LA CONSAGRACIÓN
Si uno se dejara de albergar
esperanzas, se ahorraría un montón de decepciones
Kjell Askildsen
Respiré profundo y por fin escribí: “No debe existir en el mundo un
sentimiento más destructivo que el amor”.
Retiré las manos del teclado y miré fijo el monitor. Leí la frase en
silencio una y otra vez, con la más absoluta concentración. Un final memorable,
me dije. El cierre perfecto. La frase habla por sí sola, le sobra fuerza, suena
bien a los oídos. Además sugiere, dice cosas, y al mismo tiempo no dice nada;
es inquietante por donde se la mire y ambigua, invita a pensar. También, incómoda, como una piedrita adentro de los
mocasines. Y por si fuera poco jode, eso es lo mejor de todo, la frase jode de
lo lindo.
Miré el reloj de pared, eran las seis de la mañana en punto. Siempre
escribía de madrugada, casi a las escondidas, como si fuera un delincuente. En
otro horario me resultaba imposible, la casa era un infierno, los chicos
haciendo de las suyas y mi esposa a los gritos pelados.
Imaginé la cara que iba a poner Stancatto, imaginé sus gestos
incrédulos, sus ojos llenos de perplejidad. No me quedaron más dudas: gracias a
este cuento mi carrera literaria tomaría un impulso desconocido. Un antes y un
después. El soñado punto de inflexión.
¿Carrera literaria? Bueno, desde hacía un tiempo se me había dado por
escribir, no solo eso, concurría semanalmente a un taller literario. Era eso o ir
al psicólogo.
Me acordé de las palabras de Stancatto en la primera clase:
—Es mejor sugerir que decir, el lector quiere ser cómplice del autor,
pues entonces hay que dejarlo. Américo querido, déjelo nomás.
Había concluido el cuento, o casi. Emocionado, pensé en el esfuerzo de
los últimos ocho meses. Recordé otra vez su voz gruesa, potente:
—Que fluya Américo, la escritura es creación, no se autocensure, deje
correr la inspiración, por más bobo que le parezca, escríbalo. No se preocupe,
para eso estoy yo, acuérdese: narrar es humano, corregir es divino.
Es cierto, hubo una época en mi vida en la que había perdido la brújula,
por decirlo de alguna manera, pero el rumbo lo recobré desde el mismo día en
que empecé el taller. Y todo gracias a él, Horacio Stancatto, un verdadero
maestro, escritor reconocido, coordinador de varios talleres literarios y
director de la revista “El Cisne Engripado”, por lejos, la publicación más
vanguardista de Buenos Aires y probablemente de toda Latinoamérica.
La tercera clase la hicimos un jueves a primera hora de la mañana, yo
estaba de vacaciones en el trabajo.
—No adjetive Américo, narre, cuente la historia, la gente quiere leer
algo interesante en la cama, en el aeropuerto o donde puta sea. Una buena
historia, ¿me escuchó?
—¿Qué le pasa, Américo? ¿A quién corno le importa su punto de vista
acerca de la naturaleza humana? No viejo, no está escribiendo un ensayo, que le
quede claro. Se trata de un cuento. Cuando quiera leer un ensayo me compro
“Hombres y Engranajes” de Ernesto Sábato. Narre, Américo, por favor,
narre.
La clase número doce fue decisiva:
—Describa pero no abuse. Américo querido, escúcheme bien, no aburra con
detalles que a nadie le interesan. No tiene importancia si los ojos de la mujer
eran azules o si su culo estaba un poco más caído que la última vez. No se
detenga en lo superfluo, escriba solamente los rasgos más sobresalientes del personaje.
El señor Stancatto era un docente y ante todo un profesional que
canalizaba el talento de los escritores, porque a veces tener tanto talento en
vez de ayudar, claramente perjudica.
—¿Ignominia? ¿Qué es eso? Déjese de joder Américo, no se complique usted
y por sobre todas las cosas no me complique al lector. No me escriba difícil,
utilice un vocabulario simple, haga fluir las palabras, haga que el cuento
fluya.
Esa fue otra de las enseñanzas que me marcaron a fuego, clase número
quince, un martes lluvioso, si la memoria no me falla.
Uno, como escritor quiere conmover la piel del lector, decía Stancatto,
pero en verdad yo me hubiera conformado con conmover a Hilda, apenas eso,
aunque claro, esa es otra historia y tal vez un imposible. No sé si es
conveniente explayarse ahora sobre el punto, pero hay que partir de la base de
que el parentesco (en este caso, la mujer de uno) es a veces un obstáculo para
la concreción de aspiraciones personales, incluso el simple y noble anhelo de
ser feliz alguna vez en la vida.
Hilda nunca se destacó por ser una persona
muy positiva que digamos, mucho menos para evaluar mi obra literaria. Después
de leer mi primer relato “Al fondo y a lo lejos”, me hizo aquella observación
tan particular, casi ofensiva:
—No entiendo. Para que complicarse la vida
con estas cosas...si vos sos abogado.
Yo hice como que no la había escuchado, pero
su voz otra vez me ametralló los oídos:
—No sé a dónde querés llegar con todo
esto.
En verdad, hasta el día de hoy, y remarco la
frase hasta el día de hoy, la literatura efectivamente no me ha llevado
a ninguna parte. Después de esta noche, cuando Stancatto me diga que el cuento
quedó de maravillas y pida un fuerte aplauso a los otros talleristas, aplausos
que retribuiré con un modesto “muchas gracias”, veremos qué pasa. Y si todavía
no obtuve ningún reconocimiento no fue por haberme dejado estar, al contrario,
en los últimos tiempos he presentado obras en los más variados concursos
literarios de habla hispana. Como me dijo Estancatto un día, a modo de
consuelo, a veces los premios son una cuestión subjetiva, aleatoria o mucho
peor: querido, están todos comprados. Creo que ni bien terminó la frase,
Stancatto se arrepintió: el viejo solía ser jurado de certámenes literarios.
A Hilda le gustan los libros igual que yo. Eso sí, nunca un Poe, un Arlt,
un Isidoro Blaisten. Más bien lo de ella son los libros de dietas. ¿Si es
gorda? No, en absoluto. En realidad es más flaca que un palo de escoba, pero su
reciente cambio de década sumado a una neurosis galopante, le hacen ver la
realidad un tanto distorsionada. Se la pasa todo el santo día arriba de una
balanza y enfrente de los espejos, porque si algo sobra en mi casa son espejos:
dos en el comedor, uno en el living y tres en el dormitorio.
Como decía, ha leído todos los libros de dietas habidas y por haber: la
dieta del sol, la dieta new age y la dieta del ombligo, entre otros célebres
títulos.
Pero bueno, dejemos esa nefasta literatura para otro momento, lo más
importante ahora es mi bendito cuento que, dicho sea de paso, está
prácticamente terminado o por lo menos bien encaminado.
—Ay Américo querido, dele un toquecito de suspenso a la historia, si no
es un plomo leer este bodrio —me reprochó en la clase número veinte.
Entonces se me ocurrió una idea maravillosa: la novia del protagonista
saca imprevistamente un revolver de la cartera y contra todos los pronósticos,
en lugar de matarlo a él, le dispara en la cabeza a su inseparable perro, un
ovejero alemán con papeles y todo. Impactante, Stancatto se va a quedar con la
boca abierta después de escuchar esta vuelta de tuerca.
No hay dudas, es un cuentazo. Ahora apenas faltaría darle un toquecito a
aquella frase, un tanto extensa y recargada para mi gusto.
—¡No me escriba barroco, Américo!—me había gritado una noche Stancatto,
con un aliento insoportable y los ojos desorbitados.
Fue, si mal no recuerdo, la clase veinticuatro, un feriado, viernes
santo para ser más exactos. Sí, ese día las clases se impartieron normalmente,
Stancatto era ateo y yo... bueno, a mí me daba lo mismo. Después agregó con
firmeza:
—Escribir es restar. Elimine los excesos Américo querido, hágame el
favor.
Entonces mis manos, en vez de un teclado, accionaron una tijera, una
grande y poderosa tijera. Veamos cómo era la frase original: “Mis piernas
trémulas vacilaron, lívido, empecé a moverme hacia la puerta, entre los
invitados y mis propios despojos, me hice paso, me arrastré como un condenado a
la silla eléctrica. Pálido, abrí la puerta y una bocanada de aire fresco invadió
mis pulmones. Salí y miré el florido jardín. Por fin, extraje un rubio y lo
encendí”. Una verdadera bazofia. Lo único que había que hacer era podar,
mutilar. Y podé, vaya que podé. ¿Cómo quedó? Muy simple: “Me sentí mal y salí
al jardín para fumar”. Un golazo de media cancha.
Una maravilla. Stancatto va a llorar de la emoción, pensé. Ya está. Mi
consagración es apenas una cuestión de tiempo. Estoy seguro que con este cuento
voy a ganar el concurso Juan Rulfo de París o el premio Julio Cortázar de Cuba…No
sé, algo importante voy a ganar seguro. Lo presiento. Y con la distinción se me
van a abrir miles de puertas. Mi nombre va a aparecer en los suplementos
literarios del país y del extranjero. Y más adelante, cuando mi carrera de
escritor se haya afianzado, voy a mandar al demonio la oficina. Y si Hilda no
recapacita, me voy a ir de esta casa. Qué se cree. Sí no sabe reconocer un
talento como el mío, entonces no es merecedora de mi cariño. Después de todo,
alguien voy a conseguir, a los buenos escritores nunca les faltan mujeres.
Seguí minuciosamente con el plan. Imprimí dos juegos del cuento, los
abroché, y los coloqué adentro de una carpeta amarilla. Mi esposa dormía como
un tronco, sus ronquidos hacían vibrar la casa entera. En realidad, los
inconvenientes surgieron cuando decidí imprimir un tercer juego, por las dudas,
nunca se sabe. Las hojas se atascaron y entonces la condenada impresora empezó a largar un fuerte chillido.
Algo espantoso. Maldije a la tecnología en general, a la computación en
particular, y sobre todo, a ese condenado aparatito que hacía cualquier cosa
menos imprimir.
—Dále, imprimí, nena —dije en voz baja.
Pero nada. Seguía sin salir una maldita hoja y el barullo ahora se había
tornado insufrible. Me calenté:
—¡Te digo que imprimas, flor de hija de puta!—grité fuera de control y
le pegué un puñetazo.
La luz del dormitorio se encendió y escuché
un gemido, un lamento o algo parecido: Hilda.
Salí de la casa lo más rápido que pude, con
los cordones de los zapatos desabrochados, la corbata a medio anudar y la
carpeta amarilla debajo del brazo. Desde la vereda escuché su voz, más
ordinaria que nunca:
—¡Para un poco con la boludez esa de que sos escritor! ¡Dejáme dormir,
pedazo de infeliz!
Corrí hasta la parada de colectivos, en el trayecto me pisé los cordones
y por poco me rompo el alma. Subí al colectivo y recuperé de inmediato la
confianza en mi porvenir literario. Me bastó con ver las caras de amargados de
los pasajeros.
Al final no fui a la oficina ese día. De eso me acuerdo. Lo que no
recuerdo bien es lo que hice hasta la hora de ir al taller. Estaba como mareado
y todo se me parecía a un sueño. Los que me vieron comentaron que caminaba por
las calles a la buena de Dios, con las manos en los bolsillos y silbando. Dijeron también que parecía contento, tal vez
mucho más que eso: Feliz.
CLAUDIO MIRANDA (2010)
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