lunes, 10 de octubre de 2016

AURORA VENTURINI (1922-2015): EL DOCUMENTAL

Si los jóvenes cineastas que decidieron realizar el documental (y que se puede ver desde el link más abajo) sobre la vida de la escritora Aurora Venturini pensaban que la iban a tener fácil, se equivocaron y feo.
Beatriz Pertinari, seudónimo con el que ganó el concurso de Novela joven organizado por Página 12 en el año 2007 (Sí, ¡ganó el concurso novela joven con 87 años cumplidos!) les tenía preparada una sorpresa, Abandonó el barco en el medio de la filmación, dijo que se había cansado y que ya no le interesaba más el proyecto. Luego de eso, jamás volvió a atender los llamados que le hicieron para que reviera la actitud.
Después de todo, la de ella era una conducta previsible para alguien que se conservó siempre joven y rebelde, igual que su literatura.
Los cineastas entonces se la vieron negras para poder terminarlo.
Con todo, el  documental estrenado, es un fiel testimonio que refleja el genio y figura de esta escritora única,
"Odio la decadencia", "Mi literatura es dura", porque la vida es dura,, algunas de sus muchas frases que quedaron.
Cuando en el 2010 ganó un famoso premio en España, sus primeras palabras fueron: "Gracias, me lo merezco".
Dijo Vila Matas de una de sus novelas: "Una novela escrita con enfermiza genialidad"
De este esplendido y fallido documental, rescato especialmente dos momentos:
Cuando a ella le informan que ha resultado ganadora del premio de Pagina 12 por su novela "Las Primas", dijo que la ponía muy contenta, ya que "Las Primas" era ella misma.
Acá me quiero detener: los escritores son sus obras y viceversa.
El segundo punto es cuando al recibir el premio, exclama: "Por fin un jurado honesto"
Y acá la honestidad no tiene forma de billete ni de moneda, sino de persecución política. Ser Peronista y amiga de Eva Perón, eran motivos suficientes para dejarla al margen de premios y reconocimientos.
Espero disfruten el documental acerca de Aurora, una de las mas grandes escritoras argentinas.

Claudio Miranda

Para ver el documental, hacer click acá.









miércoles, 17 de agosto de 2016

HIROSHIMA SEGÚN ALBERT CAMUS. ¿LA MUERTE CAYÓ DEL CIELO?

¿La muerte cayó del cielo?
71 años después del horror más grande imaginado, aún no han pedido perdón.
¿Pero, ante tamaño desastre, el perdón serviría de algo? 
No, el perdón es lo de menos. Lo preocupante es que siguen convencidos que actuaron correctamente, y que por lo tanto, en similares circunstancias, procederían de la misma forma. 
Unos meses atrás, cuando Obama visitó Hiroshima, dijo que la muerte había caído del cielo. Una infame mentira. Definitivamente no, la muerte no cayó del cielo. Aquel triste 6 de agosto de 1945, la muerte cayó de los Estados Unidos de América, la única nación en la historia de la humanidad que experimentó el uso de armas nucleares contra poblaciones civiles. 

Acá les dejo un interesante articulo de Albert Camus, publicado el 8 de agosto de 1945, es decir, dos días después de Hiroshima y un día anterior a Nagasaki. 


Claudio Miranda 

  "El mundo es lo que es, es decir, poca cosa. Es lo que desde ayer todos sabemos gracias al formidable concierto que la radio, los diarios y las agencias noticiosas acaban de desencadenar con respecto a la bomba atómica. En efecto, nos enteramos, en medio de una multitud de comentarios entusiastas, que cualquier ciudad de mediana importancia puede ser totalmente arrasada por una bomba del tamaño de una pelota de fútbol. Los diarios norteamericanos, ingleses y franceses se extienden en elegantes disertaciones sobre el porvenir, el pasado, los inventores, el costo, la vocación pacífica y los efectos bélicos, las consecuencias políticas y aun la índole independiente de la bomba atómica. En resumen, la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo. Será preciso elegir en un futuro más o menos cercano entre el suicidio colectivo o la utilización inteligente de las conquistas científicas.
Mientras tanto, es lícito pensar que hay cierta indecencia en celebrar así un descubrimiento que se pone, primeramente, al servicio de la más formidable furia destructora de que el hombre haya dado pruebas desde siglos. Nadie, sin duda, a menos que sea un idealista impenitente, se asombrará de que, en un mundo entregado a todos los desgarramientos de la violencia, incapaz de ningún control, indiferente a la justicia y a la sencilla felicidad de los hombres, la ciencia se consagre al crimen organizado.
Estos descubrimientos deben ser registrados, comentados según lo que son, anunciados al mundo para que el hombre tenga una idea precisa de su destino. Pero rodear estas terribles revelaciones de una literatura pintoresca o humorística, no es soportable.
Ya se respiraba con dificultad en un mundo torturado. Y he aquí que se nos ofrece una nueva angustia, que tiene todas las posibilidades de ser definitiva. Sin duda se le brinda al hombre su última posibilidad. La bomba atómica puede servir, en rigor, para una edición especial. Pero debiera ser, con toda seguridad, motivo de algunas reflexiones y de mucho silencio.
Además, hay otras razones para acoger con reserva la novela de ciencia ficción que los diarios nos ofrecen. Cuando se ve al redactor diplomático de la Agencia Reuter anunciar que esta invención vuelve caducos los tratados e incluso las decisiones de Postdam, señalar que es indiferente que los rusos estén en Koenigsberg o los turcos en los Dardanelos, no se puede evitar atribuirle a tal concierto intenciones bastante ajenas al desinterés científico.
Entiéndase bien. Si los japoneses capitulan después de la destrucción de Hiroshima y por efectos de la intimación, nos alegramos. Pero nos rehusamos a sacar de tan grave noticia otra conclusión que no sea la decisión de abogar más enérgicamente aún en favor de una verdadera sociedad internacional, en la que las grandes potencias no tengan derechos superiores a los de las pequeñas y medianas naciones, en que la guerra, azote hecho definitivo por el solo efecto de la inteligencia humana, no dependa más de los apetitos o de las doctrinas de tal o cual estado.
Ante las perspectivas aterradoras que se abren a la humanidad, percibimos aún mejor que la paz es la única lucha que vale la pena entablar. No es ya un ruego, sino una orden que debe subir de los pueblos hacia los gobiernos, la orden de elegir definitivamente entre el infierno y la razón." 
ALBERT CAMUS

jueves, 14 de abril de 2016

LA CALMA DE RAYMOND CARVER, EN LA BARBERIA DE ANTON CHÉJOV Y EN LA PELUQUERÍA DE KJELL ASKILDSEN. ¿QUIEN DIJO QUE EN LA PELUQUERÍA DE HOMBRES NO PASA NADA?

Tres maravillosos cuentos, tres escritores, dos de ellos, seguro, los más grandes cuentistas del sigo pasado, que comparten un escenario común: Una peluquería de hombres. Los protagonistas: un hombre que acaba de abandonar a su esposa, un joven que sabrá que su amada está a punto de casarse con otro y un pobre viejo solitario, invisible a los ojos de los demás. Tres historias apasionantes. ¿Quién dijo que una barbería es aburrida, que nunca pasa nada?
Claudio Miranda





LA CALMA de Raymond Carven (versión del libro Principiantes)
Era un sábado por la mañana. Los días eran cortos, y el aire frío. Me estaba cortando el pelo. Ocupaba el sillón de la peluquería, y tres hombres esperaban sentados en hilera en los asientos de la pared opuesta  a la mía. A dos de ellos no los había visto nunca, pero el tercero me resultaba familiar, aunque no lograba de que lo conocía. Seguí mirándole mientras el peluquero hacía su trabajo. El hombre en cuestión-corpulento, de unos cincuenta años, con pelo corto y ondulado- tenía un palillo entre los dientes, que movía de un lado a otro de la boca.Traté de situarlo, y de pronto lo vi con gorra y uniforme, ojos pequeños y vigilantes detrás de las gafas, en el vestíbulo  de un banco, con una pistola en al cinto. Era guarda de seguridad. De los otros hombres, uno era mucho mayor que el otro, pero conservaba un pelo abundante, rizado, gris. Estaba fumando.
El otro, aunque no tan mayor, era casi calvo en la parte alta de la cabeza, y en los lados el pelo le caía oscuro y lacio sobre las orejas. Llevaba botas de leñador, y en los pantalones tenía brillos de aceite de maquinaria.
El peluquero me puso una mano encima de la cabeza para girármela,  y poder verme mejor. Luego le dijo al guarda: 
-¿Conseguiste tu ciervo, Charles?
Me gustaba aque peluquero. No nos conocíamos lo bastante para tutearnos, pero cuando entraba en su peluquería para cortarme el pelo me reconocía y sabía que había pescado en un tiempo, así que charlábamos de pesca. 
No creo que el cazara, pero podía hablar de cualquier cosa y era un buen escuchador. En este sentido, era como algunos camareros que he conocido en mi vida. 
-Es un historia extraña. Bill. Increíble de verdad-dijo el guarda.- Se quito el palillo de la boca y lo dejo en el cenicero. Sacudió la cabeza-.Lo conseguí y no lo conseguí. Así que la respuesta a tu pregunta es sí y no.
No me gustaba su voz. No cuadraba en un hombre de aquella envergadura. Pensé en la palabra "blandengue", que mi hijo solía emplear. Era una voz femenina, en cierto modo;  y pagada se sí misma. Sea como fuere, no era el tipo de voz que uno podía esperar de él, que uno le gustaría escuchar durante todo el santo día. Los otros dos hombres lo miraron. El de más edad pasaba las páginas de la revista, fumando, y el otro tenía un periódico en las manos. Dejaron lo que estaban hojeando y se volvieron a escuchar.
-Sigue, Charles-dijo el peluquero-. Oigámoslo.
Volvió a girarme la cabeza y, después  de sostener las tijeras en el aire unos segundos, siguió cortándome el pelo.
-Estábamos arriba en Fikle Ridge, mi padre y yo y el chico. Estábamos cazando en aquellas barrancas. Mi padre estaba apostado en lo alto de una, y el chico y yo en lo alto de otra. El chico tenía resaca, maldita sea su estampa.Era por la tarde y, llevábamos fuera desde el amanecer. El chico estaba pálido y con muy mala cara., y no paró de beber agua en todo el día, la de él y la mía. Pero teníamos la esperanza de que algunos de los cazadores que había abajo, al fondo de las barrancas, ahuyentara a algún ciervo hacia arriba, hacia nosotros. Así pues, estábamos sentados detrás de un tronco, vigilando. Habíamos oído disparos en en el valle.
-Aquellos huertos de allí abajo-dijo el hombre del períodico. Se movía con impaciencia: cruzaba una pierna, dejaba oscilar una bota unos segundos, y cruzaba la otra-. Los siervos siempre andan rondando esos huertos.  
-Exacto-dijo el guardia- Entran en ellos por la noche, los muy bastardos y se comen las manzanas verdes. Bien, habíamos oído disparos horas antes , como he dicho, y estaba la maleza un macho viejo, grande, a unos treinta metros de nosotros. El chico lo ve al mismo tiempo que yo, por supuesto, y se echa a tierra y se pone a dispararle, el muy imbécil. El ciervo no corría ningún peligro por los disparos del chico (según se vio), pero con toda aquella confusión lo único que hice fue dejarlo atontado.
-Atontado..-dijo el peluquero.
-Ya sabe, atontado-dijo el guarda-. Fue un tiro en la panza. Lo dejó como atontado. Bajó la cabeza y se puso a temblar. Le temblaba todo el cuerpo. El  chico seguía disparando. Yo me sentía como cuando estuve en Corea. Volví  a disparar, pero fallé. Luego el señor ciervo grande y viejo vuelve a meterse en la maleza, pero ahora, santo Dios, no le queda ni una pizca de...cómo podríamos llamarlo..., de empuje. El chico había vaciado su rifle para nada, pero yo le había dado. Le había metido un tiro en las tripas, y eso le había quitado al bicho todo el fuelle. A eso me refiero cuando digo que lo dejé atontado.
-¿Y entonces?-. El hombre más joven había enrollado el periódico y se daba golpecitos con él en la rodilla.
-¿Y entonces qué? Seguro que siguió el rastro , ¿no? Siempre encuentran sitios difícles donde morir.
Volví a mirar a aquel hombre. Aún recuerdo aquellas palabras. El hombre mayor había estado todo el tiempo escuchando, observando con atención como contaba su historia el guarda, que disfrutaba cumplidamente con el protagonismo.
-Pero ¿le siguió?-preguntó el hombre mayor, aunque no era realmente una pregunta.
-Sí, lo hice. El chico y yo le seguimos el rastro, Pero el chico no servia de gran cosa. Se puso enfermo en el camino. Hizo que fuéramos más lentos, el muy cretino.- Ahora tuvo que echarse a reír, recordando la situación-. Bebiendo cerveza y persiguiendo chicas toda la noche, y luego querer ir a cazar ciervos por la mañana. Ahora ya se ha enterado cómo son las cosas, bien sabe Dios. Pero seguimos su rastro. Un buen rastro, sí señor. Había sangre en la tierra y en las hojas y la madreselvas. Sangre por todas partes. Incluso en los pinos en los que había en los que había apoyado para descansar. Nunca había visto un ciervo con tanta sangre. No sé ni cómo podía tenerse en pie. Pero empezaba a oscurecer, y teníamos que regresar. Y estaba preocupado po mi padre. Además; aunque no tendría que haberme preocupado en absoluto, como vería más tarde.
-A veces siguen en pie eternamente, Pero siempre lo que hacen es buscarse un sitio difícil para morir-dijo el hombre del periódico, repitiéndose.
-Al chico lo puse verde por haber fallado el tiro, entre otras cosas. Y cuando empezó le di un guantazo. Estaba tan furioso...Aquí.- Se señaló un lado de la cabeza, y sonrió con una mueca-. Le calenté la oreja, maldito chico. Aún es un crío. Lo necesitaba.
-Bueno, ahora darían cuenta de él los coyotes-dijo el hombre del periódico-. Ellos y los cuervos y los buitres. 
Desenrolló el periódico, lo alisó y lo dejó a un lado. Cruzó de nuevo las piernas. Nos miró a todos los que estábamos en la peluquería y sacudió la cabeza. Pero no daba la impresión de que le importara mucho todo aquello.
El hombre de más edad se había vuelto en la silla y miraba por la ventana el débil sol de la mañana. Encendió un cigarrillo.
-Supongo que sí-dijo el guarda de seguridad-. Es una pena. Era un ciervo bien grande, el muy cabrón. Me gustaría tener su cornamenta colgada en el garaje. Pero en fin, Bill, respondiendo a tu pregunta: cobré y no cobre la pieza. Pero tuvimos carne de venado a la mesa, de todas formas. Mi padre había cazado un pequeño ciervo. Lo había llevado ya al campamento, y lo tenía cogado y destripado y limpio. Había envuelto hígado, corazón y riñones con papel encerado, y lo había metido en la nevera. Nos oyó llegar y nos recibió justo en la entrada del campaamento. Alargó las manos y nos la enseño: las tenía todas manchadas de sangre seca. No dijo ni una palabra. El viejo carcaman me asustó al principio. Al principio no me daba me daba cuenta de lo que había pasado. Las manos del viejo estaban como pintadas de rojo. 
Mirad, dijo. -El guarda, entonces, alargó sus propias manos regordetas-. Mirad lo que he hecho. Entonces entramos en la zona iluminada y vi a aquel animal allí colgado. Un pequeño cervato. Un jodido cervatillo, pero mi padre estaba como unas pascuas. El chico y yo no teníamos nada que enseñar después de todo un día de caza; salvo que el chico seguía con resaca y estaba enfadado y con la oreja dolorida.
Se echó a reir, y paseó la mirada por la peluquería, como recordando. Luego cogió el palillo de dientes y se lo puso otra vez entre los labios. 
El hombre mayor apagó su cigarrillo y se volvió a Charles, el gurda. Respiró con fuerza y dijo: 
-Debería estar en barranca buscando a ese ciervo en lugar de aquí esperando que le corten el pelo. vaya historia de mierda. -Nadie dijo nada. Una expresión de asombro cruzó el semblante del guarda. Parpadeo-. No le conozco y no quiero conocerle, pero creo que ni a usted ni a su padre ni a ese chico deberían permitirles andar por esos bosques con los otros cazadores.
-No puede hablarme así-dijo el guarda-. Viejo imbécil. Lo tengo visto de alguna parte.
-Bien, pues yo no he visto a usted nunca. Me acordaría perfectamente  de esa cara gorda que tiene. 
-Eh, muchachos, ya basta. Esta es mi peluquería. Es donde me gano la vida. No puedo consentir esto.
-Tendría que calentarle las orejas a usted-dijo el hombre mayor.
Creí que iba a levantarse de la silla. Pero los hombros le ascendían y descendían, y era obvio que tenía dificultades para respirar. 
-Tendría que intentarlo-dijo el guarda de seguridad. 
-Charles, Albert, es amigo mío-dijo el peluquero. Había dejado el peine y las tijeras en el mostrador, y me había puesto la mano sobre los hombros, como si pensara que iba a saltar del sillón para terciar en la disputa-. Albert, llevo años cortándole el peloa Charles y también a su hijo. Y me gustaría que lo dejarás.
Miró a uno y a otro, sin quitar las manos de encima de mis hombros. 
-Arréglenlo fuera-dijo el hombre de los sitios difíciles para morir, acalorado y expectante.
-Ya basta-dijo el peluquero-. No quiero tener que llamar a la policía. Charles, no quiero oír ni una palabra más sobre el asunto. Albert, lo mismo te digo. Así que si esperaís un minuto acabo con este cliente. Y mire usted-dijo volviéndose hacia el hombre de los sitios difícles para morir-, no le conozco de nada, pero las cosas irían mejor si no volviera a meterse en lo que no le llaman.
El guarda se levantó y dijo:
-Creo que volveré a cortarme el pelo más tarde. Bill. Ahora la parroquia deja bastante que desear-. Salió sin mirar a nadie, y cerró la puerta con fuerza.
El hombre mayor siguió sentado, fumando un cigarrillo. Miró por la ventana durante un instante, y luego se examinó algo en el dorso de la mano. Luego se levantó y se puso el sombrero. 
-Lo siento, Bill. El tipo ese me ha tocado una fibra sensible, supongo. Creo que mi corte puede esperar unos días. Yo no tengo más citas, sólo una. Te veré la semana que viene.
-Ven la semana que viene, entonces Albert. Y tómate las cosas con calma, ¿me oyes? Todo va vien, Albert.
El hombre salió, y el peluquero se acercó a la ventana para ver como se alejaba.
-Albert está a punto de morir de un enfisema-dijo el peluquero desde la ventana-. Solíamos pescar juntos. Me enseño todo lo que se puede saber de la pesca del salmón. Y las mujeres...Solían andar como locas detrás de ese muchacho. En los últimos años se le han puesto malas pulgas. Pero no sabría decir, sinceramente, si esta mañana no ha habido algo de provocación.
A través de la ventana vimos como montaba en su camión y cerraba la puerta. Luego arrancó y se alejó calle abajo.
El hombre de los sitios difíciles para morir no podía estarse quieto. Estaba de pie, moviéndose por la peluquería, parándose para mirarlo todo: la vieja percha de madera de los sombreros,, las fotos de Bill y sus amigos sosteniendounas sartas de pescados, el calendario de la ferretería con estampas campestres de cada mes del año-pasaba las páginas una a una, hasta llegar a la de octubre-. En su minuciosa inspección llegó a esrirarse para estudiar la licencia de peluquero de Bill, que estaba colgada en la pared al final del mostrador. Para leer la letra pequeña primero se alzó sobre un pie y luego sobre otro. Luego se volvió hacia el peluquero y dijo:
-Creo que yo también me voy; volveré más tarde. No sé ustedes, pero yo necesito una cerveza.     
Salió rápidamente, y oímos cómo ponía en marcha el coche.
-Bien, ¿quiere que le acabe de cortar el pelo, ¿no?-dijo el peluquero en tono rudo, como si yo tuviera la culpa de lo que había pasado.
Entonces entró una persona, un hombre con chaqueta y corbata.
-Hola Bill, ¿algo que contar? 
-Hola Frank, Nada que merezca la pena. Y tú, ¿hay algo de nuevo?
-No-dijo el hombre.    
Colgó la chaqueta en la percha de sombreros y se aflojó la corbata. Luego se sentó en una silla y cogió el periódico que se había dejado el hombre de los sitios difíciles para morir.
El peluquero me hizo girar en la silla para que me mirase en el espejo. Me puso las manos a ambos lados de la cabeza, y me la movió  por última vez. Bajó la cabeza hasta ponerla al lado de la mía, y los dos miramos en el espejo juntos, mientras seguía rodeándose la cabeza con las manos. Me miré, y él también me miró. Pero si vio algo, no hizo ningúna pregunt ni ningún comentario. Y entonces se puso a pasearme los dedos por el pelo despacio, de un lado de otro, como si estuviera pensando en otra cosa mientras lo hacía. Me pasó los dedos por el pelo tan íntima, tan tiernamente como lo hubiera hecho una amante.
Fue en Crescent City, California, cerca de la frontera con Oregón. Me fui poco después. Pero hoy he estado pensando en ese lugar, Crescent City, en cómo estaba tratando de rehacer allí mi vida con mi mujer, y en cómo ya entonces, en el sillón de la peluquería aquella mañana, había tomado la decisiónde marcharme para siempre y no mirar para atrás. He recordado la calma que sentí cuando cerré los ojos y dejé que los dedos se deslizarán entre mi pelo, y la tristeza de aquellos dedos, mientras el pelo me empezaba ya a crecer de nuevo.   
                           


EN LA BARBERÍA de Antón Chéjov 
Primeras horas de la mañana. Aún no son las siete, pero la barbería de Makar Kuzmich Blestkin ya está abierta. El dueño, un joven de unos veintitrés años, sucio, vestido con ropas mugrientas que pretenden pasar por elegantes, está poniendo en orden el local. En realidad, no tiene nada que limpiar, pero el trabajo le ha hecho sudar. Aquí pasa una bayeta, allí rasca con la uña, más allá encuentra una chinche y la retira de la pared. La barbería es pequeña, estrecha, destartalada. Las paredes de troncos están cubiertas de un empapelado que recuerda una camisa de cochero desteñida. Entre las dos ventanas con cristales mates y lacrimosos hay una puertecilla delgada, miserable, chirriante, coronada por una campanilla medio verdosa por la humedad que tintinea de vez en cuando, sin razón aparente, se estremece y emite un sonido quejumbroso. Si miráis el espejo suspendido de una de las paredes, veréis vuestro rostro deformado en todos los sentidos de la manera más lamentable. Es delante de ese espejo donde el barbero corta los cabellos y afeita a sus clientes. En una mesita tan sucia y mugrienta como Makar Kuzmich, todo está dispuesto: peines, tijeras, navajas, fijadores y polvos de a kopek y agua de Colonia muy diluida también de a kopek. La verdad es que toda la barbería no vale ni medio rublo. El chirrido de la enfermiza campanilla suena por encima de la puerta y un hombre de edad madura, con zamarra de piel de cordero y botas de fieltro, entra en la barbería. Lleva la cabeza y el cuello cubiertos por un chai de mujer. Es el padrino de Makar Kuzmich, Erast Ivánich Yágodov. Antaño trabajaba como guardián en el consistorio, ahora vive cerca del Estanque Rojo y ejerce el oficio de cerrajero. -¡Buenos días, Makar! -le dice al barbero, que sigue ocupado en su labor de limpieza. Se besan. Yágodov se quita el chai de la cabeza, se santigua y se sienta. -¡Sí que queda esto lejos! -dice, carraspeando-. No es poca cosa. Del Estanque Rojo a la puerta de Kaluga. -¿Qué tal le va? -Nada bien, hermano. He tenido fiebre. -¿Qué me dice? ¡Fiebre! -Fiebre. He pasado un mes en cama; creí que me moría. Me administraron la extremaunción. Ahora se me cae el cabello. El doctor me ha ordenado que me lo corte. Dice que me saldrá un pelo nuevo y más fuerte. Entonces pensé: vete a ver a Makar. Antes que ir a cualquier otro sitio, vale más ir a casa de un pariente. Lo hará mejor y no te cobrará nada. Queda un poco lejos, es verdad, pero ¿qué importa? Así te darás un paseo. -No faltaría más. ¡Siéntese! Makar Kuzmich, chocando los talones, le señala una silla. Yágodov se sienta, se mira en el espejo y parece satisfecho con lo que ve: en el cristal aparece una jeta torcida, con labios de calmuco, una nariz ancha y chata y ojos en la frente. Makar Kuzmich cubre los hombros de su cliente con una servilleta blanca salpicada de manchas amarillas y empieza a manejar las tijeras. -¡Se lo voy a cortar al rape! -dice. -Naturalmente. Que tenga aspecto de tártaro o de bomba. Así nacerá más tupido. -¿Qué tal está la tía? -Bien. Hace poco asistió al parto de la mujer del comandante. Le dieron un rublo. -Un rublo, nada menos. ¡Agárrese la oreja! -Ya lo hago... No me cortes, ten cuidado. ¡Ay, qué daño! Me tiras del pelo. -No es nada. En nuestro oficio es imposible hacer las cosas de otra manera. Y ¿qué tal se encuentra Anna Erástovna? -¿Mi hija? Estupendamente. El miércoles de la semana pa-sada se prometió en matrimonio con Sheikin. ¿Por qué no viniste? El ruido de las tijeras se interrumpe. Makar Kuzmich deja caer los brazos y pregunta con terror: -¿Quién se ha prometido? -Anna. -¿Cómo es posible? ¿Con quién? -Con Prokofi Petrov Sheikin. Su tía trabaja como gobernanta en el callejón Zlatoustenski. Es una buena mujer. Naturalmente, todos estamos muy contentos, alabado sea Dios. La boda se celebrará dentro de una semana. Ven, nos correremos una juerga. -Pero ¿qué me dice? -pregunta Makar Kuzmich, pálido, sorprendido, encogiéndose de hombros-. ¡No puedo creerlo! ¡Es... es totalmente imposible! Si Anna Erástovna... si yo... si yo albergaba sentimientos por ella, tenía intenciones. ¿Cómo ha ocurrido algo así? -Pues ya lo ves. Se han prometido, eso es todo. Es un buen hombre. El rostro de Makar Kuzmich se cubre de un sudor frío. Deja las tijeras en la mesa y empieza a frotarse la nariz con el puño. -Tenía intenciones... -dice-. ¡No es posible, Erast Ivánich! Yo... estoy enamorado y le he ofrecido mi corazón... La tía había dado su consentimiento. Siempre le he respetado como a un padre... Siempre le corto el pelo gratis... Siempre me he mostrado servicial con usted y, cuando mi padre murió, se quedó usted con el sofá y diez rublos en dinero que no me ha devuelto. ¿Se acuerda usted? -¡Cómo no voy a acordarme! Claro que me acuerdo. Pero ¿qué clase de novio serías tú, Makar? No tienes dinero, ni posición, te ocupas de un oficio insignificante... -Y ¿Sheikin es rico? -Sheikin es maestro de obras. Tiene quinientos rublos en títulos. Así es, hermano... Di lo que quieras, pero el asunto está cerrado. No es posible dar marcha atrás, Makar. Búscate otra novia... No es el fin del mundo... ¡Bueno, sigue cortando! ¿Qué haces ahí parado? Makar Kuzmich guarda silencio y no se mueve de su sitio; luego se saca un pañuelo del bolsillo y se echa a llorar. -¡Bueno, basta! -le consuela Erast Ivánich-. ¡Déjalo ya! ¡Sollozas como una mujer! Acaba de cortarme el pelo y llora luego todo lo que quieras. ¡Coge las tijeras! Makar coge las tijeras, durante un minuto las mira con aire abstraído y a continuación vuelve a dejarlas sobre la mesa. Le tiemblan las manos. -¡No puedo! -dice-. ¡Ahora no puedo, me faltan las fuerzas! ¡Soy muy desdichado! ¡Yella también! Nos queríamos, nos habíamos prometido, pero personas sin corazón y sin piedad nos han separado. ¡Vayase, Erast Ivánich! No puedo verle. -En ese caso volveré mañana, Makar. Terminarás de cortarme el pelo mañana. -De acuerdo. -Cálmate. Vendré mañana por la mañana, a primera hora. Con la mitad de la cabeza pelada al rape, Erast Ivánich parece un presidiario. Le resulta molesto irse con esa pinta, pero no hay nada que hacer. Se envuelve la cabeza y el cuello con el chai y sale. Una vez solo, Makar Kuzmich se sienta y sigue llorando en silencio. Al día siguiente, por la mañana temprano, Erast Ivánich aparece de nuevo en la barbería. -¿Qué se le ofrece? -le pregunta Makar Kuzmich con frialdad. -Acaba de cortarme el pelo, Makar. Aún te queda la mitad de la cabeza. -Pagúeme por adelantado. No trabajo gratis. Erast Ivánich se marcha sin pronunciar palabra. Hasta la fecha sigue teniendo el pelo largo en una mitad de la cabeza y corto en la otra. Considera un lujo pagar por un corte de pelo y espera a que los cabellos cortados crezcan por sí mismos. Así fue a la boda.

EN LA PELUQUERÍA  de Kjell Askildsen

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.
De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo está cambiado. Solo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!
Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.

domingo, 3 de abril de 2016

LOS DEDOS DE UNA MANO

LOS DEDOS DE UNA MANO

El domingo se iba apagando lentamente y la amenaza del lunes rondaba en el aire como un fantasma. 
Salvo la nuestra, las mesas del bar del club habían quedado desiertas. A un costado del salón, por la televisión sin volumen, daban un partido del fútbol del campeonato local.   
La conversación amena y repleta de anécdotas de los viejos tiempos sin embargo no alcanzaba para aplacar la ansiedad que nos corría por dentro.  
Para matar el tiempo le pedimos al Bocha, el concesionario del bar, unas botellas de cerveza (lo más heladas posibles), acompañadas de varios platitos con aceitunas verdes, papas fritas y palitos salados.
En verdad, lo de matar el tiempo era una simple forma de decir. Las agujas del reloj parecían moverse en cámara lenta. Me bastó un simple paneo por la cara de los muchachos para comprobar que la situación los había desbordado.
Después de largos años estábamos a minutos nomás de reencontrarnos con Alejo Riganti, nuestro amigo famoso, el único de todo el grupo que había logrado llegar y triunfar en el tenis profesional. 
En aquel entonces nadie daba dos mangos por ese pibe de mirada triste, flacucho, que parecía que se lo llevaba el viento cuando soplaba un poco fuerte, dueño de golpes tan previsibles como inofensivos. El profe de aquel entonces, el Chileno Celaya al verlo tan poca cosa, solía recriminarle: “A vos nene te hace falta tomar mucha sopa”.
Por ese entonces todas las fichas estaban puestas en el Muñeco Centurión, o en el  Chiche Bavastro, y hasta de última, en Lalo Espínola. Pero el tiempo pasó y los resultados hablaban por si solos: Rigante, el actual número 27 del escalafón mundial y en ascenso, mientras que el Muñeco manejaba un micro de larga distancia, con los riñones hechos una miseria, Bavastro se pudría cada mañana en una tétrica repartición pública y Lalo…sólo Dios debe saber.  
—¿Mirá si en una de esas nos invita a ir a Europa para verlo jugar en algún torneo? —preguntó Rentera.
—Yo soy menos pretencioso.  Me conformo con algún regalo, no sé, una raqueta—se ilusionó Raimondi.
—No sabés lo bien que me vendría—respondió Machi—, la mía está hecha bolsa.      
—Che, no sean interesados—dije yo.
—Sí, que vergüenza—me dio la razón Rentera—. Acá la cosa pasa por lo afectivo y no por lo material.  
El Bocha arrimó un par de platitos más, uno con salamines cortados en rodajas  muy finas, y otro con aceitunas negras. Dijo que cualquier cosa le avisáramos que traía más ingredientes.      
—No hay caso—sentenció Machi mientras descargaba las cenizas del rubio en el cenicero  —,  el tenis es en ocasiones un deporte imprevisible. El caso de Riganti, sin ir más lejos. Contra todos los pronósticos un día se destapó, como si hubiera sido tocado por una varita mágica y después ya no paró más hasta lo que es hoy: un reconocido jugador profesional.  
—¿Reconocido Jugador profesional?— Repitió en sorna Rentera que ya iba por el tercer vaso de cerveza—. No hablemos pavadas, viejo. Alejo, Alex, como le decíamos nosotros, los amigos, es un jugador tremendo, una estrella del tenis. Y ojo que todavía no dio lo mejor. Otra que jugador reconocido...
La palabra “amigos” empleada con tanta vehemencia por Rentera desató en la mesa un encendido debate acerca de la amistad. Raimondi tomó la iniciativa:
—¿Se puede seguir considerando amigo a un tipo que dejó de verse durante una década? En todos estos años, que yo sepa, ni siquiera nos hizo llegar una mísera postal de navidad.
El silencio fue total, el comentario sonó inoportuno, estaba convencido de que no era el momento para reproches a escasos minutos del ansiado reencuentro con nuestro héroe.   
—No sé, tengo mis serias dudas—se respondió a si mismo Raimondi—.  Es cierto, fuimos muy amigos, pero de ese pibito humilde y  sacrificado que entrenaba día y noche como un perro, de ese chico bonachón al que todos cariñosamente llamábamos Alex. En cambio, de la estrella mundial del tenis, del fulano ese que está podrido en plata y que sale en la tele a cada rato, ¿sabemos algo? Nada, no sabemos un carajo.
—Oíme Raimondi, no es el lugar ni el momento de discutir eso —le paró el carro Rentera—. Si aceptó la invitación por algo será. Me hubiera dicho que no de entrada o hubiera puesto una excusa. ¿No será que le tenés envidia? 
—¿Envidia, yo? Estás loco —se defendió Raimondi—.  Simplemente me cuestionaba si después de tanto tiempo cabe la palabra amistad. Vivimos en mundos tan distintos...Tal vez, luego de esta noche, tengan que pasar otros diez años para volvernos a ver, o por ahí peor: no nos cruzaremos más en la puta vida.  
 -¿Y quién puede saber eso?—preguntó Rentera—. ¿Acaso sos mago? ¿Tenés la bola de cristal? Te parecés a esos tipos que caen de sopetón para arruinarte la fiesta. Mira, para mí la verdadera amistad supera el tiempo, las distancias, las diferencias sociales, todo.
Machi asintió con la cabeza y yo me acordé de una frase que había leído por ahí: “Los únicos amigos son los de la infancia y la adolescencia”, que preferí guardármela.
Raimondi amagó con seguir la discusión pero al final tampoco dijo nada. Segundos después estiró la mano hasta uno de los platitos, se lleno la boca de papas fritas y pensativo, empezó a masticar.   
Hacía media hora que nos habíamos sentado a esperar a Riganti y hasta el momento el único que no había dicho ni mu era el Polo Barrientos; seguía con la vista perdida en algún punto de la vitrina del club casi pelada de copas y trofeos.         
Era cierto. Habían pasado diez años de la última vez. Mejor dicho, nueve años, once meses y quince días. Anoche me había tomado el trabajo de sacar la cuenta exacta. No me podía dormir, estuve hasta la madrugada dando vueltas en la cama, pensando en aquella época, en lo rápido que había pasado todo, en lo unido que habíamos sido, en las chicas con las que siempre quisimos salir y nunca nos dieron bola, en la tarde que caímos todos presos por andar sin registro de conducir en el Meari de Lorenzo.   
Y la noche que avanzaba implacable  y el lunes que ahora empezaba a tomar cuerpo, hasta daba la sensación de que nos esperaba afuera, agazapado en la primera esquina. Mañana hay que ir a laburar, carajo, pensé con la moral por el piso. Y los muchachos que de a poco agotaban los temas de conversación, dejando lugar sólo para el miedo, la desconfianza de que Riganti al final nos fallara. Eran ya la diez menos dos minutos y de nuestro amigo famoso ni noticias. A todo esto yo no paraba de mirar la puerta del bar y decirme: “Pensar que Alex se fue un día por esa puerta, la misma que ahora lo va a traer de vuelta”.
—En los primeros tiempos lo bailaba de lo lindo—dijo Machi todo agrandado—. Le ganaba los partidos casi sin moverme.  
—Yo también, se sumó Rentera.
Era cierto. Hasta los catorce años ganarle era lo más fácil. Después cambió la historia radicalmente. Se volvió invencible. Una metamorfosis que siempre nos resultó inexplicable. Raimondi decía en broma que había sido poseído por el alma de algún viejo campeón de tenis.     
—Che, ya son la diez, — habló por primera Barrientos y se refregó las manos—. La hora señalada. Debe estar por llegar, ¿no? El hijo prodigo que vuelve a la casa. Un lindo título para una crónica.
Barrientos, que trabajaba como asistente en la redacción de un diario, se estaba por recibir de periodista deportivo. Se había venido con un cuadernito con espirales y un par de biromes para hacer anotaciones. Al parecer lo de la crónica corría en serio.       
—Miren que por ahí se retrasa unos minutos. Calculo que se va aparecer a eso de las diez y cuarto — advirtió Rentera que no se cansaba de mirar con nerviosismo el reloj—.  Me dijo que antes de venir tenía un par de compromisos que cumplir.        
—¿Un par de Compromisos? —preguntó pícaro Raimondi, los ojos le brillaban —. No me hagas reír. Un par de locas, querrás decir. Estos tipos, los jugadores profesionales, cuando están de vacaciones cometen todos los excesos habidos y por haber. Imagináte lo que es la vida de esta gente, todas las privaciones por las que tienen que atravesar cuando están compitiendo. No pueden ni comerse un asadito, ni chupar una cerveza, ni salir con mujeres, nada. Claro, después son como esos leones que un día se escapan del zoológico y terminan haciendo un desastre. 
Rentera se rió pero no dijo nada. La idea de llamarlo había sido de él. Hacía un par de años que venía amenazando con rastrearlo y traerlo para el club. Pero cuando llegaba el momento— Alejo regresaba al país siempre para pasar las fiestas de fin de año—, se salía con alguna excusa.  Entonces volvía a comprometerse para el año siguiente. Un cuento de nunca acabar. Pero esta vez, el viernes pasado, a la noche, estaba en la casa aburrido y se dijo: “Vamos Renterita, es ahora o nunca”. Y fue ahora. Pero aclaró que no le resultó fácil, estuvo a punto de abortar el operativo regreso a último momento. Le dio cosa: ¿Cómo voy a llamar a una estrella como Riganti a esta hora de la noche? ¿Por ahí ni se acuerda de mi? Pero se tomó un whisky y después otro, y luego del tercero ya no le importó más nada. No sé cómo, pero se había conseguido el teléfono de la madre, que años atrás se había mudado del barrio.  
—No me van a creer, pero la madre de Riganti, se acordaba de todos nosotros. Una memoria de elefante. Pronunció los nombres de corrido, como una preceptora del secundario tomando lista.
Hizo una pausa. Se puso una aceituna negra en la boca, escupió el carozo en una servilleta de papel y siguió contando. La vieja me pasó el número de celular y dijo que si lo llamaba ahora seguro que lo encontraba, acababa de cortar con él. Le hice caso. Me atendió en seguida. ¿Vos sabes que por teléfono tiene la misma voz que antes? Increíble. No se dan una idea de lo contento que se puso. No tuve que pedirle nada, él solo me propuso de venir para acá, el domingo. Yo igual le insistí:
—Mirá que no hay problemas, si querés vamos para allá, para tu casa.     
—No Renterita, deja, voy yo—me respondió—. Quiero volver a pisar mi querido y viejo club.   —Che, ¿pero vendrá en serio?— preguntó alarmado Raimondi—. Ya son y cuarto.     
Rentera hizo oído sordos y se refirió a un pedido especial que hizo Riganti: instalarnos en alguna mesa del fondo del bar. Quería pasar desapercibido, nunca falta el pesado que pide un autógrafo o una foto.        
—Ves, esa nunca la entendí, ni la voy a entender—dijo Macchi mientras con un escarbadiente pinchaba una rodaja de salamín—. Todo el mundo se muere por el éxito, por ser famoso algún día. Y resulta que cuando lo logran se terminan escondiendo detrás de anteojos negros y vidrios polarizados, como si fueran delincuentes.
—Y bueno, no debe ser fácil. El terrible precio de la fama. Ni más, ni menos. No te dejan ni ir al baño a mear tranquilo —contestó Rentera.      
Lo cierto es que la condición de Alex fue cumplida a rajatabla, a pesar de lo que dijo Macchi, que daba lo mismo, total a esa hora en el club no había quedado ni el loro. Nos instalamos en la mesa más alejada de la barra, en un rincón oscuro, pegada al ventanal que daba a las canchas de tenis desiertas.   
Me puse a observar a los muchachos. La mesa nos quedaba grande. Podía contarnos con los dedos de la mano. Éramos cinco tipos. Nada más. Sobrevivientes de un pasado feliz que cada día quedaba más lejos.   
Estábamos dispuestos de la siguiente manera: Rentera, Machi y yo de un lado; enfrente,  Barrientos y Riganti. La cabecera que daba de espaldas a la entrada, la dejamos libre para cuando llegara Alex. En la otra, sobre una silla de madera, habíamos amontonado los bolsos y las raquetas formando una interminable montaña que amenazaba con venirse abajo cada vez que alguien movía la mesa.     
—Che, que macana eso que dijiste, que no le gusta que le pidan autógrafos—se lamentó Machi—. Yo que justo le quería pedir uno para mi hermano que es un fanático perdido de Riganti.  
—Y yo que me iba a sacar unas fotos con él para mostrárselas a mis compañeros de oficina, así se revientan bien de la envidia—dijo Barrientos.   
—No, para un poco, no es para tanto —dijo en un tono tranquilizador Rentera—. Con nosotros no va a haber problemas en ese sentido.        
—Yo tenía la idea —dijo Raimondi mientras se rascaba el mentón—, díganme si les parece desubicado o no. Vieron que colaboro con una ONG de chicos con discapacidades motrices, bueno, se me había ocurrido pedirle de ir a la fundación para dar una charlita a los pibes, no se imaginan lo contento que se van a poner.
—Ni lo dudes. Estoy seguro que te va a dar una mano. El otro día leí en una revista que le gusta involucrarse en causas humanitarias.   
Diez y media de la noche y ahora fue Macchi quien alertó sobre la posibilidad cierta de una deserción:   
—¿A ustedes les parece que realmente vendrá? Miren la hora que es.
—Va a venir, quedáte tranquilo—replicó Rentera—. Y cuando cierren el club la seguimos en el pub de enfrente de la estación. Está abierto toda la noche. Me voy a agarrar un pedo madre.    
De lejos el Bocha nos observaba con cara inquisidora. Sus ojeras eran impresionantes. Se acercaba la hora de cerrar y el tipo se dormía parado. Estaba al pie del cañón desde las ocho de la mañana. En un momento dado no aguantó más y nos lanzó el ultimátum: “No sé a quién carajo esperan y no me importa, pero yo a las once y cuarto cierro el boliche. Ni un minuto más, ni un minuto menos”.     
Miramos el reloj con desesperación los cinco al mismo tiempo. Faltaba todavía media hora para bajar las persianas del boliche. El panorama había cambiado. Si el tiempo antes se había mostrado lerdo, vueltero, ahora las agujas volaban. La catarata de preguntas no se hizo esperar:            
—¿Se acordará cómo llegar después de tantos años?
—¿Habrá salido en su propio auto o se tomó un remis?
—Mira si se perdió y terminó en el medio de una villa por el camino negro…
—¿No estará cortado el puente Pueyrredón? Hoy los piquetes no tienen día ni horario.
Lo volví a observar al Bocha, se había despertado de golpe, pasaba a las apuradas un trapo rejilla al mostrador y acomodaba  copas y vasos en unos estantes.
Observé también a Rentera: su lengua humedeciendo los labios, sus ojos vacíos, sus oídos lejanos.      
—¿Por qué no lo llamás?— preguntó enojado Barrientos. 
Rentera lo miró con si le hubieran hecho una pregunta sobre física cuántica.
—Llamálo, a Alex—insistió el Polo—. ¿Acaso no te quedó el número registrado en el celular?
—¿Te parece?
—¿Cómo si me parece? ¿No nos vamos a quedar acá toda la noche, como cinco boludos? 
Rentera llamó pero le salió el contestador. No dejó ningún mensaje. 
Once en punto. El Bocha sin preguntar apagó el televisor, justo cuando uno de los equipos se aprestaba a patear un penal. Nuestros ojos se posaban insistentemente sobre la puerta del bar, esperando lo que a esa altura parecía ser un milagro. En un momento dado una figura alta la atravesó. Nos estremecimos. De entrada no alcanzamos a descifrar su rostro. Falsa Alarma. Era el correntino Barbosa, el empleado del vestuario de hombres que se despedía del Bocha hasta el martes, el lunes no venía porque le correspondía franco.   
Once y cinco. Las dudas ahora habían dado paso a la decepción. Una sucesión de quejas, reproches y lamentos se descargaron sobre la humanidad de Rentera.      
—Ya no viene. Para mí que nos cagó.
—Por lo menos podría haber avisado a tu celular, no le costaba nada.
—Y viste como son las estrellas, se olvidan rápido de los pobres.
Quiero volver a pisar el viejo y querido club. Eso te dijo, ¿no?  Un flor de chanta.   
—Más que chanta, un desagradecido. Si fuimos nosotros los que le enseñamos a jugar tenis al gil ese.  
—¿Y ahora que le digo a mi esposa? No tengo ni una mísera foto con él. Se va a pensar que me fui de putas por ahí. Me parece que esta noche duermo en la plaza.  
—Así que la verdadera amistad supera al tiempo, la distancia…en fin las boludeces que hay que escuchar...
Machi dijo bueno y amagó con levantarse. Recién ahí  Rentera reaccionó. Insistió con el discurso optimista sobre la llegada inminente de Alejo. Milagrosamente logró dilatar el desbande, al menos por cinco minutos más, el plazo fijado por el Bocha.    
Empezamos  a transitar así el tiempo de descuento en el más absoluto silencio. La escena hacía acordar a esas películas de suspenso con un final previsible.
Miré la mesa. Seguíamos siendo cinco tipos. Los dedos de la mano. Las matemáticas aportaban a la escena exactitud y crueldad por partes iguales. Pensar que una década atrás ni siquiera entrábamos en tres mesas. Nuestro grupo estaba formado por al menos quince almas. Se me dio por pensar que tal vez se trataba de un juego más, como el tenis. El último en irse, pierde. Ese podría ser su nombre. El primero en jugarlo fue Alex,  diez años atrás y a partir de ahí el goteo fue imparable. Nos fuimos desperdigando de una manera silenciosa. Unos porque se casaron, otros porque se mudaron, muchos porque sí y hasta hubo uno que se le ocurrió morirse antes de tiempo. Otra vez clavé la vista en los muchachos, me miré a mí en el espejo de la pared y me pregunté quién sería el último en apagar la luz. ¿Quién?  
Espié el reloj por enésima vez: once y catorce minutos. Aproveché los últimos sesenta segundos para intentar acordarme del momento en que estuvimos todos juntos por última vez, pero no pude. Juro que no pude. Para ese entonces el Bocha ya había subido las sillas sobre las mesas y empezaba a apagar las luces del local.
CGM

Marzo 2014     

viernes, 18 de diciembre de 2015

CELESTE Y ROJO, UN CUENTO DE PABLO RAMOS.

Este cuento ha sido subido a "Los Libros Naúfragos" con la autorización de su autor, Pablo Ramos, escritor a quien me une una gran admiración.
Muchas gracias, Pablo, por tu generosidad! 
Claudio Miranda




CELESTE Y ROJO
Caminaba hacia el bar pero se detuvo un poco antes de llegar a la puerta. Un perro viejo se había echado sobre el colchón de hojas amontonadas por el viento; ahí, quieto, parecía no respirar. El se agachó y con un pedazo de corteza lo tanteó en la barriga. El perro estiró una pata y luego, lentamente, giró la cabeza: tenía los ojos de piedra. Él le acarició el lomo y se levantó, sosteniéndose de la pared. Dale Arsenal leyó en letras que le parecieron su letra,  pintadas con aerosol rojo. Respiró profundo el aire frío, se acomodó la camisa y el pulóver adentro del pantalón y subió el cierre de la campera hasta el cuello. Llegó al bar, empujó la puerta y entró.
El bar era un mostrador, algunos bancos altos, el billar y una mesa redonda donde cuatro hombres jugaban generala triple. La poca luz provenía de la calle, toda la que podía entrar a través de los vidrios mugrientos. Sobre la mesa se mezclaban los vasos a medio tomar, los cigarrillos, los dados que iban y venían, y las apuestas: fichas amontonadas en el centro.
-Qué hacés acá, pibe, ¿no deberías estar guardado vos?-lo saludó Ángel
-Vine a despedirme, me voy.
Ángel dejó un dado y metió los otros adentro del cubilete. Lo miró con desconfianza.
-Un as te va de segunda.-El jugador de la derecha señalaba una planilla escrita en lápiz , tres columnas de números ordenadas de alguna manera.
-A mi también me gustaría irme a algún lado-dijo Ángel, y encendió un cigarillo con otro que hacía equilibrio en el borde de la mesa.
-¿Te anoto o no te anoto?-insistió el jugador.
Ángel hizo una seña. tomó un trago y, con la vista puesta en la mesa, dijo algo a modo de despedida.

En la calle había empezado a llover. El perro parecía no tener fuerzas ni para resguardarse. Lo tomó de la cola y lo arrastró despacio hasta el rectángulo seco bajo el balcón de chapa de la casa de al lado. Sintió el viento en la cara y escuchó el silbato del tren detrás del murmullo de la avenida Mitre. Caminó pensando en lo que, días atrás, le había dicho el Ruso.

-Tres-le había dicho-,con tres estás al pelo. Si te tomas cuatro sos capaz de pelearte con un gorila.
Llegó a su casa y entró por la puerta del patio. Su madre no estaba. No quiso mirar hacia ningún rincón, sintió que cualquier cosa podía haberlo hecho dudar, haberlo detenido. Tomó la mochila y metió el walkman y la bandera de Arsenal de Sarandí. Tomó la plancha de pastillas, sacó todas las pastillas y se las metió en la boca. Masticó y bajó el amasijo con agua. Celeste y rojo, pensó y salió de la casa.
Tenía cuatro cuadras hasta la avenida Mitre y, después de cruzarla, unos metros más hasta la escalera del viaducto. Celeste y rojo, se le cruzó otra vez sin saber por qué. Sólo los colores, los dos colores que estaban ahora en la mochila y caminó casi feliz por el descubrimiento de esa idea: celeste y rojo todo junto atrás en la mochila. El corazón se le aceleraba y casi no podía respirar. Como en un sueño, su cuerpo lo llevaba a través de la tormenta, las calles vacías, las hojas de otoño bajo sus pies dormidos.
De pronto se encontró frente a la escalera del viaducto sin recordar haber cruzado la avenida. Encendió el walkman y comenzó a subir los escalones de hormigón. La escalera que lleva a la estación Sarandí del Ferrocarril Roca, una isla de cemento entre dos vías.
Las piernas se le aflojaban y sentía la transpiración más helada que la lluvia. La música era apenas un susurro al oído, entonces subió el volumen  y se concentró en la canción. Hablaba de alguien que se iba lejos, a otro país, Pensó en lo que sería vivir en otro país, en la serenidad y en la lejanía que parecían  estar incluidas en esas palabras. Caminaba por el andén. Trataba de pensar en fútbol, en alguna tarde de sábado guardada sólo ahí, en su memoria, y que por eso estaba destinada a perderse para siempre. Recordó un gol cualquiera, tal vez inventó uno, un gol al Porvenir, Celeste y rojo todo junto atrás en la mochila, pensó, y sacó la bandera, se la ató al cuello, la vio agitarse en el viento. Subió más el volumen del walkman: los que no pueden más se van, decía la canción.
Entonces bajó a las vías y extendió lo brazos, con los colores flotando en el aire, como un pájaro sereno, un ser invencible. El silbato del tren, el bulto enorme salido de entre las sombras. Los que no pueden más se van, se van; eso decía ahora la canción.
Pablo Ramos    
  

sábado, 12 de diciembre de 2015

MAURICIO MACRI...LÁSTIMA EL BIGOTE...

No trascendió en ningún lado. Me reservó la fuente de información. Lo cierto que ese caluroso día, la mañana de la asunción como presidente de la Nación, muy temprano (no había podido pegar un ojo en toda la noche), el ingeniero entró en el amplísimo baño en donde todo brillaba como el oro, se miró en el espejo y sintió una profunda congoja. La felicidad nunca es completa, no lo es para nadie. No lo era por las arrugas, ya imposibles de disimular, ni por las profundas ojeras producto de una noche en vela. La culpa de todo la tenía esa estúpida franja pelada, ese vacío delator, justo entre la nariz y el labio superior. Hacía tiempo que su bigote había volado por decisión de un iluminado asesor de imagen. Lo hacía más viejo, ni hablar de las reminiscencias hitlerianas que provocaba. Lo extrañó como nunca. Era vasto y le sobraba presencia, pero sin llegar a cubrir la comisura del labio. Pensó en la banda presidencial atravesando su inflado pecho, en el emocionado "sí juro", imaginó también el balcón de Eva y Perón, hoy usurpado por una banda de chetos bailarines con inclinaciones místicas, en la gente abajo agitando banderitas celestes y blancas, pero ninguna de esas imágenes lograron borrarle la amargura. 
No hay caso, no estaba. Su bigote brillaba por su ausencia, un símbolo de poder, de autoridad, pero mucho más que eso, el signo que lo diferenciaba de su padre, a quien odiaba con toda su alma, no importa que ya fuera un anciano incoherente, siempre lo odiaría. ¿Acaso no había hecho todo por él? ¿Para dirimir de una buena vez esa vieja rivalidad? Disputa que ahora estaba convencido de haber ganado por goleada. Un presidente, el presidente de Argentina es siempre más que un empresario, por más poderoso que haya sido el viejo. ¿O no? Lástima el bigote... 
Salió del baño con un sentido de pérdida que rápido adquirió la forma de mutilación.
El ingeniero, el presidente a punto de asumir, nunca lo sabría, pero ese mismo día, la patria había amanecido igual que él, con la misma sensación de mutilación.

Claudio Miranda












domingo, 1 de noviembre de 2015

LA CONSAGRACIÓN

¿Quién no soñó alguna vez con la gloria, con la consagración, por más insignificante que sea?


LA CONSAGRACIÓN
Si uno se dejara de albergar esperanzas, se ahorraría un montón de decepciones
Kjell Askildsen
Respiré profundo y por fin escribí: “No debe existir en el mundo un sentimiento más destructivo que el amor”.
Retiré las manos del teclado y miré fijo el monitor. Leí la frase en silencio una y otra vez, con la más absoluta concentración. Un final memorable, me dije. El cierre perfecto. La frase habla por sí sola, le sobra fuerza, suena bien a los oídos. Además sugiere, dice cosas, y al mismo tiempo no dice nada; es inquietante por donde se la mire y ambigua, invita a pensar. También,  incómoda, como una piedrita adentro de los mocasines. Y por si fuera poco jode, eso es lo mejor de todo, la frase jode de lo lindo. 
Miré el reloj de pared, eran las seis de la mañana en punto. Siempre escribía de madrugada, casi a las escondidas, como si fuera un delincuente. En otro horario me resultaba imposible, la casa era un infierno, los chicos haciendo de las suyas y mi esposa a los gritos pelados.       
Imaginé la cara que iba a poner Stancatto, imaginé sus gestos incrédulos, sus ojos llenos de perplejidad. No me quedaron más dudas: gracias a este cuento mi carrera literaria tomaría un impulso desconocido. Un antes y un después. El soñado punto de inflexión.
¿Carrera literaria? Bueno, desde hacía un tiempo se me había dado por escribir, no solo eso, concurría semanalmente a un taller literario. Era eso o ir al psicólogo.
Me acordé de las palabras de Stancatto en la primera clase:
—Es mejor sugerir que decir, el lector quiere ser cómplice del autor, pues entonces hay que dejarlo. Américo querido, déjelo nomás.
Había concluido el cuento, o casi. Emocionado, pensé en el esfuerzo de los últimos ocho meses. Recordé otra vez su voz gruesa, potente:
—Que fluya Américo, la escritura es creación, no se autocensure, deje correr la inspiración, por más bobo que le parezca, escríbalo. No se preocupe, para eso estoy yo, acuérdese: narrar es humano, corregir es divino.
Es cierto, hubo una época en mi vida en la que había perdido la brújula, por decirlo de alguna manera, pero el rumbo lo recobré desde el mismo día en que empecé el taller. Y todo gracias a él, Horacio Stancatto, un verdadero maestro, escritor reconocido, coordinador de varios talleres literarios y director de la revista “El Cisne Engripado”, por lejos, la publicación más vanguardista de Buenos Aires y probablemente de toda Latinoamérica.
La tercera clase la hicimos un jueves a primera hora de la mañana, yo estaba de vacaciones en el trabajo.
—No adjetive Américo, narre, cuente la historia, la gente quiere leer algo interesante en la cama, en el aeropuerto o donde puta sea. Una buena historia, ¿me escuchó? 
—¿Qué le pasa, Américo? ¿A quién corno le importa su punto de vista acerca de la naturaleza humana? No viejo, no está escribiendo un ensayo, que le quede claro. Se trata de un cuento. Cuando quiera leer un ensayo me compro “Hombres y Engranajes” de Ernesto Sábato. Narre, Américo, por favor, narre. 
La clase número doce fue decisiva:
—Describa pero no abuse. Américo querido, escúcheme bien, no aburra con detalles que a nadie le interesan. No tiene importancia si los ojos de la mujer eran azules o si su culo estaba un poco más caído que la última vez. No se detenga en lo superfluo, escriba solamente los rasgos más sobresalientes del personaje.
El señor Stancatto era un docente y ante todo un profesional que canalizaba el talento de los escritores, porque a veces tener tanto talento en vez de ayudar, claramente perjudica.  
—¿Ignominia? ¿Qué es eso? Déjese de joder Américo, no se complique usted y por sobre todas las cosas no me complique al lector. No me escriba difícil, utilice un vocabulario simple, haga fluir las palabras, haga que el cuento fluya.
Esa fue otra de las enseñanzas que me marcaron a fuego, clase número quince, un martes lluvioso, si la memoria no me falla.
Uno, como escritor quiere conmover la piel del lector, decía Stancatto, pero en verdad yo me hubiera conformado con conmover a Hilda, apenas eso, aunque claro, esa es otra historia y tal vez un imposible. No sé si es conveniente explayarse ahora sobre el punto, pero hay que partir de la base de que el parentesco (en este caso, la mujer de uno) es a veces un obstáculo para la concreción de aspiraciones personales, incluso el simple y noble anhelo de ser feliz alguna vez en la vida.
Hilda nunca se destacó por ser una persona muy positiva que digamos, mucho menos para evaluar mi obra literaria. Después de leer mi primer relato “Al fondo y a lo lejos”, me hizo aquella observación tan particular, casi ofensiva:
—No entiendo. Para que complicarse la vida con estas cosas...si vos sos abogado.
Yo hice como que no la había escuchado, pero su voz otra vez me ametralló los oídos:
—No sé a dónde querés llegar con todo esto.  
En verdad, hasta el día de hoy, y remarco la frase hasta el día de hoy, la literatura efectivamente no me ha llevado a ninguna parte. Después de esta noche, cuando Stancatto me diga que el cuento quedó de maravillas y pida un fuerte aplauso a los otros talleristas, aplausos que retribuiré con un modesto “muchas gracias”, veremos qué pasa. Y si todavía no obtuve ningún reconocimiento no fue por haberme dejado estar, al contrario, en los últimos tiempos he presentado obras en los más variados concursos literarios de habla hispana. Como me dijo Estancatto un día, a modo de consuelo, a veces los premios son una cuestión subjetiva, aleatoria o mucho peor: querido, están todos comprados. Creo que ni bien terminó la frase, Stancatto se arrepintió: el viejo solía ser jurado de certámenes literarios.
A Hilda le gustan los libros igual que yo. Eso sí, nunca un Poe, un Arlt, un Isidoro Blaisten. Más bien lo de ella son los libros de dietas. ¿Si es gorda? No, en absoluto. En realidad es más flaca que un palo de escoba, pero su reciente cambio de década sumado a una neurosis galopante, le hacen ver la realidad un tanto distorsionada. Se la pasa todo el santo día arriba de una balanza y enfrente de los espejos, porque si algo sobra en mi casa son espejos: dos en el comedor, uno en el living y tres en el dormitorio.
Como decía, ha leído todos los libros de dietas habidas y por haber: la dieta del sol, la dieta new age y la dieta del ombligo, entre otros célebres títulos.
Pero bueno, dejemos esa nefasta literatura para otro momento, lo más importante ahora es mi bendito cuento que, dicho sea de paso, está prácticamente terminado o por lo menos bien encaminado.
—Ay Américo querido, dele un toquecito de suspenso a la historia, si no es un plomo leer este bodrio —me reprochó en la clase número veinte.
Entonces se me ocurrió una idea maravillosa: la novia del protagonista saca imprevistamente un revolver de la cartera y contra todos los pronósticos, en lugar de matarlo a él, le dispara en la cabeza a su inseparable perro, un ovejero alemán con papeles y todo. Impactante, Stancatto se va a quedar con la boca abierta después de escuchar esta vuelta de tuerca.
No hay dudas, es un cuentazo. Ahora apenas faltaría darle un toquecito a aquella frase, un tanto extensa y recargada para mi gusto.
—¡No me escriba barroco, Américo!—me había gritado una noche Stancatto, con un aliento insoportable y los ojos desorbitados.
Fue, si mal no recuerdo, la clase veinticuatro, un feriado, viernes santo para ser más exactos. Sí, ese día las clases se impartieron normalmente, Stancatto era ateo y yo... bueno, a mí me daba lo mismo. Después agregó con firmeza:
—Escribir es restar. Elimine los excesos Américo querido, hágame el favor.
Entonces mis manos, en vez de un teclado, accionaron una tijera, una grande y poderosa tijera. Veamos cómo era la frase original: “Mis piernas trémulas vacilaron, lívido, empecé a moverme hacia la puerta, entre los invitados y mis propios despojos, me hice paso, me arrastré como un condenado a la silla eléctrica. Pálido, abrí la puerta y una bocanada de aire fresco invadió mis pulmones. Salí y miré el florido jardín. Por fin, extraje un rubio y lo encendí”. Una verdadera bazofia. Lo único que había que hacer era podar, mutilar. Y podé, vaya que podé. ¿Cómo quedó? Muy simple: “Me sentí mal y salí al jardín para fumar”. Un golazo de media cancha. 
Una maravilla. Stancatto va a llorar de la emoción, pensé. Ya está. Mi consagración es apenas una cuestión de tiempo. Estoy seguro que con este cuento voy a ganar el concurso Juan Rulfo de París o el premio Julio Cortázar de Cuba…No sé, algo importante voy a ganar seguro. Lo presiento. Y con la distinción se me van a abrir miles de puertas. Mi nombre va a aparecer en los suplementos literarios del país y del extranjero. Y más adelante, cuando mi carrera de escritor se haya afianzado, voy a mandar al demonio la oficina. Y si Hilda no recapacita, me voy a ir de esta casa. Qué se cree. Sí no sabe reconocer un talento como el mío, entonces no es merecedora de mi cariño. Después de todo, alguien voy a conseguir, a los buenos escritores nunca les faltan mujeres.                
Seguí minuciosamente con el plan. Imprimí dos juegos del cuento, los abroché, y los coloqué adentro de una carpeta amarilla. Mi esposa dormía como un tronco, sus ronquidos hacían vibrar la casa entera. En realidad, los inconvenientes surgieron cuando decidí imprimir un tercer juego, por las dudas, nunca se sabe. Las hojas se atascaron y entonces la condenada  impresora empezó a largar un fuerte chillido. Algo espantoso. Maldije a la tecnología en general, a la computación en particular, y sobre todo, a ese condenado aparatito que hacía cualquier cosa menos imprimir.
—Dále, imprimí, nena —dije en voz baja.
Pero nada. Seguía sin salir una maldita hoja y el barullo ahora se había tornado insufrible. Me calenté:
—¡Te digo que imprimas, flor de hija de puta!—grité fuera de control y le pegué un puñetazo.
La luz del dormitorio se encendió y escuché un gemido, un lamento o algo parecido: Hilda.
Salí de la casa lo más rápido que pude, con los cordones de los zapatos desabrochados, la corbata a medio anudar y la carpeta amarilla debajo del brazo. Desde la vereda escuché su voz, más ordinaria que nunca:
—¡Para un poco con la boludez esa de que sos escritor! ¡Dejáme dormir, pedazo de infeliz!
Corrí hasta la parada de colectivos, en el trayecto me pisé los cordones y por poco me rompo el alma. Subí al colectivo y recuperé de inmediato la confianza en mi porvenir literario. Me bastó con ver las caras de amargados de los pasajeros. 

Al final no fui a la oficina ese día. De eso me acuerdo. Lo que no recuerdo bien es lo que hice hasta la hora de ir al taller. Estaba como mareado y todo se me parecía a un sueño. Los que me vieron comentaron que caminaba por las calles a la buena de Dios, con las manos en los bolsillos y silbando.  Dijeron también que parecía contento, tal vez mucho más que eso: Feliz. 
CLAUDIO MIRANDA (2010)