Finalmente, en mayo pasado, pudimos vernos las caras, en la hermosa Madrid, compartiendo un encuentro, unos cuantos cafés que se prolongaron por más de cuatro horas, oportunidad que me permitió comprobar que además de escribir como los dioses, Santiago es un gran tipo. Allí hablamos de todo un poco, pero sobre toda las cosas del vicio de escribir, del propio y del ajeno.
Admirador como nadie de la literatura argentina, tiene en el extraordinario César Aira, un referente indiscutido.
La literatura de Santiago aborda con agudeza y fino humor, temas esenciales: la búsqueda de la felicidad, la soledad, la muerte, la amistad, el sentido de la vida...Santiago es un "viejo" mago de las palabras, que al leerlas provocan la placentera sensación de que la literatura lo puede todo.
Sus personajes suelen refugiarse en sus propios pasados, allí se encuentran a salvo, porque en definitiva entienden que el presente no existe, se escurre entre las manos como agua, y el futuro, en el mejor de los casos, es una simple expresión de deseos. En el pasado, la muerte siempre los encuentra más lejos. Pero no son tipos resignados, todo lo contrario, a pesar del destino que parece escrito, luchan contra viento y marea, porque en definitiva la vida es tan misteriosa e incomprensible que hasta los milagros pueden suceder.
Y cuando uno empieza a sumergirse en su obra, percibe que el tiempo se detiene, y que el mundo es, ni más ni menos, alguna de sus fabulosas historias.
Goriri, cuento inédito, es un fiel exponente de todo esto. Vale la pena leerlo.
Claudio Miranda.
Gorigori
¡Ay
vida, no me mereces!
Juan
Rulfo, Pedro Páramo.
Desde
que el médico le dijo: le quedan apenas tres meses de vida, y eso con suerte,
Darío no ha dejado de pensar en la música con la que le gustaría dejar este
mundo. Mentiría si dijera que no se ha dedicado a otra cosa en este tiempo,
porque de hecho ha accedido, generoso, a que los demás se despidieran de él, ya
que no él de ellos. Siempre ha pensado, como Céline, que es el mundo el que nos
deja y no al revés. Bueno: lo cierto es que se puso enseguida a perseguir la
última melodía: la coda. Naturalmente (seguro que lo habéis adivinado) su
primera opción fue la llamada música clásica. Nada parece más adecuado para
expirar, o para las exequias de quienes ya lo han hecho, que la música culta. Sin
embargo, pronto fue presa de distintas vacilaciones. La primera, más bien de
carácter general: ¿Tendría que sonar un aparato, por descontado de alta
fidelidad, o debería hacerse acompañar en sus últimos estertores de músicos de
carne, hueso y frac? Darío se decantaba abiertamente por lo segundo (pasa una
vez en la vida, ¿no?), aunque… Obvio: la elección y la duda estaban muy
condicionadas por el número de los intérpretes necesarios y por la relativa
exigüidad de su apartamento: si se tuviera que dar el caso de intentar embutir
una filarmónica o un coro en su dormitorio (rincón que había elegido para
abandonar el mundo), esta opción perdía posibilidades (y con ella los requiems
y las misas solemnes). Baste decir que en una ocasión en que convaleció no recuerda
ya de qué (siempre ha sufrido de fracturas y angustias), los vecinos y amigos
le visitaban (¡torrenciales!) aguardando en el descansillo de la escalera la
oportunidad de ofrecerle su liviana conmiseración: así de mezquina con la
sociabilidad la moderna arquitectura urbana reservada a la mesocracia del siglo
XXI. En consecuencia: descartada la muchedumbre. De hecho, Darío concluyó que
ni siquiera era factible un cuarteto en aquel nicho (¡oh, desafortunado
tropo!), incluso si sus miembros fueran enjutos virtuosos eslovacos. Claro
está: solución de urgencia: la música enlatada permanecía vigente, amén de los
solistas. Por supuesto la primera quedaba reservada para una desesperación
ulterior (¿de nuevo una metáfora cruel?): sólo si eran inviables los semovientes.
El dilema del solista (bonito título, acudes en vano ya) incluía como es
natural el de su instrumento. El piano no podía ser más tentador, pero
persistía la dificultad del espacio, ya que no contemplaba otro que el de cola
(su luto barnizado y cegador). El violonchelo lo tentaba también (ah, esas
suites implorantes de Bach, de Cassadó…), pero la textura de sus arpegios
invitaría a los presentes con toda seguridad a un llanto que, por inducido, se
le antojaba deshonesto (estético, por así decirlo): si tenía que haber
lágrimas, que las hubiera, pero que no vinieran de fuera, por favor.
Instrumentos más afilados, menores, introducían por su parte un elemento
castizo, un poco verbenero (el violín, la trompeta, ¡la guitarra!), de manera
que llegado a este punto no podía ocultar que estaba empezando a desanimarse
(¿por qué le agreden así los calambures?). Así pues: cambio de registro. Acudió
esperanzado al jazz. Huelga decir: subsistían irresueltos los inconvenientes de
la multitud sonera agolpada imposible en su cuarto, pero asimismo deploraba
tener que renunciar a Oh, cuando los
santos van marchando (etcétera): eso sólo podía ejecutarlo (ay) una banda
nutrida cuyos miembros hicieran rotar sus cinturas al albur de la melodía. Se
consolaba pensando que de todas formas en esa ciudad nadie sabía interpretar
correcto un nuevaorleans. Parecía fácil: el prestigio de lo virtuoso, del
talento, lo gozaban el be-bop, el freejazz, la fusión, pero tocar bien un
tema tradicional de esos que insinúan sinsabores del sur es de lo más difícil
del mundo, y aquí la gente lo toca falso, como de fiesta de colegio. Así que
quedaba igualmente el recurso del solista: Darío veneraba a Bill Evans, su
voluptuoso swing, mas, aparte el problema antedicho del piano, ¿traer a un
impostor? Y aceptando entonces a un falsario que se hiciera pasar por un genio
ya extinto (Oh, cuando los santos van
marchando, Señor, yo quiero estar con ellos…), ¿no sería preferible Chet
Baker?: Sí, aparentemente tiene éste una trompeta, pero… Tiene una garganta de
viento, tiene en su boca una razón para seguir viviendo que al trompetista se
le olvidó ese día en que se arrojó por una ventana de su hotel. Tal vez la
trompeta, pensó, su alboroto saltador, desconcertaría además las actitudes
premeditadas de los asistentes a su exitus
(¿qué hacer: bailar, sollozar, tener miedo…?). Por lo demás: lo que Darío
habría deseado por encima de todo: Keith Jarrett, el concierto de Colonia,
junto a su lecho doliente, pero, ay, ese concierto se disipó para siempre una
noche de enero de 1975 y apenas queda un pálido eco en grabaciones grises que
se pretenden un reflejo de aquel resplandor: un vano consuelo: su registro en
un disco. Por no hablar de los recuerdos: Esther y Darío, mochila al hombro,
recién bajados de un tren en Colonia, jóvenes aún, asistiendo a esa música
extática y prefigurando un futuro juntos que luego se truncó. Total: más
desaliento. Consecuentemente, bajó unos peldaños: música mexicana. Sospecha que
ha pensado en ella sólo por su madre, que suspiraba por Vicente Fernández
(decía que se parecía a su padre) y, nunca sabrá por qué, por Rocío Dúrcal.
Sólo la posibilidad de morir escuchando una ranchera (¡¡¡…de qué manera te olviiiido!!!) le quitaba las ganas de vivir. Pero,
atención: No tener deseos de vivir no basta para querer morir. ¿Y la música
italiana? Este asomo de pensamiento le convenció de que se estaba pasando con
las dosis de morfina. Y al fin, postrero: ¡el tango! El tango sí, por favor.
Qué música sabia y conmovedora: justificaba el haber vivido y hacía tolerable
el no vivir. Pero: ¿Qué tango? ¡Qué duda! No obstante: lo primero…, mmm…,
buscar a un tanguista dispuesto a cantar a un moribundo. O mejor, elegir el
tango y luego…. Desde el principio tuvo claro esto: una letra que no aludiera
ni siquiera de refilón a la muerte o a la vaporosa esperanza en el más allá.
¡Hay tantas zozobras equivalentes…! Barajó Cambalache, Mano a mano, Malena,
Caminito, Sur… pero prevaleció Tomo y obligo. Juzguen ustedes: Tomo y obligo, máaandese un trago, que hoy
nesesito el recuerdo matar; sin un amigo lehos del pago, quiero en su pecho mi
pena volcaaar. Beba conmigo, y si se empaaaña devezencuaaando mi voz al
cantaaar, no es que la shore porque me engaaaña, yo sé que un hombre no debe
shoooraaar… Una duda le atenazaba, casi una culpa: la canción no debía
apelar de ninguna de las maneras al llanto (ese era el trato) y ésta lo hacía
con largura, pero al mismo tiempo cómo le agradaba lo incorrecto del mensaje:
hablaba de mujeres malas, de mujeres traidoras: de todas las mujeres. Sí, en
efecto, pensaba en Esther, de quien había estado tan enamorado que soportó
heroico sus deslealtades y sus antojos; que él hubiera perpetrado a su vez
actos parejos e incluso peores no le había exonerado de un sufrimiento
redentor. Más aún: todo ello le había reafirmado en el triunfo del amor. Como
Platón, creía firmemente en la potencia aglutinadora de Eros, aunque…, estaba
seguro ahora de que se había comportado como un auténtico imbécil. Esta certeza
suponía un enfoque liberador: no se veía obligado a valorarlo todo con los ojos
del enamoramiento profundo en el que había llegado a caer, ni del remordimiento
filoso de quien ha sido injusto con el ser amado, y más en el trance inminente
de… En fin: nada podía satisfacerle más que marcharse del mundo dando un
portazo, ya que ese mismo mundo había tenido a bien deshacerse de él. Así: que
el tango acudiera. Por último: contratar al artista. No fue difícil. Abundaban
entonces en la ciudad argentinos trasterrados que siempre parecían esperar algo
(sí, pero qué, pero qué), mezclados con la vida, y, entretanto: lo que se
dispusiera. Compareció un poeta pobre de Coronel Pringles que vendía versos en
el Madrid de los Austrias y cantaba tangos a las japonesas en las terrazas
alrededor del Prado con un bandoneón sobado. Al instante lo sedujo el montante
ofrecido por Darío. Espera mi llamada, le dijo. Y ya está, se dijo. Ahora sólo
toca esperar. Y de esa manera: unos poquitos días se juntaron con otros tantos
que vinieron luego y la muerte llamó al fin una mañana a su puerta, si bien
cauta: lo notó en el aliento, agrio, sanguíneo. Telefoneó a sus amigos: venid.
Se puso un pijama (de marca, eh), se encamó, dejó todo a la inercia de lo
proyectado (el cantante: avisado por SMS) y a esperar, a esperar. Pronto le
sobrevino una modorra en penumbra que… Oyó pasos en la antesala, oyó susurros,
algo que se preparaba, como si fuera… Qué frío. Nunca lo supo pero el argentino
no vino: sin papeles, repatriado. ¿Y ahora…?, cavilaron los amigos. Santiago,
uno de ellos, sin más, empieza entonces a cantar recordando sus tiempos de
monaguillo. Latinajos incomprensibles en el duermevela. Lástima que él ya no…
(Parece que ahí fuera suena una música ¿no?…). Un gorigori (un unísono)
ejecutado voluntarioso y solemne por sus amigos que, si bien desconcertados,
están seguro de hacer lo correcto en la muerte de Darío.
Santiago Casero González
ENCUENTRO EN MADRID (mayo 2015)
A la izquierda de la foto, Santiago. A la derecha, este humilde servidor.
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