lunes, 21 de enero de 2019

EL DÍA QUE MATÉ A DIOS

Diez y nueve años recién cumplidos. Venia mal, pésimo. No me había recuperado de las desapariciones de mis amigos del secundario, chupados por una patota del ejercito durante la última dictadura militar. Encima no sabia que hacer con mi vida y para colmo de males, me había abandonado una novia a la que quería mucho. Me dijo que me dejaba porque estaba confundida, lo que traducido al español significaba que se iba con otro otro tipo. Mi madre me veía tan tirado que me mandó al psiquiatra, pero el doc no daba pie con bola, un poco por mi, por mi silencio en lugar de palabras y otro poco por él, por su exceso de pacientes que lo hacían dormirse en plena sesión.
Un jueves, a la salida del psicoanalista dormilón, pensé en quitarme la vida. Entonces las imágenes de las vías del ferrocarril Roca se me dibujaron en el aire. Allí estaban, delante de mis ojos, esperándome. Era el cruce de la calle Cabrera con Godoy Cruz. Se ve que el instinto de conservación me llevó a pensar en otra posibilidad. Un manotazo de ahogado: La iglesia a la que había dejado de concurrir desde los quince. Hablar con un cura, darme el alivio que necesitaba para seguir adelante. 

Entré a la parroquia del Sagrado Corazón de Banfield cerca de las 4 de la tarde. Había dos personas adelante mio en el confesionario. Hice la cola. Cuando llegó mi turno el sacerdote, un tipo de mediana edad, pasado en kilos, me cerró la puerta en mi propias narices. Por hoy terminamos, dijo. Es algo urgente, padre, supliqué. Por hoy terminamos, repitió. Vuelva mañana, hermano.
Salí del templo aguantándome las lágrimas. Pero no fui al paso de la calle Cabrera-Godoy Cruz. Ya no había necesidad de seguir derramando sangre. Aquella tarde con un muerto bastaba y sobraba. Adentro mío acababa de matar a Dios. Para siempre.
(De mi biografía, porque todos, escrita o no, tenemos una.)

Parroquia del Sagrado Corazón de Banfield

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