Mis Cuentos

DESPUÉS DE UNA LARGA Y PROVECHOSA VIDA
(Cuento ganador 2° Premio Fundación Victoria Ocampo – 2012)

Elías Guzmán había nacido de noche y en otoño. De muy chico le habían asegurado (una tía, un tío, o una abuela, sólo Dios lo sabe) que los nacidos bajo esas circunstancias estaban destinados a vivir muchos años. Aunque de entrada esa predicción le resultó una frivolidad, una expresión de deseos en el mejor de los casos, la idea de llegar a anciano le entusiasmaba. Con el tiempo fue asumiendo esa especie de superstición familiar como una marca distintiva de su afortunado destino. Es más, había momentos que daba por sentado que iba a terminar sus días rodeado de nietos y bisnietos, igual que su abuelo materno.       
Ahora, con treinta años recién cumplidos, flotando a duras penas en la inmensidad de aquel mar solitario, los hechos le venían a desmentir esa inocente creencia. De no mediar algún inesperado milagro (Elías era más bien un tipo práctico, con los pies en la tierra, muy poco proclive a creer en fantasías o en misticismos) el hombre irremediablemente se iba a morir joven y para colmo en las mismas condiciones que su arribo al mundo: de noche y en otoño.
De todos modos, aquella paradoja no lo inquietó demasiado, en todo caso la consideró una desafortunada coincidencia. Lo otro, en cambio, lo perturbó gravemente. Haber vivido engañado todos esos años le pareció algo imperdonable. Mientras se mantenía a flote y de a ratos braceaba inútilmente, se lamentó no haber vivido más de prisa.
La vida de un hombre no es una foto, ni un cuadro, ni un paisaje estático que resiste heroicamente el devenir del tiempo. Elías lo sabía pero aquella noche tuvo la oportunidad de confirmarlo.  La vida es movimiento, un constante fluir, un eterno ida y vuelta. Los cambios a los que está sujeto un ser humano, perceptibles o no, profundos o superficiales, se suceden uno tras otro, sin dar respiro, como las gotas de una lluvia torrencial. Las pruebas estaban a la vista. En horas nomás había pasado por varios estados, fugazmente y sin proponérselo había adoptado diversas personalidades, jugado diferentes papeles, como el actor que puede interpretar distintos personajes sin la menor dificultad.
En la oscuridad, en el frío, en la quietud de ese mar que ahora se había vuelto silencioso, repasó con obsesión cada aspecto de esa metamorfosis. Trató de reconstruir los detalles de aquel infortunio, intentó enumerar cada uno de los pasos dados esa tarde hasta que la desgracia se precipitó. Recordó el muelle, el mar cubierto de una espuma brillante, el momento en el que subieron al velero. El cielo celeste, limpio de nubes. Rememoró el rostro relajado de ella, las manos aferradas, las miradas cómplices, el abrazo, el beso apasionado y el te quiero que ella había pronunciado de una manera dulce y pausada.  Ya en alta mar, la ciudad que poco a poco se fue desvaneciendo, el débil sol acariciando sus pieles bronceados, el aire trasparente  y refrescante, el cabello de su amada, rubio, largo e indomable, como siempre.
En los instantes previos al desastre, Elías se había sentido mucho más que un simple hombre de carne y hueso. En alta mar, arriba de su hermoso velero y en los brazos de ella, él se creyó inmortal. Cuando aquel viento, extraño e inesperado, se desató justo a la hora en que el atardecer se desangraba en el horizonte, ese presente se deshizo en mil pedazos. Con su furia, ese brutal viento hizo volar por los aires la embarcación y con ella se llevó también su futuro dorado. Entonces Elías se convirtió rápidamente en otra cosa. Con el paso agónico de los minutos, con la llegada de las sombras y el frío, fue un simple naufrago, o quizá, mucho más que eso: un condenado a muerte. Sí, fue eso, porque solo un condenado a muerte podía haber quedado de esa forma, a la buena de Dios, a merced de ese mar traicionero, sin disponer siquiera de un salvavidas o de un pedazo de madera de donde sostenerse.
Pensó en ella. Mejor dicho, pensó en su voz que había dejado escucharse apenas habían caído al agua. El mar había acallado su voz, rara mezcla de lloriqueos, lamentos y rezos desesperados. La misma voz que un tiempo atrás había pronunciado la frase: “Hasta que la muerte nos separe”. Algo romántico y heroico para ella. Pero, en verdad, ¿qué había sido de su dulce prometida? ¿Era sólo su voz la que se había muerto? ¿Seguiría con vida? ¿Valía la pena hacerse problemas?
Hasta que la muerte nos separe. ¿Acaso no sabías que no hay que hablar de ella? Deberías haberlo tenido en cuenta mujer —pensó— no es aconsejable mencionarla. Cuando se nombra a la muerte, cuando se le dicen cosas, en realidad es ella la que habla de nosotros, la que nos pone el ojo, la que nos marca, la que nos convoca. Temeraria mujer, mirá hasta dónde nos ha llevado tu locura, se dijo.
Y otra vez el silencio. Un silencio brutal, como una música trunca, como un deseo escondido. Algo seco y definitivo, como un cementerio. Ni la oscuridad interminable, ni el frío golpeaban tanto como él. Ni siquiera el recuerdo de la ciudad que ahora había desaparecido. Nada era comparable con aquel silencio, ni las luces rojas y violetas del crepúsculo que un rato antes lo habían envuelto de manera triste, con melancolía, como si estuvieran despidiéndose de él. Ni esa luna apagada que parecía moverse como un fantasma de un lado para otro en el cielo distante, como mofándose de él; ni las estrellas inútiles que titilaban débiles, tan pequeñas y opacas que costaba creer que eran las mismas que una vez habían iluminado los apasionados e imborrables encuentros con ella. 
Sintió miedo. Entonces pensó en Dios. Hacía mucho tiempo que no pensaba en él. No lo hizo de la manera que lo hacen los demás, quiero decir, no rezó, ni suplicó, ni le pidió nada. Tampoco lo maldijo como había hecho ella antes de enmudecer. Nada de eso. Por primera vez en su vida admitió su existencia, pero no de la forma cobarde que lo hacen los moribundos. Por el contrario, lo de él fue una serena convicción. Simplemente se dijo que Dios era el paisaje que lo rodeaba, la oscuridad que le cubría los ojos, el frío que le desgarraba la piel, la noche que lo cegaba, el mar que se lo iba a terminar tragando. ¿Pero Dios sería nada más que eso? ¿Alguien se apiadaría de su alma?    
Pensó en la muerte una vez más. Midió las ventajas y desventajas de morir ahogado y las comparó absurdamente con sus otras formas: quedarse seco de un ataque al corazón, caerse al vació desde una piso 10, morirse de tristeza. No se detuvo. Imaginó una muerte por decapitación, otra por envenenamiento y una más por fusilamiento. En pocos segundos había muerto un sin fin de veces. Con el correr de los minutos se fue conformando. Concluyó que el acto de morir no era trascendente, mucho menos sus circunstancias. Lo intolerable era no haber vivido lo suficiente, no haber podido cumplir ese designio de llegar hasta viejo. Su corazón se llenó de ira y al mismo tiempo su cuerpo se renovó de fuerzas. Se propuso mantenerse a flote un tiempo más. Después de todo, la fatiga era más tolerable que la desilusión. Lo había decidido: se iba a revelar contra ese destino traicionero y miserable. Se juró vivir la larga vida que estaban a punto de arrebatarle. 
En su muñeca, el reloj acuático y luminoso marcaba las 9 de la noche. Allí residía la clave de su secreto plan, ese reloj iba a ser el obligado calendario de la larga y prometedora  existencia que lo estaba esperando. Iba a resistir una hora más, apenas eso, después de todo no era más que un simple cálculo matemático: cada uno de los minutos de esa última hora iban a representar para él un año de vida. Así, serían 60 años los que le quedaban por vivir. 
Iba a aguantar hasta las diez de la noche. Se lo prometió. No parecía ser muy difícil. Se sacó los zapatos y se puso a hacer la plancha. Entrecerró los ojos y se mordió los labios con fuerza. Adentro, bien adentro de su ser, escuchó un revolotear de pájaros, un tarareo, un ruido de agua dulce. Sí, escuchó una cascada, el agua cristalina que fluía, que corría alocadamente en sus venas, convirtiendo la sangre en un bólido descontrolado. Después de eso, se dejó llevar por esa misteriosa fuerza. Su cabeza empezó a imaginar los años que estaban por llegar, y ya no se detuvo más. 
El primer año, es decir el primer minuto, se fue muy rápido, entre el rescate providencial de aquella lancha de la prefectura, los largos meses de convalecencia en el hospital y una crisis existencial que lo dejo postrado varios meses en una cama. La recuperación física y espiritual fue un proceso largo y penoso. A partir de los treinta y cinco años (esto es, a las nueve y cinco, exactamente) su vida tomó un nuevo impulso. Recibió una herencia inesperada de una tía gorda y vulgar,  y se dedicó a recorrer el mundo durante varios años. A los cuarenta conoció en Bruselas a Mirelle, con quien vivió un apasionado romance.
No todas fueron rosas. En Europa recibió la triste noticia de la muerte de su madre y seis meses más tarde de su padre. La mujer había muerto de una enfermedad desconocida  y el padre de tristeza.
Las mujeres siempre representaron para Elías una cuestión vital, imprescindible, como el aire, como el agua, pero en definitiva nunca le duraron demasiado: con cuarenta y dos años sobre sus espaldas dejó a Mirelle por Carla (una hermosa italiana) y unos años después, a Carla por la española Soledad. Su vida amorosa fue un tembladeral hasta que por fin conoció, en uno de sus tantos viajes, al amor de su  vida: Adriana, una reconocida pintora colombiana. Con ella tuvo tres hijos: Julián, Andrecito y Jeremías. 
No paró, siguió viviendo: a las nueve  y veinte en punto, es decir habiendo cumplido cincuenta años, se mandó a mudar para la India producto de una nueva crisis espiritual, lugar en el que lejos de alcanzar el ansiado alivio, se convirtió en un perdido adicto a la heroína. Adriana tuvo que intervenir para rescatarlo de una muerte segura. Sin embargo, Después, Elías decidió recluirse en la Argentina, en donde se rodeó de viejos amigos que le dieron contención y cariño. A los sesenta años  (nueve y treinta, ni un minuto más, ni un minuto menos) se casó con Cecilia, una mujer veinticinco años menor que él. Tuvieron tres niños: Leandro, Matías y Susana, su única y consentida hijita. A los sesenta y ocho su corazón le dio un buen susto por aquel infarto que por poco se lo termina llevando al cielo o al infierno, quién sabe. 
Fue en esas circunstancias que pensó que le faltaban todavía 22 años para cumplir su cometido. Se cuidó y siguió cada una de las recomendaciones del médico. Tenía 70 años cuando se volcó a la relectura de los grandes escritores. Empezó con la obra de Borges (la que terminó de leer en dos meses, todo un record) y siguió con Joyce, Chesterton, y Beckett. Tenía setenta y cinco (¡diez menos cuarto clavadas!)  cuando se dedicó a los autores latinoamericanos: Rulfo, Cortázar y Vargas Llosa.   
La celebración del cumpleaños número ochenta fue todo un acontecimiento (nueve y cincuenta minutos). Asistieron más de cien invitados, entre ellos sus hijos y nietos colombianos.
Con ochenta y cinco años Cecilia lo abandonó, pero no le reprochó nada, al contrario, le agradeció haberlo soportado todos esos años.  
Los últimos cinco minutos los dedicó a la relectura de Hemingway, Tolstoi y Julio Verne.   
El mar lo llamó unos segundos antes de las 10, y él, dulcemente, se dejó llevar.
Mientras se hundía, se le vinieron a la cabeza las imágenes de una escena familiar: una mesa larga, un mantel blanco, una jarra de vino con forma de pingüino y un montón de gente sentada alrededor. Y su madre acariciándole el pelo, y su padre contándole un cuento antes de quedarse dormido. 

 El cuerpo fue encontrado en una de las tantas playas del norte de la ciudad. Soplaba viento del sur y la mañana recién se abría. Daba la sensación de que el mar lo había depositado en ese lugar con suma delicadeza. El rostro viejo y arrugado de ese desconocido tenía dibujado una expresión de felicidad que despertó la admiración de más de uno.
Al Elías Guzmán que todos conocieron no se lo encontró jamás. Dijeron que el mar se había emperrado con él por alguna deslealtad cometida en vida. No se dieron mayores detalles al respecto.
A ese viejo misterioso y desconocido, en cambio, se lo enterró en una tumba sin nombre del cementerio local, después de una larga y provechosa vida.


LO INDELEBLE

Mentiras. Millones y  millones de mentiras lanzadas a la velocidad de la luz a ese mundo ficticio llamado ciberespacio. Y desde allí, sin escalas, esparcidas como un  veneno hasta el último rincón de este otro mundo, el de carne y hueso, para contaminarlo aún más de lo que ya está.     

Para Daniela Esturla internet era más o menos eso: un asqueroso agujero donde pululaban embusteros, tramposos y trúhanes. 
De alguna forma, ella también forma parte de ese circo. No tenía problemas en admitirlo. Cuando publicaba en los sitios de citas con hombres, se agregaba un par de centímetros de altura y se quitaba edad. En lugar de un metro sesenta, declaraba uno sesenta y tres, y en vez de treinta y cinco años, ponía treinta y dos. Y la  foto que exhibía en el perfil no era la actual, pero tampoco era para rasgarse las vestiduras, si tenía cuatro años de antigüedad era mucho.
De todas maneras, Daniela consideraba que las suyas eran apenas mentiritas en comparación con las atrocidades que aparecían a diario en internet. Inocentes engaños sin ningún efecto colateral hacia terceros, porque llegado el momento crucial, el de la cita, en el que había que poner a prueba la virtualidad contra el cara a cara, siempre salía airosa. Años más, años menos, un poco más alta o un poco más baja, Esturla era una mujer atractiva y culta, sus encantos hacían rendir a sus pies a más de uno. Y lo más importante para ella: aún podía elegir, como cuando tenía veinte. Había veces que se inclinaba por el aspecto físico del candidato, otras por la parte espiritual y en ocasiones por la edad (le gustaban los hombres más jóvenes) o su pasar económico. Como sea, elegía, algo que después de los treinta no era poca cosa.
Sin embargo, esas relaciones que empezaban de la mejor forma, terminaban siempre en un fiasco. Y la culpa de esas decepciones se lo atribuía al tatuaje que tenía grabado en la mano. Un burdo corazón de un rojo violento, en cuyo interior brillaba, en letras negras, una frase vulgar y comprometedora al mismo tiempo: “Te amo Charly, hoy y siempre”.
Si al menos se lo hubiera grabado en el brazo, o en la pierna, o en la espalda, tal vez estaríamos hablando de otra cosa, porque su exhibición hubiera quedado reservada para los momentos íntimos, y eso dependiendo de la posición que adoptaran los amantes en el acto sexual. Incluso a algunos tipos les gustaba hacerle el amor con algo de ropa encima.
Pero no, estaba en la mano. ¡Ocupaba la totalidad del dorso de la mano izquierda! A la vista de todo el mundo porque ella era zurda. No había modo de esconderlo. Sí, está bien, en el invierno lo ocultaba usando guantes, y el resto del año…¿Qué? ¿Acaso Buenos Aires no se jactaba de ser la ciudad de las cuatro estaciones? 
Era la mano que usaba para todo, para escribir, para cortar con el cuchillo, para jugar al tenis, para acariciar a esos hombres conquistados y confundidos, que al principio reaccionaban con curiosidad, pero que con el tiempo se volvían insoportablemente obsesivos. ¿Y quién era el Charly ese? Un novio que tuve a los veinte. Ya te conté el otro día ¿Y por qué no te borras el tatuaje? Porque es indeleble, por los menos hasta ahora nadie ha podido borrármelo. También te conté el otro día. ¿No te acordás?  ¿En serio, indeleble? Sí, en serio. ¿O vos pensas que soy una mentirosa? No, no dije eso, pero seguro que en los Estados Unidos con las técnicas nuevas que hay te lo van a poder borrar. O en Europa. Que bien, no me digas…págame el viaje y la estadía y me saco la duda. ¿Pero vos lo amaste de verdad al tipo ese? Sí, lo amé, tiempo pasado. Sin embargo ahí dice bien clarito, te amo Charly, hoy y siempre, es decir que hoy martes lo amas, y siempre significa que lo vas a amar mañana, la semana que viene y dentro de veinte años. ¿Sabés una cosa? Me tenés repodrida, hoy, mañana, la semana  que viene y dentro de veinte años.
Un verdadero drama el de Esturla. Por eso cuando unos años atrás aparecieron por internet los primeros avisos anunciando un nuevo y revolucionario método para el borrado de tatuajes, Daniela se ilusionó y mucho. No era para menos. Estaba entrando en la edad crítica  donde el miedo a quedarse sola se acrecentaba como un gigante. 
Una nueva e infalible técnica, basada en la aplicación de rayos laser. Unas cuantas sesiones y listo, borrón y cuenta nueva. Sin dolor, sin dejar secuelas, ni marcas, ni quemaduras, ni nada. Facilidades de pagos. En  doce cuotas sin interés con tarjeta de Crédito. Resultados asegurados.
Así decían los cientos de avisos por internet. Era un tratamiento caro, pero a ella eso no le hacía ruido. Disponía del dinero. Además, ¿La felicidad tiene precio?  Clara que no. 
Por varios meses, Daniela estuvo deambulando como un alma en pena por los consultorios de esos charlatanes que prometían el paraíso, pero que en realidad no hacían otra cosa que confirmarle el sitio que ya tenía reservado en el infierno. Ninguno daba en la en la tecla y el tatuaje seguía vivito y coleando. Al contrario, cuanto más tratamiento se hacía, el dibujo parecía volverse más intenso. 
Más tarde, los métodos se fueron sofisticando y entonces llegaron los rayos laser Helio II, el  multifraccionado y combinado con Neón. Y los rayos catódicos y  la onda electromagnética. Y el método natural, en base a hierbas traídas de la selva amazónica. El mismo fraude con distintos nombres.  
Y la absoluta mentira de esos impostores, se contraponía con aquella verdad que cada día se volvía más absoluta también, tal vez, la única verdad que había encontrado hasta el momento en la vida. Desde algún lugar, cada tanto, le llegaba la siniestra voz esa, la del tipo que les había hecho el perverso tatuaje. Se hacía llamar el hechicero. Era un viejo de cara angulosa, con un llamativa colita que le ataba los pocos y canosos pelos que le quedaban. Tenía un acento extraño y una mirada profunda, hipnótica.  
-¿Que van a querer? ¿El tatuaje común?
-No, el especial-le respondió Charly.
-Cuesta el doble de plata.
-No importa, tenemos dinero-le respondió Daniela.
-¿Seguro?
-Seguro. Nuestro amor es eterno-afirmó ella.
-Acá lo único eterno que existe es el tatuaje, el especial-fueron las últimas palabras del viejo antes de chantarle el monstruo en las manos.
Culpas compartidas. La idea del tatuado había sido de Daniela. Un modo de formalizar aquel romance que creyó mágico y definitivo. Charly estuvo de acuerdo y se ocupó de encontrar al hechicero, se lo recomendó un amigo. La frase cursi en el interior del corazón fue idea de los dos. 
Por supuesto que a quien recurrió primero en busca de ayuda, cuando rompió con Charly dos años más tarde, fue al mismísimo hechicero. No era descabellado suponer que así como había inventado un tatuaje indeleble, también guardaría el secreto para eliminarlo. Por algo le decían el hechicero. Pero en el local donde los había atendido, ahora funcionaba una casa que vendía celulares. Se cansó de preguntar en el resto de los negocios de la galería, pero nadie supo decirle adonde había ido a parar el viejo, si estaba vivo o muerto.
Así que como último recurso, buscó a Charly. Eso era lo que siempre había querido evitar. Le había jugado sucio y ella había decidido romper la relación. Pero sintió que era su última ficha. A fin de cuentas, al margen de su deslealtad, él estaría padeciendo la misma tragedia que ella, el mismo tatuaje imborrable en el dorso de la mano izquierda, con idéntica leyenda a excepción de una palabra: Charly en lugar de Dani. 
Pero a menudo se cuestionaba. Quién sabe, ¿no? En una de esas la tragedia para él ya era historia pasada, acaso había encontrado la forma de deshacerse del engendro. Por eso debía contactarlo y sacarse la duda. Logró ubicarlo a través de internet y le mandó un mensaje por privado. Él contestó esa misma noche. Dijo que lo ponía muy feliz volver a tener noticas de ella, y que siempre la recordaba con mucho cariño. Y que no se perdonaba haber arruinado la relación. Dejó lo más importante para el final: Sí, claro, el tatuaje…vaya… un gran dolor de cabeza durante años. Por suerte, al final, pude encontrarle la vuelta. Daniela, desesperada,  preguntó por el método que había empleado, pero Charly se negó a dárselo. Dijo que si bien se trataba de una técnica muy efectiva, había que ser muy cuidadoso, de aplicarse mal podía resultar peor el remedio que la enfermedad. Así que lo mejor iba a ser pasarle la  fórmula en persona. Vivía en Mar del Plata, pero dentro de un mes, para las vacaciones de invierno, tenía planeado pasar unos días en Buenos Aires. A Daniela un mes le pareció una eternidad, así que inventó una mentira: No me digas, así que vivís en  Mar del Plata, qué casualidad, yo justo mañana tenía que viajar para allá, tengo una tía enferma y la quiero visitar…no sé si mañana vos podrás…¡Claro que puedo! ¡Genial! Nos vemos mañana y hablamos tranquilos del asunto.
Quedaron en encontrarse en un bar ubicado a una cuadra de la plaza Colón, a las siete de la tarde. Daniela, esa misma madrugada, compró un pasaje por internet. El micro salía de la terminal de Retiro a las once de la mañana y arribaba a las cinco de la tarde. Le sobraban como dos horas que las aprovecharía para darse un paseo por la peatonal San Martín. Esa noche de la ansiedad casi no pudo pegar un ojo.
 El micro llegó muy atrasado. Se tomó un taxi y le pidió al chofer que manejara lo más rápido posible. En aquel alocado recorrido, a Daniela le quedó tiempo para un recuerdo, se acordó de las vacaciones con sus padres. Siempre iban a Mar del Plata para el mes de febrero, hasta que falleció el papá. La desgracia ocurrió cuando acababa de cumplir quince años. Desde ese entonces se acabaron los veraneos familiares. Pero nunca pudo olvidarse de un miedo de la madre, cuando ella era muy pequeña. Cada vez que paseaban por la rambla y veía venir a las gitanas, la tomaba fuerte de la mano, la misma en la que ahora tenía el tatuaje. Decía que eran malas, se robaban a los chicos y los vendían por ahí. Una estupidez. Vaya a saber de dónde la madre había sacado semejante pavada. Daniela pensó: Que casualidad, el recuerdo ese es indeleble, como el tatuaje.    
El taxi la dejó en la puerta del bar, quince minutos más tarde de la hora acordada. Ya se había hecho de noche. Ni bien puso un pie en la vereda, lo vio. Por lo menos creyó que se trataba de él. Estaba de espaldas a la calle, sentado en una mesa en el centro del salón, tomando un café. Dudó otra vez. ¿Sería él? Volvió a creer que sí. Además era la única persona en todo el bar y si alguna virtud había que reconocérsele a Charly era la puntualidad.
Igual, le pareció rara la escena. ¿Un bar desierto en pleno centro de Mar del Plata? Pero lo volvió a meditar y concluyó que la situación guardaba cierta lógica. En otoño la ciudad está despoblada de turistas. Mucho más un día de semana. 
El razonamiento, sin embargo, no logró despejar del todo la desconfianza. Pensó en un engaño, una trampa en la que había caído inocentemente. Por ahí Charly tampoco se había borrado la porquería de la mano. En una de esas la cita formaba parte de un siniestro plan maquinado más de una década atrás. Un ardid para que ella regresara algún día y él poder reconquistarla. Y si pasaba eso, entonces el tatuaje volvía a adquirir un sentido para los dos.
¿Sería posible una cosa así? La única manera de comprobarlo era entrando al bar. Antes de tomar asiento, le iba a exigir que le mostrara la mano izquierda. Y si todo era una farsa, como sospechaba, se marcharía de inmediato y esa misma noche se pegaría la vuelta a Buenos Aires.     
Sin más demora, enfiló con determinación hacia el local. Pero justo antes de entrar, el misterioso y solitario tipo de espaldas, levantó la mano izquierda para llamar al mozo. Entonces lo vio…mejor dicho…¡No vio nada! O en todo caso, sí…Vio algo…¡Vio otra cosa! Un muñón que oscuramente se asomaba entre la manga de la camisa blanca.
Espantada, siguió de largo. Mientras apuraba el paso en dirección de la rambla, unos metros más adelante creyó ver a un grupo de gitanas que se acercaba. Sin pensarlo y al trote, cruzó a la vereda de enfrente.
CGM
Marzo 2020 




TODOS

De repente se largó a llover, un diluvio descomunal que apuró la noche y dejó vacía a la 
ciudad. Ricardo se volvió hacia la ventana, su mirada contemplaba la lluvia torrencial... el vidrio empañado.  





El café que hasta el momento permanecía semidesierto, se fue poblando de gente empapada. Reían, hablan en voz alta, era como si el agua hubiera despertado algo extraño en ellos.  
De a poco, un bullicio alegre fue ganando nuestro duro silencio. No hay caso, uno miraba a todas esas personas que habían llegado de golpe, como la tormenta, y no dejaba de sorprenderse. Algo se había roto, adentro y afuera del café. Y la lluvia parecía permitirlo todo, por lo menos la prohibición de fumar había quedado de lado: un joven de pelo largo, dos mesas más adelante, encendió un cigarrillo y la chica que estaba sentada con él lo imitó. Ricardo también se animó. El humo de su cigarrillo, muy blanco,  espeso, fue subiendo lentamente. No tardó en confundirse con el otro humo, el de los muchachos, para formarse una nube bastante generosa que se fue desplazando lentamente en dirección  de los baños.          
En ese instante tuve la sensación de que Ricardo iba a decir algo importante, una frase aguda, una revelación. Se frotó las manos y se acomodó en la silla. Sus ojos brillaban.
Falsa alarma. Todo lo que hizo fue tomar una servilleta de papel y hacer un avioncito. Me apuntó a la cara y lo lanzó con ganas. Falló. Me levanté, lo recogí del suelo y lo puse adentro del cenicero. Entonces me entraron unas ganas terribles de irme. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? ¿Cómo se me pudo ocurrir aceptar la invitación del loco de Ricardo?
Salvo López, todos los varones de la secundaria teníamos apodos. A Ernesto le habíamos puesto Jirafa por su cuello interminable, a Rosendo, pato, por sus inmensas cagadas. ¡Qué tipo el tal Rosendo! Un aluvión de torpezas. A mí me decían pájaro, por mi nariz afilada, y a Ricardo, como ya dije, loco. Caía de maduro. Uno lo miraba un ratito nomás y la primera palabra que se venía a la cabeza era esa: loco.
No éramos muy originales que digamos en eso de poner sobrenombres, pero en todos los colegios pasaba lo mismo. Ricardo se sentaba en la fila del medio y se la pasaba en babia la mayor parte del tiempo. Sin embargo no era un mal alumno, más bien todo lo contrario. Si se llevó cuatro materias en toda la secundaria fue mucho.
Éramos un grupo muy unido. La verdad es que salvo a Ricardo, no volví a ver a nadie más. Los primeros tiempos los extrañe mucho pero con el paso de los años me fui acostumbrando. 
Con Ricardo nos frecuentábamos de vez en cuando, aunque, claro, la palabra frecuentar era una exageración. Nuestros encuentros no pasaban de ser puras casualidades. Era un tipo escurridizo, aparecía de la nada, en el andén de una estación de subterráneos, en la cola de un Banco, detrás del vidrio de un café en plena Avenida de Mayo. Entraba y salía de mi vida con una facilidad llamativa. Y cada vez que nos cruzábamos, cafecitos de por medio, él aprovechaba para hacerme esas invitaciones tan raras, tan extravagantes, como la ir a la exposición de un pintor con varios intentos de suicidio encima, o a la presentación del libro de un escritor recién salido de la cárcel, o a una marcha de Greenpeace internacional. En fin, cosas así. Le decía que sí, pero salvo esos cafés tomados a las apuradas casi nunca fuimos juntos a ninguna parte. Cuando llegaba la hora de la verdad siempre tenía una excusa al alcance la mano. Hay que reconocérselo: Ricardo jamás me reprochó esos desplantes. Al contrario, cuando nos volvíamos a cruzar en la calle, empezaba otra vez con el rollo ese de salir juntos algún día. De recordar viejos tiempos y toda esa lata.
Lo cierto es que esta invitación en particular fue tan rara como las otras, pero aquí me ven. Hacía años que venía amenazando con armar la famosa reunión de egresados, pero nunca se concretaba. Él me decía que por un motivo o el otro siempre se terminaba posponiendo.
Llegué con puntualidad y Ricardo ya iba por el segundo café. Cuando me vio entrar se le iluminó la mirada. Después de la sorpresa inicial me pegó un fuerte abrazo y sus palmadas retumbaron en todo el café.
Y ahora estábamos sentados frente a frente, esperando que se hiciera la hora para irnos hasta allá. Pero con la lluvia las cosas se habían puesto difíciles. Y encima Ricardo que no paraba de sobresaltarse, parecía no entender algo de la tormenta: un relámpago. Después, llegaba otro, y otro, y uno más; cada uno de esos resplandores encendían su cara y él sonreía ingenuamente. Para disimular el julepe se puso a hacer dibujitos en el vidrio empañado. Detrás de su perfil inmóvil, más allá del vidrio opaco, atravesado por los garabatos que dibujaron su dedo nervioso, vi figuras fantasmales moviéndose histéricamente en la tormenta.
Su voz de tanto en tanto resucitaba. Me dijo varias cosas. Primero, que el Fiat lo tenía  estacionado cerquita, a la vuelta nomás, que al salir no teníamos por qué mojarnos. Lo único que había que hacer era caminar debajo de los toldos de los negocios. Me dijo también que el auto era un modelo viejo pero que funcionaba a la perfección. Por último me recordó que había que esperar a Raimundo y a Félix, que iban a pasar a las diez en punto. Nos vamos a ir los cuatro juntos para allá.
Le pregunté a qué hora empezaba la fiesta y Ricardo se salió de las casillas. ¿Una fiesta? No, no es una fiesta, me respondió con una paciencia impostada. Abrió los ojos muy grandes y dijo que la palabra fiesta no le gustaba. Esa palabra le sonaba a otra cosa. Es un encuentro, o reunión de egresados, como más te guste, compañeros de secundaria que van a recordar viejos tiempos.
Mientras hablaba yo no paraba de cuestionarme. No alcanzaba a entender como había aceptado su invitación. Tal vez fue lástima por Ricardo. Acaso haya venido esperando algún milagro. Pero los milagros no existen, por lo menos en mi vida jamás sucedieron. Como sea, había algo que no me quedaba muy claro: “Nunca pudimos reunirnos, ni cuándo cumplimos 10 años, ni 25, y que ahora que andamos por los 36...no sé, no entiendo. ¿Qué festejaremos? ¿El aniversario de hojalata?”.
Largué una desubicada carcajada. Ricardo no se rió. Al contrario, parecía ofendido. Vamos a festejar que estamos todos vivos, respondió. ¿Te parece poco? Tarde es mejor que nunca.
Me puse a pensar en eso que dijo. ¿Estamos realmente todos vivos? ¿Quiénes? ¿Nosotros? Supongamos que llamemos estar vivo al hecho de seguir respirando, a la acción de levantarnos cada mañana,  supongamos que es como dice Ricardito, que seguimos vivos y que esta noche volveremos a estar juntos, hay alguien, uno por lo menos, Gabriel, sí, Gaby, que no va a venir, y no por qué no quiera o por causa de una esposa déspota que lo encadena a la cama cada noche para que no se vaya de juerga con sus viejos amigotes. Salvo un milagro (ya dije que no creo en los milagros), Gaby no va a estar y Ricardo lo sabe mejor que yo. Se lo llevaron de noche. Agosto de 1976. Fue un miércoles. La madre nos contó que le tiraron la puerta a patadas. Los tipos estaban de civil. Muchas veces me pregunté cómo habrá terminado sus días, si fue en una sesión de torturas, o en un paredón de fusilamiento, o en el lecho del río de la Plata. Espero que si lo tiraron al agua al menos haya sido en el mar. A Gaby le gustaba la playa, Mar del Plata, Villa Gesel. Soñaba con irse algún día a vivir allá.    
Me dieron ganas de dejar aclarado, la palabra todos no era exacta, pero no dije nada. Para qué aguar la fiesta, bastante teníamos ya con esa lluvia interminable.  
Lo que más me estremece, dijo Ricardo, es el paso del tiempo, treinta y cinco años, carajo. Treinta y seis, lo corregí, pero no me escuchó: su voz se superpuso con la mía y empezó a enumerar a los pibes, por orden alfabético, como cuando la preceptora Elsa nos tomaba el presente: Argibay, Azar, Bellusci, Bilares, Cascallares, Céliz, Fernandez...
—Para loco—grité—. No es necesario nombrar a todos.
No me escuchó. Pasó a tomar lista a las mujeres, con voz más ansiosa todavía: “Ayes, Alegría, Buscaglia, Casas, Celleri, Dilon”... Dilón, Dios mío, qué hembra, acotó con cara de depravado. Continuó: Farrugia, Leonora Farrugia, Gil, Giménez, Kelly, Mazzola...y hubiera seguido hasta el final de no haber sido por ese trueno impresionante que nos dejó sin aliento. El café tembló. Los cristales vibraron. Ricardo se puso  pálido. 
Le llevó unos instantes reaccionar. Se tomó el vaso de agua de un saque y los colores le regresaron a la cara. Llamó al mozo pero el tipo lo ignoró.  
Le pregunté quién organizó todo y entonces Ricardo puso cara de importante. Me contestó que fueron él y Javier. El burro adelante para que nos espante, me dijo riendo. En realidad la idea fue mía, aclaró, Javier estuvo de acuerdo y le dio para adelante sin preguntar nada. Javier siempre fue un tipo ejecutivo, de pocas palabras. Citó una frase del General Perón: “Mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”. ¿O la dijo Eva Perón? Se le escapó una risa tonta. Al cabo de unos pocos segundos me preguntó: “¿Te acordás de Javier?”  “¿Cómo no te vas a acordar?”  Era el compañerito de Marisol. Se sentaba en la fila de la ventana, el tercero del lado de pasillo. Le faltaba un diente, se lo había bajado el flaco Pintos en 2° año. Un cross de derecha. Bah, un piñazo infernal. Se fue de culo contra las baldosas del patio. Se pelearon por Gloria, una atorrantita la Gloria esa. Bueno, lo que es el destino, me dijo que de no haber sido por el flaco Pintos, por la putita de Gloria y por el bendito diente que salió volando detrás del certero trompazo, nunca hubiera estudiado odontología. Ahora su dentadura es perfecta. Qué me importa si tiene un diente postizo. No se nota, de eso doy fe. Lo tendrías que ver. Una sonrisa impresionante. Me dijo que tiene una secretaria rubia. Se especializó en implantes y en técnicas de blanqueamiento. Tiene pacientes que vienen del extranjero, por la diferencia de cambio, ¿Viste? No sé, quizás esta noche me anime y le pida un presupuesto; por ahí me hace un descuentito, quién te dice. 
Ricardo me miró la boca y me pidió que la abriera bien grande.
—Dejáte de joder, le respondí.
Me mostró cómo:
—A ver, dale—saca la lengua—, decí  ahhhhh ...
Y se me le quedé observándolo estúpidamente. Lo mandé al carajo pero pareció no importarle mucho: me recomendó el tratamiento de blanqueamiento, dijo que no me vendría mal, que la dentadura se me puso muy amarilla. Es por el café y por el tabaco, aclaró. La pigmentación de los dientes se va perdiendo. Los factores son múltiples: un poco por el paso de los años, ya estamos un poco viejitos,  y otro poco por el abuso de café y de tabaco. Vos no fumas pero chupas mucho café. Pareces una esponja.
Para no seguir escuchándolo le dije que iba a pedirle un turno. Ricardo se entusiasmó, dijo que Javier nos iba a hacer un buen descuento. Por un instante me pareció que se había puesto contento, pero enseguida un gesto de preocupación le desfiguró la cara. Había algo afuera que lo volvió desconfiado. No sé sí fueron las enormes gotas que pegaban en la ventana o qué. Se levantó, caminó hacia la puerta y se asomó. Tímidamente sacó un brazo afuera. Regresó muy rápido, como apurado por contarme algo. Se sentó y en voz muy baja me dijo que no pasaba nada con la tormenta, que los invitados no iban a acobardarse por una tormentita de dos por cuatro.
—Mirá, aunque se desate el diluvio universal, igual vienen todos—dijo con una voz convincente.
No pude evitar que la imagen de Gabriel se me apareciera otra vez, en estos larguísimos años había pensado mucho en él, a veces había creído verlo a la salida de un cine, o arriba de un colectivo, o caminado por la peatonal, perdido en medio de la muchedumbre. Una noche sonó el teléfono y yo pensé que era él; otro día me lo confundí con un vendedor ambulante.
—¿Cuándo decís todos, son todos realmente?—le pregunté con desconfianza.
 Ahora me doy cuenta que la palabra “ todos” me salió mordida, húmeda, tímida.
—Bueno, es una forma de decir. Casi todos.
Lo dijo con la cabeza gacha, como si le hablara a una servilleta de papel que había caído al suelo. 
—¿Y quiénes no vienen? 
Ricardo se quedó en silencio, fue como si no estuviera preparado para responder la pregunta. Revolvió nerviosamente la cucharita en la café frío y finalmente contestó:
— Hasta donde sé no viene Pato, está viviendo en Suecia. Tampoco viene Alejandro y Matías. Los dos andan por el interior, no sé bien exactamente en qué provincias. Raquel tiene cáncer y si bien la está peleando no quiere saber nada con festejos. Rolando es un caso. Tampoco viene. ¿Sabés qué dijo?
—No.
—Que le va a hacer mal ver caras arrugadas que seguramente no va a poder reconocer. Es un pelotudo. Mejor que no venga.   
—¿Y quien más no viene?
—Marcia, Irene, Fernando y Antonio.
Ricardo contestaba rápido, daba la sensación que todos esos nombres, los que iban a estar ausentes, le lastimaban por dentro.     
—¿Por qué no vienen?
—Marcia dijo que no tenía ganas. Otra boluda. Siempre fue media boluda. A los otros tres fue imposible ubicarlos. Se los tragó la vida, o la muerte, quién sabe.
—Bueno, Gabriel tampoco viene—me animé a decir con voz muy baja.
Se hizo un largo silencio, como si ese nombre se hubiera escuchado en todo el bar:  Gabriel. Me di cuenta de la estupidez que había largado, pero ya era demasiado tarde. Ricardo, perturbado, sin mirarme dijo:
—Bueno, salvo estos casos, después vienen todos.
Cambió rápido de tema:
—Vas a ver, va a parar... Ves allá como se mueven las nubes—señaló vagamente un punto en el ventanal—, es el viento del sur que está limpiando.
A nuestras espaldas llegó un tumulto de voces familiares. Nos dimos vuelta al mismo tiempo pero no reconocimos a nadie. Cerca nuestro había tres hombres maduros. Uno de ellos, el más flaco, me hizo acordar a otro compañero de la escuela, pero no recordé  su apellido.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque me asomé a la calle y saqué el brazo afuera. No hay dudas: es viento del sur.
—No, Ricardo, te pregunto cómo estás tan seguro que los demás vienen todos.
—Porque hablé con ellos por teléfono, porque me lo prometieron.
—¿Vos hablaste con todos?
Me puse a mirar a través del ventanal. La noche se había vuelto un poco más clara. Tal vez era como había dicho Ricardo y muy pronto iba a parar. Por lo menos en ese momento era una simple llovizna. Vi gente que cruzaba la avenida, grupos que conversaban, caras que reían, ojos que espiaban  al cielo. Y mientras observaba todo eso me acordé de una vez que salimos del colegio, en el medio de un temporal parecido a este: si la memoria no me fallaba estábamos  Melisa, Alejandra, Lucas, y yo. Ninguno tenía paraguas, ni pilotos, ni nada. Caminábamos debajo de la lluvia con una sensación de felicidad que jamás volví a sentir. La misma felicidad que incomprensiblemente inundó este café y que a nosotros nos dejó de lado.   
—Bueno, en realidad nos repartimos—dice Ricardo—. Digamos que yo hablé con algunos y Javier con el resto.
—¿Y vos a quién contactaste?
—Más o menos a la mitad. No vas a pretender que te diga de memoria uno por uno.
Ricardo encendió otro cigarrillo pero casi no lo fuma, se va consumiendo solo, humeando entre los dedos.
—Me lo imagino a Esteban—dijo Ricardo mientras abría los ojos bien grandes—, pintón como siempre, quizás pelado, es una posibilidad, pero pintón al fin. Y a Paola con esa vocecita chillona, imposible de soportar, y a Juan Carlos contando chistes malos, y a Florencia con ese aire de ricachona insoportable. ¿Sabés una cosa? Me los imagino a todos.
 —¿Y el lugar cómo es?
—Mira, es un club de Barrio, en Banfield, en la calle Larroque al mil. Nada de otro mundo. La verdad, es medio deprimente el boliche, pero es lo único que había disponible más o menos cerca de la escuela.
—¿Vos lo viste?
—No, yo no vi nada. Javier se encargó de todo. Incluso adelantó la plata del alquiler del local. Después vamos a tener que repartir los gastos.
—¿Hay que poner mucha plata?
—No, salió bastante barato. Mira, creo que vamos a ser 35, eso debe dar algo así como 120 pesos por cabeza, una ganga.
Dentro de todo no estaba mal, de 46 que éramos iban a venir 35. Teniendo en cuenta que habían pasado 36 años no dejaba de ser un buen número. 
—¿Y la comida?
—Bueno, de la comida y del chupi también se encargó Javier. Hasta contrató a un dominicano.
—¿Un dominicano? ¿Y para qué?
—¿Cómo para qué? Para animar la reunión. Me aseguró que el negrito es muy divertido, que los hizo divertir  mucho en el cumpleaños de quince de la hija. Dejó a todo el mundo con la boca abierta. Hizo bailar hasta a los muertos.
— No me digas que hay que bailar...
—No te hagas problemas por eso. Si querés bailas y si no querés no bailas. Va ser todo muy libre en ese sentido.
—No sé si te acordás...pero yo era muy tronco bailando.
—Sí, cómo no me voy a acordar. Una madera total. El peor eras vos y el mejor Luciano.
—¿Luciano? ¿Luciano también viene?  
Luciano era rubio desgarbado, de mirada triste y ojos azules. Se sentaba enfrente mío. Lo recuerdo perfectamente. En cuarto año me había robado la novia, Andrea, una chica dos años más grande que vivía enfrente de la escuela.
Siempre que llovió paró, dijo Ricardo mirando la lluvia afuera. 
—¿Después de treinta y cinco años vos pensás que una lluviecita va arruinar todo?—me preguntó.
—Ricardo, mira que esto se está poniendo cada vez peor. Escuchá los truenos.
—No se suspende por lluvia, viejo, metételo en la cabezota.
—Oíme, Ricardo, ya son nueve y media —le reproché mientras miraba el reloj de pared—. Félix y Raimundo no aparecen, ¿qué hacemos?
—¿Cómo qué hacemos? Los vamos a esperar, yo arreglé con ellos de encontrarnos acá.
—¿Pero a qué hora hay que estar allá?
—Hay tiempo. Con estar a las once está bien. En una hora llegamos. Agarramos por la autopista hasta el puente Pueyrredón; después bajamos en la avenida Pavón y le damos derecho hasta Banfield.
—¿Y si vamos mejor por el puente de Vélez Sarfield?
—¿Por Vélez Sarfield?
—Sí. El puente Pueyrredón se inundaba de nada.
—No, viejo, qué ganas tenés de complicarla. Vamos por el puente Pueyrredón y no se habla más del asunto.       
Para matar el tiempo Ricardo pidió una cerveza de tres cuartos. Me quiso convidar pero le dije que no tenía ganas. Encendió otro cigarrillo y dijo que se moría de ganas de ver a Ernesto. ¡Ernesto, carajo!, grito. Su vozarrón hizo acallar las otras voces en el café. Todos los ojos ahora se depositaron en la figura de Ricardo que sin embargo siguió en su mundo. Me preguntó si me acordaba y le respondí que sí, que en casa conservaba una fotografía de él pescando (a no engañarse, hacía que pescaba, en la laguna esa había de todo menos peces). Habíamos ido a pasar un fin de semana a San Miguel del Monte y de no haber sido por frío que chupamos de noche se podría afirmar que fue un campamento inolvidable.
Ricardo aprovechó para contarme que Ernesto era un prestigioso veterinario de Córdoba, que hizo mucho dinero y que parte de lo que ganó lo había invertido en Miami. Por otra parte resultaba lógico, le decíamos jirafa, era una fija que se iba inclinar para el lado de los animalitos. Se río estúpidamente. No me gustó el chiste y se lo hice saber. Además le pregunté:
—¿Y vos cómo sabés todo eso?
—Por Javier, sabe vida y milagros de todos.
—¿De todos?
—Sí, de vos también.
—¿Qué carajo sabe de mí?
—Que te divorciaste, que cambiaste de laburo mil veces, que sos un tipo raro, sabe todo.
Me quedé  pensando que Javier no era el más indicado para decir que yo era un tipo raro, pero Ricardo ahora no paraba de hablar. Empezó a decir que le iba a plantear a Ernesto el caso de su perra, Loli, una ovejera alemán auténtica, con papeles y todo. Andaba inapetente desde hacía dos meses. Entre una cosa y la otra había perdido más de 2 kilos. A veces no tenía fuerzas ni para ladrar. Con un gesto sombrío dijo que el animal se iba a terminar muriendo. 
 —¿Sabés qué voy a hacer?
—No tengo la menor idea, Ricardo.
—En algún momentito que paremos de bailar...
—Ya te dije que no sé bailar—lo interrumpí—no cuenten conmigo para eso.
— Bueno, era una manera de decir, nadie te va a poner un revólver en el pecho —respondío con fastidio—. Como te decía...cuando paremos de bailar lo voy a agarrar solo a Ernesto y le voy a preguntar qué hago con Loli, porque si es un buen veterinario como dicen todos, algo se la va a tener que ocurrir.
Nos miramos a los ojos y no sé por qué presentí que me iba a preguntar una estupidez:
—Y ya que estamos, ¿por qué no aprovechas vos también?
—¿Aprovechar para qué?
—Para hacerle alguna consultita.
—No tengo mascotas, Ricardo.
—¿Ni siquiera un gatito?
—Ni siquiera un gatito.
—Che, qué solo que andás por la vida—remató con los ojos tristes.
Me dieron ganas de mandarlo al carajo por segunda vez en la noche, pero me contuve.   Es que Ricardo no era malo, siempre fue así, extravagante. Tal vez los años lo hayan vuelto un poco más loco todavía.   
Miré a través del ventanal y me puse nervioso. Le dije de irnos. Me respondió que primero se iba a tomar otra cervecita, que la necesitaba.
—¿Otra cerveza?
—¿Qué pasa? ¿Te tengo que pedirte permiso?
—Claro que no tenés que pedirme permiso a mí, pero si vas a manejar es mejor que no tomés demasiado.
—No pasa nada. De última, manejas vos. ¿Qué problemas hay?
Por supuesto que había problemas. No sé manejar, nunca me interesó aprender. Me gusta que me lleven, ando por la vida en taxi, y si no tengo dinero, me subo a un colectivo sin ningún drama. Y también soy de caminar. Es la mejor manera de mantenerse en estado físico. Digamos que la mía es casi una posición filosófica. Por supuesto que me guardé la respuesta, imaginé que semejante declaración de principios podía despertar en Ricardo una catarata de comentarios incoherentes.    
Ahora se sirvió un vaso con espuma. Era raro, con la anterior cerveza había hecho exactamente lo contrario.  
—¿Te acordás del profesor de literatura?
—¿Antunez?
—Sí, el profe Antunez.
—Claro, que me acuerdo. ¿Qué pasa con él? 
—También viene.
—No me embromes, Ricardo—respondí indignado—, el viejo sino está muerto pega en el palo. Debe andar por los cien años...
—No te vayas a creer, el mes pasado cumplió recién ochenta, está entero. 
—¿Y vos cómo sabés todo eso?
—Por Javier.
Evidentemente Javier era un sabelotodo y yo un perfecto idiota que le seguía el tren a Ricardo. Me vinieron otra vez ganas de irme. Si no lo hice fue porque comprendí que no  era muy descabellado lo que había planteado. Era muy probable que el profesor Antunez no fuera todo lo decrépito que yo suponía. En aquellos tiempos todos me parecían unos verdaderos vejestorios: los profesores, la preceptora, mis padres y los de mis compañeros, mis tíos, todo el mundo. Ni hablar de mis abuelos, unas completas momias. De pendejos las cosas se veían diferentes. En la adolescencia cualquier sujeto un poco mayor ya me parecía viejo. Si hasta a mi hermano que apenas me llevaba 3 años lo consideraba un veterano. Y yo miraba a toda esa gente con lástima, me decía con mucha pena que esos tíos ya estaban fritos, listos para morirse de un momento a otro, y me preguntaba inútilmente cómo era posible vivir de esa manera, con la muerte tan pegadita, tan encima de uno. Verdaderos condenados a muerte. A veces me pasaba horas mirándolos con desparpajo, igual que esa pareja de jovencitos bulliciosos que estaban sentados cerca de los baños. Desde que aplastaron sus trastes en las sillas no han hecho otra cosa que clavarnos los ojos con curiosidad.   
Sí, el cálculo más o menos daba, el profesor tendría en esa época cerca de 45 años, es decir que hoy debería rondar los ochenta. ¡Qué ganas de verlo! Ese sí era un profesor de verdad. Se las traía. Un hombre que sabía de escritores más que cualquiera, que había leído millones de libros. Me apreciaba y siempre me alentó a escribir. Me decía que era el mejor de la clase en redacción y que si le ponía un poco de disciplina al asunto iba a llegar a ser un escritor algún día. Pero no le hice caso, quiero decir, no le puse disciplina, ni tampoco estudie filosofía y letras como me sugirió un par de veces. De todos modos, algunas cosas logré escribir en todos estos años. Nada de otro mundo. Algunos cuentos, algún que otro poema también ¡Cómo me gustaría mostrárselos! ¿Y si le digo a Ricardo de pasar por casa a buscarlos y llevarlos a la reunión? Total, es un momentito nomás, y mi departamento queda de paso.
Enseguida advertí que la idea era una completa idiotez. ¡Qué desubicación la mía! En plena fiesta pedirle al “profe” que leyera mis textos. Cómo se me había podido ocurrir una cosa así. Quizá, el “profe”, ni siquiera se acordaría de mi cara, tal vez sería como esos viejos que ya no reconocen a nadie y que se babean cuando hablan.
Ricardo terminó la cerveza y nos fuimos. Pagamos la cuenta entre los dos sin que sobrara una mísera moneda para dejar propina.
Nos movimos bastante rápido. A medida que avanzábamos nuestros pies se iban hundiendo en los charcos. En realidad, Ricardo trotaba en aquel túnel negro de agua y viento y yo lo seguía muy pegado. Al llegar a la esquina se quedó duro: levantó la cabeza, como si alguien le hubiera clavado una aguja en la espalda. Tambaleó, lo tuve que agarrar para que no se cayera. Cruzamos la avenida inundada como dos borrachos. 
Entramos al auto completamente empapados. Me acomodé y miré a mí alrededor con asombro. Vaya, qué espanto de coche, me dije. Uno no dejaba de preguntarse cómo semejante cascajo podía circular por la calle. En el tablero (si tablero se podía llamar a esos dos tristes agujeros) no se encendía ninguna lucecita, al volante le faltaba un pedazo, como si alguien le hubiera pegado un mordiscón, y los asientos eran más duros que una tabla. Pero había más: la calefacción, la radio y el desempañador estaban muertos. Eso sí, la bocina funcionaba a la perfección. Ricardo se puso a tocarla sin ningún motivo cuando arrancó. Me dijo que estaba contento. 
Bajamos la autopista y apenas pudimos avanzar dos cuadras. La avenida Pavón se había convertido en un gran río. La única manera de seguir viaje hubiera sido con una buena  lancha. Muy rápido de reflejos, Ricardo pegó un volantazo y subió el auto a la vereda. Detuvo el motor y se quedó mirándome. Enseguida dijo lacónicamente:
—En algún momento va a parar, yo sé que en algún  momento va a parar. 
Después, volvimos a conversar de la secundaria y de los muchachos. Estuvimos así más de una hora. De a poco nuestras voces fueron construyendo un escenario minúsculo pero luminoso, repleto de recuerdos y anécdotas inagotables, porque cuando uno terminaba de contar algo, el otro inmediatamente respondía con otra historia, igual de entretenida y misteriosa. Sin quererlo habíamos convertido a ese viejo auto en una impenetrable burbuja. 
Luego de aquello ya no hablamos mucho. Las palabras empezaron a salir lentas, entumecidas, parapetadas detrás de las pitadas nerviosas de Ricardo, de mi tos seca, de los interminables bostezos de los dos. De tanto insistir el silencio fue ganando la pulseada. La noche empezó a avanzar decidida y ya no se detuvo más. Nos fuimos apagando con el paso de los minutos. Ricardo comentó que tenía sueño. Lo dijo con una voz débil, como si hubiera pensado en voz alta. Fue lo último que dijo. Se quedó dormido con la cabeza encima de volante.  
Yo me di vuelta y apoyé la frente contra el frío de la ventanilla. Afuera, la furiosa correntada se abría paso en la oscuridad. Una infinidad de bolsas de basura navegaban con un destino incierto. Mi cabeza siguió revolviendo un rato más aquel lejano pasado, entre el ruido del agua y los ronquidos exagerados de Ricardo. Pero esta vez lo único que pude rescatar fue un puñado de recuerdos descoloridos por el paso del tiempo. Nada más que eso. 
Van a ir todos, fue lo último que pensé antes de quedarme dormido.

LOS DEDOS DE UNA MANO


El domingo se iba apagando lentamente y la amenaza del lunes rondaba en el aire como un fantasma.    
Salvo la nuestra, las mesas del bar del club habían quedado desiertas. A un costado del salón, por la televisión sin volumen, daban un partido del fútbol del campeonato local.   
La conversación amena y repleta de anécdotas de los viejos tiempos sin embargo no alcanzaba para aplacar la ansiedad que nos corría por dentro.  
Para matar el tiempo le pedimos al Bocha, el concesionario del bar, unas botellas de cerveza (lo más heladas posibles), acompañadas de varios platitos con aceitunas verdes, papas fritas y palitos salados.
En verdad, lo de matar el tiempo era una simple forma de decir. Las agujas del reloj parecían moverse en cámara lenta. Me bastó un simple paneo por la cara de los muchachos para comprobar que la situación los había desbordado.
Después de largos años estábamos a minutos nomás de reencontrarnos con Alejo Riganti, nuestro amigo famoso, el único de todo el grupo que había logrado llegar y triunfar en el tenis profesional. 
En aquel entonces nadie daba dos mangos por ese pibe de mirada triste, flacucho, que parecía que se lo llevaba el viento cuando soplaba un poco fuerte, dueño de golpes tan previsibles como inofensivos. El profe de aquel entonces, el Chileno Celaya al verlo tan poca cosa, solía recriminarle: “A vos nene te hace falta tomar mucha sopa”.
Por ese entonces todas las fichas estaban puestas en el Muñeco Centurión, o en el  Chiche Bavastro, y hasta de última, en Lalo Espínola. Pero el tiempo pasó y los resultados hablaban por si solos: Riganti, el actual número 27 del escalafón mundial y en ascenso, mientras que el Muñeco manejaba un micro de larga distancia, con los riñones hechos una miseria, Bavastro se pudría cada mañana en una tétrica repartición pública y Lalo…sólo Dios sabe.   
—¿Mirá si en una de esas nos invita a ir a Europa para verlo jugar en algún torneo? —preguntó Rentera.
—Yo soy menos pretencioso.  Me conformo con algún regalo, no sé, una raqueta—se ilusionó Raimondi.
—No sabés lo bien que me vendría—respondió Machi—, la mía está hecha bolsa.      
—Che, no sean interesados—dije yo.
—Sí, que vergüenza—me dio la razón Rentera—. Acá la cosa pasa por lo afectivo y no por lo material.  
El Bocha arrimó un par de platitos más, uno con salamines cortados en rodajas  muy finas, y otro con aceitunas negras. Dijo que cualquier cosa le avisáramos que traía más ingredientes.      
—No hay caso—sentenció Machi mientras descargaba las cenizas del rubio en el cenicero  —,  el tenis es en ocasiones un deporte imprevisible. El caso de Riganti, sin ir más lejos. Contra todos los pronósticos un día se destapó, como si hubiera sido tocado por una varita mágica y después ya no paró más hasta lo que es hoy: un reconocido jugador profesional.  
—¿Reconocido Jugador profesional?— Repitió en sorna Rentera que ya iba por el tercer vaso de cerveza—. No hablemos pavadas, viejo. Alejo, Alex, como le decíamos nosotros, los amigos, es un jugador tremendo, una estrella del tenis. Y ojo que todavía no dio lo mejor. Otra que jugador reconocido...
La palabra “amigos” empleada con tanta vehemencia por Rentera desató en la mesa un encendido debate acerca de la amistad. Raimondi tomó la iniciativa: ¿Se puede seguir considerando amigo a un tipo que dejó de verse durante una década? En todos estos años, que yo sepa, ni siquiera nos hizo llegar una mísera postal de navidad.
El silencio fue total, el comentario sonó inoportuno, estaba convencido de que no era el momento para reproches a escasos minutos del ansiado reencuentro con nuestro héroe.   
—No sé, tengo mis serias dudas—se respondió a si mismo Raimondi—.  Es cierto, fuimos muy amigos, pero de ese pibito humilde y  sacrificado que entrenaba día y noche como un perro, de ese chico bonachón al que todos cariñosamente llamábamos Alex. En cambio, de la estrella mundial del tenis, del fulano ese que está podrido en plata y que sale en la tele a cada rato, ¿sabemos algo? Nada, no sabemos un carajo.
—Oíme Raimondi, no es el lugar ni el momento de discutir eso —le paró el carro Rentera—. Si aceptó la invitación por algo será. Me hubiera dicho que no de entrada o hubiera puesto una excusa. ¿No será que le tenés envidia? 
—¿Envidia, yo? Estás loco —se defendió Raimondi—.  Simplemente me cuestionaba si después de tanto tiempo cabe la palabra amistad. Vivimos en mundos tan distintos...Tal vez, luego de esta noche, tengan que pasar otros diez años para volvernos a ver, o por ahí peor: no nos cruzaremos más en la puta vida.  
 -¿Y quién puede saber eso?—preguntó Rentera—. ¿Acaso sos mago? ¿Tenés la bola de cristal? Te parecés a esos tipos que caen de sopetón para arruinarte la fiesta. Mira, para mí la verdadera amistad supera el tiempo, las distancias, las diferencias sociales, todo.
Machi asintió con la cabeza y yo me acordé de una frase que había leído por ahí: “Los únicos amigos son los de la infancia y la adolescencia”, que preferí guardármela.
Raimondi amagó con seguir la discusión pero al final tampoco dijo nada. Segundos después estiró la mano hasta uno de los platitos, se lleno la boca de papas fritas y pensativo, empezó a masticar.   
Hacía media hora que nos habíamos sentado a esperar a Riganti y hasta el momento el único que no había dicho ni mu era el Polo Barrientos; seguía con la vista perdida en algún punto de la vitrina del club casi pelada de copas y trofeos.         
Era cierto. Habían pasado diez años de la última vez. Mejor dicho, nueve años, once meses y quince días. Anoche me había tomado el trabajo de sacar la cuenta exacta. No me podía dormir, estuve hasta la madrugada dando vueltas en la cama, pensando en aquella época, en lo rápido que había pasado todo, en lo unido que habíamos sido, en las chicas con las que siempre quisimos salir y nunca nos dieron bola, en la tarde que caímos todos presos por andar sin registro de conducir en el Meari de Lorenzo.   
Y la noche que avanzaba implacable  y el lunes que ahora empezaba a tomar cuerpo, hasta daba la sensación de que nos esperaba afuera, agazapado en la primera esquina. Mañana hay que laburar, pensé con la moral por el piso. Y los muchachos que de a poco agotaban los temas de conversación, dejando lugar sólo para el miedo, la desconfianza de que Riganti al final nos fallara. Eran ya la diez menos dos minutos y de nuestro amigo famoso ni noticias. A todo esto yo no paraba de mirar la puerta del bar y decirme: “Pensar que Alex se fue un día por esa puerta, la misma que ahora lo va a traer de vuelta”.
—En los primeros tiempos lo bailaba de lo lindo—dijo Machi todo agrandado—. Le ganaba los partidos casi sin moverme.  
—Yo también, se sumó Rentera.
Hasta los catorce años ganarle era lo más fácil. Después cambió la historia radicalmente. Se volvió invencible. Una metamorfosis que siempre nos resultó inexplicable. Raimondi decía en broma que había sido poseído por el alma de algún viejo campeón de tenis.     
—Che, ya son la diez, — habló por primera Barrientos y se refregó las manos—. La hora señalada. Debe estar por llegar, ¿no? El hijo prodigo que vuelve a la casa. Un lindo título para una crónica.
Barrientos, que trabajaba como asistente en la redacción de un diario, se estaba por recibir de periodista deportivo. Se había venido con un cuadernito con espirales y un par de biromes para hacer anotaciones. Al parecer lo de la crónica corría en serio.       
—Miren que por ahí se retrasa unos minutos, ponéle que se aparezca a eso de las diez y cuarto — advirtió Rentera que no se cansaba de mirar con nerviosismo el reloj—.  Me dijo que antes de venir tenía un par de compromisos que cumplir.        
—¿Un par de Compromisos? —preguntó pícaro Raimondi, los ojos le brillaban —. No me hagas reír. Un par de locas, querrás decir. Estos tipos, los jugadores profesionales, cuando están de vacaciones se van al carajo. Imagináte lo que es la vida de esta gente, todas las privaciones por las que tienen que atravesar cuando están compitiendo. No pueden ni comerse un asadito, ni chupar una cerveza, ni salir con mujeres, nada. Claro, después son como esos leones que un día se escapan del zoológico y terminan haciendo un desastre. 
Rentera se rió pero no dijo nada. La idea de llamarlo había sido de él. Hacía un par de años que venía amenazando con rastrearlo y traerlo para el club. Pero cuando llegaba el momento— Alejo regresaba al país siempre para pasar las fiestas de fin de año—, se salía con alguna excusa.  Entonces volvía a comprometerse para el año siguiente. Un cuento de nunca acabar. Pero esta vez, el viernes pasado, a la noche, estaba en la casa aburrido y se dijo: “Vamos Renterita, es ahora o nunca”. Y fue ahora. Pero aclaró que no le resultó fácil, estuvo a punto de abortar el operativo regreso a último momento. Le dio cosa: ¿Cómo voy a llamar a una estrella como Riganti a esta hora de la noche? ¿Se acordará de mí? Pero se tomó un whisky y después otro, y luego del tercero ya no le importó más nada. No sé cómo, pero se había conseguido el teléfono de la madre que se había mudado del barrio unos cuantos años atrás.
—No me van a creer, pero la vieja de Riganti, se acordaba de todos nosotros. Una memoria de elefante. Pronunció los nombres de corrido, como una preceptora del secundario tomando lista.
Hizo una pausa. Se puso una aceituna negra en la boca, escupió el carozo en una servilleta de papel y siguió contando. La vieja me pasó el número de celular y dijo que si lo llamaba ahora seguro que lo encontraba, acababa de cortar con él. Le hice caso. Me atendió en seguida. ¿Vos sabes que por teléfono tiene la misma voz que antes? Increíble. No se dan una idea de lo contento que se puso. No tuve que pedirle nada, él solo me propuso de venir para acá, el domingo. Yo igual le insistí:
—Mirá que no hay problemas, si querés vamos para allá, para tu casa.     
—No Renterita, deja, voy yo—me respondió—. Quiero volver a pisar mi querido y viejo club.   
—Che, ¿pero vendrá en serio?— preguntó alarmado Raimondi—. Ya son y cuarto.     
Rentera hizo oído sordos y se refirió a un pedido especial que formuló Riganti: instalarnos en alguna mesa del fondo del bar. Quería pasar desapercibido, nunca falta el pesado que pide un autógrafo o una foto.        
—Ves, esa nunca la entendí, ni la voy a entender—dijo Macchi mientras que con un escarbadiente pinchaba una rodaja de salamín—. Todo el mundo se muere por el éxito, por ser famoso algún día. Y resulta que cuando lo logran se terminan escondiendo detrás de anteojos negros y vidrios polarizados, como si fueran delincuentes.
—Y bueno, no debe ser fácil. El terrible precio de la fama. Ni más, ni menos. No te dejan ni ir al baño a mear tranquilo —contestó Rentera.      
Lo cierto es que la condición de Alex fue cumplida a rajatabla, a pesar de lo que dijo Macchi, que daba lo mismo, total a esa hora en el club no había quedado ni el loro. Nos instalamos en la mesa más alejada de la barra, en un rincón oscuro, pegada al ventanal que daba a las canchas de tenis desiertas.   
Me puse a observar a los muchachos. La mesa nos quedaba grande. Podía contarnos con los dedos de una mano. Éramos cinco tipos. Nada más. Sobrevivientes de un pasado feliz que cada día quedaba más lejos.   
Estábamos dispuestos de la siguiente manera: Rentera, Machi y yo de un lado; enfrente,  Barrientos y Raimondi. La cabecera que daba de espaldas a la entrada, la dejamos libre para cuando llegara Alex. En la otra, sobre una silla de madera, habíamos amontonado los bolsos y las raquetas formando una interminable montaña que amenazaba con venirse abajo cada vez que alguien movía la mesa.     
—Che, que macana eso que dijiste, que no le gusta que le pidan autógrafos—se lamentó Machi—. Yo que justo le quería pedir uno para mi hermano que es un fanático perdido de Riganti.  
—Y yo que me iba a sacar unas fotos con él para mostrárselas a mis compañeros de oficina, así se revientan bien de la envidia—dijo Barrientos.   
—No, para un poco, no es para tanto —dijo en un tono tranquilizador Rentera—. Con nosotros no va a haber problemas en ese sentido.        
—Yo tenía la idea —dijo Raimondi mientras se rascaba el mentón—, díganme si les parece desubicado o no. Vieron que colaboro con una ONG de chicos con discapacidades motrices, bueno, se me había ocurrido pedirle de ir a la fundación para dar una charlita a los pibes, no te imaginás lo contento que se van a poner.
—Ni lo dudes. Estoy seguro que te va a dar una mano. El otro día leí en una revista que le gusta involucrarse en causas humanitarias.   
Diez y media de la noche y ahora fue Macchi quien alertó sobre la posibilidad cierta de una deserción:   
—¿A ustedes les parece que realmente vendrá? Miren la hora que es.
—Va a venir, quedáte tranquilo—replicó Rentera—. Y cuando cierren el club la seguimos en el pub de enfrente de la estación. Está abierto toda la noche. Me voy a agarrar un pedo madre.    
De lejos el Bocha nos observaba con cara inquisidora. Sus ojeras eran impresionantes. Se acercaba la hora de cerrar y el tipo se dormía parado. Estaba al pie del cañón desde las ocho de la mañana. En un momento dado no aguantó más y nos lanzó el ultimátum: “No sé a quién carajo esperan y no me importa, pero yo a las once y cuarto cierro el boliche. Ni un minuto más, ni un minuto menos”. Después se puso a cabecear a lo loco.    
Miramos el reloj con desesperación los cinco al mismo tiempo. Faltaba todavía media hora para bajar las persianas del boliche. El panorama había cambiado. Si el tiempo antes se había mostrado lerdo, vueltero, ahora las agujas volaban. La catarata de preguntas no se hizo esperar:            
—¿Se acordará cómo llegar después de tantos años?
—¿Habrá salido en su propio auto o se tomó un remis?
—Mira si se perdió y terminó en el medio de una villa por el camino negro…
—¿No estará cortado el puente Pueyrredón? Hoy los piquetes no tienen día ni horario.
Lo volví a observar al Bocha, se había despertado de golpe, pasaba a las apuradas un trapo rejilla al mostrador y acomodaba  copas y vasos en unos estantes.
Observé también a Rentera: su lengua humedeciendo los labios, sus ojos vacíos, sus oídos lejanos.      
—¿Por qué no lo llamás?— preguntó enojado Barrientos. 
Rentera lo miró con si le hubieran hecho una pregunta sobre física cuántica.
—Llamálo, a Alex—insistió el Polo—. ¿Acaso no te quedó el número registrado en el celular?
—¿Te parece?
—¿Cómo si me parece? ¿No nos vamos a quedar acá toda la noche, como cinco boludos? 
Rentera llamó pero le salió el contestador. No dejó ningún mensaje. 
Once en punto. El Bocha sin preguntar apagó el televisor, justo cuando uno de los equipos se aprestaba a patear un penal. Nuestros ojos se posaban insistentemente sobre la puerta del bar, esperando lo que a esa altura parecía ser un milagro. En un momento dado una figura alta la atravesó. Nos estremecimos. De entrada no alcanzamos a descifrar su rostro. Falsa Alarma. Era el correntino Barbosa, el empleado del vestuario de hombres que se despedía del Bocha hasta el martes, el lunes zafaba porque le tocaba franco.   
Once y cinco. Las dudas ahora habían dado paso a la decepción. Una sucesión de quejas, reproches y lamentos se descargaron sobre la humanidad de Rentera.      
—Ya no viene. Para mí que nos cagó.
—Por lo menos podría haber avisado a tu celular, no le costaba nada.
—Y viste como son las estrellas, se olvidan rápido de los pobres.
Quiero volver a pisar el viejo y querido club. Eso te dijo, ¿no?  Un flor de chanta.   
—Más que chanta, un desagradecido. Si fuimos nosotros los que le enseñamos a jugar tenis al gil ese.  
—¿Y ahora que le digo a mi esposa? No tengo ni una mísera foto con él. Se va a pensar que me fui de putas por ahí. Me parece que esta noche duermo en la plaza.  
—Así que la verdadera amistad supera al tiempo, la distancia…en fin las boludeces que hay que escuchar...
Machi dijo bueno y amagó con levantarse. Recién ahí  Rentera reaccionó. Insistió con el discurso optimista sobre la llegada inminente de Alejo. Milagrosamente logró dilatar el desbande, al menos por cinco minutos más, el plazo fijado por el Bocha.    
Empezamos  a transitar así el tiempo de descuento en el más absoluto silencio. La escena hacía acordar a esas películas de suspenso con un final previsible.
Miré la mesa. Seguíamos siendo cinco tipos. Los dedos de una mano. Las matemáticas aportaban a la escena exactitud y crueldad por partes iguales. Pensar que una década atrás ni siquiera entrábamos en tres mesas. Nuestro grupo estaba formado por al menos quince almas. Se me dio por pensar que tal vez se trataba de un juego más, como el tenis. El último en irse, pierde. Ese podría ser su nombre. El primero en jugarlo fue Alejo, diez años atrás y a partir de ahí el goteo fue imparable. Nos fuimos desperdigando de una manera silenciosa. Unos porque se casaron, otros porque se mudaron, muchos porque sí y hasta hubo uno que se le ocurrió morirse antes de tiempo. Otra vez clavé la vista en los muchachos, me miré a mí en el espejo de la pared y me pregunté quién sería el último en apagar la luz. ¿Quién?  
Espié el reloj por enésima vez: once y catorce minutos. Aproveché los últimos sesenta segundos para intentar acordarme del momento en que estuvimos todos juntos por última vez, pero no pude. Juro que no pude. Para ese entonces el Bocha ya había subido las sillas sobre las mesas y empezaba a apagar las luces del local.

UN TIPO DE OTRO PLANETA


Admito que aquella tarde estaba bastante deprimido. Una mujer. Me di cuenta que la amaba el mismo día en que me dejó. Pensé que una caminata por las calles del centro me haría bien, pero me equivoqué. Fue como dar vueltas en un laberinto que me devolvía siempre al lugar de partida: La tristeza.

Y encima el día que no ayudaba, no ayudaba en nada, un domingo gris, invierno, un frío que partía el alma.   
Ni bien entré al mítico bar de la esquina de Florida y Paraguay supe que saldría de allí borracho o al menos con unas cuantas copas de más. Encaré hacia el fondo y me ubiqué en una mesa cercana a la barra. El local rebalsaba de turistas. Menos español, se escuchaban idiomas para todos los gustos. Una torre de Babel. Tuve la sensación de que el extranjero era yo. Los tíos se descosían de la risa, se palmeaban las espaldas, se abrazaban, brindaban y de nuevo las estridentes carcajadas, y las manos alzadas y los vasos chocándose en lo alto. Chin, chin.
¿Qué festejarían? No, importa, me alenté, que hagan lo que quieran,  después de la tercera copa no se siente nada. Empecé a mirar en todas las direcciones en búsqueda de un mozo que no daba señales de vida, cuando de repente lo vi: Ediberto Bustamante,  sentado dos mesas más adelante, bebiendo  copiosamente vino tinto, mirando la calle a través del ventanal, totalmente ido. Hacía como 15 años que le había perdido el rastro a él y a todos los pibes del club. Luego del espantoso servicio militar no quedó nada. Sólo un túnel estrecho que me condujo a la velocidad de la luz por el oscuro mundo de los adultos.   
Recordé lo que dijo mi padre el día que tomó nota de mi amigo: “Ediberto Bustamante,  más que de tenista, tiene nombre de cantante de orquesta típica de tango”. Después, cuando lo conoció en persona, cambió la actitud risueña por otra de desconfianza: “¿De donde sacaste al coso ese?”.
En realidad la pregunta correspondía trasladársela a Sebastián Lovato, un entrenador de tenis que tuvimos, de paso muy fugaz por la institución. En su último día de trabajo se apareció con Ediberto. De entrada advertimos que el pibe se las traía. Nos fue presentando de a uno y mientras nos daba su mano huesuda, empapada en una traspiración fría, Lovato repetía con orgullo: “les traje un refuerzo para el equipo, este chico es un fenómeno. Y era cierto, al menos para una de las acepciones de la Real Academia Española, era un verdadero fenómeno: “Cosa excepcional y sorprendente”.
Y sí, Ediberto, además de su horroroso nombre, era un pibe extraño, por decirlo de una  manera elegante. Alto, Flaco y desgarbado, cuando uno lo veía venir de lejos daba la sensación que en cualquier momento se iba a partir en dos. De personalidad introvertida hasta la exageración, era difícil advertir su presencia, saber si respiraba o si se había muerto. Casi no abría la boca y cuando lo hacía dejaba escapar un acento raro y una voz baja y dulce. En general se despachaba con monosílabos y muy de vez en cuando con frases raras y descolgadas del estilo: “Las cosas se trasmutan”.  “El tiempo no pasa, pasamos nosotros”. O esa otra que repetía siempre antes de empezar un partido, según él, a modo de cábala: “La tierra es como una pelota de tenis que gira sin rumbo”.
Adentro de la cancha era todavía más raro. Lo empezamos a llamar extraterrestre, alienígeno y cosas por el estilo. ¿Cómo explicarlo? Lo que hacía con una raqueta se apartaba de todo lo conocido. Sus golpes se daban de patadas contra toda ortodoxia tenística, sin embargo eran de una llamativa efectividad. El desconcierto era el denominador común de sus rivales, quienes se terminaban rindiendo ante su insólito juego. No se sabía si era derecho o zurdo porque en muchas ocasiones cambiaba de mano en el medio del juego. Imposible adivinar a donde iba a mandar la pelota. Se paraba como para pegarle hacía la derecha  pero inesperadamente la enviaba y viceversa. Ni hablar de los efectos. Pelotas rápidas que de pronto se desaceleraban en el aire, como si una mano invisible las frenara; otras lentas que en pleno recorrido salían disparadas como si fueran embolsadas por un viento inexistente. Después estaba ese otro efecto, la pelota zigzagueante que habíamos bautizado “viborita”. Uno se quedaba mareado de sólo verla venir en el aire. Sus desplazamientos, o mejor dicho, sus no desplazamientos, también daban que hablar. No sé cómo hacía pero siempre estaba en el lugar donde iba la pelota.  
Lo conocimos poco. Ni siquiera tuvimos una pista donde quedaba su casa.
Sin dudas, era el tío ideal para cargarlo con las más bromas más brutales. Sin embargo, nunca fuimos crueles con él, más bien todo lo contrario, creo que en algún sentido lo protegimos. Era como nuestra mascota. No abusamos del apodo, las pocas veces que se lo decíamos no era para agraviarlo, sino producto de la impotencia de de no poder ganarle. Es que lo veíamos tan frágil, tan poca cosa, que maltratarlo no hubiera tenido perdón de Dios, hubiera sido peor que apedrear a un perro callejero. Creo que en nuestro recato tuvo que ver el tema familiar. Un día le preguntamos con quien vivía, si tenía hermanos y cosas así, y él  no abrió la boca, hizo como un puchero y se quedó mirando al piso. Sin dudas, pensábamos que ese cerrado silencio delataba una compleja relación familiar, un padre alcohólico o golpeador, una madre indefensa o con tendencias suicidas, o acaso nada de eso. Directamente huérfano, en manos de una abuela gagá o de una tía desaprensiva, o de una mamá postiza que nunca lo hizo propio. Nuestras especulaciones eran infinitas pero nunca pudimos confirmar nada. El secreto se fue con él. Un día desapareció de la misma forma misteriosa con la que llegó.
Y ya no me importó que el estúpido del mozo siguiera sin aparecer, ni la urgente necesidad de beber. Volver a verlo me retrotrajo a la adolescencia, a recordar a los amigos perdidos del club, a mis padres muertos, el tenis que nunca más volví a practicar. Pero no me animaba a levantarme y llegar hasta su mesa. Una barrera me lo impedía. ¿Se acordaría de mí? ¿Mi presencia lo incomodaría?    
Por lo demás, me asombró poderosamente lo bien que se conservaba, seguía flaco, un rostro fresco, rozagante, como si para él no hubieran pasado los años. Esa era otra cuestión que me tiraba para atrás y me dejaba plantado en la mesa. Yo, en cambio, estaba  deteriorado físicamente, calvicie incipiente, panza pronunciada, arrugas prematuras, en fin, en fin, en los últimos tiempos evitaba mirarme en el espejo.
¿Qué le pasaría realmente al pobre de Ediberto? Tenía la mirada vacía, la cara ausente y no paraba de tomar vino.  ¿Sería el mismo autismo de aquel entonces, hoy agravado por el paso del tiempo? ¿O estaría sufriendo otras penurias?¿La pérdida de un familiar cercano? ¿Una grave enfermedad? ¿Una mujer, igual que yo?
Como sea, era obvio que los dos estábamos atravesando una crisis. ¡Qué mejor que compartir las desgracias con un par! Ese razonamiento fue decisivo para decidirme. Me levanté y caminé resuelto hacia su mesa. Mi voz lo hizo aterrizar:
—Ediberto, no sé si te acordaras de mí…
—¡Sergio Ramos! ¡Carajo! ¡Cómo no me voy a acordar! Claro que me acuerdo. Que jugador de tenis que eras—dijo y se levantó—. Me estrechó en un fuerte abrazo.  
—Gracias, amigo, pero yo no era nada comparado con vos—alcancé a responder antes de que me volviera a abrazar.  
—No te me hagas el humilde, Sergio querido. Dale, sentáte, no te imaginas el alegrón que me das después de tanto tiempo.
No estaba borracho, o al menos no lo parecía, su dicción era perfecta, su coordinación envidiable, a pesar que la botella se estaba aproximando al final. Seguro que era de esos tipos que tienen una gran cultura alcohólica.       
 —¿Te gusta el Malbec?—me preguntó—. No sabés lo bien que se chupa en este boliche. Hace años que vengo acá. Te invito. 
Llamó al mozo. Pidió otro vaso y otra botella. En menos de un minuto ya estaba la botella y el vaso lleno, a unos pocos centímetros de mi mano.  
—Sabes una cosa, cuando ando medio tristón me hace bien el Malbec. Acá en Argentina tienen el mejor Malbec del mundo, del universo diría yo, al menos del universo que conozco yo.
Lo miré con fijeza, buscando una complicidad que no obtuve. Me terminé riendo solo y lo palmeé en el hombro. “Al menos del universo que yo conozco”, que buena ocurrencia tuviste Ediberto, realmente muy gracioso, le dije. 
—Che, qué carucha que tenés vos también…¿Te pasa algo?—me preguntó con inquietud.    
—Y sí. Al parecer los dos estamos en la lona. Es que la vida a veces se hace difícil, muy difícil.
—¿Una mujer?   
 —Sí, acertaste. Dos años de relación. Todo viento en popa hasta que un día se terminó rajando con un amigo.
—No me digas que se las picó con algunos de los pibes que jugaban al tenis con nosotros…
—No, no, nada que ver—respondí—. A esos también los perdí de vista. Otro amigo. Bah, en realidad un compañero del trabajo.
—Bueno, toma, dale, toma—invitó Ediberto y me llenó de nuevo el vaso—. El Malbec es el mejor remedio para estos males. Además esta noche te va a hacer dormir como un angelito.    
Le hice caso, vacié el vaso casi de un saque y después me serví otro que bajé con el mismo entusiasmo. Y luego, uno más.  
—No te dije. Ya se te ve más relajado. De todos los Malbec, sin dudas, el mejor es el mendocino. Al principio no me pasaba ni una gota de alcohol, era como que me producía un cortocircuito por dentro. Como si ustedes los terrícolas tomaran detergente, o líquido para los frenos. Pero con el tiempo le fui agarrando la mano. Hoy puede decir que es mi gran debilidad. Es lo que más voy a extrañar cuando deje este planeta. En ningún lugar del universo voy a encontrar una exquisitez así. 
Otra vez me sonreí. El tipo explotaba con humor el apodo que le habíamos puesto, eso de extraterrestre. O tal vez se trataba de una vieja factura que me quería pasar, quizá, contra lo que yo suponía, se nos había ido la mano con la cargada. Por las dudas, aproveché para disculparme. 
—Mirá Ediberto, esas cargadas… la de ET, marciano… eran cosas de pibes. Nada personal. Incluso a mí me llamaban pájaro, por mi nariz, ¿no sé si te acordás? Y a Juanjo lo llamábamos vampiro por sus…   
—No, escucháme, todo bien, Sergio—me respondió—. De verdad. No te hagas problema. 
—Me alegra que no te hayas sentido ofendido.     
—Claro que no. Eso sí, no te voy a negar que al principio fue como un cachetazo. Imagináte, me mandan en misión a la tierra, mi primer contacto con los humanos son ustedes y de entrada ¡Zas! ¡Extraterrestre! A la pelota me dije. Lo humanos parecen bobos pero me sacaron de entrada. Enseguida consulté con mi jefe, allá en mi planeta, Xilus. Él también quedó un poco descolocado y tuvo que consultar a sus superiores. Si era verdad que me habían deschavado, chau, a otra cosa, tenía que infiltrarme en otro grupo, un equipo de básquet, una fábrica, la redacción de un diario, no sé, en cualquier lado.    
Por poco se me cae el vaso de vino. Me quedé helado. Un estremecimiento me corrió desde la nuca hasta los talones. Si era borrachera, era una de las más bravas que había visto en mi vida. Si era locura, estaba para el chaleco y el electroschock. Lo busqué con una sonrisa canchera, pero al sujeto no se le movía un músculo de la cara. El loco siguió hablando con la mayor naturalidad del mundo.
—Hubo un largo debate entre los capos de allá. Es como si en la Tierra hubiera una cumbre entre Bush y el mandamás Chino o con Putin. No sabían bien que hacer. Yo por suerte enseguida advertí la estupidez de los humanos, de cargar a los pobres diablos, a los distintos, a los diferentes, martirizarlos, crucificarlos. Ahora ustedes le dicen…¿cómo le dicen?
—Buylling.
—¡Eso! Buylling. Ojo, con el tiempo descubrí que más que estupidez es miedo, la forma que tienen ustedes de protegerse contra lo desconocido. Aquel en realidad terminó siendo mi primer informe acerca del comportamiento humano. Y acá estamos, trece años ya pasaron, casi me siento un ser humano más.
Yo lo seguía mirando, espantado.    
—Y por sobre todo, me siento argentino, un porteño de ley. Hablo como un porteño, pienso como un porteño, me emborracho como un porteño. Mirá que recorrí el mundo eh, pero siempre vuelvo al primer amor. Este país es maravilloso, el despelote que hay acá es único.  En Suecia no sabés lo aburrido que es, y en Alemania ni te cuento. ¿Estuviste por esos lugares? Mirá, no te perdes nada. Igual que en Xilus, es todo muy estructurado, plomo, digamos. Bueno, como te venía diciendo, el problema se me suscitó cuando la semana pasada me comunicaron que me tenían que trasladar, a otro planeta…
—Che, que jodón que sos Ediberto—lo interrumpí molesto—, es increíble como cambiaste, pensar que antes casi ni hablabas, y ahora…
—No, Sergio, no te estoy jodiendo—dijo muy serio, al tiempo que extrajo un cigarrillo. Se lo puso en la boca y no lo encendió.   
—Mirá—dije endureciendo la voz—, si querías tomarme el pelo ya lo lograste: Misión cumplida. Por qué no hablamos ahora un poco en serio. ¿En que andas? ¿Tenés hijos? ¿Seguis jugando tenis?  
—Estoy hablando en serio.    
—Bueno, hombre, entonces te recomiendo pensar seriamente en dejar el alcohol o sacar un turno con un psiquiatra.
—¡No es justo!—se enojó al tiempo que sacudió la mesa de un soberano puñetazo. Me asusté. Una pareja de turistas de rasgos nórdicos se dio vuelta.   
—A ver, amigo, tranquilo… tranquilo. Sentáte, no te pongas mal. Decime por favor lo que no es justo.  
—Tu actitud. Fuiste vos el que vino a mi mesa y no al revés. No sólo te acepté, sino que además te invite con mi vino. Te vi con ganas de desahogarte y te di cabida. Y vos encima me tratas de loco y de borracho. 
Ahora el abatimiento del tipo parecía abrumador. Su rostro giró hacia la calle. No pestañaba.
—Viniste hasta acá para hacer catarsis—continuó—, ojo te entiendo, andas bajoneado, la minita esa que te largó, encima un domingo a la tarde, el día ideal para suicidarse. Entras al boliche y el que no habla alemán, parla en ruso o en francés. ¿Quién te va a poner un oído? Este gil, por supuesto. Venís al pie y yo me presto generosamente. Y cuando pido un gesto de reciprocidad, te salis con un domingo siete.
—Todo lo que vos quieras, Ediberto, pero convengamos que yo no te vine con nada extravagante, ni a decirte que era Dios, o un muerto que acaba de resucitar en el  cementerio.  Simplemente comenté acerca de un desengaño amoroso. Algo bien común y silvestre. En cambio vos dijiste que eras un…  
—¿Y qué querés que te diga? ¿Qué soy una gata peluda o un cactus? Te dije la verdad, igual que vos dijiste la tuya. No hay que ser egoísta, no solo vos tenés problemas en este mundo… bueno, en este universo. 
Me acordé de mi tío abuelo, Donofrio, cantor de tangos, imitaba a Gardel. Un día se apareció con el mismo engominado que el Zorzal, la misma camisa, el mismo moñito y desde entonces lo perdimos. Decía que era Carlitos y al final hubo que internarlo en el Borda. Terminó siendo un loco peligroso, en una de las visitas apuñaló a su esposa, la tía Catalina. Había escondido un tenedor entre las ropas y la lleno de agujeros. Cincuenta y tres en total. Mientras llevaba adelante la carnicería, cantaba “sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando…”.
A partir de ese momento siempre le tuve terror a la locura, a los locos, a volverme loco yo y la gente que me rodea. Hasta fui al psicólogo por eso. Y pensar que ahora estaba frente a uno, quizás, más peligroso que el tío. No me quedó otra que seguirle la corriente.  
—Bueno, está bien, lo admito, estuve mal, muy mal, perdóname. Es cierto, a veces uno piensa sólo en su propio ombligo. Y decime…¿cuáles serían tus problemas?
—No, claro, está bien, te perdono. ¿Mis problemas?  Ya te dije. Me estoy yendo. Me trasladan. Hoy mismo, dentro de una hora, una nave, un ovni como le dicen ustedes, me pasa a buscar por la reserva ecológica. Me mandan a estudiar otra civilización que por lo que me que anticiparon es más desastrosa que esta. Queda en una galaxia en el culo del universo. Me quiero matar. Yo pensaba que me iba a quedar acá hasta la invasión. 
—¿La invasión?
—Sí, vamos a invadir la tierra y otros planetas, tenemos superpoblación en Xilus y necesitamos conquistar otros mundos. Mi misión ya está cumplida, pasé todos los informes que me pidieron. Años y años rompiéndome el lomo. Mirá que son jodidos ustedes los humanos para entenderlos. Pero bueno, ya está, ahora toda está en manos de mis jefes.  
Nos quedamos en silencio un largo rato. Él tenía la vista clavada en la barra y yo en mi vaso a medio tomar. Lo llené y lo tomé hasta la última gota. Pensé seriamente en la responsabilidad que nos cabía a los muchachos y a mí por su deplorable estado mental. Después de todo, el apodo de extraterrestre  se lo habíamos puesto nosotros. Sentí culpa.  
—Nunca imaginé que me iba a enganchar tanto con la tierra. Con los años me fui acostumbrando a las buenas cosas, porque guarda que acá hay muchas y buenas. No es todo malo, eso también se los transmití a mis superiores. En fin, voy a extrañar este vino, las minas, las fiestas, todo. La tierra no tendrá cura, pero por lo menos hay joda y de la buena. Y Argentina es el rey de la joda. 
En ese momento se me ocurrió que podía ser un interno del Hospital Borda que se había dado a la fuga. O tal vez esos pacientes que se están recuperando  y les dan franco los fines de semana. Pero lo que no me cerraba era su aspecto pulcro, el perfume importado que olía, sus pilchas caras. Como sea, debía encontrar una excusa para desaparecer. La situación no me gustaba. Hasta que se me ocurriera algo, decidí seguirle el juego.
—O sea que vos vendrías a ser una especie de hombre de negro—aventuré sin quitarle la vista a su impecable Montgomery oscuro.  
—¿Hombres de negro? No, esas son puras pavadas. Fantasías humanas. No me consta que existan esos tipos—dijo terminante. Hasta donde sé, los únicos que estamos acá monitoreando, somos nosotros, los xilusenses.   
—¿Y el tenis? ¿Allá juegan? ¿Cómo lo aprendiste?
—No nada que ver, allá no se juega ni a la bolita. Un programita. Como ustedes le ponen un programa a la computadora para que haga algo, nosotros nos pones uno adentro del  cuerpo para hacer de tenista, de peluquero, de aviador…en fin, de lo que vos quieras. Durante estos años en la tierra fui de todo un poco.   
Me empiné otra copa de Malbec.
—Pensar que mañana voy a estar treinta mil años luz de acá… 
El mozo al pasar le preguntó a Ediberto si necesitaba algo. Él respondió que no, que muchas gracias.
De golpe las cosas se precipitaron. Miró el reloj y se agarró la cabeza:
—Uy, mirá la hora que es. Si llegó tarde me pegan una lavada de cabeza que ni te cuento. 
Sentí un gran alivio. La pesadilla estaba llegando a su fin. Extrajo la billetera de su Montgomery y depositó ochocientos pesos en la mesa. Dijo que el vuelto lo dejara de propina. 
—¿Cuántas cuadras tendré hasta la reserva ecológica?
—Y, bastantes. Te conviene tomarte un taxi.
—Sí, va a ser lo mejor. 
Me abrazó. Le noté los ojos llorosos. .
—Bueno, me alegra haber compartido los últimos minutos en la tierra con vos.
—A mi también—dije.
—No te preocupes por eso que dije de la invasión. No sabés lo papeleros que son allá, en Xilus, en eso se parecen un poco a los humanos. Por ahí pasan cien años o más hasta que se decidan. Quizá ni tus nietos lo vean. Y respecto a la muchacha tampoco te des manija. Un viejo amor se cura con uno nuevo.   
—Gracias por todo, Ediberto. Ojalá que el nuevo planeta no sea tan aburrido.     
—Con que tengan un Malbec como este me conformo.
Me volvió a abrazar, más efusivamente que antes y se fue como un relámpago. 
Terminé mi último vaso de vino y me quedé mirando la calle. No había dudas que el encuentro me había afectado y mucho. Lo mío después de todo tenía cura, la locura es siempre más devastadora que un desengaño amoroso, o el alcoholismo, si ese era el destino que me esperaba. De pronto la voz del mozo me sobresaltó.
—Señor, disculpe, ¿Le puedo cobrar? Tengo que retirarme.  
—Si, claro, sírvase—dije y señalé la plata debajo de la botella—. Mi amigo dijo que se puede quedar con el vuelto.   
El hombre recogió los billetes y los contó con una enorme sonrisa en los labios.
—Una gran persona, su amigo—dijo mientras cortaba el ticket—. Siempre tan generoso con la propinas. Ya casi no queda gente así. La verdad, un tipo de otro planeta.
Lo miré conmocionado pero no acusó recibo. Ordenaba con prolijidad el dinero en una billetera negra.



Me acuerdo que salí del local a las corridas. Afuera se había vuelto oscuro y el frío era más intenso. Empecé a caminar sin rumbo, ladeándome para el lado del cordón de la vereda. Sin dudas, era una borrachera importante la que tenía encima. Ni había llegado a la esquina cuando la vi: la estela de un objeto luminoso que se perdía lentamente en la profundidad de la noche límpida. 


IMBORRABLE

Con la vuelta de la democracia nos empezamos a reunir los días viernes. Corría la época a la que todos llamaban orgullosamente “primavera alfonsinista” o “destape argentino”. Yo era bastante escéptico sobre el punto, más de una vez se me daba por pensar que aquellos días tenían poco de primavera y en especial, de destape, en el fondo creía ver la misma hipocresía de toda la vida a la que le habían pegado una lavada de cara a los apurones. 
El punto obligado de encuentro—la base de operaciones, como decía Paco—era un viejo bar ubicado en la esquina de calle Chile, casi esquina 9 de Julio, que tiraron abajo a mediados de los noventa.
A las 9 de la noche a más tardar y con algunas botellas de cerveza encima, salíamos a caminar por la ciudad. Íbamos siempre en dos grupos, separados a no más de un metro entre uno y otro, ocupando todo el ancho de las veredas. Hubo un tiempo en que me ilusioné, pensaba que el infaltable vagabundeo semanal era la forma que habíamos  encontrado de desafiar al paso del tiempo, de asegurarnos que siempre íbamos a estar juntos.      
Envueltos en conversaciones entrecortadas, en sonrisas cómplices, en silbidos distraídos, parecíamos flotar en la calles. Cada tanto, a más de uno se le daba por tararear alguna canción de rock. Recuerdo particularmente la forma en que lo hacía Luciano (se había ensañado con una hermosa melodía de Joni Mitchell), con una voz chillona que enronquecía enseguida y que a mí me daba vergüenza ajena. A veces me parece que ese ridículo tarareo es la síntesis de lo que me ha quedado de esa época.           
Había días que éramos siete y hasta ocho amigos. Por ejemplo, los primeros viernes del mes la asistencia era perfecta. De algún modo, todos nos las arreglábamos para tener unos los pesos necesarios para solventar esas religiosos reuniones. El que no trabajaba contaba al menos con un padre o una madre que generosamente pasaba una mensualidad, como eran los casos de Patricio y Chiqui, por ese entonces estudiantes en la universidad de Buenos Aires.
Lo cierto es que los ocasionales transeúntes nos veían venir y enseguida se apartaban a un costado de la vereda para dejarnos pasar. Después, a nuestras espaldas, se daban vuelta y nos miraban con curiosidad.
Éramos un grupo bastante raro. Por esos años me preguntaba qué era lo que más llamaba la atención: los pelos largos y rojizos de Marcia, la pelada lustrosa de Chiqui, la forma de caminar de Paco (tenía una pierna más corta), los tatuajes provocativos de Patricio, o mi traje gris impecable, haciendo juego con mi camisa y corbata.              
A no engañarse. Individualmente pasábamos inadvertidos, no se daban vuelta ni los perros,  pero juntos éramos otra cosa. Con el correr de los años me di cuenta de algo: lo que llamaba la atención de la gente era descubrir a un grupo heterogéneo, demasiado desparejo como para andar caminando juntos por la vida con tanta naturalidad. Sin embargo, en el fondo, sabía que no éramos muy diferentes. Acaso nos unía el deseo oculto de que algo extraordinario sucediera alguna vez en nuestras vidas.      
Ya en plena caminata nocturna, el Chiqui solía largar la pregunta de todos los viernes: “¿A ver hoy que nos trae nuevo la city?” Y la “city” casi nunca nos sorprendía con nada.  La mayoría de las veces terminábamos sentados en una plaza fumando con desgano, o en la función de trasnoche del cine Lara de Avenida Mayo mirando por enésima vez el film “La canción es la misma” de Led Zeppelin”.
Más tarde, bien entrada la madrugada, atraídos por las botellas de vodka, la marihuana, las ganas de dormir, o las tres cosas juntas, terminábamos la noche en el cuatro ambientes de Luciano.
Era un departamento muy cómodo, caro, regalo de su papá empresario. No hay nada mejor que tener como padre a un cerdo capitalista, decía Paco cada vez que entraba en la cocina y miraba con asombro la moderna mesada, las banquetas de pana y la heladera último modelo con freezer. Lo curioso o no tanto, era que el que más festejaba la ocurrencia de Paco era justamente Luciano, el hijo del cerdo capitalista.
Por esos meses Luciano parecía embarcado en una eterna mudanza. Había cajas vacías, valijas y libros tirados por todos lados. Decía que quería darle al departamento un toque especial pero nada parecía conformarlo. Los muebles iban y venían todo el tiempo de la casa de los padres al departamento y al revés. Así, el famoso toque final nunca llegaba. A veces compraba una biblioteca o una mesita de luz y al poco tiempo las terminaba regalando porque decía que no iban con el estilo del resto del mobiliario.
Después de comer nos tirábamos a dormir en donde se podía. Camas, sillones, colchones desparramados en el piso, lo mismo daba a esa altura de la noche.      
Fumé mis primeros cigarrillos de marihuana allí. Los demás ya tenían bastante experiencia en esas prácticas, pero lo nuestro más bien tenía que ver con el consumo social que con otra cosa. En todo caso pensaba que si alguna vez terminábamos de perder la cabeza sería por el alcohol y no por la drogas. 
Un viernes que estábamos aburridísimos, Marcos empezó a fantasear con conquistar alguna turista en la calle Florida, una diosa nórdica, como había hecho el pulga un par de años atrás.
—¿Quién?—preguntó Luciano
—Alejo, el pulga. ¿No te acordás? Se terminó yendo a vivir con la rubia esa a Copenhague.
Luciano contestó que sí, que se acordaba, y el tema quedó ahí, nadie dijo más nada, la idea de Marcos parecía no haber prendido, o en todo caso se veía inalcanzable.         
Sin embargo esa noche, cuando salimos del viejo bar de la calle Chile, nos fuimos a dar una vuelta por Florida. Marcos siempre fue cabeza dura. En plena caminata insistió con el tema. Le pidió a Marcia que, en el caso de cruzarse con la famosa diosa nórdica, le diera una mano con el idioma, aprovechando que ella había vivido unos cuantos años en Paris como exiliada política y que hablaba perfecto el inglés y el francés. Marcia aceptó con gusto, argumentó que con tal de verlo hacer el ridículo se prestaba a cualquier cosa. Pero esa noche, por el frío, o por la hora, casi no nos cruzamos con turistas, mucho menos con las fantásticas mujeres que había soñado Marcos.
Fue al viernes siguiente que Paco se apareció en el bar con el extranjero. Me acuerdo que nos miró a todos con picardía y después le preguntó a Marcos:
— ¿Che, en lugar de una dinamarquesa, no te da lo mismo un grandote canadiense? 
Todos reímos a carcajadas, incluso el gringo. Se llamaba Eric Swaster o Swester, ya no recuerdo bien, pero todos lo empezamos a llamar Neil, por Neil Young. El tipo, como buen canadiense, era fanático del célebre músico. Vivía a unos pocos kilómetros de Toronto. Para lo que era mi imaginario, Neil no era el típico canadiense. Por empezar, no era muy alto, tenía el pelo oscuro enrulado, la cara redonda, y barba de dos o tres días. Eso sí, era bastante corpulento, tanto o más que Marcos. También me llamaba la atención su español fluido, producto de una larga estadía en Perú unos años atrás.
El gringo decía que tenía la edad de Chiqui, veintisiete años, pero yo le daba por lo menos cinco o seis más. Paco lo había conocido el día anterior, en una marcha convocada por organizaciones de derechos humanos.  
Después de terminar la primera cerveza, Neil nos confesó que había llegado al país atraído por la increíble historia de las “Madres de Plaza de Mayo”, de quienes admiraba su coraje y su lucha. Marcia, que todavía conservaba buenos contactos políticos, le prometió llevarlo un día a conocer la sede de la agrupación. Me acuerdo que Neil se puso muy contento y agradeció nuestra hospitalidad. A lo largo de toda la conversación brindamos varias veces, levantábamos las copas bien altas  y después gritábamos: “por Argentina y por Canada”, “por las madres de Plaza de Mayo#, “por Neil Young y el rock”.
Cerca de las diez de la noche le preguntamos a Neil si quería venir con nosotros a caminar y enseguida contestó que sí, que iba a aprovechar para conocer la ciudad.
A lo largo de la recorrida el canadiense no paraba de sacar fotos, admirado por la arquitectura de los edificios y por la belleza de las avenidas y las plazas. Según él, en cada rincón, descubría un toque europeo. Cuando pasamos por la calle Maipú al 900 y le mostramos el edificio de departamentos donde vivía Jorge Luis Borges, Neil se mostró desconfiado. Al advertir que hablábamos en serio, miró el cielo y realizó un movimiento raro con la mano, algo parecido a una reverencia. Enseguida confesó emocionado que el mejor cuento que había leído en su vida se llamaba “El milagro Secreto”, del maestro Borges. Después quiso que todos nos sacáramos una foto en la puerta del edificio, pero como en ese momento no pasaba nadie yo tuve que hacer de fotógrafo.
Continuamos nuestra caminata bordeando la Plaza San Martín hasta desembocar en Florida. Bajamos distraídos por la peatonal, mirando vidrieras y hablando entre nosotros. Estuvimos a punto de entrar a la galería del Este pero algo, no sé qué, nos hizo seguir de largo. Más tarde nos metimos en la Richmond a tomar café. El canadiense estaba como eufórico, tal vez mucho más que eso: feliz. Fue entonces que Marcia me preguntó al oído, muy bajito:
—¿Con qué se habrá dado este loco?
Llegamos al departamento de Luciano antes de las tres. Yo estaba que me caía del sueño pero el whisky y el café que sirvió Patricio me despabiló bastante.              
Teníamos hambre y comimos empanadas de pollo y carne que encontramos en la heladera. Después, Paco, ayudado por Marcos, armó los cigarrillos de marihuana. Cuando terminamos de fumar el canadiense agarró la guitarra de Luciano y se puso a cantar. Fue una sorpresa comprobar que su voz chillona se convertía en algo dulce y afinado a la hora de hacer música. Haciendo honor al apodo que le habíamos puesto interpretó con mucho sentimiento “Powderfinger” de Neil Young.
Cuando terminó lo aplaudimos muy fuerte y brindamos con cerveza. Rápidamente se hicieron tres grupos, uno en el living, con Paco y Marcos, otro cerca del balcón formado por Patricio, Chiqui y Luciano, y nosotros—Marcia, Neil y yo—en la cocina. Fue en ese momento que aprovechamos para preguntarle cosas de su país y de su vida. Debe haber sido por el cansancio que nos contó muy poco. Apenas que trabajaba seis meses en un pequeño emprendimiento que tenía en Toronto, y que la otra mitad del año la dedicaba a viajar por el mundo. Marcia quiso saber cuándo se iba y él contesto que no lo sabía muy bien, pero que probablemente antes de la llegada de la primavera. Cuando le preguntamos qué era lo que más le agradaba de la Argentina contestó sin dudar:
—Todo, me gusta todo.  
En un momento dado hice un paneo a mi alrededor y di con botellas vacías. En pocos minutos habíamos acabado con toda cerveza del departamento.  
Después, ya no sabría decir muy bien cómo siguió la reunión porque sin saludar a nadie me tiré en un colchón, cerca de la estufa. Antes de dormirme escuché que al canadiense le decían que podía acostarse en el cuarto de Luciano, en la cama más grande.

Cuando me despertaron a los gritos y me dijeron que Neil estaba muerto, yo creí que se trataba de una broma de mal gusto. Esa sensación me duró hasta que entré al cuarto de Luciano y lo vi tendido en la cama boca arriba, con los labios apretados, el rostro pálido  y los ojos entreabiertos.
Aprovechando mi breve paso por la facultad de medicina me pidieron que lo revisara para saber si era verdad que el tipo había pasado a mejor vida. No hacía falta ser médico ni mucho menos para confirmar la sospecha, el gringo estaba frío y blanco como la nieve. Miré el reloj y eran las doce del mediodía. Me aparté y caminé en silencio hacia la ventana. Observé el cielo celeste, la calle, la gente. Afuera parecía ser un sábado más, tal vez un poco más fresco que los anteriores. No terminaba en caer. El resto también permaneció en silencio, rodeando al muerto, en un círculo perfecto. Estuvimos así hasta que alguien por fin exclamó: “ ¡Dios mío, pobre tipo! ¿Qué le habrá pasado?”
—Para mí que se daba con drogas pesadas—arriesgó Chiqui.
—Sí—dijo Marcos—, ya vendría entonado de antes y lo que tomó y fumó acá fue la gota que rebalsó el vaso.
—No sé, no creo. Tengo el presentimiento que fue el corazón—dijo Paco.
—O un ataque cerebral—dijo Patricio.
—Como puede ser—se lamentó Marcia—, si hasta ayer estaba lo más bien.
—Sí, hasta ayer—respondió molesto Luciano—, hoy palmó.  
No podría recordar con precisión todas las especulaciones que ensayamos para explicar la misteriosa muerte de Neil. Sí que en un momento dado alguien pregunto qué íbamos a hacer. Entonces empezó una larga discusión. Las opiniones se dividieron rápidamente. Estaban los que querían dar a aviso a la policía y los que se negaban rotundamente. De a poco se fue imponiendo la segunda postura. Según Paco iba a ser lo mejor, el hecho podía ser calificado como muerte dudosa y todos terminaríamos imputados como sospechosos.
Luciano coincidió. Además aventuró que en caso de zafar, lo mínimo que nos iban a tirar por la cabeza era un proceso por tenencia y consumo de drogas.
Marcos agregó que si el episodio tomaba estado público entonces iba intervenir la embajada canadiense y que todo el caso iba a ser un gran escándalo internacional. 
Fue ahí que me metí yo, dije que si me comía una causa judicial en la oficina me iban a terminar despidiendo.  
Por si todavía quedaban dudas, Marcia nos terminó de convencer a todos. Con lágrimas en los ojos afirmó que los represores seguían manejando las fuerzas de seguridad en las sombras, que si descubrían su carácter de exiliada política iban hacer con ella lo que no pudieron hacer en su momento.  
De repente, Patricio preguntó:
—Bueno, está bien, no llamamos a la cana, ¿pero qué hacemos?
Luciano no dudó, contestó de manera terminante:
—Hacemos desaparecer el cuerpo. Lo tiramos en algún lugar, bien lejos, para que nadie lo pueda encontrar.
—Esos eran los métodos de la dictadura—respondió Marcia indignada.
—No hables boludeces, nena. Nosotros al tipo este ni lo secuestramos, ni lo torturamos, ni lo asesinamos. Ni siquiera sabemos quién carajo era. Mirá que el mundo es grande, eh. ¡Qué culpa tengo yo que este gringo hijo de remil putas haya elegido mi departamento, mi cama para venir a morirse!
Luciano estaba furioso. El ambiente se puso tan tenso que por un par de minutos nadie se animó a decir nada.
—Bueno, está bien—dijo Marcos—, conoces algún lugar para enterrarlo.
—¿Enterrarlo?—preguntó Luciano—. No, mejor no, va a llevar un tiempo hacer eso. Conozco un lugar en donde no pasa un alma y está lleno de alimañas. Los bichos esos se lo van a tragar mucho antes que los gusanos.
—¿Alimañas? Pero hay que enterrarlo—reprochó Marcos—. Al menos eso. No ves que el tipo era cristiano.
—¿Y vos como sabés eso?
—Por la cruz que le cuelga del pecho.
Fue entonces que intervino Paco:
—Lo que vamos a hacer es una salvajada.
—¿Salvajada? ¡Justo vos venís a hablar! —gritó Luciano—. Si no lo hubieras traído no estaríamos metidos en este quilombo. Mejor calláte la boca.
Paco estuvo a punto de írsele al humo, pero logramos contenerlo entre todos. Cuando se calmaron los ánimos, Marcia le preguntó a Luciano dónde quedaba ese lugar.
—Cerca de la ruta 11, camino a la costa.
—¿Y por qué tan lejos—preguntó Marcos?
—Si conoces un lugar mejor para tirar un muerto decímelo.
  Como Marcos no respondió, Luciano siguió con la explicación: había que ir hasta el kilómetro 180 y doblar en un camino perdido, de tierra. Después, apagar las luces del auto y recorrer en la oscuridad unos 10 kilómetros aproximadamente, dejar el cuerpo entre los pastizales  y regresar lo más rápido posible. Me acuerdo que tuve ganas de preguntarle como era que conocía un lugar así, pero no me animé.  
Patricio, que hacía varios minutos que no abría la boca, dijo que lo mejor era que todos nos mantuviéramos unidos para que las cosas salieran bien.  
Cuando el plan nos terminó de cerrar a todos, empezamos a discutir la mejor forma de sacar el cadáver del departamento. Otra vez las especulaciones. Alguien, no me acuerdo quién, habló de descuartizarlo. Otro de meterlo en una valija o en un bolsa de consorcio. Todas incoherencias, teniendo en cuenta lo grandote que era Neil. Yo dije que mientras discutíamos pavadas, pasaba el tiempo y el rigor mortis del cuerpo nos iba a dificultar cualquier solución.
Luciano dijo que contra eso no podíamos hacer nada, que igualmente había que esperar a la noche para sacarlo, que para ese entonces el cuerpo iba a estar más duro que una roca. Después, prendió un cigarrillo, le dio dos largas pitadas y dijo:
—No le demos vuelta al asunto. Hasta el ascensor no debe haber más de tres metros. No parece tan complicado. Vamos a tener que arrastrarlo hasta allí, rogar que no nos vea nadie, bajar hasta la cochera, rogar otra vez pasar inadvertidos, y meterlo adentro de la Trafic.
Dentro de todo era una suerte que esa noche Luciano tuviera a su disposición la camioneta del padre. Otros días, en cambio, andaba con un auto importado muy bonito, pero con un baúl en el que no hubiera entrado ni la mitad del cadáver de Neil.

A la tarde nos dedicamos a eliminar pruebas. Rompimos en mil pedacitos el pasaporte y las tarjetas de crédito. Después, las tiramos por el inodoro. Lo mismo hicimos con unas extrañas credenciales y una libretita con anotaciones de direcciones y números telefónicos. Luego, abrimos la mochila y encontramos los dólares. Marcia los contó y eran exactamente mil ochocientos. Me acuerdo que Luciano se los sacó de la mano de mal modo y fue hasta la cocina, prendió las hornallas y los fue quemando de a tres o cuatro. Yo sé que más de uno pensó en repartir el dinero, se los pude leer en los ojos. Incluso yo llegué a hacer mentalmente el cálculo de cuánto nos hubiera tocado por cabeza. Era extraño ver cómo se encendían los billetes y mucho más sentir el olor que despedían. Luciano, a medida que avanzaba en la tarea de incineración, nos miraba de manera desafiante pero nadie se atrevió a decirle nada. Con el tiempo comprendí que haber tomado la plata nos hubiera convertido en algo todavía más siniestro. 
Después, seguimos revisando las cosas. Tenía dos libros: “La náusea”  de Sartre y “Muerte en Venecia” de Thomas Mann. Me resultó imposible no asociar lo que le había pasado al canadiense con el título de ese libro, a pesar de que Buenos Aires y Venecia no se parecían en nada. Y la náusea también, cada vez que miraba el cadáver me agarraban arcadas. Los dos terminaron en el fuego y mientras ardían,  yo me acordé de cuando los militares hacían fogatas para quemar libros. Por la cara que puso Marcia, estoy seguro que ella tuvo la misma impresión.  
En un bolsillo perdido de la mochila había un walkman y varios casetes importados de Jimi Hendrix y Richie Havens. Luciano decía que en la semana iba a ir a navegar al tigre para tirar todo eso en el río, junto con el reloj, la máquina fotográfica y la cadenita con la cruz.    
Me acuerdo que Patricio a cada rato entraba al cuarto a mirar al muerto como si dudara de su estado o si esperara el milagro de la resurrección.
A la nochecita nos dedicamos a descansar. Yo no tenía sueño pero tirarse un par de horas era una manera de pasar el tiempo. No era sencillo encontrar un lugar porque se disponía de dos camas menos: la del muerto y la camita que estaba pegada a ella y a la que nadie quería ir.    
A eso de las 7 sonó el teléfono. Eran los padres de Chiqui que querían saber si iba ir a la noche a cenar a la casa. Él contestó que no, que se había comprometido a pasar por el cumpleaños de un amigo. Lindo cumpleaños, pensé.
Como en la heladera ya no quedaba nada logramos convencer a Luciano de bajar a comprar pizza. Nos puso dos condiciones: regresar inmediatamente y no comprar cerveza porque decía que había que estar muy sobrios para no meter la pata a la hora de sacar al muerto.
Cuando terminamos de comer la pizza encendimos el televisor y nos pusimos a mirar  en el canal 7 el programa “Función Privada”. Daban un policial francés lento y bastante aburrido. Por la mitad del film aparecía un tipo de gruesos anteojos deshaciéndose de un cadáver, lo enterraba en el fondo de una casa abandonada. Recuerdo que todos nos pusimos muy tensos y Luciano, rápido de reflejos,  se levantó y apagó de mal modo el televisor.  
A la una de la madrugada, alentados por el silencio del edificio, sacamos el cuerpo. Cinco minutos antes, Marcia y Marcos habían bajado a las cocheras para estacionar la Trafic lo más cerca posible de los ascensores. Luciano pidió además que el vehículo quedara de culata y con la puerta trasera abierta.
Cuando entramos al dormitorio fuimos rodeando de a poco al muerto. No podíamos dejar de mirarlo, parecíamos hipnotizados. La imagen me hizo acordar a la escena en un velorio. Entre Luciano, Chiqui y yo nos organizamos para levantarlo. Ya casi teníamos controlada la situación cuando por un mal cálculo se nos cayó sobre la alfombra roja. Hizo un ruido muy fuerte y entonces yo pensé en la gente que vivía abajo. Luciano, fuera de sí, me echó la culpa. Dijo que no tenía fuerzas, que mejor le cediera el lugar a Paco. Al hacerme a un lado noté que el piso había quedado manchado del líquido grisáceo que largaba la boca y la nariz del muerto.
Lo arrastraron como pudieron hasta la puerta del departamento y se quedamos allí, hasta que Patricio, que había ido a llamar el ascensor, dio el visto bueno. Los muchachos cargaron al canadiense y llegaron hasta el ascensor sin hacer ruidos. Yo cerré con llave el departamento y bajé con Patricio los tres pisos por las escaleras. Cuando llegamos a las cocheras ya estaban los cinco esperándonos adentro de la Trafic. Marcia y yo subimos adelante y el resto fue atrás aunque por la oscuridad nunca pude distinguir bien de qué lado viajaba el muerto. Luciano salió a toda velocidad y tomó la Avenida Libertador hacia el norte. No sé si era por el movimiento que había en las calles o las luces de las plazas y avenidas, la ciudad parecía prepararse para una gran fiesta.
Ya en plena ruta, Luciano iba rápido. En algún momento del viaje sentí temor de que nos detuvieran por exceso de velocidad, pero la verdad es que no se veían policías por ningún lado.
Promediando el viaje pasó algo que me dio tanto o más escalofríos que el muerto. No sé bien cómo, pero por unos instantes logré abstraerme del ruido del motor de la Trafic y entonces llegó de lleno a mis oídos el silencio de esa ruta oscura y solitaria. Sé que es difícil explicarlo con palabras, pero puedo jurar que no era un silencio cualquiera.
Y esa inquietud que me sacudía por dentro se mezcló con la voz ronca atrás de Chiqui, pidiendo desesperadamente que abriéramos las ventanillas porque le faltaba el aire. Yo dije que sí, que por favor las bajarán, que me estaba ahogando también. Luciano y Marcia hicieron caso enseguida y entonces un aire muy frío sacudió mi cara, fue como revivir.                     
Cerca de las dos y media Luciano apagó las luces de la trafic y tomó el camino de tierra. Íbamos a poca velocidad pero igualmente la camioneta se zarandeaba para todos lados. Cada tanto se escuchaba el ruido de piedras golpeando debajo de nuestros pies. A veces se cruzaban sombras en el aire y a mí se me ocurrió que podían ser murciélagos. 
A los pocos minutos el vehículo se detuvo abruptamente y alguien dijo que habíamos llegado.     
 Luciano, Paco y chiqui bajaron al muerto y lo empezaron a arrastrar hacía un costado del camino. Los cuatro eran como una sombra espesa que se iba diluyendo entre los pastizales. Mientras esperábamos en la oscuridad yo me pregunté un montón de cosas: 
¿Nos habría visto alguien? ¿Qué tipo alimañas eran las que se iban a devorar al canadiense? ¿Seríamos capaces de mantener el secreto a lo largo del tiempo?       
Regresaron diez minutos más tarde. “Ya está, ya está”, no paraba de decir Chiqui, parecía un disco rayado. Los tres tenían las caras desencajadas y respiraban con dificultad. No pudimos irnos enseguida. Tuvimos que esperar a que Paco terminara de vomitar. Había quedado a un costado de la Trafic, arrodillado,  tomándose el estómago y quejándose entre vómito y vómito. 
Después, Luciano manejó tan rápido como en el viaje de ida. Marcia lloriqueaba muy bajito a mi lado, con la frente apoyada en la ventanilla y su mano aferrada al pecho.
Mis ojos permanecían fijos en la línea blanca que separaba los dos carriles de la ruta. Yo creo que algún efecto hipnótico debería tener esa raya, ya que por largos minutos ni siquiera pude pestañear.  La sensación que me invadió en esos momentos fue de lejanía, como la de haber llegado a un lugar remoto desde donde jamás podríamos regresar.
El único que habló en todo el trayecto fue Chiqui para decir que por un tiempo teníamos que dejar de vernos.
Desde esa noche, a excepción de Paco, jamás volví a verlos. Una década después me crucé con él cerca de plaza de Mayo y los dos fingimos no habernos visto. 
Luciano nos fue dejando de a uno en nuestras casas y yo fui el último en bajarme de la Trafic.
Mientras el sol de la nueva mañana empezaba a asomarse lentamente y la llave de mi departamento se empecinaba una y otra vez en errarle a la cerradura, se me dio por pensar en todos los turistas que en ese momento estarían llegando al país. Imaginé a esos tipos sonrientes, distendidos, con la ilusión intacta de pasar una estadía única, imborrable.


REMORDIMIENTO
(1° Premio Concurso de Narrativa Fundación de Cultura Gallega - Xeito Novo - 2008 - Traducido al idioma gallego)



 Un buen escritor no es un cuentista o un novelista: 
es una persona resignada que escribe lo que puede

Abelardo Castillo

El tiempo es demasiado breve en esta miserable existencia, para encima andar perdiéndolo de una manera más miserable aún. Eso era lo que yo pensaba, cada vez que el flaco Lagomarsino me pedía eso. Y él insistía e insistía de una manera insoportable, nunca se olvidaba del asunto. A veces pasaban tres, hasta cuatro meses sin volver sobre el tema, y entonces me ilusionaba. Sospechaba que se le había borrado la idea de la cabeza. Pobre de mí, si el flaco tenía algo para destacar era justamente eso: su insistencia. Por lo demás, era un tipo sin demasiadas luces, por no decir ninguna.
Aunque no lo pareciera, yo sentía cierto aprecio por él. Es más, para no herirlo, nunca le respondía con un rotundo no. En general solía balbucear: “bueno”, “vamos a ver”, “mas adelante” y otras vaguedades por el estilo. Reconozco que más de una vez estuve a punto de decirle: “Che flaco, déjate de embromar, esa historia de amor no se la cree nadie”. Sin embargo me quedaba callado.
Admito que hasta su muerte, aquella fatídica tarde, nunca experimenté demasiadas culpas. Quiero decir, nunca perdí el sueño por estas cuestiones. Muy de vez en cuando me reprochaba que estaba en falta con él, que no era merecedor de ese trato. Pero más bien se trataba de una impresión efímera que se evaporaba tan pronto como llegaba.
Hoy, a la luz de los hechos, puedo decir sin temor a equivocarme, que mi actitud era lisa y llanamente una deslealtad. De todas maneras, ¿Quién en este mundo se atrevería a juzgarme? ¿Quién tendría la suficiente autoridad moral para condenarme? 
El flaco, por el contrario, me había bancado un sin fin de veces. Aunque no fuera más que poner la oreja, para mí era suficiente.     
Así como era, un ser tan apagado, tan gris, con todo eso, siempre se las arreglaba para estar conmigo en los momentos más fieros. Y yo le hablaba hasta el cansancio, sin parar, siempre en ese mugriento café, con esa letanía que era capaz de agotar a cualquiera. Él soportaba todo el discurso, horas y horas escuchando, sin decir nunca una palabra. En realidad, más que hablar, creo que vomitaba, si, yo le vomitaba al pobre flaco ese malestar, que cada día era más urgente, más impiadoso. Porque mi vida nunca fue un lecho de rosas, pero esos últimos meses  habían sido directamente un verdadero infierno.
No hay caso, uno se cree que ya ha tocado fondo, que no se puede descender más, pero se equivoca, vaya que se equivoca. Cuando se piensa que ya está, que no hay manera de seguir degradando el alma, inesperadamente se vuelve a bajar la pendiente, se empieza de nuevo a rodar, con más fuerza que antes, a zonas más tenebrosas y oscuras todavía. Es en esos momentos cuando uno más se pregunta: ¿Cómo puede un ser humano convertirse en una caricatura tan canallesca, tan miserable? ¿Cuántos peldaños más se pueden bajar en esta ciénaga? ¿Cuánta más indecencia se le puede agregar al alma?
Una vergüenza. Yo era una vergüenza, señor. Y Lagomarsino, seguía allí, impávido, 
sumergido en la más respetuosa discreción, con los ojos abiertos, casi sin pestañar. Tenía la certeza de que él no entendía una palabra de lo que le decía, pero su actitud era conmovedora.
De todos modos, en ciertas ocasiones se lo notaba inquieto, cosa rara en alguien tan austero y medido como él. Con evidente desazón me preguntaba:
—¿Y Juancho?, ¿Para cuándo el cuentito?
—Otra vez con eso, flaco, le respondía con indiferencia— . A un escritor no se lo puede apurar, las cosas tienen que fluir solas...
Y Lagomarsino hacía una mueca resignada, como no queriendo aceptar esa respuesta seca y cortante, pero se las aguantaba sin decir nada. Eso sí, al día siguiente empezaba de nuevo. En el fondo pensaba que me podía ganar por cansancio, y en todo caso, algo de razón tuvo.
Es el día de hoy que no me alcanzo a explicar como me había convertido en su amigo. Bueno, amigo es una forma de decir. Más bien era un desconocido a quien frecuentaba seguido. Presiento que la amistad debe ser otra cosa.
Ahora bien, yo estaba muy sólo. Sin lugar a dudas esa era la clave de mi vínculo con él. Necesitaba imperiosamente hablar con alguien. Y si la respuesta para ese ahogo era una mujer, entonces prefería decididamente seguir así, huérfano, como un alma en pena. La única mujer que podría esperar, ya no estaba. Se había ido y no volvería jamás.
Sea como sea, los dos teníamos algo en común: el fracaso. Al menos, hasta conocer a Florencia, el flaco era un completo fracasado, igual que yo.
Sin embargo, en ciertas ocasiones, mi relación con él se tornaba sumamente difícil. El flaco tenía ¿cómo puedo explicarlo bien?,  un modo tan simple de vivir, tan desprovisto de cualquier complejidad, que a mí particularmente me exasperaba. Esa alegría hueca, tan inconcebible, que le nacía de repente, sin motivo aparente, me sacaba de las casillas.
Por supuesto que con él había que tener paciencia. Una cosa era Lagomarsino callado, en silencio, escuchando mis monólogos de todos los días, y otra muy diferente, hablando, opinando de fútbol, y no mucho más que eso, porque al pobre su exagerada estrechez mental no le daba para otra cosa. No era tanto por el contenido de sus dichos: superfluos, definitivamente intrascendentes. No, el problema era otro. Para que quede claro: su voz no era una voz. Más bien se trataba de un susurro entrecortado, opaco, apenas audible, como de ultratumba. Irremediablemente ese lastimoso sonido parecía arrancado del mismísimo infierno. En esos instantes lo aborrecía con toda mi alma. Y con tal de no escuchar ese molesto ruido, yo era capaz de cualquier cosa, hasta de prometerle que le iba escribir el cuento. Y así fue. Se lo prometí. Un día que todavía maldigo, se lo prometí. Y si bien para mí no tuvo ningún significado, para él fue todo un acontecimiento. Claro, eso lo supe un tiempo después. Tuvo que ser aquella mañana, lluviosa como pocas, en el roñoso café de todos los días, cuando le dije, de muy mal modo:
—Flaco no me hinches más, ayer empecé el relato. Seguro, tengo para seis meses de laburo. Te aviso cuando lo tenga terminado.
 Una mentira. Lo que se dice un colosal engaño. En aquel momento no me reproché esa actitud, pero ahora siento vergüenza de esa infame promesa. Estaba demasiado acostumbrado a mentir, para mí era un acto natural, un recurso necesario para seguir subsistiendo. Disfrutaba con toda esa sarta de fantasías como nadie. Me gustaba ver a las personas prisioneras de mis burlas. Creo que por un tiempo llegué a amar esa monstruosa patraña que le había inventado a Lagomersino.  Pobre flaco, lo había envuelto como a un niño. A veces pienso que fue esa misma zozobra —seis meses es toda una eternidad— la que acabó con su corazón. Quién sabe. Lo cierto era que yo no tenía perdón de Dios.
De hecho, la trampa funcionó durante un tiempo. Lagomarsino dejó de mencionar el asunto por un largo mes y medio, y cuando volvió a la carga con lo mismo, el tono de sus preguntas habían cambiado radicalmente. Se lo notaba mas sereno, mas sosegado.
—¿Cómo va el cuento, Juancho?— me preguntaba sonriente—. Florencia ya sabe todo.
—No te preocupes, flaco, estoy en eso— le respondía seguro.
—Le conté a Florencia que sos un gran escritor y que vas a escribir la historia de nuestro amor.
Un gran escritor. El flaco tenía esas cosas que a uno lo hacían enfurecer. Por lo menos a mí me volvían loco. No era la primera vez que decía: “sos un gran escritor”, y cada vez que mencionaba esa frase yo regresaba a toda velocidad a mi adolescencia, cuando todavía conservaba el extraño don de acordarme de las cosas, de no querer olvidarlas, de tener la necesidad de ponerlas en un papel para que otros se acuerden de ellas. Quería evitar que el tiempo hiciera y deshiciera a su antojo. Anhelaba vencer el olvido. Por largas temporadas me dedicaba a escribir, y esa era mi única actividad, mientras los demás jugaban al fútbol o se ponían de novios. Todo mi empeño estaba destinado a retener esas historias que yo consideraba únicas, una especie de tesoro que había que preservar a toda costa. Para mí el escribir era una forma de no perderlas, de inmortalizarlas. Y algunos amigos, los mismos que perdían los días corriendo detrás de una pelotita, o de la pollera de alguna muchacha, terminaban aprobando mis relatos. Aunque esa época era tan lejana, tan borrosa, que ni siquiera estaba seguro de haber sido yo el autor de aquellos relatos. 
Y para colmo estaba el estúpido de Lagomarsino, haciendo sus estúpidos comentarios de siempre: “Sos un gran escritor”, como si alguna vez hubiera leído algo mío. Como si supiera lo doloroso que era perderse en las noches, y entrar en esos imperdonables tugurios para intentar escribir algo absurdo, que indefectiblemente terminaría en el primer tacho de basura. Que sabía él lo que era perderse en esas innombrables tabernas, rodeado de bestias, porque no se pueden llamar hombres a esos seres impregnados de alcohol. Que sabía él lo que era malgastar minutos de vida con mujerzuelas imperdonables. Quién se creía que era él para haberme suplicado de rodillas que le escribiera un cuento, cuando lo mío no era más que perder el tiempo en los bajos fondos de Buenos Aires. 
Desde ya, esto era lo que pensaba del flaco mientras vivía. Después que falleció fue distinto, él se convirtió increíblemente en otra persona. Siempre pasa lo mismo, los muertos son más virtuosos que los vivos. La muerte es poderosa, muy poderosa, lo transforma todo. Quien iba a pensar que ese cuerpo joven, rozagante, con más de cien kilos a cuestas, se iba a terminar apagando de esa forma. Quien hubiera podido  imaginarlo así, seco, como una hoja en otoño, tendido en la parada de taxis, justo a la hora de ir a la casa de Florencia. Nadie, ni siquiera yo.
En cierto sentido la muerte se me asemeja. Quiero decir, ella es tan  embustera, mentirosa y cretina como yo. Ahora que ya no estaba, resulta que el flaco no era tan vulgar ni monótono. Su voz no era de las peores del planeta, y para colmo sus comentarios... bueno hombre, tenían una inteligencia pocas veces vista.  La muerte es así, y no hay nada que se pueda hacer contra ella. Miente descaradamente, hace brillar hasta el más opaco de los metales. Hoy el tipo no lucía ni patético ni insignificante. Hasta me había convencido que era merecedor de esta historia de amor que había mendigado. Incluso Florencia ya no me parecía demasiada mujer para él. Más aún, en este mismo momento, con el flaco a más de dos metros bajo tierra, puedo declarar bien suelto de cuerpo que los dos conformaban una pareja ideal. Que tramposa es la muerte, ¡Dios mío!, si  yo — el más grande de los miserables—  el mismísimo día de mi entierro sería visto como un gran señor, un escritor memorable y el mejor amigo de Lagomarsino. Es Increíble lo que es capaz muerte.

Siempre lo temí. De algún modo supe que llegaría el día en que tendría que responder por mi despreciable comportamiento con el flaco. Eso sí,  jamás sospeché que sería de ese modo. ¿Si había tomado? Por supuesto que no. Cuando uno bebe fuerte se imagina cosas y hasta cree haber vivido experiencias extravagantes. No es mi caso. Por lo menos esa tarde no fue así. Claro que al llegar la noche el alcohol hizo estragos conmigo. Pero esas circunstancias fueron posteriores a los hechos que voy a pasar a relatar. Puedo asegurar que aquella tarde del verano pasado, cuando ocurrió eso, yo estaba completamente sobrio.
En realidad es bastante dificultoso narrar lo que pasó ese día, pero lo voy a intentar. A ver, como decirlo, fue como si las cosas se hubieran encadenado de una manera mágica. Me dejé llevar por una especie de ligazón invisible, un vínculo secreto que me fue arrastrando lentamente hasta el lugar al que nunca hubiera deseado llegar. Sin darme cuenta cedí a ese oscuro impulso. Guiado por una fuerza misteriosa llegué hasta su puerta, así de fácil. Simplemente toqué el timbre y Florencia salió a abrirme. Era muy hermosa. Tenía treinta años, tal vez treinta y cinco. Una intrigante luz irradiaba de sus mejillas. Le dije mi nombre. No se sorprendió, al contrario. Hubiera jurado que me estaba esperando. La situación era un tanto incómoda, y para peor yo seguía sin saber exactamente porque estaba allí.
—Pase por favor— me dijo con un tono que más bien sonó a compromiso.
—No quiero molestarla...
—Por favor— insistió amablemente—. No se preocupe, pase...
Me miró con curiosidad. Me acomodé en uno de los sillones del living. Ella se ubicó justo enfrente. El lugar era espacioso y cálido. Enseguida irrumpió un fuerte olor,  similar al que despiden las flores cuando se corrompen. Miré para la biblioteca y allí estaban, en un jarrón de color blanco, tres rosas rojas marchitándose lastimosamente. Me hicieron acordar a un cementerio.
—Es raro que no haya ido al velorio—me dijo con un cierto aire, mezcla de reproche e  intriga.
—Si, es raro—admití avergonzado—, aunque la verdad, no soy de ir a ver muertos.
—Si, a mí tampoco me gusta eso. Bueno, no era cualquier muerto.
Se hizo un silencio que me pareció eterno. No me atreví a mirarla a los ojos. Más bien me quedé con la vista clavada en un pequeño cuadrito, que estaba pegado a la ventana que daba al jardín. Creo que ella sintió la misma incomodidad. Con una voz muy suave, casi imperceptible, murmuré:
—Es que trabajo de noche.
Ella se distendió un poco. Una tibia sonrisa que salió de sus labios pareció cortar la tirantez que reinaba en el aire, aunque con severidad respondió:
—Claro, usted es escritor, mejor dicho un gran escritor. El flaco, pobrecito, no se cansaba de recordármelo. Supongo que la noche debe ser el mejor momento para escribir, ¿no?
Volví a sentir el mismo malestar que antes. Con indiferencia dije:
—Supongo que sí.
Pensé que iba a mencionar lo del cuento. Traté de adelantarme e imaginar mi respuesta. Me equivoqué. No dijo nada. Se quedó pensativa. Fue en ese momento que creí ver reflejado en sus grandes ojos negros, la figura de Lagomarsino de perfil, recostado sobre el ventanal del café. Me pareció que a ella también se le había colado la imagen del flaco por algún lado. Hizo un gesto que casi no se vio. Tuve la impresión que iba a decir algo. Fue todo tan fugaz, que en realidad era imposible saber si realmente había querido hablar. Recién después de un rato pareció reaccionar.
—¿Quiere tomar un té?— me preguntó con delicadeza.
Le contesté que sí. Nunca me había gustado el té, pero curiosamente le había dicho que sí. Enseguida entendí que era el momento para decir eso:
—Quiero darle mi más sentido pésame.
—Gracias— me respondió, mientras acomodaba las tazas en la mesa.
De repente se levantó y dijo algo que no se entendió muy bien. En menos de un segundo había desaparecido detrás de una puerta. Me quedé sólo. Entonces aproveché para mirar la casa con detenimiento. Me puse de pie y caminé en dirección a la biblioteca donde estaban las flores. Eran cuatro, y no tres, las rosas. Haber dicho que eran rojas había sido por lo menos una exageración; apenas un colorado débil, tan apagado, que costaba imaginar que alguna vez habían estado llenas de vida, como Lagomarsino.
Cuando regresó, yo estaba de nuevo sentado en el mismo lugar. Sobre la mesa apoyó un álbum de color verde. Lo abrió y me preguntó si quería ver unas fotos. Le contesté que sí. Y allí estaban ellos, exultantes, felices, Florencia y el flaco en el jardín japonés, saliendo del cine, sentados en una plaza. Allí estaban, de nuevo, riéndose, abrazados, besándose, Florencia y el flaco, siempre ellos.
Eso fue lo que pasó a grandes rasgos aquella tarde. Después miré el reloj y le dije que me tenía que ir. Me acompañó hasta la puerta. Fue en ese instante que me puso la mano sobre mi hombro y con voz maternal dijo:
—No le dé más vueltas al asunto, es mejor dejar las cosas así.
—Si— le contesté sin pensar.
Era difícil haber respondido otra cosa. Enseguida me pregunté si eso que había dicho era el perdón, que ahora intuyo, había ido a buscar. Después de todo, la mía, no había sido más que una mentira. Sólo eso.
Estaba ya en la calle cuando pensé que todos los amores deberían ser como el de ellos: breves, fugaces, inconclusos. De lo contrario envejecen, se vuelven grises, dejan
de ser amores.
Antes de llegar a la esquina tuve la certeza que de haber escrito el cuento, la historia habría sido así, igual de triste, porque el verdadero amor es eso: tristeza.
Cuando subí al taxi, la respiración me volvió al cuerpo. Giré la cabeza para mirar por última vez la casa. La sentí más lejana que nunca. En realidad me pareció que nunca había estado allí.

Detrás del Cortinado Bordó 


Mi ídolo en la adolescencia era un ilustre desconocido. Se llamaba Francisco Riccardi, se escribía con doble C y una sola D al final.
Yo no era como mis compañeros de escuela que llenaban sus cuartos con posters de deportistas y músicos famosos. Las paredes del mío estaban peladas y ennegrecidas por la humedad. Mi madre que no me conocía demasiado porque trabajaba 12 horas al día, incluyendo los sábados, solía decir que era un bicho raro. Sin embargo, algo de razón tenía.  Salvo el cine, una especie de enfermedad que nunca supe como contraje y que todavía padezco, no me gustaba casi nada. Ni el futbol, ni el boxeo, ni la fórmula uno, ni el turismo carretera. Tampoco me moría por la música.
¿Quién era en realidad ese sujeto medio pelado y alto como un poste de luz al que tanto admiraba? El boletero y administrador del único cine del pueblo, la persona que más sabía de cine en el planeta. Era capaz de nombrar de memoria el elenco de un montón de películas, incluyendo directores, productores, bandas de música y fechas de estreno. Era una máquina de contar anécdotas que nadie conocía y que a uno lo dejaban con la boca abierta. Como esa vez que me dijo que Richard Widmark era un borracho empedernido y que cada tanto lo internaban para desintoxicarlo. O esa otra cuando, diez años antes de que saliera la verdad al mundo, me confió que Rock Hudson era homosexual y yo no quise creerle.      
Para mi Riccardi había alcanzado la estatura de un gigante: King Kong trepado en la terraza del Empire State golpeándose el pecho con fuerza, haciéndome vibrar de la emoción.                  
El cine se llamaba “El Gran Colón” pero todo el mundo lo conocía por “El Colo”; quedaba en la calle principal, a una cuadra de la iglesia y enfrente de la sala de primeros auxilios. Se trataba de un antiguo edificio de dos pisos, de paredes grises y descascaradas, con un gran balcón con enormes macetas vacías.          
Todavía me parece ver al señor Riccardi sentado en la boletería, fumando su enorme habano, saboreando cada pitada como si fuera la última, con su pelada que brillaba más que todas las bombitas juntas del hall de la sala. 
Hace tanto que pasó todo aquello. Si no está muerto debe pegarle en el palo. En cualquier caso no es como mis otros muertos, mi madre, el tío Cacho y los abuelos, que cuando pienso en ellos se me aparecen metidos en un cajón de maderas baratas. A él lo veo fumando, lleno de vida, con sus dedos largos cortando la entrada que quedará impregnada del olor penetrante de su tabaco. Yo apretaba en la mano ese papelito celeste de letras borrosas y una fecha que nunca coincidía con la del día, el pasaporte al paraíso, un tesoro incalculable que le mostraba al acomodador para después perderme en la penumbra de la sala, escuchando como música de fondo el crujir del piso de madera que se hundía ante cada uno de mis pasos apurados.
Mi familia, es decir mi madre, no tenía donde caerse muerta. Eso lo sabían todos en el barrio, por eso Riccardi me dejaba entrar gratis. Iba religiosamente lunes, martes, miércoles y viernes. Los sábados me quedaba en casa a ponerme al día con las cosas del colegio y los domingos mi vieja no trabajaba, así que me resultaba imposible escaparme. Los jueves tampoco podía ir porque daban películas prohibidas para menores de 18 años. En eso Riccardi era muy estricto. No quería complicarse la vida. Yo a veces le reprochaba:  
—Si las otras películas son prohibidas también  y usted me deja pasar... 
—No es lo mismo, amiguito, —me explicaba mientras se alisaba su bigote negro—. Por empezar son prohibidas para menores de 16 años y vos pronto cumplis 15, no hay tanta diferencia. Además son de violencia, un poco de sangre no le hace mal a nadie, bah, sangre es un decir, salsa de tomate, pero el sexo es algo serio. A ver si todavía me cae una inspección y me cierran el boliche. Los hermanos Garraham son capaces de mandarme a la calle.    
¡Ah, los famosos Garraham! Eso era. Dos locos lindos, todo el mundo hablaba de ellos pero casi nadie los había visto. A veces pensaba que eran como esos fantasmas que no dejan verse ni siquiera en las sesiones de espiritismo. Gracias a mi amistad con Riccardi logré conocer más de ellos. Por ejemplo que pasaban una vez al mes para llevarse la recaudación y pagar los sueldos. Que el hermano mayor, Raimundo, quería vender “El Colo”. El cine había dejado de ser negocio, deseaba dedicar sus esfuerzos a las otras inversiones, varios campos y un frigorífico. El menor, Efraín, resistía heroicamente las embestidas de Raimundo. Era un amante del cine y además anteponía cuestiones familiares, decía no estar dispuesto a rifar su propio pasado, mucho menos mal vender lo que su abuelo inglés había construido con tanto sacrificio a fines de la década del treinta.         
Lo cierto es que los empleados temían mucho por su fuente de trabajo. A veces a mi también me agarraba angustia. Riccardi trataba de quitarle dramatismo a la situación. Solía decirme con una voz muy calma: “para que nos vamos a hacer problemas antes de que sucedan las cosas. La vida es hoy, la función empieza en minutos, dale flaco, entrá, que la disfrutes”. Entonces trasponía el cortinado de color bordó que de tan sucio parecía negro y me internaba en la sala silenciosa, un silencio más profundo que el de una misa, poblada por un puñado de espectadores que eran como sombras atornilladas a las butacas.    
Los jueves eran días vacíos para mí. El solo hecho de pensar que adentro del Gran Colón estaban proyectando esas películas prohibidas me ponía muy ansioso. Pero no había manera de que Riccardi aflojara. Entonces me tenía que conformar con pasar por la puerta y mirar de reojo los afiches que no mostraban mucho más que unas cuantas mujeres atractivas y ligeras de ropa. 
¿Cómo fue que me hice amigo de un tipo de más de cincuenta años? La respuesta es muy simple: Panchito Riccardi. Era su hijo y compañero del colegio. ¡Cómo lo envidiaba al pibe ese! Y al mismo tiempo, ¡qué bronca sentía por su estúpida indiferencia hacia el séptimo arte! Prefería el deporte y el aire libre. Mi hijo es buen deportista, gran nadador, medalla de oro en los últimos juegos Evita, me dijo orgulloso Riccardi cuando lo conocí, como si yo no estuviera enterado de aquella tremenda hazaña. Por esos días el pueblo no habló de otra cosa que no sea de Panchito y su holgado primer puesto en los cien metros mariposa.
No te imaginás—me dijo con los ojos llenos de luz, — lo que me hubiera gustado tener un hijo amante del cine como vos. Nos hubiéramos pasado días enteros hablando de cine.
Me acuerdo que estuve a punto de responderle que a mí también me hubiera gustado tener un padre como él. Ni médico, ni abogado, ni arquitecto. Boletero del cine, ¡qué orgullo! Pero a último momento me contuve. Era meterme en un tema espinoso, ni siquiera tenía un papá. Mi madre me pedía que cuando me preguntaran por él dijera que se había muerto de un ataque al corazón ni bien nací. Una desgracia impensada y, al mismo tiempo, una mentira grande como una casa que yo repetía fingiendo un gesto de desolación, copiado seguramente de algún actor dramático. ¡Cómo me lo iba a imaginar muerto si para mí nunca había existido! Ese era mi sentimiento. A la vieja foto en blanco y negro guardada en un polvoriento álbum familiar, un rostro huesudo y lleno de sombras, le quedaba grande el título de padre. Esa imagen lejana ubicada en la segunda fila de un grupo de jóvenes alegres, compañeros de secundario de mi madre, correspondía apenas al del tipo que la había embarazando, ya sea por un descuido de él, o de ella, o de los dos. No me importaba. Unos meses antes de mi llegada al mundo se esfumó sin dejar rastros. Mi madre, cuando tomaba, pensaba ingenuamente que algún día regresaría. Sí, había que estar muy borracha para imaginar semejante disparate.       
La primera entrada me la regaló Panchito. Hacía un tiempo largo que se la venía mangueando,  pero el tipo se olvidaba, andaba con la cabeza en otra parte. Un martes, contra todos los pronósticos, se produjo el milagro y me entregó un sobre con el ansiado papel celeste adentro. Me dijo: “Decile a mi viejo que sos Ramiro, mi famoso compañero de banco. Yo le hablé mucho de vos. Le va a gustar conocerte”. 
Nos hicimos amigos rápido. Después, el señor Riccardi me dijo que podía ir cuando se me dieran las ganas, a excepción de los jueves, por supuesto. 
Fueron siete meses muy intensos. Algunas películas las vi varias veces y las sabía de memoria. Con el tiempo me di cuenta de que los argumentos no eran tan importantes, lo supremo era el cine, respirar esa libertad regalada, libertad que de grande casi jamás volví a sentir.
Vi mucho, tanto que a veces se me mezclaba todo: títulos, diálogos, actores, escenas. Quedaba mareado como un borracho. Ahora me doy cuenta de que esa loca confusión era lo más parecido a la felicidad.
Daban siempre tres películas. En el segundo intervalo Riccardi me regalaba una Coca Cola bien fría y un paquete de Opera. Los espectadores me chistaban porque hacía ruido con el papel de las galletitas. La función empezaba religiosamente a las dos y se prolongaba hasta las ocho. Llegaba cinco minutos antes y me retiraba un rato antes también, mi madre regresaba del trabajo a las nueve y si se enteraba de mis andanzas era capaz de matarme.
Como no tenía un reloj luminoso para ver la hora en la oscuridad, el acomodador se asomaba en la sala y hacía un juego de luces que rebotaba en la pared de enfrente como una pelota. Esa era la señal que marcaba la hora de volver a casa, el final de la fiesta. 
Una tarde se cortó la luz en la mitad de la función y entonces nos quedamos hablando en el hall. Riccardi me contó que de chico quiso estudiar cine pero que los padres no lo dejaron. Ya de grande se tuvo que conformar con ser extra de algunas películas en la época dorada del cine argentino, pero un día misteriosamente lo dejaron de llamar. Yo noté que el recuerdo lo dejó con la guardia baja, lleno de nostalgia.
Otra vez, un día de enero más caluroso que el infierno, la función se suspendió por la rotura de un caño de agua en los baños de planta alta. La pérdida empezó a filtrarse con rapidez. El chorro caía estruendoso cerca de la pantalla y tapaba las voces de los actores. Los pocos espectadores abandonaron la sala a las corridas, el cine se parecía a un gran barco que se hundía. Unos minutos más tarde, el mismo naufragio se instalaría en mi alma.  
Hablamos largo y tendido en el hall. De repente me hizo la pregunta.
—Decime pibe, ¿sos capaz de guardar un secreto?
—Claro, señor Riccardi, puede confiar en mí.
Entonces se me acercó a la oreja y me dijo:
—En mayo se acaba el mundo.
—¿Cómo?
—En el mes de mayo llega el día “D”— repitió con una voz más viva.
Pensé que se trataba de una de esas esas películas de cine catástrofe que se habían puesto de moda en Hollywood. Entonces le pregunté cuándo la daban y qué actores trabajaban.
—No, nene, qué estreno ni ocho cuartos. En mayo cierran el cine. Ya empecé a buscar laburo pero después del “Rodrigazo” la calle está más dura que nunca.    
La revelación me dejó paralizado. Me contó que al final el menor de los Garraham había terminado cediendo. Eso sí, puso una condición: reserva absoluta. Quería que el cine siguiera trabajando como si nada hasta el final. Algo así como una muerte digna. 
Luego de ese comentario, el señor Riccardi me propuso sentarnos en uno de los banquitos que estaban pegados a la boletería. Nos quedamos en silencio un largo rato. 
—Es como si me arrancaran un pedazo de mi vida—dijo como pensando en voz alta, mientras empezaban a escaparse las últimas luces de la tarde.
—A mí me pasa lo mismo—le respondí con tristeza.
De nuevo el silencio. No sé cuanto tiempo transcurrió sin que nos dijéramos nada. De repente se me vino a la cabeza una película. Las imágenes que me llegaron eran muy nítidas. 
—Señor Riccardi, ¿usted se acuerda de esa famosa película en la que a Gregory Peck  lo condenan a morir en la silla eléctrica?
—Sí, qué pasa.
—¿Qué pide antes de la ejecución?
—Un último deseo, una cena exquisita.
—Sí, eso. Bueno, ¿yo le puedo pedir entonces un último deseo?
Fue así que Riccardi aceptó dejarme pasar los días jueves. Lo único que me exigió fue entrar cuando las luces ya se hubieran apagado y sentarme en la última fila, por las dudas, cuanto más cerca de la calle mejor.         
En total fueron cuatro jueves, o cinco. En verdad,  las películas no eran gran cosa, se veía poco y nada, cada vez que se desprendía un corpiño o se bajaba una bombacha, la cámara parecía estar en la otra cuadra. Cuando una pareja se iba a la cama y uno esperaba una revolcada inolvidable, la imagen desaparecía. Esos films estaban todos cortados,  algunos de viejos, otros por la censura de ese entonces que les había dado sus buenos tijeretazos.
Con todo, aquel puñado de funciones fueron inolvidables, la sensación de traspasar el cortinado bordó un día jueves no se pagaba con nada. Me sentía como Adán antes de pegarle el mordiscón a la famosa manzana, por más que después no le haya resultado todo lo dulce que esperaba.
Las cosas se terminaron precipitando un jueves de febrero. Siempre me pregunté quién habrá sido el responsable de la batida, si el daño se lo quisieron hacer a él, a mí, o a los dos. Lo cierto es que estaba promediando la última película cuando las luces se encendieron de golpe y las imágenes desaparecieron de la pantalla. Hubo un tímido murmullo en la sala que fue abortado por el griterío proveniente del hall.  Mientras irrumpían los canas escuché la inquietante frase: “Fijáte dónde está el menor”. Yo me deslicé silenciosamente en la butaca esperando caer en un profundo y salvador precipicio, que para mi desgracia nunca pude encontrar. Me descubrieron enseguida, el milico que me vino a buscar tenía un aliento a vino insoportable. Me tomó del brazo con fuerza y me dijo: “A ver vos, pajerito de mierda, vení para acá”.
Desalojaron la sala en pocos minutos. Los empleados y yo nos quedamos en el hall esperando a que se retirara el último de los espectadores. Luego, el que parecía ser el jefe, un sargento según creo, les preguntó:
—¿Quién es el dueño?
—Los hermanos Garraham, pero no están. —respondió Riccardi.
—Bueno, ¿entonces quién es el encargado?
—Yo, señor—dijo Riccardi sacando pecho.
—¿Y como se llama usted?
—Francisco Riccardi, se escribe con doble C y una sola D al final.
El cana se rascó la cabeza y lo miro de arriba a abajo con asco.
—Así que Riccardi con doble C y una sola D al final—dijo irónico el policía.
—Sí, señor.
—¿No se será con una sola C y con una doble R bien grande de corruptor de menores?
Los otros policías largaron una carcajada que retumbó en el hall vacío y lleno de sombras.    
Mi amigo se puso más blanco que un papel. Ahí mismo el sargento lo acusó de haber violado la ley no se cuánto, pronunció un número de cinco cifras que me resultó imposible retener.
—A ver Riccardi con una sola C y doble R—lo siguió gastando el milico— ¿podría facilitarme su documento?
Al boletero le temblaban las manos. Su frente se había empapado de sudor. El policía observaba la foto del DNI y después lo fulminaba a Riccardi con una mirada que metía miedo. Estuvo así un tiempo que a mi me pareció una eternidad. Finalmente le dijo, mientras se guardaba el documento en el bolsillo:        
—Bueno, Riccardi, nos va a tener que acompañar a la comisaria. Desde ya que este antro queda clausurado.
Después, el policía se dirigió a mí con un tono amenazante: 
—Y a vos pibe te vamos a llevar con tus padres. El resto me despeja el lugar inmediatamente. ¡Vamos circulen... circulen, rapidito!
El acomodador y el operador desaparecieron lo más rápido que pudieron. A nosotros nos subieron a la parte de atrás del patrullero. Primero fuimos a la comisaría. En todo el trayecto viajamos pegados, en silencio. La respiración pesada y caliente de Riccardi me retumbaba en el oído y me ponía más nervioso todavía. Unas cuadras antes de llegar el boletero preguntó si se podía fumar pero le contestaron que no de mal modo. Yo quise pedirle perdón por el lío en que lo había metido pero del susto no me salieron las palabras.
Llegamos a la seccional y lo bajaron rápido, medio a los empujones. En eso momento uno de los policías me encaró: “Ahora vamos para tu casa, cuando se entere tu viejo seguro que te va a cagar a trompadas”. Riccardi se volteó y me guiño un ojo. Yo le respondí con una débil sonrisa. Creo que los dos habíamos pensado más o menos lo mismo: eso que me había dicho el policía podía ser un buen argumento para una película de ciencia ficción.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentar