condición excluyente: reserva absoluta, el barrio estaba lleno de malandrines y perdedores, y podíamos terminar tirados en algún zanjón la noche menos pensada.
Lo que vino después se dio con naturalidad, como cuando éramos pibes. Esa felicidad robada consistía en empezar a disfrutar nuestra vida de millonarios desde esa misma noche. Había que sentir, pensar, respirar y soñar como reyes. 
Recordé entonces que de chico, un mes antes de salir a las tradicionales vacaciones a Santa Clara del Mar con mis padres, mi mente se ponía a veranear mucho antes, imaginaba a las amplias y ventosas playas como un paraíso enclavado en el medio del caribe, y al mar brusco y destemplado como un espejo azul y trasparente. Y que en sus arenas “finas” y “blancas” las mujeres más bellas del mundo se rendirían a mis pies. Disfrutaba mucho más de ese anticipo que de la verdadera estadía. 
Por empezar, compramos una mujer, una puta. Había que festejar. Fue idea de él. Compramos una puta cara. Él dijo que le quedaban unos pesos guardados de cuando había cobrado la indemnización por el accidente de trabajo.      
Las siguientes semanas frecuentamos cines, teatros, cafés, restaurantes de primer nivel, compramos libros, ropa cara, perfumes y nos fuimos un fin de semana a Colonia. No viajamos solos, contratamos una estudiante universitaria que los sábados y domingos trabajaba de puta. Sí, otra puta.
Parecía que los dos habíamos rejuvenecido veinte años. Para ese entonces fui yo el que tuvo que poner de mis ahorros porque el petiso ya se había gastado todo. Antes de la mentira, los dos teníamos más o menos la misma idea: la poca plata que habíamos juntado era para atender alguna enfermedad o algún contratiempo inesperado. Pensamientos de gente vieja y vencida que habíamos logrado dejar de lado. 
Sin plata ya, seguimos siendo los hombres más ricos de la tierra. Nuestra imaginación era infinita. Había que escucharlo hablar al petiso. A veces era como estar sentado al lado de un actor de Hollywood, otras, se convertía en unos de esos playboys que salen en las revistas del corazón. Había días que se comportaba como un hábil empresario del mundo de la farándula. Cada noche, en el ruinoso café de siempre, damos rienda suelta a nuestros sueños.
Ahora me doy cuenta que el recorrido del petiso fue más o menos el de cualquier nuevo rico. Al principio, proyectaba comprarse todo lo que se le cruzaba por los ojos, con la misma avidez de un chico parado en la vidriera de una juguetería. Después, con la misma desmesura, se centraba en adquirir almas, conciencias y cuerpos. Decía que cuando tuviera la guita no iba a ahorrar un centavo, que de esta vida nadie se lleva nada y que lo mejor era pateársela sin remordimientos.
Más tarde se volcó a cosas un poco más espirituales. Quería viajar por el mundo, en especial por Europa. Se había puesto a investigar en internet y a los pocos días hablaba como la autoridad propia de un avezado turista. Citaba con llamativa familiaridad nombres de calles, cafés, restaurantes. Le llamaba la atención Francia, deseaba recorrer todos sus museos y más tarde visitar los pueblitos donde se cosechaban los famosos vinos. 
En algún momento de nuestra nueva y alocada vida, el petiso sintió algo de culpa. Imagino que debe ser algo común entre los millonarios. Se le dio por la limosna o la caridad. Empezó a ayudar gente por la calle, a viejos que pedían en las plazas, a chicos que vendían en los bares, a cieguitos parados en las puertas de las iglesias. Les daba moneditas, que otra cosa iba a ser, si los bolsillos los tenía pelados. Prometía que cuando cobrara la plata de verdad iba a fundar un comedor popular y un hogar para que la gente de la calle pudiera pasar las noches. También habló de hacer donaciones a hospitales y a escuelas rurales, quería ser recordado como un benefactor. Una noche se imaginó convertido en un político famoso. Un loco de mierda, el petiso ese.  
En el fondo, la ayuda a los necesitados que planeaba no era más que una forma de calmar su conciencia por tanto despilfarro. Una licencia para seguir con su derroche imaginario.
Pero su comportamiento era ambiguo, inestable, había días que se levantaba malo, resentido. Una tarde al ver una larga cola de jubilados en la puerta de un banco me dijo en voz baja: “mirá a todos esos viejos muertos de hambre”. Otro día, más atravesado que nunca, juró que iba a contratar a un asesino a sueldo para liquidar a un tal Percivale, un tipo que según él, le había cagado la vida. Para ese entonces ya había empezado a notar en él cierta ansiedad o desconfianza. No me preocupé demasiado, pensé que todavía teníamos tela para cortar. Me equivoqué. En realidad nunca tuve un plan “B”, aunque a esa altura de los acontecimientos cualquier cosa hubiera resultado inútil para detener la enorme bola de nieve que había empezado a rodar.       
Lo mío era menos extravagante. Se me daba por jugar el papel del empresario, soñaba con tener una enorme fábrica y recorrer el mundo en viajes de negocios. Tomar decisiones importantes, acostarme con todas mis secretarias. 
Por un tiempo, el petiso me siguió en el mundo de las finanzas, pero se retiró rápido. Decía que las actividades empresariales no eran para él, que lo aburrían tremendamente, prefería gastar el dinero y disfrutarlo.
Un día me pidió que lo acompañara a ver una casa en un country de la zona norte. Esa tarde  me preguntó por primera vez cuándo iba poder disponer de la guita. Para mí fue como un baldazo de agua fría. Lo noté raro, molesto.
Burocracia, trámites interminables, abogados de mierda que se llenan de papeles al pedo, le dije. No sé, en un par de meses, le mentí. Creo que mi comentario lo tranquilizó un poco.
Su imaginaria fortuna se le esfumaba con una rapidez asombrosa, pero como si fuera el poseedor de una maquinita de fabricar billetes volvía a juntarla otra vez,  y a derrocharla con más impunidad que antes.      
Nuestro sueño hubiera podido durar toda la vida. Yo le estaba probando que no era necesario tener un centavo para ser un poco menos infelices. Lo único que había que hacer era seguir girando la maquinita de los sueños.
Un día, dejó de frecuentar el bar. Me mando avisar que andaba enfermo, pero era obvio de que se trataba de una excusa. Había empezado a sospechar, en el fondo estaba harto de esperar. Empezó a llamarme por teléfono. Dos veces por día.  ¿Y para cuando? ¿Falta mucho, che? ¿De cuánto dinero estamos hablando?  ¿No nos cagarán?  ¿No me estarás cagando vos? Mira que los abogados son todos unos turros.  
De mi parte, la misma e inmutable respuesta: “la semana que viene, faltan algunas cositas, boludeces apenas.”
La situación se ponía peor, los llamados ahora eran de madrugada. Creo que empezó a enloquecer. Una noche me dijo que había soñado que todo se trataba de un invento mío, un cuento chino fueron sus palabras exactas. Me aseguró que si la pesadilla era cierta entonces me iba a descargar todas las balas de su 38 en la cabeza.
Un lunes a las 5 de la mañana llamó para decirme que unos tipos lo estaban siguiendo para secuestrarlo y pedir un rescate. Otra vez, me contó que tenía una hernia estrangulada y que necesitaba el dinero urgente para operarse.  
Durante un tiempo sentí miedo y más tarde, remordimiento. Confieso que pensé en escaparme y a veces hasta en pegarme un tiro. Enseguida me di cuenta que no tenía valor para eso.
Recuerdo que un día jugué un billete de lotería con la estúpida esperanza de llevarme el fabuloso pozo de quince millones de pesos. A veces subía a un taxi con la absurda idea de encontrar una valija repleta de dólares olvidada por algún pasajero.
La cosa no daba para más, se hacía insostenible. Un día decidí asumir la responsabilidad, hacerme cargo de la inmunda mentira. Por momentos me inclinaba a pensar que el petiso terminaría entendiendo mis razones. En cierto modo, el engaño nos había servido a los dos, nos había hecho sentir vivos otra vez, y esa sensación no se compraba ni con todo el oro del mundo.
No, cómo me iba a entender, ni yo me entendía, qué carajo había hecho. Cómo podía haber llegado tan lejos. ¿Qué clase de locura se había apoderado de mí?   
Lo cité un lunes a la noche en el bar de siempre. Volví a decirle una mentira, ahora la última: tenía que venir a firmarme los papeles para hacer la maldita transferencia el martes a primero hora del día. 
Esa noche yo también fui armado (el petiso andaba calzado, tenía autorización para portar armas). Yo me compré una la semana anterior en el mercado negro.
Era paradójico, yo que siempre hablaba de la muerte con familiaridad, como si se tratara de un amigo o de un pariente, ahora sentía miedo de morirme. Una cosa era teorizar en una mesa de café y otra, muy distinta, estar frente a la posibilidad cierta de que ocurriera. Ahora que pasó todo me doy cuenta que no había otro camino. Él o yo, o los dos, pero la muerte al fin. Acaso cuando un sueño hermoso se termina esfumando no haya otro destino.  
Cuando entró al bar me costó reconocerlo, me dio la impresión de que hacía días que no dormía. Sus ojeras…aunque quisiera no podría describirlas. Y su cara de extraviado, tampoco. Se sentó sin saludarme y antes de que llamara al mozo le conté la verdad, esa verdad que lo dejó mudo unos largos segundos. Le pegó un puñetazo a la mesa y me miró con ojos helados. Se levantó y extrajo el arma. Para ese entonces yo ya lo estaba apuntando desde abajo de la mesa. Lo madrugué. Los dos disparos parecieron uno solo. Entraron a la altura del estómago, quizá un poco más arriba. Gritó. No sé si fue mi imaginación pero yo escuché gritos. Se fue para atrás y su pequeño cuerpo se desplomó contra las mesas de enfrente. Casi no hizo ruidos cuando cayó. Quedó tirado boca arriba y enseguida empezó a formarse un gran charco de sangre.  
“Defensa propia”, declararía más tarde. Tenía de testigos al mozo y a dos muchachos que tomaban cerveza en la barra en el momento de los disparos. 
Además, yo estaba convencido de que no me podían hacer nada. Había matado a alguien imposibilitado de seguir soñando.
No, no podía terminar en la cárcel. Había liquidado a un tipo que ya estaba muerto.
CLAUDIO MIRANDA





     

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