jueves, 15 de junio de 2017

UN CUENTO DE PABLO MOURIER: EL CHINO Y EL HUESO

Nos acostumbraron a pensar en grande aunque tengamos la estatura de una hormiga. ¿Será por eso que no reparamos en las cosas pequeñas? ¿Será ese el motivo por el cual dejamos pasar ciertos detalles sin penas y sin gloria? 
¿Acaso alguna vez nos preguntarnos por qué nuestra mascota, un dulce gatito siamés, a menudo observa fijamente un rincón del comedor, en donde no hay otra cosa que la nada misma. Pero, ¿Qué ve él que no nosotros no alcanzamos a distinguir?  
Y por si fuera poco, también nos volvieron cómodos. Nos han dejado al alcance de la mano un menú de repuestas que sirven para responder cualquier situación que se nos presenta.  
Por suerte, de vez en cuando, muy de vez en cuando, aparecen escritores como Pablo Mourier (Buenos Aires, 1960) que nos recuerdan que la vida no es lo que aparenta ser, que detrás de sus gruesas telarañas, se esconden otras realidades. Pablo, a través de las palabras y las frases que hilvana con maestría logra atravesarlas y dejar al descubierto un sin fin de mundos paralelos. Historias inconcebibles que se parapetan detrás de los hechos más comunes y cotidianos.  
El cuento que se transcribe a continuación, "El chino y El Hueso" es un fiel exponente de esto.    
Su publicación en este blog cuenta con la amable autorización de Pablo, y desde ya, es un verdadero honor que forme parte del universo de los Los Libros Náufragos. 
Por último, el mismo integra el libro de cuentos "Venganzas Sutiles" (Editorial Barenhaus, 2016).
Gracias Pablo por tu generosidad!!!
Claudio Miranda. 

EL CHINO Y EL HUESO

El Chino era policía. Botón, cana, yuta, rati, gorra, vigilante; era todo eso sin tener ninguna vocación para serlo. En el barrio juraban que se había hecho cana para estar en la cancha los días de partido. Puede ser que fuera cierto, porque a poco de entrar pidió el pase a la División Perros. Eso le aseguraba estar más cerca de los jugadores, casi en el banderín del córner y pegado al alambrado, como los pibes del barrio, pero del lado de adentro. Poco le importaban  las puteadas, las escupidas y las botellas con meo.
Una vez casi lo matan a patadas, cuando se metió en la cancha para abrazarse con el siete, la tarde aquella del memorable gol olímpico. La turba tenía razón en estar enardecida: en medio de los abrazos el perro del Chino había mordido la pierna  del wing, lo que obligó  a que estuviera tres meses sin jugar.
Cuando hacía esos quilombos, lo borraban por un tiempo, pero siempre volvía. Los jefes lo bancaban porque su locura los divertía.
El Chino siempre me hablaba del perro, pero lo de aquella tarde fue demasiado.
-Mirálo, ¿no reconocés la manera de pararse? ¿Sabés cuando nació? El 14 de febrero de 2009...¡No me mirés así, boludo, ¿no te dice nada la fecha? 14 de febrero de 2009...¡el día que se nos fue el Hueso! ¡Tenés que ser medio pelotudo para olvidarte del Hueso!
El Hueso había sido el enganche más vistoso en toda la historia del club, había jugado allá por la década del cincuenta. El Chino no lo había visto jugar, pero conocía de memoria cada una de sus epopeyas, sus récords nunca igualados, las mañas para hacer echar rivales. Estaba obsesionado el Chino, pero nadie se animaba a decirle nada, ¡es que el tipo era tan feliz con esas cosas!
-¿Vos me estás diciendo que el rope es el Hueso?-me animé a preguntarle.
-¡La reencarnación, boludo! Mirá la manera de pararse, mirálo bien y decíme si no es el hueso. A mi me jode un poco tenerlo atado, justo a él, que zafaba de cualquier marca...¡¿Sabés lo que debe sufrir mirándolo desde afuera?! ¡Sabés si entra, como los deja parados a todos estos muertos! Vez pasada se puso tan loco que yo no lo podía manejar, no lodejaba patear el córner al punterito de ellos. Por ahí fue por el cagazo, que sé yo, pero la verdad es que el pibe lo pateó horrible. El Hueso sabía como poner nervioso a un rival y este tiene sus mismas mañas...¡¿Qupe te quedás mirando?! ¡Ya te dije que no me mirés así! Sos un pelotudo, ya te vas a dar cuenta  vos también que es el Hueso.
Los escándalos se volvieron cada vez más frecuentes y el Chino se convirtió en un personaje incómodo. Ante la consulta de sus jefes, el psquiatra de la Fuerza indicó cambiarle el perro, lo que le provocó un brote psicótico severo y una urgente internación en la clínica policial. El Chino falleció pocos días más tarde, lejos de su amado compañero.
Viví la historia desde adentro. Si nunca la conté hasta ahora, es porque hacerlo me había parecido una iniciativa inútil. Cambié de opinión ayer, en la cancha, sufriendo el clásico desde la tribuna, insultando al wing que venía de patear el córner tan cerca del alambrado. Del otro lado reconocí  al Hueso: un poco más viejo, el hocico canoso, pero con los brios de siempre; ladraba, temible, al pateador asustado.
A la par del Hueso, tensando la correa con la que un joven policía apenas podía retenerlo, había un perro más joven, de pelaje muy negro y temperamento exaltado, puro nervio. Sentí que ya lo conocía, que nos conocíamos desde siempre, es por eso que lo cuento. 
Les pido que se fijen, que se fijen bien, Díganme si no reconocen esa manera de pararse. 
Pablo Mourier. 
      

                             

miércoles, 14 de junio de 2017

UNA CHARLA CON ORLANDO BARONE LUEGO DE DOS AÑOS DE SILENCIO

Dos años o casi, es mucho y poco tiempo a la vez. Algunos se le va la vida por un un sólo día sin aparecer en los medios. 
Lo primero que le pregunto a Barone es si se anima a esbozar su propia semblanza. Lejos de hacerse el desentendido, acepta el desafío sin mayores problemas:   
"Ojalá pudiera decir “Soy el que soy”, pero eso le corresponde solo a Dios. Apenas si soy el que todavía no es. Porque cualquiera que todavía respira se está haciendo. En Wikipedia hay alguna semblanza con errores, omisiones y mezquindades que no aspiro a corregir. Y que deseo nadie lo haga. Pero sí, diré, que nací el 5 de octubre de 1937 a las siete de la mañana, en la Boca, a media cuadra del Riachuelo. Mi nombre autenticado y bautizado es José Orlando Barone, con  el que espero me vaya. La amputación de José fue un capricho adolescente porque como en mi familia había dos o tres José adultos a mi me decían “Josecito” y el diminutivo me acomplejaba. Qué lindo me vendría que en la lápida se leyera: ¡Chau Josesito, José y José Orlando! La posverdad-como se estila-asegura que soy un ex panelista de 6,7,8 y que en 2010 la revista Noticias me distinguió como el “ peor” periodista del año. Que eso no falte de mi retrato. Que tampoco falte que nunca recibí un premio Konex ni un Martín Fierro. Pero en alguna línea hay que decir que a fin de los años sesenta obtuve el Premio revista Suburbio, de Avellaneda, con mi primera tentativa como cuentista. Los otros premios son accesorios.    
Entre mis actuales opiniones, nada originales, están: la creencia y certeza en el suicidio de Nisman, en la llegada del hombre a la luna y en que Gardel canta cada día mejor. No protagonicé ningún acto de heroísmo ni de entrega sacrificial. No me da el cuero. Pero me da para no vivir pendiente de la adicción de figurar".

A Orlando Barone lo conocí en agosto del año 2005. Fue la semana siguiente a las elecciones legislativas en la que el Frente Para la Victoria ganara con amplitud. Por esos días Néstor Kirchner empezaba a convertirse en el mito político que es hoy para una buena parte de la sociedad. Fue un martes o un miércoles, no me acuerdo bien. Lo que si recuerdo perfecto es que era un día soleado, de temperatura agradable, algo así como un adelanto de la primavera por venir. 
Unos días antes del encuentro, había dado en internet, de pura casualidad, con la dirección del correo electrónico que supuestamente le pertenecía. Le escribí sin demasiadas esperanzas de recibir una respuesta. 
A los 16 años había leído aquel mítico libro del cual él había sido el gestor: "Dialogos". Un milagro literario. ¿Cómo llamar si no a eso de juntar a Borges y Sábato para un libro, con todas las diferencias políticas y literarias que venían arrastrando a lo largo del tiempo.  
Aquel libro significó mucho para mi en la adolescencia. Las razones no vienen al caso, pero yo tenía la imperiosa necesidad de hablar con el autor y hacerle algunas preguntas que me habían desvelado y que todavía hoy me siguen dando vueltas en la cabeza.     
Me equivoqué. Contra todos mis pronósticos, Barone me respondió con unas afectuosas líneas, un par de días después. Quedamos en encontrarnos a la salida de Radio Continental, a eso de las 12 del mediodía (yo me escapé del laburo). Por entonces Barone tenía una columna en el programa de Víctor Hugo Morales, quien todavía no era el Víctor Hugo que conocemos hoy. 
Terminamos tomando un café en el Bar de la esquina. Estuvimos hora y media o más. Desde entonces nació entre nosotros una sólida amistad, fundada en la literatura, la pasión común, y la política: muy rápido nos dimos cuenta que pensábamos igual, que estábamos , convencidos que la política, a pesar del intento diario de bastardearla, seguía siendo la única herramienta posible para transformar la realidad. Que nuestra profunda convicción tenía que ver con un país inclusivo, justo en lo social y soberano en lo económico. 
No tuve dudas: estaba en presencia de un francotirador infiltrado en la líneas enemigas: el diario La Nación, Radio Continental, sólo por nombrar algunas trincheras hostiles al pensamiento nacional. 
De aquel primer encuentro recuerdo la no urgencia, la placidez de un sol calmo que atravesaba el grueso ventanal del café y que se estrellaba de lleno en nuestros rostros pero que lejos de ser agresivo, parecía regalarnos caricias. Recuerdo también el tiempo, que no era tiempo adentro del boliche aquel, las agujas del reloj que misteriosamente habíamos logrado anestesiar con nuestros comentarios y reflexiones acerca de libros y autores.  
Y me acuerdo, por sobre todas las cosas, del anonimato de Barone. Su pluma y su voz eran reconocidas para un respetable grupo de lectores y oyentes, pero su cara, una completa desconocida para el gran público. Nadie aquel mediodía, desde las mesas contiguas del bar, lo observaba, ni más tarde en la calle, cuando caminamos juntos un par de cuadras. Presumo que ocurrió lo mismo unos minutos después con el chofer, cuando luego del apretón de manos nos despedimos y lo vi subirse a un taxi. 
Estoy convencido que de aquel, nuestro primer encuentro, él debe recordar casi lo mismo que yo, en especial, el glorioso anonimato que aún conservaba y que años más tarde añoraría.  

Le pregunto como se siente desde el retiro que se autoimpuso. Me corrijo enseguida, le digo si en realidad más que un retiro no se trata de un exilio: 
 -A mis casi ochenta años y con salud lógica y biológicamente imperfecta se tiene a considerar a mi retiro de los medios ( sobre todo de la tele y la radio)como una suerte de despedida o autoexilio) y sin embargo no debería sorprender. Porque ¿Qué se espera, que el tiempo me dé más cuotas de crédito o más longevidad la vida, o que me desespere frente al espejo por abstinencia de protagonismo público? Si la mayoría de la gente se jubila entre los sesenta y sesenta y cinco años –salvo en nuestra Corte Suprema donde a algunas/os de sus miembros se les puede permitir simular estar en actividad hasta en estado de momificación o embalsamados. En mi caso ir esfumándome serenamente a los ochenta debería resultar tan previsible como es previsible que, ya y desde cada vez más cerca, me esté haciendo señas ese fantasma oscuro y desconocido que nos está reclamando para un nuevo viaje. Seré más claro en mi respuesta: ¿Por qué retirarse o abstenerse de la exposición pública sería despedirse de la vida?  ¿Qué se piensan, que no leo en casa, que no escribo, que no frecuento amigos, que no tengo familia, que no voy al teatro o al cine o a un concierto, que no caliento ideas nuevas, que no analizo el contexto, que no me inquieta la realidad, que no me aburro y que no recuerdo y olvido lo que no quiero recordar?  Eso que me dieron la tele y la radio son adhesiones y entusiasmos  episódicos y partidarios desproporcionados; y lo que me quitaron es la anónima libertad de poder observar a mi alrededor sin que el alrededor me observe y limite mi libertad de observarlo. Un rato más y ya nadie se va a acordar si yo era de “6,7,8” o de Intratables. O panelista del programa de Majul. Ahora, al cabo de casi dos años de autorefugio, estoy empezando a ganarme a favor mío y sin tener que vestirme de periodista público. Lo disfruto escribiendo a solas y para mi mismo. Me siento como “Pichuco” cuando le dicen que se fue del barrio y canta:  “ Pero si nunca me fui, si siempre estoy llegando”.
Ahora quiero saber acerca de su infancia, cómo fue, de cómo llegó a la literatura o la literatura a él, de la idea de ser periodista....    
La infancia. El equipo de fútbol del barrio. Barone es el de abajo, en el centro.
-Mi infancia está lejos y cerca, y siempre me interpela acerca de cómo la fue defraudando el realismo de mi adultez. El niño que fui no me aprueba. Uno pierde y maltrata sueños para sobrevivir. El niño que fui tiene que estar fundadamente defraudado. Fui tan feliz en La Boca, mi barrio, viví a la vuelta de la bombonera a un paso del Riachuelo. Aprendí a leer con los curas a los cuatro años. Entré a la escuela a los cinco. En casa me trataban como a un genio: mis abuelos murieron antes de que yo fuese adulto y se salvaron de sentirse decepcionados. Mis padres me vieron envejecer todavía creídos en que mi cierta notoriedad en el periodismo eran aproximaciones de aquella supuesta genialidad precoz. A la infancia casi todos, hasta los más desgraciados, le confieren el lugar de la nostálgica felicidad. En mi caso fui vertiginosamente feliz en la época de Perón y Evita. Participaba en sus campeonatos infantiles. Fue-siento- la de la más grande inclusión social y económica.  Mi padre era empleado jefe en La ex Compañía Italo de Electricidad y mi madre en casa no como ama sino como anfitriona. Hasta una decena de amigos venían invitados a comer las mejores milanesas del barrio. Vivíamos sin privaciones básicas. Desplazamos la heladera a hielo por la eléctrica Siam; eramos dos hermanos y una hermana y nos compraban la ropa en Gath y Chávez a crédito. Pasábamos veinte o treinta días de vacaciones en Mar del Plata; ibamos semanlmente al cine, a comer cada tanto afuera a alguna cantina del abasto. Era “adicto” a la calle y al deambular por baldíos. Mucho fóbal barrial, patín, bicicleta, vagabundeos por la costa del río en Núñez. A los diez años gané el certamen de composición en las Olimpíadas infantiles del club Ríver. Y en la escuela mis composiciones sobre distintos temas eran elegidas como las mejores. Leía mucho y sobre todo cuentos de diversas colecciones de Mark Twain, Salgari, Horacio Quiroga, Jack London. Me gustaba recitar versos y poesías y me designaban para eso en los actos patrios. Iba entendiendo que esa parte escénica me distinguía y los elogios de mis amigos del barrio lo confirmaban. No sabía qué era ni de qué se trataba la literatura pero intuía el encantamiento que provocaba. ¿El periodismo? No sé. Lo ignoraba.  Como me gustaría ignorarlo ahora, aunque ya estoy cautivo.  Sé que soy injusto con el oficio que me dio de comer y me enseñó a no escribir sobrantes sino lo significante y lo justo. Es cierto que también el periodismo me instigó a mentir y no siempre me negué a escucharlo. La diferencia con la literatura es que esta miente para decir alguna verdad. O para buscarla. Hace ya tiempo escribí esto:
Lo extraordinario de la mentira es que no es mentira. Es cierta. 
Le pregunto por sus inicios como escritor:
 Debía sentirme muy deprimido cuando con poco más de veinte años escribí una novela o relato largo que titulé solemne y funerariamente: “Egocidio”. Se lo envié a Ernesto Sabato ( de quien había leído El Túnel) quien, probablemente preocupado por mi inminencia trágica, me contestó para que fuese a verlo y me curé: tiré mi relato a la basura sin ningún arrepentimiento y gracias a él empecé a conectarme con otros aspirantes a escritores y con talleres literarios. Ya leía mucho y desordenadamente. Me marcaron y resultaron movilizantes “ El vino del estío” ( Bradbury), “Adan Buenos Aires”, Marechal; “Fervor de Buenos Aires” Borges; “Facundo”, Sarmiento; “Trópico de Capricornio” Henry Miller; “El cuarteto de Alejandría” Durrell; y otros igualmente inolvidables. Ah, “El coloquio de los perros” de Cervantes y Emile Zola y …Marcaba esos libros, me alentaban. Y a la vez me desanimaban porque presentía que siempre los miraría desde más abajo. Ya mismo me siento culpable de omisiones y olvidos. Marck Twain metiéndome en los pantanos del Missisippi, Melvielle haciéndome enfrentar con Moby Dick, Poe sofocándome en  un emparedamiento vivo. Y ¡Cómo no acordarme de Enrique Molina y su incomparable “La sombra donde sueña Camila o`Gorman!” obra reveladora anticipatoria del posterior reconocimiento de esa historia de pasiones herejes y represiones sociales. Y basta. Según mi madre, ya anciana, a los cuatro años yo mientras estaba en cama con sarampión escribí en un cuaderno un cuento de un chico escapando de un tigre. Se perdió en alguna mudanza. Nada se pierde, todo se transforma. Estoy seguro que en la transformación en no sé qué, el cuento pierde su nobleza original. ¡Ven? Ya siento el remordimiento de no haberme acordado de las “aguafuertes” de Arlt, del “mordisquito” de Discepolín que escuchaba cada día en la radio. Ah, y de un poeta de época –Héctor Gagliardi- del que me enorgullece memorizar algunos de sus bellos poemas sentimentales. ¿Y Joyce y Shakespeare y Dante, Papini, Moravia, Calvino, Curzio Malaparte, y Balzac, Victor Hugo, Alejandro Dumas; y el diccionario, que se había convertido en un juego de competencia con mi hermano menor desafiándonos a ver quien sabía el significado de más palabras. Había páginas enteras en que no pegábamos una. Pero cómo íbamos a acertar si a esa edad de la pubertad hablaríamos apenas con un vocabulario de mil palabras. Y a lo mejor exagero. Sí exagero en todo. Porque sublimo tanto a aquel niño que ya no soy que esto que soy me desilusiona.
-¿Y los primeros premios literarios que ganaste? ¿Alguna vez te la creíste?
-Nunca, nunca de los jamases me creí los premios literarios. No me creo nada. Tampoco creo cuando se los entregan a otros.  Sospecho del elogio y hasta de los mejores besos. Soy tan desconfiado que actúo como  un catador de besos. Los que menos me gustan son los de fin de año: ese besuqueo obligatorio, indiscriminado e impersonal rodeado de guirnaldas y fuegos artificiales. Y no pocas veces de parientes casuales y de circunstaciales conocidos cuyo nombre ni caras ya recuerdo.  
Le hago notar que casi no quedan los escritores que sólo hablaban a través de su obra. En la actualidad, cada vez hay más tipos que se desesperan por estar en los medios todo el tiempo, pareciera que su oficio es hablar y no escribir...
-El escritor va siendo consumido por el mercado y según su comportamiento público aumenta su capital accionario. Más notoriedad o popularidad acrecientan, más deben llamar la atención del público. El marketing los empuja a la búsqueda del título seductor no importa si representa el contenido. Y el exponerse fuera del libro los condena a ser reales y terrestres. A la larga, si son bendecidos por la suerte del best seller, cada vez que hablan aterrizan a la obra y ellos se vuelven
explicadores de sí mismos, como yo ahora.
Le recuerdo que en su libro de Cuentos "Sólo Ficciones" (2010 - Editorial Sudamericana) escribió un prólogo que es un encendido alegato en favor del cuento. ¿Por que el cuento necesitará ser defendido y no la novela?   
¡Qué bueno ese texto mío sobre el cuento! Arbitrario sí; a lo mejor injusto. Pero qué bueno, me digo con desequilibrada pero merecida jactancia. Hay toda una saga de definiciones del cuento. Para mi el cuento es un cuento contado para
contarse como se cuenta un cuento. A los bifes, sin perder el tiempo y sin moralejas. Cuando un padre le cuenta un cuentito al nene para que se duerma trata de contarlo rápido para no dormirse él antes que el nene. Y tiene que ser claro, no dejarle dudas para que no se le ocurra preguntar y alargar el insomnio. ¿ Y la novela? Es una novela. Con todo lo que novela la novela y con todo lo que a veces le sobra de extensión, gratuidad y artificio. Pero cuando la novela es más que una novela es “La montaña mágica”, “El jugador”, “Rojo y negro” o “Pedro Páramo” y “El juguete rabioso”. No, claro que no, la novela que es novelita brota fácil como la soja en la pampa húmeda. Dá réditos rápidamente pero deja un tendal de lectores inundados, dañados por agrotóxicos y  el suelo de la literatura superficialmente roído. Digamos que el cuento es una íntima salita de estar, no un living y recepción con balcón terraza, y es una isla y no un archipiélago.  
-A veces-arriesgo-. en los escritores existe una sobre valoración  del lector, hablan de él como si lo conocieran. Escuchamos todo el tiempo frases como el lector cómplice, el pasivo, el activo...
-Que los escritores se dejen de hablar y se dediquen a escribir. Tanta masturbación con el supuesto, posible, probable o improbable lector, sujeto activo, pasivo crítico, cómplice, lo que sea que sea es un obscena consideración lombrosiana. Es la que se usa: el autor escribe para un determinado y planeado lector. ¿Y por qué está mal darle al cliente el plato que se sabe le va a gustar? Los algoritmos ya delatan hasta la forma en que ese supuesto y anunciado lector lee: a la noche, en la cama, tirado en el diván, sentado en el escritorio, durante los viajes en subte o en tren, mientras come en el restó a la vuelta del trabajo…si lee veinte o cincuenta páginas de un tirón, si  lo que más le atrae son los libros que les atraen a los otros, y los que más le interesan son los están en la tendencia cultural o en los comentarios de la prensa o lee algún famoso. Escribir pendientes de ese objetivo estrecha la libertad del autor y la limita a ese objetivo. Lo paradojal es que escribir es un soliloquio reservado al que soliloquia hasta tanto se publique en libro lo que escribe. Pero esto que digo es una antigüedad de cuando la antigüedad no era líquida como la modernidad y de cuando un escritor imaginaba una historia sin calcular a quién le podría interesar. Pero es lo que hay. Y lo que hay son los medios que tienen sus fines. La fama es puro cuento o es gloria pero excepcionalmente. Me pregunto: ¿ Quién se acuerda hoy tantos de escritores que estaban hace tiempo en la cima del éxito y la demanda? No doy nombres. Que cada uno haga el balance de sus propios olvidos. Personalmente, porque los conocí de cerca me acuerdo de Abelardo Arias, Petit de Murat, Maria Esther de Miguel, Manauta, Cesar Tiempo… Sí es el tiempo. Que pasa y borra. 
Retomo mi obsesión. Le vuelvo a sacar el tema; aquella reunión cumbre entre Sabato y Borges que quedó plasmada en su libro "Diálogos"... 
 Me contradije y sigo contradiciéndome cada vez que menciono ese encuentro y ese libro. ¿Será que la frecuencia de la contradicción es la mejor coherencia? No se. Tampoco se opinar sobre esos diálogos nada mejor que lo que opina quien los lee. Ahí están. ¿Y si no son diálogos sino dos monólogos de sendas voces empeñadas en ser unidas por un intruso llamado Orlando Barone?
Ni se les ocurra ir a preguntarle a María Kodama. Es raro que no le guste. Si ella no figura en el libro. Ah, no figura. Ahora entiendo.
No soy capaz de ser justo con mis  hijos ni mis perros, tampoco conmigo; menos podría ser justo con Sabato y Borges. No hablo ya de algún equilibrado y sensato sentido crítico de los que, respecto de otros carezco, sino de ser justo en el recuerdo.
A esta altura ya está siendo escrita hace rato la historia de ambos y la balanza los diferencia. Uno de los platillos pesa con más luz que el otro. O con  luz más intensa.  En la balanza, un platillo pesa con literatura y poesía exclusivamente; mientras que el otro pesa menos literariamente que  en el compromiso social y político. Con sus inestables opiniones aquel platillo trasciende más peso que este.  Así lo afirma el fallo que la humanidad produce sobre Borges y Sabato. Fallo influido y fundado con las intromisiones de la genialidad o la menos genialidad, pero también con las del mercado, la política, el partidismo, los caprichos y la crítica y las sinrazones humanas argentinas o universales.
No soy yo quien pueda decir si ese fallo es o no justo. Pero es el históricamente visible hasta ahora.
Sé que el único derecho que tengo a opinar, desde mi lugar de privilegiado testigo durante los encuentros para el libro “Diálogos Borges-Sabato- es el del transitorio silencio.
Si después, en el más allá, los tres volvemos a vernos será el momento de poder decir y expulsar lo que siento como una cascarilla de pan en la garganta.
Ignoro si en sus propias gargantas ellos reniegan y se fastidian de alguna cascarilla o de un trozo de corteza más agresiva e incómoda que la mía.
Pero voy a ser justo. Porque allá, en ese “no tiempo” divino o infernal, ninguno de los dos me va a correr con requerimientos de más admiración hacia uno u otro. O alentándome a objeciones que pudiera endilgarles con más malicia a aquél  que  a éste. Esperaré ese reencuentro.
Pero soy impaciente, y a lo mejor se me escapa una catarsis inocua.
Durante aquel diálogo compartido, los tres nos comportamos franca y éticamente. De entrecasa, digamos, con simpatía a simple vista espontánea. Con la última frase, al cerrarse la última página del borrador original de aquel libro, sé que entre ambos comenzaron los recelos y las malicias. No me convence la leyenda de que el entorno de cada uno de ellos –sean de amores y amadas o de conspiradores próximos a sus oídos- los fue regando de instigaciones. Porque Borges y Sabato eran personas maduras ya entonces. Y polemistas excepcionales y hasta feroces.  No parecían vulnerables a suspicacias ni presiones.
Creí y sigo creyendo que durante los meses del diálogo se esforzaron en sentirse cercanos a pesar de ser tan distantes. Tan químicamente insolubles. No fui ajeno a  ese clima cálido y amable. Tuve que despojarme de mi  pueril narcisismo para lograr en el libro ser nadie. Si me lo proponía ellos me habrían permitido ser un poco alguien. Y hubiera sido inmerecido. Mi conclusión es que entre esos dos grandes ser nadie es lo más justo.
Durante muchos años, solitario sobreviviente de aquel encuentro, reprimí con esfuerzo los deseos de aclararnos ciertas confusas confusiones. Sean con reproches o con alabanzas.  Pero con bastante protocolo y alguna hipocresía contuve mi deseo de decirles –de decirnos cara a cara-  lo que entonces hubiéramos podido decirnos.  Espero que allá, donde nos reencontremos, no haya rangos y fronteras humanas ni limitantes. Será justo que ellos me digan lo que no me dijeron ni se dijeron. Que se olviden, conmigo – y entre ellos- de la cortesía y de la prudencia callada. Y una vez que me digan en la cara lo que mi cara les inspira, me tocará a mí darme el gusto. Me quitaré la cascarilla atravesada y me animaré a putearlos. Dócil y agradecidamente.
Una puteada literaria: borgesiana y sabatoniana.
Esa será mi modesta jactancia.
Los medios de comunicación... ¿Estaremos condenados a que nos sigan mintiendo y lavando la cabeza por siempre? ¿O existirá un antídoto para esa tragedia?
Algo huele mal en Dinamarca-mal citando a Shakespeare- si los medios siguen 
considerándose el tribunal supremo de las democracias. Por ahí leí un sarcasmo 
argentino que muestra las  imágenes de un televisor y una heladera y nos 
pregunta: “¿ Cuál de estos eléctromésticos elige, la teve que nos dice desde el 
living, nos llena la cabeza con que todo está fenómeno, o  la heladera de la cocina
 que está cada día más vacía?”.  Seré cínico: somos capaces de hacer dieta de 
comida pero ninguna dieta de tele. A esta otra pregunta: ¿ tenemos anticuerpos 
para defendernos del poder de los medios? La mayoría debe pensar que sí, 
porque nadie se presume estúpido o no inteligente. Por las consecuencias que se 
advierten en nuestro comportamiento social, político, ético etc, esa mayoría- y me 
incluyo- tiene sobre si misma una opinión infundada. 
No puedo dejar de preguntarle acerca de la situación  política actual en Argentina. 

¿ Cómo veo la situación política actual? ¿Y a quién le podría importar cómo la veo si solamente tengo dos ojos? Está esa palabreja últimamente de moda: “ complicada”. Sirve para todo: desde considerar una complicada situación de la pareja hasta para calificar la complicada situación del planeta y el universo. Metido como uno está en esa realidad cuanto uno siente y piensa está atosigado de esa realidad. Si uno opina desde la torre no ve lo que está abajo y si opina desde abajo no ve lo que se divisa desde la torre. Y yo estoy, como tantos, sentado ante el televisor y la computadora buceando en las redes un hipotético tesoro de la verdad que nadie encuentra. Cuando Norberto Bobbio dice que es mejor ser “ Un pesimista inteligente que un optimista ignorante”  sabe que él, y sobradamente, se podía dar el lujo de ser pesimista. No es mi caso:soy ignorante. Así que tengo esperanzas en  mi optimismo. 
Claudio Miranda

lunes, 1 de mayo de 2017

HAROLDO CONTI, A 41 AÑOS DE SU DESAPARICIÓN

La dictadura se cargó a varios escritores, entre ellos a uno de los más grandes que dio la Argentina: Haroldo Conti.

En el escritorio donde escribía, había colgado un letrero que rezaba: " Este es mi lugar de combate, y de aquí no me voy". Pero sus secuestradores no supieron lo que decía el letrero, porque estaba escrito en latín


A modo de homenaje al autor de "Sudeste", reproduzco estos fragmentos extraídos de la página oficial del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, que relatan su última noche, la noche en la que cayó en manos de las bestias.



"Desde que recibió las primeras advertencias tenía una invitación para viajar a Ecuador, pero prefirió quedarse en su casa. "Uno elige", me decía en su carta. El pretexto principal para no irse era que Martha estaba encinta de siete meses y no sería aceptada en avión. Pero la verdad es que no quiso irse. "Me quedaré hasta que pueda, y después Dios verá", me decía en su carta, "porque, aparte de escribir, y no muy bien que digamos, no sé hacer otra cosa". En febrero de 1976, Martha dio a luz un varón, a quien pusieron el nombre de Ernesto. Ya para entonces, Haroldo Conti había colgado un letrero frente a su escritorio: "Este es mi lugar de combate, y de aquí no me voy". Pero sus secuestradores no supieron lo que decía ese letrero, porque estaba escrito en latín.
El 4 de mayo de 1976, Haroldo Conti escribió toda la mañana en el estudio y terminó un cuento que había empezado el día anterior: A la diestra. Luego se puso saco y corbata para dictar una clase de rutina en una escuela secundarla del sector, y antes de las seis de la tarde volvió a casa y se cambió de ropa. Al anochecer ayudó a Martha a poner cortinas nuevas en el estudio, jugó con su hijo de tres meses y le echó una mano en las tareas escolares a una hija del matrimonio anterior de Martha, que vivía con ellos: Myriam, de siete años. A las nueve de la noche, después de comerse un pedazo de carne asada, se fueron a ver El Padrino II. Era la primera vez que iban al cine en seis meses. Los dos niños se quedaron al cuidado de un amigo que había llegado esa tarde de Córdoba y lo invitaron a dormir en el sofá del estudio.
Cuando volvieron, a las 12.05 horas de la noche, quien les abrió la puerta de su propia casa fue un civil armado con una ametralladora de guerra. Dentro había otros cinco hombres, con armas semejantes, que los derribaron a culatazos y los aturdieron a patadas.
El amigo estaba inconsciente en el suelo, vendado y amarrado, y con la cara desfigurada a golpes. En su dormitorio, los niños no se dieron cuenta de nada porque habían sido adormecidos con cloroformo.
Haroldo y Martha fueron conducidos a dos habitaciones distintas, mientras el comando saqueaba la casa hasta no dejar ningún objeto de valor. Luego los sometieron a un interrogatorio bárbaro. Martha, que tiene un recuerdo minucioso de aquella noche espantosa, escuchó las preguntas que le hacían a su marido en la habitación contigua. Todas se referían a dos viajes que Haroldo Conti había hecho a La Habana. En realidad. había ido dos veces -en 1971 y en 1974-, y en ambas ocasiones como jurado del concurso de La Casa de las Américas. Los interrogadores trataban de establecer por esos dos viajes que Haroldo Conti era un agente cubano.
A las cuatro de la madrugada, uno de los asaltantes tuvo un gesto humano, y llevó a Martha a la habitación donde estaba Haroldo para que se despidiera de él. Estaba deshecha a golpes, con varios dientes partidos, y el hombre tuvo que llevarla del brazo porque tenía los ojos vendados. Otro que los vio pasar por la sala, se burló: "¿Vas a bailar con la señora?". Haroldo se despidió de Martha con un beso. Ella se dio cuenta entonces de que él no estaba vendado, y esa comprobación la aterrorizó, pues sabía que sólo a los que Iban a morir les permitían ver la cara de sus torturadores. Fue la última vez que estuvieron juntos. Seis meses después del secuestro, habiendo pasado de un escondite a otro con su hijo menor, Martha se asiló en la Embajada de Cuba. Allí estuvo año y medio esperando el salvoconducto, hasta que el general Omar Torrijos intercedió ante el almirante Emilio Massera, que entonces era miembro de la Junta de Gobierno Argentina, y éste le facilitó la salida del país".


Casa de Haroldo en el Tigre, hoy convertida en museo. 

   

lunes, 10 de octubre de 2016

AURORA VENTURINI (1922-2015): EL DOCUMENTAL

Si los jóvenes cineastas que decidieron realizar el documental (y que se puede ver desde el link más abajo) sobre la vida de la escritora Aurora Venturini pensaban que la iban a tener fácil, se equivocaron y feo.
Beatriz Pertinari, seudónimo con el que ganó el concurso de Novela joven organizado por Página 12 en el año 2007 (Sí, ¡ganó el concurso novela joven con 87 años cumplidos!) les tenía preparada una sorpresa, Abandonó el barco en el medio de la filmación, dijo que se había cansado y que ya no le interesaba más el proyecto. Luego de eso, jamás volvió a atender los llamados que le hicieron para que reviera la actitud.
Después de todo, la de ella era una conducta previsible para alguien que se conservó siempre joven y rebelde, igual que su literatura.
Los cineastas entonces se la vieron negras para poder terminarlo.
Con todo, el  documental estrenado, es un fiel testimonio que refleja el genio y figura de esta escritora única,
"Odio la decadencia", "Mi literatura es dura", porque la vida es dura,, algunas de sus muchas frases que quedaron.
Cuando en el 2010 ganó un famoso premio en España, sus primeras palabras fueron: "Gracias, me lo merezco".
Dijo Vila Matas de una de sus novelas: "Una novela escrita con enfermiza genialidad"
De este esplendido y fallido documental, rescato especialmente dos momentos:
Cuando a ella le informan que ha resultado ganadora del premio de Pagina 12 por su novela "Las Primas", dijo que la ponía muy contenta, ya que "Las Primas" era ella misma.
Acá me quiero detener: los escritores son sus obras y viceversa.
El segundo punto es cuando al recibir el premio, exclama: "Por fin un jurado honesto"
Y acá la honestidad no tiene forma de billete ni de moneda, sino de persecución política. Ser Peronista y amiga de Eva Perón, eran motivos suficientes para dejarla al margen de premios y reconocimientos.
Espero disfruten el documental acerca de Aurora, una de las mas grandes escritoras argentinas.

Claudio Miranda

Para ver el documental, hacer click acá.









miércoles, 17 de agosto de 2016

HIROSHIMA SEGÚN ALBERT CAMUS. ¿LA MUERTE CAYÓ DEL CIELO?

¿La muerte cayó del cielo?
71 años después del horror más grande imaginado, aún no han pedido perdón.
¿Pero, ante tamaño desastre, el perdón serviría de algo? 
No, el perdón es lo de menos. Lo preocupante es que siguen convencidos que actuaron correctamente, y que por lo tanto, en similares circunstancias, procederían de la misma forma. 
Unos meses atrás, cuando Obama visitó Hiroshima, dijo que la muerte había caído del cielo. Una infame mentira. Definitivamente no, la muerte no cayó del cielo. Aquel triste 6 de agosto de 1945, la muerte cayó de los Estados Unidos de América, la única nación en la historia de la humanidad que experimentó el uso de armas nucleares contra poblaciones civiles. 

Acá les dejo un interesante articulo de Albert Camus, publicado el 8 de agosto de 1945, es decir, dos días después de Hiroshima y un día anterior a Nagasaki. 


Claudio Miranda 

  "El mundo es lo que es, es decir, poca cosa. Es lo que desde ayer todos sabemos gracias al formidable concierto que la radio, los diarios y las agencias noticiosas acaban de desencadenar con respecto a la bomba atómica. En efecto, nos enteramos, en medio de una multitud de comentarios entusiastas, que cualquier ciudad de mediana importancia puede ser totalmente arrasada por una bomba del tamaño de una pelota de fútbol. Los diarios norteamericanos, ingleses y franceses se extienden en elegantes disertaciones sobre el porvenir, el pasado, los inventores, el costo, la vocación pacífica y los efectos bélicos, las consecuencias políticas y aun la índole independiente de la bomba atómica. En resumen, la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo. Será preciso elegir en un futuro más o menos cercano entre el suicidio colectivo o la utilización inteligente de las conquistas científicas.
Mientras tanto, es lícito pensar que hay cierta indecencia en celebrar así un descubrimiento que se pone, primeramente, al servicio de la más formidable furia destructora de que el hombre haya dado pruebas desde siglos. Nadie, sin duda, a menos que sea un idealista impenitente, se asombrará de que, en un mundo entregado a todos los desgarramientos de la violencia, incapaz de ningún control, indiferente a la justicia y a la sencilla felicidad de los hombres, la ciencia se consagre al crimen organizado.
Estos descubrimientos deben ser registrados, comentados según lo que son, anunciados al mundo para que el hombre tenga una idea precisa de su destino. Pero rodear estas terribles revelaciones de una literatura pintoresca o humorística, no es soportable.
Ya se respiraba con dificultad en un mundo torturado. Y he aquí que se nos ofrece una nueva angustia, que tiene todas las posibilidades de ser definitiva. Sin duda se le brinda al hombre su última posibilidad. La bomba atómica puede servir, en rigor, para una edición especial. Pero debiera ser, con toda seguridad, motivo de algunas reflexiones y de mucho silencio.
Además, hay otras razones para acoger con reserva la novela de ciencia ficción que los diarios nos ofrecen. Cuando se ve al redactor diplomático de la Agencia Reuter anunciar que esta invención vuelve caducos los tratados e incluso las decisiones de Postdam, señalar que es indiferente que los rusos estén en Koenigsberg o los turcos en los Dardanelos, no se puede evitar atribuirle a tal concierto intenciones bastante ajenas al desinterés científico.
Entiéndase bien. Si los japoneses capitulan después de la destrucción de Hiroshima y por efectos de la intimación, nos alegramos. Pero nos rehusamos a sacar de tan grave noticia otra conclusión que no sea la decisión de abogar más enérgicamente aún en favor de una verdadera sociedad internacional, en la que las grandes potencias no tengan derechos superiores a los de las pequeñas y medianas naciones, en que la guerra, azote hecho definitivo por el solo efecto de la inteligencia humana, no dependa más de los apetitos o de las doctrinas de tal o cual estado.
Ante las perspectivas aterradoras que se abren a la humanidad, percibimos aún mejor que la paz es la única lucha que vale la pena entablar. No es ya un ruego, sino una orden que debe subir de los pueblos hacia los gobiernos, la orden de elegir definitivamente entre el infierno y la razón." 
ALBERT CAMUS

jueves, 14 de abril de 2016

LA CALMA DE RAYMOND CARVER, EN LA BARBERIA DE ANTON CHÉJOV Y EN LA PELUQUERÍA DE KJELL ASKILDSEN. ¿QUIEN DIJO QUE EN LA PELUQUERÍA DE HOMBRES NO PASA NADA?

Tres maravillosos cuentos, tres escritores, dos de ellos, seguro, los más grandes cuentistas del sigo pasado, que comparten un escenario común: Una peluquería de hombres. Los protagonistas: un hombre que acaba de abandonar a su esposa, un joven que sabrá que su amada está a punto de casarse con otro y un pobre viejo solitario, invisible a los ojos de los demás. Tres historias apasionantes. ¿Quién dijo que una barbería es aburrida, que nunca pasa nada?
Claudio Miranda





LA CALMA de Raymond Carven (versión del libro Principiantes)
Era un sábado por la mañana. Los días eran cortos, y el aire frío. Me estaba cortando el pelo. Ocupaba el sillón de la peluquería, y tres hombres esperaban sentados en hilera en los asientos de la pared opuesta  a la mía. A dos de ellos no los había visto nunca, pero el tercero me resultaba familiar, aunque no lograba de que lo conocía. Seguí mirándole mientras el peluquero hacía su trabajo. El hombre en cuestión-corpulento, de unos cincuenta años, con pelo corto y ondulado- tenía un palillo entre los dientes, que movía de un lado a otro de la boca.Traté de situarlo, y de pronto lo vi con gorra y uniforme, ojos pequeños y vigilantes detrás de las gafas, en el vestíbulo  de un banco, con una pistola en al cinto. Era guarda de seguridad. De los otros hombres, uno era mucho mayor que el otro, pero conservaba un pelo abundante, rizado, gris. Estaba fumando.
El otro, aunque no tan mayor, era casi calvo en la parte alta de la cabeza, y en los lados el pelo le caía oscuro y lacio sobre las orejas. Llevaba botas de leñador, y en los pantalones tenía brillos de aceite de maquinaria.
El peluquero me puso una mano encima de la cabeza para girármela,  y poder verme mejor. Luego le dijo al guarda: 
-¿Conseguiste tu ciervo, Charles?
Me gustaba aque peluquero. No nos conocíamos lo bastante para tutearnos, pero cuando entraba en su peluquería para cortarme el pelo me reconocía y sabía que había pescado en un tiempo, así que charlábamos de pesca. 
No creo que el cazara, pero podía hablar de cualquier cosa y era un buen escuchador. En este sentido, era como algunos camareros que he conocido en mi vida. 
-Es un historia extraña. Bill. Increíble de verdad-dijo el guarda.- Se quito el palillo de la boca y lo dejo en el cenicero. Sacudió la cabeza-.Lo conseguí y no lo conseguí. Así que la respuesta a tu pregunta es sí y no.
No me gustaba su voz. No cuadraba en un hombre de aquella envergadura. Pensé en la palabra "blandengue", que mi hijo solía emplear. Era una voz femenina, en cierto modo;  y pagada se sí misma. Sea como fuere, no era el tipo de voz que uno podía esperar de él, que uno le gustaría escuchar durante todo el santo día. Los otros dos hombres lo miraron. El de más edad pasaba las páginas de la revista, fumando, y el otro tenía un periódico en las manos. Dejaron lo que estaban hojeando y se volvieron a escuchar.
-Sigue, Charles-dijo el peluquero-. Oigámoslo.
Volvió a girarme la cabeza y, después  de sostener las tijeras en el aire unos segundos, siguió cortándome el pelo.
-Estábamos arriba en Fikle Ridge, mi padre y yo y el chico. Estábamos cazando en aquellas barrancas. Mi padre estaba apostado en lo alto de una, y el chico y yo en lo alto de otra. El chico tenía resaca, maldita sea su estampa.Era por la tarde y, llevábamos fuera desde el amanecer. El chico estaba pálido y con muy mala cara., y no paró de beber agua en todo el día, la de él y la mía. Pero teníamos la esperanza de que algunos de los cazadores que había abajo, al fondo de las barrancas, ahuyentara a algún ciervo hacia arriba, hacia nosotros. Así pues, estábamos sentados detrás de un tronco, vigilando. Habíamos oído disparos en en el valle.
-Aquellos huertos de allí abajo-dijo el hombre del períodico. Se movía con impaciencia: cruzaba una pierna, dejaba oscilar una bota unos segundos, y cruzaba la otra-. Los siervos siempre andan rondando esos huertos.  
-Exacto-dijo el guardia- Entran en ellos por la noche, los muy bastardos y se comen las manzanas verdes. Bien, habíamos oído disparos horas antes , como he dicho, y estaba la maleza un macho viejo, grande, a unos treinta metros de nosotros. El chico lo ve al mismo tiempo que yo, por supuesto, y se echa a tierra y se pone a dispararle, el muy imbécil. El ciervo no corría ningún peligro por los disparos del chico (según se vio), pero con toda aquella confusión lo único que hice fue dejarlo atontado.
-Atontado..-dijo el peluquero.
-Ya sabe, atontado-dijo el guarda-. Fue un tiro en la panza. Lo dejó como atontado. Bajó la cabeza y se puso a temblar. Le temblaba todo el cuerpo. El  chico seguía disparando. Yo me sentía como cuando estuve en Corea. Volví  a disparar, pero fallé. Luego el señor ciervo grande y viejo vuelve a meterse en la maleza, pero ahora, santo Dios, no le queda ni una pizca de...cómo podríamos llamarlo..., de empuje. El chico había vaciado su rifle para nada, pero yo le había dado. Le había metido un tiro en las tripas, y eso le había quitado al bicho todo el fuelle. A eso me refiero cuando digo que lo dejé atontado.
-¿Y entonces?-. El hombre más joven había enrollado el periódico y se daba golpecitos con él en la rodilla.
-¿Y entonces qué? Seguro que siguió el rastro , ¿no? Siempre encuentran sitios difícles donde morir.
Volví a mirar a aquel hombre. Aún recuerdo aquellas palabras. El hombre mayor había estado todo el tiempo escuchando, observando con atención como contaba su historia el guarda, que disfrutaba cumplidamente con el protagonismo.
-Pero ¿le siguió?-preguntó el hombre mayor, aunque no era realmente una pregunta.
-Sí, lo hice. El chico y yo le seguimos el rastro, Pero el chico no servia de gran cosa. Se puso enfermo en el camino. Hizo que fuéramos más lentos, el muy cretino.- Ahora tuvo que echarse a reír, recordando la situación-. Bebiendo cerveza y persiguiendo chicas toda la noche, y luego querer ir a cazar ciervos por la mañana. Ahora ya se ha enterado cómo son las cosas, bien sabe Dios. Pero seguimos su rastro. Un buen rastro, sí señor. Había sangre en la tierra y en las hojas y la madreselvas. Sangre por todas partes. Incluso en los pinos en los que había en los que había apoyado para descansar. Nunca había visto un ciervo con tanta sangre. No sé ni cómo podía tenerse en pie. Pero empezaba a oscurecer, y teníamos que regresar. Y estaba preocupado po mi padre. Además; aunque no tendría que haberme preocupado en absoluto, como vería más tarde.
-A veces siguen en pie eternamente, Pero siempre lo que hacen es buscarse un sitio difícil para morir-dijo el hombre del periódico, repitiéndose.
-Al chico lo puse verde por haber fallado el tiro, entre otras cosas. Y cuando empezó le di un guantazo. Estaba tan furioso...Aquí.- Se señaló un lado de la cabeza, y sonrió con una mueca-. Le calenté la oreja, maldito chico. Aún es un crío. Lo necesitaba.
-Bueno, ahora darían cuenta de él los coyotes-dijo el hombre del periódico-. Ellos y los cuervos y los buitres. 
Desenrolló el periódico, lo alisó y lo dejó a un lado. Cruzó de nuevo las piernas. Nos miró a todos los que estábamos en la peluquería y sacudió la cabeza. Pero no daba la impresión de que le importara mucho todo aquello.
El hombre de más edad se había vuelto en la silla y miraba por la ventana el débil sol de la mañana. Encendió un cigarrillo.
-Supongo que sí-dijo el guarda de seguridad-. Es una pena. Era un ciervo bien grande, el muy cabrón. Me gustaría tener su cornamenta colgada en el garaje. Pero en fin, Bill, respondiendo a tu pregunta: cobré y no cobre la pieza. Pero tuvimos carne de venado a la mesa, de todas formas. Mi padre había cazado un pequeño ciervo. Lo había llevado ya al campamento, y lo tenía cogado y destripado y limpio. Había envuelto hígado, corazón y riñones con papel encerado, y lo había metido en la nevera. Nos oyó llegar y nos recibió justo en la entrada del campaamento. Alargó las manos y nos la enseño: las tenía todas manchadas de sangre seca. No dijo ni una palabra. El viejo carcaman me asustó al principio. Al principio no me daba me daba cuenta de lo que había pasado. Las manos del viejo estaban como pintadas de rojo. 
Mirad, dijo. -El guarda, entonces, alargó sus propias manos regordetas-. Mirad lo que he hecho. Entonces entramos en la zona iluminada y vi a aquel animal allí colgado. Un pequeño cervato. Un jodido cervatillo, pero mi padre estaba como unas pascuas. El chico y yo no teníamos nada que enseñar después de todo un día de caza; salvo que el chico seguía con resaca y estaba enfadado y con la oreja dolorida.
Se echó a reir, y paseó la mirada por la peluquería, como recordando. Luego cogió el palillo de dientes y se lo puso otra vez entre los labios. 
El hombre mayor apagó su cigarrillo y se volvió a Charles, el gurda. Respiró con fuerza y dijo: 
-Debería estar en barranca buscando a ese ciervo en lugar de aquí esperando que le corten el pelo. vaya historia de mierda. -Nadie dijo nada. Una expresión de asombro cruzó el semblante del guarda. Parpadeo-. No le conozco y no quiero conocerle, pero creo que ni a usted ni a su padre ni a ese chico deberían permitirles andar por esos bosques con los otros cazadores.
-No puede hablarme así-dijo el guarda-. Viejo imbécil. Lo tengo visto de alguna parte.
-Bien, pues yo no he visto a usted nunca. Me acordaría perfectamente  de esa cara gorda que tiene. 
-Eh, muchachos, ya basta. Esta es mi peluquería. Es donde me gano la vida. No puedo consentir esto.
-Tendría que calentarle las orejas a usted-dijo el hombre mayor.
Creí que iba a levantarse de la silla. Pero los hombros le ascendían y descendían, y era obvio que tenía dificultades para respirar. 
-Tendría que intentarlo-dijo el guarda de seguridad. 
-Charles, Albert, es amigo mío-dijo el peluquero. Había dejado el peine y las tijeras en el mostrador, y me había puesto la mano sobre los hombros, como si pensara que iba a saltar del sillón para terciar en la disputa-. Albert, llevo años cortándole el peloa Charles y también a su hijo. Y me gustaría que lo dejarás.
Miró a uno y a otro, sin quitar las manos de encima de mis hombros. 
-Arréglenlo fuera-dijo el hombre de los sitios difíciles para morir, acalorado y expectante.
-Ya basta-dijo el peluquero-. No quiero tener que llamar a la policía. Charles, no quiero oír ni una palabra más sobre el asunto. Albert, lo mismo te digo. Así que si esperaís un minuto acabo con este cliente. Y mire usted-dijo volviéndose hacia el hombre de los sitios difícles para morir-, no le conozco de nada, pero las cosas irían mejor si no volviera a meterse en lo que no le llaman.
El guarda se levantó y dijo:
-Creo que volveré a cortarme el pelo más tarde. Bill. Ahora la parroquia deja bastante que desear-. Salió sin mirar a nadie, y cerró la puerta con fuerza.
El hombre mayor siguió sentado, fumando un cigarrillo. Miró por la ventana durante un instante, y luego se examinó algo en el dorso de la mano. Luego se levantó y se puso el sombrero. 
-Lo siento, Bill. El tipo ese me ha tocado una fibra sensible, supongo. Creo que mi corte puede esperar unos días. Yo no tengo más citas, sólo una. Te veré la semana que viene.
-Ven la semana que viene, entonces Albert. Y tómate las cosas con calma, ¿me oyes? Todo va vien, Albert.
El hombre salió, y el peluquero se acercó a la ventana para ver como se alejaba.
-Albert está a punto de morir de un enfisema-dijo el peluquero desde la ventana-. Solíamos pescar juntos. Me enseño todo lo que se puede saber de la pesca del salmón. Y las mujeres...Solían andar como locas detrás de ese muchacho. En los últimos años se le han puesto malas pulgas. Pero no sabría decir, sinceramente, si esta mañana no ha habido algo de provocación.
A través de la ventana vimos como montaba en su camión y cerraba la puerta. Luego arrancó y se alejó calle abajo.
El hombre de los sitios difíciles para morir no podía estarse quieto. Estaba de pie, moviéndose por la peluquería, parándose para mirarlo todo: la vieja percha de madera de los sombreros,, las fotos de Bill y sus amigos sosteniendounas sartas de pescados, el calendario de la ferretería con estampas campestres de cada mes del año-pasaba las páginas una a una, hasta llegar a la de octubre-. En su minuciosa inspección llegó a esrirarse para estudiar la licencia de peluquero de Bill, que estaba colgada en la pared al final del mostrador. Para leer la letra pequeña primero se alzó sobre un pie y luego sobre otro. Luego se volvió hacia el peluquero y dijo:
-Creo que yo también me voy; volveré más tarde. No sé ustedes, pero yo necesito una cerveza.     
Salió rápidamente, y oímos cómo ponía en marcha el coche.
-Bien, ¿quiere que le acabe de cortar el pelo, ¿no?-dijo el peluquero en tono rudo, como si yo tuviera la culpa de lo que había pasado.
Entonces entró una persona, un hombre con chaqueta y corbata.
-Hola Bill, ¿algo que contar? 
-Hola Frank, Nada que merezca la pena. Y tú, ¿hay algo de nuevo?
-No-dijo el hombre.    
Colgó la chaqueta en la percha de sombreros y se aflojó la corbata. Luego se sentó en una silla y cogió el periódico que se había dejado el hombre de los sitios difíciles para morir.
El peluquero me hizo girar en la silla para que me mirase en el espejo. Me puso las manos a ambos lados de la cabeza, y me la movió  por última vez. Bajó la cabeza hasta ponerla al lado de la mía, y los dos miramos en el espejo juntos, mientras seguía rodeándose la cabeza con las manos. Me miré, y él también me miró. Pero si vio algo, no hizo ningúna pregunt ni ningún comentario. Y entonces se puso a pasearme los dedos por el pelo despacio, de un lado de otro, como si estuviera pensando en otra cosa mientras lo hacía. Me pasó los dedos por el pelo tan íntima, tan tiernamente como lo hubiera hecho una amante.
Fue en Crescent City, California, cerca de la frontera con Oregón. Me fui poco después. Pero hoy he estado pensando en ese lugar, Crescent City, en cómo estaba tratando de rehacer allí mi vida con mi mujer, y en cómo ya entonces, en el sillón de la peluquería aquella mañana, había tomado la decisiónde marcharme para siempre y no mirar para atrás. He recordado la calma que sentí cuando cerré los ojos y dejé que los dedos se deslizarán entre mi pelo, y la tristeza de aquellos dedos, mientras el pelo me empezaba ya a crecer de nuevo.   
                           


EN LA BARBERÍA de Antón Chéjov 
Primeras horas de la mañana. Aún no son las siete, pero la barbería de Makar Kuzmich Blestkin ya está abierta. El dueño, un joven de unos veintitrés años, sucio, vestido con ropas mugrientas que pretenden pasar por elegantes, está poniendo en orden el local. En realidad, no tiene nada que limpiar, pero el trabajo le ha hecho sudar. Aquí pasa una bayeta, allí rasca con la uña, más allá encuentra una chinche y la retira de la pared. La barbería es pequeña, estrecha, destartalada. Las paredes de troncos están cubiertas de un empapelado que recuerda una camisa de cochero desteñida. Entre las dos ventanas con cristales mates y lacrimosos hay una puertecilla delgada, miserable, chirriante, coronada por una campanilla medio verdosa por la humedad que tintinea de vez en cuando, sin razón aparente, se estremece y emite un sonido quejumbroso. Si miráis el espejo suspendido de una de las paredes, veréis vuestro rostro deformado en todos los sentidos de la manera más lamentable. Es delante de ese espejo donde el barbero corta los cabellos y afeita a sus clientes. En una mesita tan sucia y mugrienta como Makar Kuzmich, todo está dispuesto: peines, tijeras, navajas, fijadores y polvos de a kopek y agua de Colonia muy diluida también de a kopek. La verdad es que toda la barbería no vale ni medio rublo. El chirrido de la enfermiza campanilla suena por encima de la puerta y un hombre de edad madura, con zamarra de piel de cordero y botas de fieltro, entra en la barbería. Lleva la cabeza y el cuello cubiertos por un chai de mujer. Es el padrino de Makar Kuzmich, Erast Ivánich Yágodov. Antaño trabajaba como guardián en el consistorio, ahora vive cerca del Estanque Rojo y ejerce el oficio de cerrajero. -¡Buenos días, Makar! -le dice al barbero, que sigue ocupado en su labor de limpieza. Se besan. Yágodov se quita el chai de la cabeza, se santigua y se sienta. -¡Sí que queda esto lejos! -dice, carraspeando-. No es poca cosa. Del Estanque Rojo a la puerta de Kaluga. -¿Qué tal le va? -Nada bien, hermano. He tenido fiebre. -¿Qué me dice? ¡Fiebre! -Fiebre. He pasado un mes en cama; creí que me moría. Me administraron la extremaunción. Ahora se me cae el cabello. El doctor me ha ordenado que me lo corte. Dice que me saldrá un pelo nuevo y más fuerte. Entonces pensé: vete a ver a Makar. Antes que ir a cualquier otro sitio, vale más ir a casa de un pariente. Lo hará mejor y no te cobrará nada. Queda un poco lejos, es verdad, pero ¿qué importa? Así te darás un paseo. -No faltaría más. ¡Siéntese! Makar Kuzmich, chocando los talones, le señala una silla. Yágodov se sienta, se mira en el espejo y parece satisfecho con lo que ve: en el cristal aparece una jeta torcida, con labios de calmuco, una nariz ancha y chata y ojos en la frente. Makar Kuzmich cubre los hombros de su cliente con una servilleta blanca salpicada de manchas amarillas y empieza a manejar las tijeras. -¡Se lo voy a cortar al rape! -dice. -Naturalmente. Que tenga aspecto de tártaro o de bomba. Así nacerá más tupido. -¿Qué tal está la tía? -Bien. Hace poco asistió al parto de la mujer del comandante. Le dieron un rublo. -Un rublo, nada menos. ¡Agárrese la oreja! -Ya lo hago... No me cortes, ten cuidado. ¡Ay, qué daño! Me tiras del pelo. -No es nada. En nuestro oficio es imposible hacer las cosas de otra manera. Y ¿qué tal se encuentra Anna Erástovna? -¿Mi hija? Estupendamente. El miércoles de la semana pa-sada se prometió en matrimonio con Sheikin. ¿Por qué no viniste? El ruido de las tijeras se interrumpe. Makar Kuzmich deja caer los brazos y pregunta con terror: -¿Quién se ha prometido? -Anna. -¿Cómo es posible? ¿Con quién? -Con Prokofi Petrov Sheikin. Su tía trabaja como gobernanta en el callejón Zlatoustenski. Es una buena mujer. Naturalmente, todos estamos muy contentos, alabado sea Dios. La boda se celebrará dentro de una semana. Ven, nos correremos una juerga. -Pero ¿qué me dice? -pregunta Makar Kuzmich, pálido, sorprendido, encogiéndose de hombros-. ¡No puedo creerlo! ¡Es... es totalmente imposible! Si Anna Erástovna... si yo... si yo albergaba sentimientos por ella, tenía intenciones. ¿Cómo ha ocurrido algo así? -Pues ya lo ves. Se han prometido, eso es todo. Es un buen hombre. El rostro de Makar Kuzmich se cubre de un sudor frío. Deja las tijeras en la mesa y empieza a frotarse la nariz con el puño. -Tenía intenciones... -dice-. ¡No es posible, Erast Ivánich! Yo... estoy enamorado y le he ofrecido mi corazón... La tía había dado su consentimiento. Siempre le he respetado como a un padre... Siempre le corto el pelo gratis... Siempre me he mostrado servicial con usted y, cuando mi padre murió, se quedó usted con el sofá y diez rublos en dinero que no me ha devuelto. ¿Se acuerda usted? -¡Cómo no voy a acordarme! Claro que me acuerdo. Pero ¿qué clase de novio serías tú, Makar? No tienes dinero, ni posición, te ocupas de un oficio insignificante... -Y ¿Sheikin es rico? -Sheikin es maestro de obras. Tiene quinientos rublos en títulos. Así es, hermano... Di lo que quieras, pero el asunto está cerrado. No es posible dar marcha atrás, Makar. Búscate otra novia... No es el fin del mundo... ¡Bueno, sigue cortando! ¿Qué haces ahí parado? Makar Kuzmich guarda silencio y no se mueve de su sitio; luego se saca un pañuelo del bolsillo y se echa a llorar. -¡Bueno, basta! -le consuela Erast Ivánich-. ¡Déjalo ya! ¡Sollozas como una mujer! Acaba de cortarme el pelo y llora luego todo lo que quieras. ¡Coge las tijeras! Makar coge las tijeras, durante un minuto las mira con aire abstraído y a continuación vuelve a dejarlas sobre la mesa. Le tiemblan las manos. -¡No puedo! -dice-. ¡Ahora no puedo, me faltan las fuerzas! ¡Soy muy desdichado! ¡Yella también! Nos queríamos, nos habíamos prometido, pero personas sin corazón y sin piedad nos han separado. ¡Vayase, Erast Ivánich! No puedo verle. -En ese caso volveré mañana, Makar. Terminarás de cortarme el pelo mañana. -De acuerdo. -Cálmate. Vendré mañana por la mañana, a primera hora. Con la mitad de la cabeza pelada al rape, Erast Ivánich parece un presidiario. Le resulta molesto irse con esa pinta, pero no hay nada que hacer. Se envuelve la cabeza y el cuello con el chai y sale. Una vez solo, Makar Kuzmich se sienta y sigue llorando en silencio. Al día siguiente, por la mañana temprano, Erast Ivánich aparece de nuevo en la barbería. -¿Qué se le ofrece? -le pregunta Makar Kuzmich con frialdad. -Acaba de cortarme el pelo, Makar. Aún te queda la mitad de la cabeza. -Pagúeme por adelantado. No trabajo gratis. Erast Ivánich se marcha sin pronunciar palabra. Hasta la fecha sigue teniendo el pelo largo en una mitad de la cabeza y corto en la otra. Considera un lujo pagar por un corte de pelo y espera a que los cabellos cortados crezcan por sí mismos. Así fue a la boda.

EN LA PELUQUERÍA  de Kjell Askildsen

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.
De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo está cambiado. Solo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!
Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.