Los hermanos ya no eran hermanos. Se cruzaron en la calle de casualidad. Para su pesar, el instante duró una eternidad. Uno hizo que marcaba un número inexistente en el celular y el otro, en cambio, mantuvo la vista firme, mirando hacia adelante, a la nada.
Si aún quedaba había una oportunidad, pasó de largo. Fue la confirmación de que la sangre no significa nada. Es como el agua que lava todo lo que se le cruza en el camino. Y en todo caso, lo que la sangre une, la vida lo termina separando.
La ciudad era inmensa y siguieron su camino como si nada, hasta volver a perderse.
Los hermanos ya no eran hermanos, iban a seguir siendo un par de extraños, hasta el final de los días.
Claudio Miranda
Marzo 2015
"Ojalá que dentro de muchos años, cuando ni usted ni yo estemos, alguien, aunque sea una sola persona, se acuerde de un cuento, de alguna frase, o aunque sea de un adjetivo de esos pocos felices que a uno le salen a veces, muy pocos en la vida: Y entonces que el lector diga: "Esto está vivo todavía". Si pasa eso yo, desde el purgatorio, voy a guiñar este ojo miope, bastante agradecido". Germán Rozenmacher (1936-1971).
martes, 7 de abril de 2015
martes, 13 de enero de 2015
Visor de Raymond Carver - Versión del libro "Principiantes"
A continuación podrán leer Visor (versión del libro Principiantes), uno de los cuentos mas bellos que se hayan escrito acerca de la soledad. Devastador y bello al mismo tiempo.
Un Carver crudo, auténtico, lejos ya de las caprichosas tijeras de su editor, Gordon Lish.
VISOR
Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa. Si exceptuamos los ganchos cromados, era un hombre de aspecto corriente, y de unos cincuenta años.
-¿Cómo perdió las manos-le pregunté cuando me dijo lo que quería.
-Esa es otra historia-dijo-. ¿Quiere una foto de su casa o no?
-Pase-le dije-.Acabo de hacer café.
También había hecho un poco de jalea, pero eso no se lo dije.
-Tendría que ir al aseo-dijo el hombre sin manos.
Yo quería ver cómo sostenía la taza de café con aquellos ganchos. Sabía como utilizaba la cámara , una vieja Polaroid grande y negra. La llevaba pegada al pecho, atada con una correas de cuero que le ceñían los hombros y le rodeaban la espalda. Se situaba en la acera, enfrente de una casa, la cuadraba en el visor, apretaba el botón con uno de los ganchos, y al cabo de un par de minutos salía la fotografía de la casa. Le había estado observando desde la ventana.
-¿Dónde ha dicho que estaba el aseo?
-Por ahí, a la derecha.
Para entonces, doblándose y encorvándose se había desembarazado de las correas. Dejó la cintura en el sofá y se arregló la chaqueta.
-Puede echarle una ojeada a esto mientras estoy en el aseo.
Cogí la fotografía que me tendía. Un pequeño rectángulo de césped, el camino de entrada, el cobertizo de los coches, las escaleras de la entrada, la ventana mirador y la ventana de la cocina. ¿Por qué habría de querer yo una fotografía de tal desastre? Miré de más cerca y vi la silueta de mi cabeza, mi cabeza, tras la ventana de la cocina, unos pasos más atrás del fregadero. Me quedé mirando la fotografía durante un rato, y entonces oí la cisterna del baño. Lo vi venir por el pasillo, subiéndose la cremallera y sonriendo, sujetándose el cinturón con un gancho y metiéndose la camisa en el pantalón con el otro.
-¿Qué le parece?-dijo- . ¿Está bien? Personalmente creo que ha salido bien, pero sé lo que estoy haciendo y admitámoslo, no es tan difícil sacar la fotografía de una casa. A menos que haga mal tiempo; pero cuando hace mal tiempo no trabajo más que en exteriores. Encargos especiales, ya sabe.
Se tiró de la entrepierna.
-Aquí tiene el café-dije.
-Vive solo, ¿verdad?-miró el salón. Sacudió la cabeza-. Es duro. Es duro.
Se sentó junto a la cámara, se echó atrás con un suspiro y cerró los ojos.
-Tómese el café-dije. Me senté en una silla, enfrente de él.
Una semana antes, tres chiquillos con gorras de béisbol se habían presentado en casa. Uno de ellos había dicho: "¿Podemos pintar su dirección en el bordillo, señor? Casi todos los de la calle la tienen ya. Sólo es un dólar. Le esperaban otros dos en la acera, uno con la lata de pintura blanca a sus pies, el otro con una brocha. Los tres iban remangados.
-Hace poco vinieron tres chicos que quería pintar mi dirección en el bordillo. Me cobraban un dólar. ¿No sabrá algo al respecto?- Era una posibilidad remota. Pero observé su reacción, de todos modos.
Se inclinó hacia adelante, dándose aires de importancia, con la taza en equilibrio entre los ganchos. Luego la dejó con cuidado encima de la mesa. Y me miró.
-Qué tontería. Trabajo solo. Siempre lo he hecho, y siempre lo haré. ¿Qué es lo que quiere decir?
-Buscaba una relación-dije. Tenía dolor de cabeza. El café no es bueno para el dolor de cabeza, pero a veces la jalea ayuda a aliviarlo. Cogí la fotografía.
-Estaba en la cocina-dije.
-Lo sé. Lo vi desde la calle.
-¿Le sucede a menudo? ¿Captar a alguien adentro de la casa que está fotografiando? Normalmente estoy en la parte de atrás.
-Me pasa continuamente-dijo-. Y es una venta seguro. A veces me ven sacando la foto y salen y me piden me cerciore de que han salido en ella. Y a veces la señora de la casa quiere que a su maridito lavando el coche. O uno de los hijos está cortando el césped, y la señora dice: sáquele, sáquele y yo le saco. O la familia está comiendo tranquilamente en el patio, y me piden que por favor les saque.- Se le empezó a mover la pierna derecha-. Así que le han dejado, ¿no es eso? Han hecho las maletas y se han largado. Duele. De esos chicos no sé nada. Yo no sé nada de chicos. No me gustan. Ni siquiera me gustan los míos. Trabajo solo, como le he dicho. ¿Quiere la foto?
-Sí, me la quedaré-dije. Me puse de pie para recoger las tazas. Usted no vive por aquí. ¿Dónde vive?
-Ahora tengo una habitación en el centro. No está mal. Cojo el autobús, ya sabe, y salgo de la ciudad, y después de trabajarme todos los barrios me voy a otra ciudad. Hay formas mejores para moverse, pero me las arreglo.
-¿Y qué me dice de sus hijos?
Esperé con las tazas, mirando cómo se levantaba trabajosamente del sofá.
-Que se jodan. ¡Y su madre también! Esto se lo debo a ellos.- Levantó los ganchos y me los puso delante de la cara. Se dio la vuelta y empezó a ponerse las correas-. Me gustaría perdonar y olvidar, ¿sabe?, pero no puedo. Todavía me duele. Y ese es el problema. Que no puedo perdonar ni olvidar.
Miré de nuevo los ganchos mientras se ponía el correaje. Era fantástico ver lo que podía hacer con aquellos ganchos.
-Gracias por el café, y por dejarme usar el aseo. Lo va a pasar muy mal. Y me solidarizo con usted.- Movió arriba y abajo los ganchos-. ¿Puedo hacer algo por usted?
-Sacar más fotos-dije-. Quiero que saque fotos míos y de la casa.
-No servirá de nada-dijo-. Ella no volverá.
-No quiero que vuelva-dije.
Resopló. Me miró.
-Puede hacerle un precio especial-dijo-. ¿Tres por un dólar? Si le cobrara menos, apenas me saldría a cuenta.
Salimos afuera. Ajustó el obturador. Me dijo donde ponerme, y nos pusimos manos a la obra. Fuimos desplazándonos alrededor de la casa. Lo hicimos todo de forma sistemática. A veces yo miraba de soslayo. Otras directamente a la cámara. El estar afuera de casa me hacía sentirme mejor.
-Estupendo-decía-. Así está bien. Ésa ha salido genial. Veamos-dijo después de dar la vuelta a la casa y vernos de nuevo en el camino de entrada-. Veinte. ¿Quiere alguna más?
-Dos o tres más-dije-. En el tejado. Me subo al tejado y usted me saca desde aquí.
-Jesús-dijo-. Miró a un lado y otro de la calle-. Vale, está bien, adelante. Pero tenga cuidado.
-Tiene razón-dije-. Hicieron las maletas y se largaron. Con todos los bártulos. Ha dado usted en el clavo.
El hombre sin manos dijo:
-No hizo falta que dijera una palabra. Lo supe desde que abrió la puerta.- Agitó los ganchos en dirección a mí-. ¡Se siente como si ella le hubiera quitado el sueldo bajo los pies! Y se hubiera llevado sus piernas de paso. ¡Mire esto! Esto es lo que te dejan. A la mierda-dijo-. ¿Quiere subirse al tejado o no? Tengo que irme-dijo el hombre.
Saqué una silla de casa y la puse justo debajo del borde de la entrada del cobertizo de los coches. Pero no llegaba. El seguía en el camino de entrada, y me observaba. Encontré una caja de embalaje y la puse encima de la silla. Me aupé hasta la techumbre del cobertizo, y fui hasta el tejado de la casa, y avancé a cuatro patas sobre él hasta un pequeño espacio llano que había cerca de la chimenea. Me puse en pie y miré a mi alrededor. Soplaba una ligera brisa. Agité las manos, y él me devolvió el saludo con los dos ganchos. Y entonces vi las piedras. Era como un pequeño nidos de piedras sobre las rejilla de la boca de la chimenea. Seguramente, la chiquillería las había lanzado hasta allí al tratar de meterlas por el agujero de la chimenea.
Cogí una de las piedras.
-¿Listo?- grité.
Me tenía encuadrado en el visor.
-Sí-contestó él.
Me volví y eché atrás el brazo.
-¡Ahora!-grité
Lancé la piedra tan lejos como pude, hacia el sur.
-No sé-le oí decir-. Se ha movido usted-dijo-.Lo veremos dentro de un minuto..- Trascurrido el minuto, dijo: Santo cielo, ha salido bien.- Se quedó mirando la foto. La levantó ante él-.¿Sabe? -dijo-. Ha salido bien.
-Otra vez-grité.
Cogí otra piedra. Sonreí de oreja a oreja. Me sentía como si pudiera levitar. Volar.
-¡Ahora!-grité.
Un Carver crudo, auténtico, lejos ya de las caprichosas tijeras de su editor, Gordon Lish.
VISOR
Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa. Si exceptuamos los ganchos cromados, era un hombre de aspecto corriente, y de unos cincuenta años.
-¿Cómo perdió las manos-le pregunté cuando me dijo lo que quería.
-Esa es otra historia-dijo-. ¿Quiere una foto de su casa o no?
-Pase-le dije-.Acabo de hacer café.
También había hecho un poco de jalea, pero eso no se lo dije.
-Tendría que ir al aseo-dijo el hombre sin manos.
Yo quería ver cómo sostenía la taza de café con aquellos ganchos. Sabía como utilizaba la cámara , una vieja Polaroid grande y negra. La llevaba pegada al pecho, atada con una correas de cuero que le ceñían los hombros y le rodeaban la espalda. Se situaba en la acera, enfrente de una casa, la cuadraba en el visor, apretaba el botón con uno de los ganchos, y al cabo de un par de minutos salía la fotografía de la casa. Le había estado observando desde la ventana.
-¿Dónde ha dicho que estaba el aseo?
-Por ahí, a la derecha.
Para entonces, doblándose y encorvándose se había desembarazado de las correas. Dejó la cintura en el sofá y se arregló la chaqueta.
-Puede echarle una ojeada a esto mientras estoy en el aseo.
Cogí la fotografía que me tendía. Un pequeño rectángulo de césped, el camino de entrada, el cobertizo de los coches, las escaleras de la entrada, la ventana mirador y la ventana de la cocina. ¿Por qué habría de querer yo una fotografía de tal desastre? Miré de más cerca y vi la silueta de mi cabeza, mi cabeza, tras la ventana de la cocina, unos pasos más atrás del fregadero. Me quedé mirando la fotografía durante un rato, y entonces oí la cisterna del baño. Lo vi venir por el pasillo, subiéndose la cremallera y sonriendo, sujetándose el cinturón con un gancho y metiéndose la camisa en el pantalón con el otro.
-¿Qué le parece?-dijo- . ¿Está bien? Personalmente creo que ha salido bien, pero sé lo que estoy haciendo y admitámoslo, no es tan difícil sacar la fotografía de una casa. A menos que haga mal tiempo; pero cuando hace mal tiempo no trabajo más que en exteriores. Encargos especiales, ya sabe.
Se tiró de la entrepierna.
-Aquí tiene el café-dije.
-Vive solo, ¿verdad?-miró el salón. Sacudió la cabeza-. Es duro. Es duro.
Se sentó junto a la cámara, se echó atrás con un suspiro y cerró los ojos.
-Tómese el café-dije. Me senté en una silla, enfrente de él.
Una semana antes, tres chiquillos con gorras de béisbol se habían presentado en casa. Uno de ellos había dicho: "¿Podemos pintar su dirección en el bordillo, señor? Casi todos los de la calle la tienen ya. Sólo es un dólar. Le esperaban otros dos en la acera, uno con la lata de pintura blanca a sus pies, el otro con una brocha. Los tres iban remangados.
-Hace poco vinieron tres chicos que quería pintar mi dirección en el bordillo. Me cobraban un dólar. ¿No sabrá algo al respecto?- Era una posibilidad remota. Pero observé su reacción, de todos modos.
Se inclinó hacia adelante, dándose aires de importancia, con la taza en equilibrio entre los ganchos. Luego la dejó con cuidado encima de la mesa. Y me miró.
-Qué tontería. Trabajo solo. Siempre lo he hecho, y siempre lo haré. ¿Qué es lo que quiere decir?
-Buscaba una relación-dije. Tenía dolor de cabeza. El café no es bueno para el dolor de cabeza, pero a veces la jalea ayuda a aliviarlo. Cogí la fotografía.
-Estaba en la cocina-dije.
-Lo sé. Lo vi desde la calle.
-¿Le sucede a menudo? ¿Captar a alguien adentro de la casa que está fotografiando? Normalmente estoy en la parte de atrás.
-Me pasa continuamente-dijo-. Y es una venta seguro. A veces me ven sacando la foto y salen y me piden me cerciore de que han salido en ella. Y a veces la señora de la casa quiere que a su maridito lavando el coche. O uno de los hijos está cortando el césped, y la señora dice: sáquele, sáquele y yo le saco. O la familia está comiendo tranquilamente en el patio, y me piden que por favor les saque.- Se le empezó a mover la pierna derecha-. Así que le han dejado, ¿no es eso? Han hecho las maletas y se han largado. Duele. De esos chicos no sé nada. Yo no sé nada de chicos. No me gustan. Ni siquiera me gustan los míos. Trabajo solo, como le he dicho. ¿Quiere la foto?
-Sí, me la quedaré-dije. Me puse de pie para recoger las tazas. Usted no vive por aquí. ¿Dónde vive?
-Ahora tengo una habitación en el centro. No está mal. Cojo el autobús, ya sabe, y salgo de la ciudad, y después de trabajarme todos los barrios me voy a otra ciudad. Hay formas mejores para moverse, pero me las arreglo.
-¿Y qué me dice de sus hijos?
Esperé con las tazas, mirando cómo se levantaba trabajosamente del sofá.
-Que se jodan. ¡Y su madre también! Esto se lo debo a ellos.- Levantó los ganchos y me los puso delante de la cara. Se dio la vuelta y empezó a ponerse las correas-. Me gustaría perdonar y olvidar, ¿sabe?, pero no puedo. Todavía me duele. Y ese es el problema. Que no puedo perdonar ni olvidar.
Miré de nuevo los ganchos mientras se ponía el correaje. Era fantástico ver lo que podía hacer con aquellos ganchos.
-Gracias por el café, y por dejarme usar el aseo. Lo va a pasar muy mal. Y me solidarizo con usted.- Movió arriba y abajo los ganchos-. ¿Puedo hacer algo por usted?
-Sacar más fotos-dije-. Quiero que saque fotos míos y de la casa.
-No servirá de nada-dijo-. Ella no volverá.
-No quiero que vuelva-dije.
Resopló. Me miró.
-Puede hacerle un precio especial-dijo-. ¿Tres por un dólar? Si le cobrara menos, apenas me saldría a cuenta.
Salimos afuera. Ajustó el obturador. Me dijo donde ponerme, y nos pusimos manos a la obra. Fuimos desplazándonos alrededor de la casa. Lo hicimos todo de forma sistemática. A veces yo miraba de soslayo. Otras directamente a la cámara. El estar afuera de casa me hacía sentirme mejor.
-Estupendo-decía-. Así está bien. Ésa ha salido genial. Veamos-dijo después de dar la vuelta a la casa y vernos de nuevo en el camino de entrada-. Veinte. ¿Quiere alguna más?
-Dos o tres más-dije-. En el tejado. Me subo al tejado y usted me saca desde aquí.
-Jesús-dijo-. Miró a un lado y otro de la calle-. Vale, está bien, adelante. Pero tenga cuidado.
-Tiene razón-dije-. Hicieron las maletas y se largaron. Con todos los bártulos. Ha dado usted en el clavo.
El hombre sin manos dijo:
-No hizo falta que dijera una palabra. Lo supe desde que abrió la puerta.- Agitó los ganchos en dirección a mí-. ¡Se siente como si ella le hubiera quitado el sueldo bajo los pies! Y se hubiera llevado sus piernas de paso. ¡Mire esto! Esto es lo que te dejan. A la mierda-dijo-. ¿Quiere subirse al tejado o no? Tengo que irme-dijo el hombre.
Saqué una silla de casa y la puse justo debajo del borde de la entrada del cobertizo de los coches. Pero no llegaba. El seguía en el camino de entrada, y me observaba. Encontré una caja de embalaje y la puse encima de la silla. Me aupé hasta la techumbre del cobertizo, y fui hasta el tejado de la casa, y avancé a cuatro patas sobre él hasta un pequeño espacio llano que había cerca de la chimenea. Me puse en pie y miré a mi alrededor. Soplaba una ligera brisa. Agité las manos, y él me devolvió el saludo con los dos ganchos. Y entonces vi las piedras. Era como un pequeño nidos de piedras sobre las rejilla de la boca de la chimenea. Seguramente, la chiquillería las había lanzado hasta allí al tratar de meterlas por el agujero de la chimenea.
Cogí una de las piedras.
-¿Listo?- grité.
Me tenía encuadrado en el visor.
-Sí-contestó él.
Me volví y eché atrás el brazo.
-¡Ahora!-grité
Lancé la piedra tan lejos como pude, hacia el sur.
-No sé-le oí decir-. Se ha movido usted-dijo-.Lo veremos dentro de un minuto..- Trascurrido el minuto, dijo: Santo cielo, ha salido bien.- Se quedó mirando la foto. La levantó ante él-.¿Sabe? -dijo-. Ha salido bien.
-Otra vez-grité.
Cogí otra piedra. Sonreí de oreja a oreja. Me sentía como si pudiera levitar. Volar.
-¡Ahora!-grité.
martes, 25 de noviembre de 2014
EL COLECCIONISTA DE RECHAZOS
Gracias por escribir, justo cuando iba a hacerlo yo. Analizamos tu proyecto con interés, pero lamentablemente no encontramos espacio en nuestro plan editorial. Por una lado, las características ficcionales del texto (que destaca por su buena escritura ) creemos que desalentarían a sus lectores naturales, que aún siendo pocos buscan investigaciones sobre el tema.
Por otro, el nicho para ese público ya estaba cubierto con viejas contrataciones, de aquí y de España.
Te agradezco la confianza en el envío del libro.
Muchos saludos,
Ana xxx xxx
Editora
Penguin Random House (Alfaguara)
Grupo Editorial
El coleccionista de rechazos de editoriales, mucho antes de ser eso, en su adolescencia, juntaba estampillas y marquillas de cigarrillos. Aunque es materia opinable, para él existen antecedentes familiares que lo han marcado: el padre acumulaba deudas y la madre, sueños. El caso de su tío Evaristo, personaje a quien no conoció, es completamente diferente: se le daba para sumar intentos de suicidio fallidos, hasta que al final dejó la sobredosis de pastillas de efectos neutralizados por oportunos lavajes de estómago, por el certero y célebre corchazo dominguero, en la sien. El sábado anterior se había comprado una 38, con papeles y todo.
No es bueno preguntar las razones, es una pérdida de tiempo. La mayoría de las veces no existen motivos. Lo cierto es que el tipo de escribir cuentos, novelas y demás yerbas, un buen día pasó a coleccionar los rechazos que le llovían de las editoriales a las cuales enviaba textos para ser publicados.
Después de todo, no importa tanto lo que se colecciona, sino el hecho de coleccionar; un coleccionista es alguien que quiere detener el paso del tiempo, apartar cosas de su curso natural, meterlas en bonitas vitrinas, en elegantes álbumes, en cajas a prueba de polillas y humedad, cualquier cosa es válida para conservarlas inmaculadas a lo largo de los años.
Para un coleccionista, no me pregunten por qué, la última pieza de la colección es siempre la más valiosa, hasta que logra sumar una nueva.
El último ejemplar del coleccionista de rechazos de editoriales es justamente el que se muestra arriba de todo, con letras coloradas. Además de ser el más reciente, presenta algunas características que lo convierten en una pieza valiosa.
Para entender de lo que estamos hablando, resulta conveniente repasar algunas de las precisiones que el escritor Mariano Pereyra Esteban dio sobre el punto, y de las cuales se desprenden los siguientes tipos de rechazos:
Clichés: “Su obra no se ajusta a nuestra línea editorial”
Realistas: “No editamos ficción”
Mecánicas: “Estimado sr./sra. MARIANO tras evaluar con minuciosidad su obra decidimos no iniciar ningún proceso de edición”
Saturadas: “Nos gustó su obra, pero el plan de publicaciones ya está definido hasta el próximo año, vuelva a contactarnos en 2015”
Ajustadas: “Nos encontramos en proceso de ajuste financiero, por lo que se publicarán sólo obras muy específicas que ya hemos seleccionado”
Exitistas: “No publicamos autores noveles o anónimos. Sólo editamos consagrados”
Marketineras: “La obra es buena pero el tema no beneficia su promoción comercial”
Inmorales: “Por el momento sólo damos prioridad a la publicación de obras de autoayuda”
Orgánicas: “El comité de lectura ha recomendado considerar a su obra, pero el área editorial no ve viable su publicación debido a la evaluación de nuestros asesores comerciales, en consecuencia, se ha optado por no publicar su novela por el momento”
Piadosas: “Su novela es muy buena, siga adelante con sus intentos. No vamos a publicarlo en esta ocasión, pero vemos futuro en su obra”
Directas: “Su manuscrito no nos interesa”
En la pieza motivo de análisis, se observa el uso de una fórmula mixta. Tiene el atractivo de conjugar en uno solo, a varios tipos de rechazos. Estudiemos las frases: "Analizar con interés", "no encontramos espacio en nuestro plan editorial", "característica ficcional del texto", "que sin embargo esta cubierto con viejas contrataciones de aquí y España" : Chupáte esa mandarina.
Muy importante, no podía faltar esa otra: "El texto se destaca por su buena escritura", que no tiene otra intención que la de ser amable y no herir susceptibilidades. Sin embargo, no abre lugar a esperanzas: "Mande el texto el año que viene para ser evaluado nuevamente". Tampoco la pavada. A dejarse de joder.
El coleccionista de rechazos incursiona además en experimentos estrafalarios como mandar archivos de Word en blanco, o la Metamorfosis de Kafka bajo otros títulos, obteniendo en ambos casos la obvia negativa. Esto lo ha llevado a proclamar lo que él considera una especie de ley: "La compulsión por ser rechazado es directamente proporcional al ansia del rechazador en rechazar". A partir de la misma, se puede afirmar que ambos, coleccionista y editor se necesitan, la existencia de uno justifica la del otro y viceversa.
Así, a partir del rechazo, nuestro coleccionista ha logrado encontrar un rumbo, un sentido. La secuencia es esta: escribir cuentos, novelas, ensayos, enviar la obra a consideración de editoriales que responden invariablemente que no. Un círculo perfecto en donde no hay resquicio para que se filtren los imprevistos, los dolores de cabeza y la mala sangre. Lo que se dice, una vida sin sobresaltos.
Sin embargo, no por coleccionista, nuestro héroe deja de ser un tipo de carne y hueso a quien cada tanto los miedos lo asaltan y le causan zozobra. Por estos días teme que algún trasnochado editor le diga que sí y altere la merecida paz ganada, hecho que no solo podría acabar con su condición de coleccionista, sino también con el vicio de escribir.
viernes, 7 de noviembre de 2014
CLAUDIO MIRANDA EN RADIO NACIONAL, LA RADIO PÚBLICA
Cuento "Cesare" (primera mención de honor concurso Centro Cultural Borges - abril 2010), leído en el programa Cuentos al Mediodía de Radio Nacional.
sábado, 18 de octubre de 2014
ALDOUS HUXLEY Y LA MALDICIÓN DE NUESTROS TIEMPOS
La escena transcurre en
una calle populosa, atestada de gente vulgar, comprando en los modestos
comercios comestibles y demás productos de dudosa calidad para la subsistencia
diaria. A lo largo de las veredas angostas y sucias se observan negocios de todo
tipo: Verdulerías, alamacenes, carnicerías, bazares...
Entre ellos, el narrador descubre un oscuro y arrumbado local, en cuya pequeña vidriera se exhiben libros. Con sorpresa, se detiene frente a ella, como si hubiera encontrado un tesoro. ¿Una librería? ¿Como es posible encontrar una librería en semejante sitio? Sin embargo, está; no sólo eso, ha sobrevivido el paso del tiempo. Un milagro, piensa el narrador. Entra y se produce el siguiente diálogo con el dueño, un hombre viejo, pequeño, con la barba de un oso y ojos muy vivaces.
-¿El negocio anda bien?-le pregunta.
- Mejor le iba en la época de mi abuelo-responde-, sacudiendo la cabeza con tristeza.
-Somos cada vez más filisteos-insinúa el narrador.
-Es culpa de los periódicos baratos. Lo efímero arrasa con lo permanente, lo clásico.
-Este periodismo-asiente el narrador-, o mejor llamémoslo este cotidianismo banal, es la maldición de nuestros tiempos.
-Apto sólo para...-gesticuló tomándose las manos, como en busca de la palabra.
-Para el fuego.
El viejo se puso victoriosamente enfático con esto:
-No, para la cloaca.
El dialogo corresponde a un maravilloso cuento de Aldous Huxley (1984-1963) escrito a principios del siglo pasado, cuyo nombre es "La Librería".
Lamentablemente, las novelas y los ensayos del autor de "Un Mundo Feliz" y "Las puertas de la Percepción", ensombrecieron otros textos tan virtuosos como aquellos, en este caso sus cuentos.
La Librería es un relato lúcido y misterioso a su vez, en el que deja expuesto el mal que ya en aquella época causaba estragos: El periodismo barato.
Y eso que en aquellos tiempos no existían aún las grandes cadenas monopólicas de noticias que siniestramente lo digitan todo. De haberse topado con ellas, CNN, NBC, O'GLOBO de Brasil, o CLARIN de Argentina, por nombrar algunas, sin dudas, el dialogo que acabo de transcribir hubiera tenido mayor contundencia todavía.
De todos modos, las palabras que encontró Aldous Huxley en este revelador cuento, encajan perfectamente al periodismo que se ejercía mayoritariamente antes y se ejerce hoy: "Lo efímero arrasa con lo permanente", "Cotidianismo banal", "Maldición de nuestros tiempos", "Apto para el fuego", "Apto para la cloaca.
Claudio Miranda
Entre ellos, el narrador descubre un oscuro y arrumbado local, en cuya pequeña vidriera se exhiben libros. Con sorpresa, se detiene frente a ella, como si hubiera encontrado un tesoro. ¿Una librería? ¿Como es posible encontrar una librería en semejante sitio? Sin embargo, está; no sólo eso, ha sobrevivido el paso del tiempo. Un milagro, piensa el narrador. Entra y se produce el siguiente diálogo con el dueño, un hombre viejo, pequeño, con la barba de un oso y ojos muy vivaces.
-¿El negocio anda bien?-le pregunta.
- Mejor le iba en la época de mi abuelo-responde-, sacudiendo la cabeza con tristeza.
-Somos cada vez más filisteos-insinúa el narrador.
-Es culpa de los periódicos baratos. Lo efímero arrasa con lo permanente, lo clásico.
-Este periodismo-asiente el narrador-, o mejor llamémoslo este cotidianismo banal, es la maldición de nuestros tiempos.
-Apto sólo para...-gesticuló tomándose las manos, como en busca de la palabra.
-Para el fuego.
El viejo se puso victoriosamente enfático con esto:
-No, para la cloaca.
El dialogo corresponde a un maravilloso cuento de Aldous Huxley (1984-1963) escrito a principios del siglo pasado, cuyo nombre es "La Librería".
Lamentablemente, las novelas y los ensayos del autor de "Un Mundo Feliz" y "Las puertas de la Percepción", ensombrecieron otros textos tan virtuosos como aquellos, en este caso sus cuentos.
La Librería es un relato lúcido y misterioso a su vez, en el que deja expuesto el mal que ya en aquella época causaba estragos: El periodismo barato.
Y eso que en aquellos tiempos no existían aún las grandes cadenas monopólicas de noticias que siniestramente lo digitan todo. De haberse topado con ellas, CNN, NBC, O'GLOBO de Brasil, o CLARIN de Argentina, por nombrar algunas, sin dudas, el dialogo que acabo de transcribir hubiera tenido mayor contundencia todavía.
De todos modos, las palabras que encontró Aldous Huxley en este revelador cuento, encajan perfectamente al periodismo que se ejercía mayoritariamente antes y se ejerce hoy: "Lo efímero arrasa con lo permanente", "Cotidianismo banal", "Maldición de nuestros tiempos", "Apto para el fuego", "Apto para la cloaca.
Claudio Miranda
lunes, 18 de agosto de 2014
EL RASTRO DE CORTÁZAR EN BANFIELD
El próximo 26 de agosto se cumplirán 100 años del nacimiento de
Julio Cortázar y la palabra Banfield resuena con fuerza. Muchos de sus cuentos
transcurren en Banfield, entre ellos y sólo para mencionar algunos:
"Deshoras" y "Los Venenos". Es que allí Don Julio vivió su
infancia y su primera adolescencia.
Como oriundo y habitante
de Banfield puedo asegurar que su alma sigue dando vueltas por el viejo
empedrado del barrio que queda al oeste de las vías del ferrocarril, por su
plaza y en la estación de trenes también. Ni hablar de esquina de Maipú y
Belgrano, en donde entonces se levantaba la escuela N° 10 en la que cursó
la primaria. Don Julio sigue presente en todos esos lugares. A los cortazianos
les digo que es muy fácil llegar hasta allá. El tren eléctrico en Constitución,
veinte minutos de viaje y Banfield, y el mundo inmenso de Cortázar que se abre
profundo y misterioso ni bien pongamos un pie en el andén.
Entre el 26 de agosto de
2014 y el domingo 31 Banfield será una fiesta recordando al maestro. Este es el
programa de actividades:
26 de Agosto 10 hs :
colocación de un busto del escritor en la esquina de Maipú y Belgrano
26 de Agosto 20 hs :
Charla debate con los escritores Vicente Zito Lema, Jorge Deschamps y Gloria
Archuschin en el teatro Ensamble (Larrea 350)
27 de Agosto - 20 hs:
Inauguración muestra de artes plásticas en la escuela X Arte en
Alsina y Rincón
28 de Agosto - 20 hs:
Narración oral de cuentos a cargo de la cuentista Liliana Bonel en el cine
Maipú
28 de Agosto - 21 hs:
Proyección de la pelicula el Perseguidor en el centro cultural espacio Pucheco
en Arenales 1555.
29 de Agosto: - 22 hs :
Concierto musica jazz (la preferida de Cortázar) a cargo de la Maidana Jazz en
el teatro viejo Varieté en Maipú 540. (se interpretará a Charlie Parker)
31 de Agosto: durante todo
el día: fiesta de murgas, concursos de pintura, una feria de libros y juegos,
por supuesto, la clásica "Rayuela".
Banfield en el cuento Deshoras:
Banfield en el cuento Deshoras:
Un pueblo,
Bánfield, con sus calles de tierra y la estación del Ferrocarril Sud, sus
baldíos que en verano hervían de langostas multicolores a la hora de la siesta,
y que de noche se agazapaba como temeroso en torno a los pocos faroles de las
esquinas, con una que otra pitada de los vigilantes a caballo y el halo
vertiginoso de los insectos voladores en torno a cada farol. A tan poca
distancia las casas de Doro y de Anibal que la calle era para ellos como un
corredor más, algo que seguía manteniéndolos unidos de día o de noche, en el potrero
jugando al fútbol en plena siesta o bajo la luz del farol de la esquina mirando
cómo los sapos y los escuerzos hacían rueda para comerse a los insectos
borrachos de dar vueltas en torno a la luz amarilla. Y el verano, siempre, el
verano de las vacaciones, la libertad de los juegos, el tiempo solamente de
ellos, para ellos, sin horario ni campana para entrar a clase, el olor del
verano en el aire caliente de las tardes y las noches, en las caras sudadas
después de ganar o perder o pelearse o correr, de reírse y a veces de llorar
pero siempre juntos, siempre libres, dueños de su mundo de barriletes y pelotas
y esquinas y veredas.
Banfield en el cuento
"Los Venenos"
El sábado tío
Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había
dicho en la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina
imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas de
Bánfield, las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros
en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se
hunde en el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero no pueden esconder su
fila negra que va y viene trayendo pedacitos de hojas, y los pedacitos de hojas
eran las plantas del jardín, por eso mamá y tío Carlos se habían decidido a
comprar la máquina para acabar con las hormigas.
jueves, 24 de julio de 2014
IMBORRABLE
No quedó nada pero a pesar de eso, esta historia permanecerá imborrable en mi cabeza.
IMBORRABLE
Con la vuelta de la democracia nos empezamos a reunir los días viernes.
Corría la época a la que todos llamaban orgullosamente “primavera alfonsinista”
o “destape argentino”. Yo era bastante escéptico sobre el punto, más de una vez
se me daba por pensar que aquellos días tenían poco de primavera y en especial,
de destape, en el fondo creía ver la misma hipocresía de toda la vida a la que
le habían pegado una lavada de cara a los apurones.
El punto obligado de encuentro—la base de operaciones, como decía
Paco—era un viejo bar ubicado en la esquina de calle Chile, casi esquina 9 de
Julio, que tiraron abajo a mediados de los noventa.
A las 9 de la noche a más tardar y con algunas botellas de cerveza
encima, salíamos a caminar por la ciudad. Íbamos siempre en dos grupos,
separados a no más de un metro entre uno y otro, ocupando todo el ancho de las
veredas. Hubo un tiempo en que me ilusioné, pensaba que el infaltable
vagabundeo semanal era la forma que habíamos
encontrado de desafiar al paso del tiempo, de asegurarnos que siempre
íbamos a estar juntos.
Envueltos en conversaciones entrecortadas, en sonrisas cómplices, en
silbidos distraídos, parecíamos flotar en la calles. Cada tanto, a más de uno
se le daba por tararear alguna canción de rock. Recuerdo particularmente la
forma en que lo hacía Luciano (se había ensañado con una hermosa melodía de
Joni Mitchell), con una voz chillona que enronquecía enseguida y que a mí me
daba vergüenza ajena. A veces me parece que ese ridículo tarareo es la síntesis
de lo que me ha quedado de esa época.
Había días que éramos siete y hasta ocho amigos. Por ejemplo, los
primeros viernes del mes la asistencia era perfecta. De algún modo, todos nos
las arreglábamos para tener unos los pesos necesarios para solventar esas
religiosos reuniones. El que no trabajaba contaba al menos con un padre o una
madre que generosamente pasaba una mensualidad, como eran los casos de Patricio
y Chiqui, por ese entonces estudiantes en la universidad de Buenos Aires.
Lo cierto es que los ocasionales transeúntes nos veían venir y enseguida
se apartaban a un costado de la vereda para dejarnos pasar. Después, a nuestras
espaldas, se daban vuelta y nos miraban con curiosidad.
Éramos un grupo bastante raro. Por esos años me preguntaba qué era lo
que más llamaba la atención: los pelos largos y rojizos de Marcia, la pelada
lustrosa de Chiqui, la forma de caminar de Paco (tenía una pierna más corta),
los tatuajes provocativos de Patricio, o mi traje gris impecable, haciendo
juego con mi camisa y corbata.
A no engañarse. Individualmente pasábamos inadvertidos, no se daban
vuelta ni los perros, pero juntos éramos
otra cosa. Con el correr de los años me di cuenta de algo: lo que llamaba la
atención de la gente era descubrir a un grupo heterogéneo, demasiado desparejo
como para andar caminando juntos por la vida con tanta naturalidad. Sin
embargo, en el fondo, sabía que no éramos muy diferentes. Acaso nos unía el
deseo oculto de que algo extraordinario sucediera alguna vez en nuestras vidas.
Ya en plena caminata nocturna, el Chiqui solía largar la pregunta de
todos los viernes: “¿A ver hoy que nos trae nuevo la city?” Y la “city” casi
nunca nos sorprendía con nada. La
mayoría de las veces terminábamos sentados en una plaza fumando con desgano, o
en la función de trasnoche del cine Lara de Avenida Mayo mirando por enésima
vez el film “La canción es la misma” de Led Zeppelin”.
Más tarde, bien entrada la madrugada, atraídos por las botellas de
vodka, la marihuana, las ganas de dormir, o las tres cosas juntas, terminábamos
la noche en el cuatro ambientes de Luciano.
Era un departamento muy cómodo, caro, regalo de su papá empresario. No
hay nada mejor que tener como padre a un cerdo capitalista, decía Paco cada vez
que entraba en la cocina y miraba con asombro la moderna mesada, las banquetas
de pana y la heladera último modelo con freezer. Lo curioso o no tanto, era que
el que más festejaba la ocurrencia de Paco era justamente Luciano, el hijo del
cerdo capitalista.
Por esos meses Luciano parecía embarcado en una eterna mudanza. Había
cajas vacías, valijas y libros tirados por todos lados. Decía que quería darle
al departamento un toque especial pero nada parecía conformarlo. Los muebles
iban y venían todo el tiempo de la casa de los padres al departamento y al
revés. Así, el famoso toque final nunca llegaba. A veces compraba una
biblioteca o una mesita de luz y al poco tiempo las terminaba regalando porque
decía que no iban con el estilo del resto del mobiliario.
Después de comer nos tirábamos a dormir en donde se podía. Camas,
sillones, colchones desparramados en el piso, lo mismo daba a esa altura de la
noche.
Fumé mis primeros cigarrillos de marihuana allí. Los demás ya tenían
bastante experiencia en esas prácticas, pero lo nuestro más bien tenía que ver
con el consumo social que con otra cosa. En todo caso pensaba que si alguna vez
terminábamos de perder la cabeza sería por el alcohol y no por la drogas.
Un viernes que estábamos aburridísimos, Marcos empezó a fantasear con
conquistar alguna turista en la calle Florida, una diosa nórdica, como había
hecho el pulga un par de años atrás.
—¿Quién?—preguntó Luciano
—Alejo, el pulga. ¿No te acordás? Se terminó yendo a vivir con la rubia
esa a Copenhague.
Luciano contestó que sí, que se acordaba, y el tema quedó ahí, nadie
dijo más nada, la idea de Marcos parecía no haber prendido, o en todo caso se
veía inalcanzable.
Sin embargo esa noche, cuando salimos del viejo bar de la calle Chile,
nos fuimos a dar una vuelta por Florida. Marcos siempre fue cabeza dura. En
plena caminata insistió con el tema. Le pidió a Marcia que, en el caso de
cruzarse con la famosa diosa nórdica, le diera una mano con el idioma,
aprovechando que ella había vivido unos cuantos años en Paris como exiliada
política y que hablaba perfecto el inglés y el francés. Marcia aceptó con
gusto, argumentó que con tal de verlo hacer el ridículo se prestaba a cualquier
cosa. Pero esa noche, por el frío, o por la hora, casi no nos cruzamos con
turistas, mucho menos con las fantásticas mujeres que había soñado Marcos.
Fue al viernes siguiente que Paco se apareció en el bar con el extranjero.
Me acuerdo que nos miró a todos con picardía y después le preguntó a Marcos:
— ¿Che, en lugar de una dinamarquesa, no te da lo mismo un grandote
canadiense?
Todos reímos a carcajadas, incluso el gringo. Se llamaba Eric Swaster o
Swester, ya no recuerdo bien, pero todos lo empezamos a llamar Neil, por Neil
Young. El tipo, como buen canadiense, era fanático del célebre músico. Vivía a
unos pocos kilómetros de Toronto. Para lo que era mi imaginario, Neil no era el
típico canadiense. Por empezar, no era muy alto, tenía el pelo oscuro enrulado,
la cara redonda, y barba de dos o tres días. Eso sí, era bastante corpulento,
tanto o más que Marcos. También me llamaba la atención su español fluido,
producto de una larga estadía en Perú unos años atrás.
El gringo decía que tenía la edad de Chiqui, veintisiete años, pero yo
le daba por lo menos cinco o seis más. Paco lo había conocido el día anterior,
en una marcha convocada por organizaciones de derechos humanos.
Después de terminar la primera cerveza, Neil nos confesó que había
llegado al país atraído por la increíble historia de las “Madres de Plaza de
Mayo”, de quienes admiraba su coraje y su lucha. Marcia, que todavía conservaba
buenos contactos políticos, le prometió llevarlo un día a conocer la sede de la
agrupación. Me acuerdo que Neil se puso muy contento y agradeció nuestra
hospitalidad. A lo largo de toda la conversación brindamos varias veces,
levantábamos las copas bien altas y
después gritábamos: “por Argentina y por Canada”, “por las madres de Plaza de
Mayo#, “por Neil Young y el rock”.
Cerca de las diez de la noche le preguntamos a Neil si quería venir con
nosotros a caminar y enseguida contestó que sí, que iba a aprovechar para
conocer la ciudad.
A lo largo de la recorrida el canadiense no paraba de sacar fotos,
admirado por la arquitectura de los edificios y por la belleza de las avenidas
y las plazas. Según él, en cada rincón, descubría un toque europeo. Cuando
pasamos por la calle Maipú al 900 y le mostramos el edificio de departamentos
donde vivía Jorge Luis Borges, Neil se mostró desconfiado. Al advertir que
hablábamos en serio, miró el cielo y realizó un movimiento raro con la mano,
algo parecido a una reverencia. Enseguida confesó emocionado que el mejor
cuento que había leído en su vida se llamaba “El milagro Secreto”, del maestro
Borges. Después quiso que todos nos sacáramos una foto en la puerta del
edificio, pero como en ese momento no pasaba nadie yo tuve que hacer de
fotógrafo.
Continuamos nuestra caminata bordeando la Plaza San Martín hasta
desembocar en Florida. Bajamos distraídos por la peatonal, mirando vidrieras y
hablando entre nosotros. Estuvimos a punto de entrar a la galería del Este pero
algo, no sé qué, nos hizo seguir de largo. Más tarde nos metimos en la Richmond
a tomar café. El canadiense estaba como eufórico, tal vez mucho más que eso:
feliz. Fue entonces que Marcia me preguntó al oído, muy bajito:
—¿Con qué se habrá dado este loco?
Llegamos al departamento de Luciano antes de las tres. Yo estaba que me
caía del sueño pero el whisky y el café que sirvió Patricio me despabiló
bastante.
Teníamos hambre y comimos empanadas de pollo y carne que encontramos en
la heladera. Después, Paco, ayudado por Marcos, armó los cigarrillos de
marihuana. Cuando terminamos de fumar el canadiense agarró la guitarra de
Luciano y se puso a cantar. Fue una sorpresa comprobar que su voz chillona se
convertía en algo dulce y afinado a la hora de hacer música. Haciendo honor al
apodo que le habíamos puesto interpretó con mucho sentimiento “Powderfinger” de
Neil Young.
Cuando terminó lo aplaudimos muy fuerte y brindamos con cerveza.
Rápidamente se hicieron tres grupos, uno en el living, con Paco y Marcos, otro
cerca del balcón formado por Patricio, Chiqui y Luciano, y nosotros—Marcia,
Neil y yo—en la cocina. Fue en ese momento que aprovechamos para preguntarle
cosas de su país y de su vida. Debe haber sido por el cansancio que nos contó
muy poco. Apenas que trabajaba seis meses en un pequeño emprendimiento que
tenía en Toronto, y que la otra mitad del año la dedicaba a viajar por el
mundo. Marcia quiso saber cuándo se iba y él contesto que no lo sabía muy bien,
pero que probablemente antes de la llegada de la primavera. Cuando le
preguntamos qué era lo que más le agradaba de la Argentina contestó sin dudar:
—Todo, me gusta todo.
En un momento dado hice un paneo a mi alrededor y di con botellas vacías.
En pocos minutos habíamos acabado con toda cerveza del departamento.
Después, ya no sabría decir muy bien cómo siguió la reunión porque sin
saludar a nadie me tiré en un colchón, cerca de la estufa. Antes de dormirme
escuché que al canadiense le decían que podía acostarse en el cuarto de
Luciano, en la cama más grande.
Cuando me despertaron a los gritos y me dijeron que Neil estaba muerto,
yo creí que se trataba de una broma de mal gusto. Esa sensación me duró hasta
que entré al cuarto de Luciano y lo vi tendido en la cama boca arriba, con los
labios apretados, el rostro pálido y los
ojos entreabiertos.
Aprovechando mi breve paso por la facultad de medicina me pidieron que
lo revisara para saber si era verdad que el tipo había pasado a mejor vida. No
hacía falta ser médico ni mucho menos para confirmar la sospecha, el gringo
estaba frío y blanco como la nieve. Miré el reloj y eran las doce del mediodía.
Me aparté y caminé en silencio hacia la ventana. Observé el cielo celeste, la
calle, la gente. Afuera parecía ser un sábado más, tal vez un poco más fresco
que los anteriores. No terminaba en caer. El resto también permaneció en
silencio, rodeando al muerto, en un círculo perfecto. Estuvimos así hasta que
alguien por fin exclamó: “ ¡Dios mío, pobre tipo! ¿Qué le habrá pasado?”
—Para mí que se daba con drogas pesadas—arriesgó Chiqui.
—Sí—dijo Marcos—, ya vendría entonado de antes y lo que tomó y fumó acá
fue la gota que rebalsó el vaso.
—No sé, no creo. Tengo el presentimiento que fue el corazón—dijo Paco.
—O un ataque cerebral—dijo Patricio.
—Como puede ser—se lamentó Marcia—, si hasta ayer estaba lo más bien.
—Sí, hasta ayer—respondió molesto Luciano—, hoy palmó.
No podría recordar con precisión todas las especulaciones que ensayamos para
explicar la misteriosa muerte de Neil. Sí que en un momento dado alguien
pregunto qué íbamos a hacer. Entonces empezó una larga discusión. Las opiniones
se dividieron rápidamente. Estaban los que querían dar a aviso a la policía y
los que se negaban rotundamente. De a poco se fue imponiendo la segunda
postura. Según Paco iba a ser lo mejor, el hecho podía ser calificado como
muerte dudosa y todos terminaríamos imputados como sospechosos.
Luciano coincidió. Además aventuró que en caso de zafar, lo mínimo que
nos iban a tirar por la cabeza era un proceso por tenencia y consumo de drogas.
Marcos agregó que si el episodio tomaba estado público entonces iba
intervenir la embajada canadiense y que todo el caso iba a ser un gran
escándalo internacional.
Fue ahí que me metí yo, dije que si me comía una causa judicial en la
oficina me iban a terminar despidiendo.
Por si todavía quedaban dudas, Marcia nos terminó de convencer a todos.
Con lágrimas en los ojos afirmó que los represores seguían manejando las
fuerzas de seguridad en las sombras, que si descubrían su carácter de exiliada
política iban hacer con ella lo que no pudieron hacer en su momento.
De repente, Patricio preguntó:
—Ok, no llamamos a la cana, ¿pero qué hacemos?
Luciano no dudó, contestó de manera terminante:
—Hacemos desaparecer el cuerpo. Lo tiramos en algún lugar, bien lejos,
para que nadie lo pueda encontrar.
—Esos eran los métodos de la dictadura—respondió Marcia indignada.
—No hables boludeces, nena. Nosotros al tipo este ni lo secuestramos, ni
lo torturamos, ni lo asesinamos. Ni siquiera sabemos quién carajo era. Mirá que
el mundo es grande, eh. ¡Qué culpa tengo yo que este gringo hijo de remil putas
haya elegido mi departamento, mi cama para venir a morirse!
Luciano estaba furioso. El ambiente se puso tan tenso que por un par de
minutos nadie se animó a decir nada.
—Bueno, está bien—dijo Marcos—, conoces algún lugar para enterrarlo.
—¿Enterrarlo?—preguntó Luciano—. No, mejor no, va a llevar un tiempo
hacer eso. Conozco un lugar en donde no pasa un alma y está lleno de alimañas.
Los bichos esos se lo van a tragar mucho antes que los gusanos.
—¿Alimañas? Pero hay que enterrarlo—reprochó Marcos—. Al menos eso. No
ves que el tipo era cristiano.
—¿Y vos como sabés eso?
—Por la cruz que le cuelga del pecho.
Fue entonces que intervino Paco:
—Lo que vamos a hacer es una salvajada.
—¿Salvajada? ¡Justo vos venís a hablar! —gritó Luciano—. Si no lo
hubieras traído no estaríamos metidos en este quilombo. Mejor calláte la boca.
Paco estuvo a punto de írsele al humo, pero logramos contenerlo entre
todos. Cuando se calmaron los ánimos, Marcia le preguntó a Luciano dónde
quedaba ese lugar.
—Cerca de la ruta 11, camino a la costa.
—¿Y por qué tan lejos—preguntó Marcos?
—Si conoces un lugar mejor para tirar un muerto decímelo.
Como Marcos no respondió, Luciano
siguió con la explicación: había que ir hasta el kilómetro 180 y doblar en un
camino perdido, de tierra. Después, apagar las luces del auto y recorrer en la
oscuridad unos 10 kilómetros aproximadamente, dejar el cuerpo entre los
pastizales y regresar lo más rápido
posible. Me acuerdo que tuve ganas de preguntarle como era que conocía un lugar
así, pero no me animé.
Patricio, que hacía varios minutos que no abría la boca, dijo que lo
mejor era que todos nos mantuviéramos unidos para que las cosas salieran bien.
Cuando el plan nos terminó de cerrar a todos, empezamos a discutir la
mejor forma de sacar el cadáver del departamento. Otra vez las especulaciones. Alguien,
no me acuerdo quién, habló de descuartizarlo. Otro de meterlo en una valija o
en un bolsa de consorcio. Todas incoherencias, teniendo en cuenta lo grandote
que era Neil. Yo dije que mientras discutíamos pavadas, pasaba el tiempo y el
rigor mortis del cuerpo nos iba a dificultar cualquier solución.
Luciano dijo que contra eso no podíamos hacer nada, que igualmente había
que esperar a la noche para sacarlo, que para ese entonces el cuerpo iba a
estar más duro que una roca. Después, prendió un cigarrillo, le dio dos largas pitadas
y dijo:
—No le demos mas vueltas al asunto. Hasta el ascensor no debe haber más de
tres metros. No parece tan complicado. Vamos a tener que arrastrarlo hasta
allí, rogar que no nos vea nadie, bajar hasta la cochera, rogar otra vez pasar
inadvertidos, y meterlo adentro de la Trafic.
Dentro de todo era una suerte que esa noche Luciano tuviera a su
disposición la camioneta del padre. Otros días, en cambio, andaba con un auto
importado muy bonito, pero con un baúl en el que no hubiera entrado ni la mitad
del cadáver de Neil.
A la tarde nos dedicamos a eliminar pruebas. Rompimos en mil pedacitos
el pasaporte y las tarjetas de crédito. Después, las tiramos por el inodoro. Lo
mismo hicimos con unas extrañas credenciales y una libretita con anotaciones de
direcciones y números telefónicos. Luego, abrimos la mochila y encontramos los
dólares. Marcia los contó y eran exactamente mil ochocientos. Me acuerdo que
Luciano se los sacó de la mano de mal modo y fue hasta la cocina, prendió las
hornallas y los fue quemando de a tres o cuatro. Yo sé que más de uno pensó en
repartir el dinero, se los pude leer en los ojos. Incluso yo llegué a hacer
mentalmente el cálculo de cuánto nos hubiera tocado por cabeza. Era extraño ver
cómo se encendían los billetes y mucho más sentir el olor que despedían.
Luciano, a medida que avanzaba en la tarea de incineración, nos miraba de
manera desafiante pero nadie se atrevió a decirle nada. Con el tiempo comprendí
que haber tomado la plata nos hubiera convertido en algo todavía más
siniestro.
Después, seguimos revisando las cosas. Tenía dos libros: “La
náusea” de Sartre y “Muerte en Venecia”
de Thomas Mann. Me resultó imposible no asociar lo que le había pasado al
canadiense con el título de ese libro, a pesar de que Buenos Aires y Venecia no
se parecían en nada. Y la náusea también, cada vez que miraba el cadáver me
agarraban arcadas. Los dos terminaron en el fuego y mientras ardían, yo me acordé de cuando los militares hacían
fogatas para quemar libros. Por la cara que puso Marcia, estoy seguro que ella
tuvo la misma impresión.
En un bolsillo perdido de la mochila había un walkman y varios casetes
importados de Jimi Hendrix y Richie Havens. Luciano decía que en la semana iba
a ir a navegar al tigre para tirar todo eso en el río, junto con el reloj, la
máquina fotográfica y la cadenita con la cruz.
Me acuerdo que Patricio a cada rato entraba al cuarto a mirar al muerto
como si dudara de su estado o si esperara el milagro de la resurrección.
A la nochecita nos dedicamos a descansar. Yo no tenía sueño pero tirarse
un par de horas era una manera de pasar el tiempo. No era sencillo encontrar un
lugar porque se disponía de dos camas menos: la del muerto y la camita que estaba
pegada a ella y a la que nadie quería ir.
A eso de las 7 sonó el teléfono. Eran los padres de Chiqui que querían
saber si iba ir a la noche a cenar a la casa. Él contestó que no, que se había
comprometido a pasar por el cumpleaños de un amigo. Lindo cumpleaños, pensé.
Como en la heladera ya no quedaba nada logramos convencer a Luciano de
bajar a comprar pizza. Nos puso dos condiciones: regresar inmediatamente y no
comprar cerveza porque decía que había que estar muy sobrios para no meter la
pata a la hora de sacar al muerto.
Cuando terminamos de comer la pizza encendimos el televisor y nos
pusimos a mirar en el canal 7 el
programa “Función Privada”. Daban un policial francés lento y bastante
aburrido. Por la mitad del film aparecía un tipo de gruesos anteojos
deshaciéndose de un cadáver, lo enterraba en el fondo de una casa abandonada.
Recuerdo que todos nos pusimos muy tensos y Luciano, rápido de reflejos, se levantó y apagó de mal modo el
televisor.
A la una de la madrugada, alentados por el silencio del edificio,
sacamos el cuerpo. Cinco minutos antes, Marcia y Marcos habían bajado a las
cocheras para estacionar la Trafic lo más cerca posible de los ascensores.
Luciano pidió además que el vehículo quedara de culata y con la puerta trasera
abierta.
Cuando entramos al dormitorio fuimos rodeando de a poco al muerto. No
podíamos dejar de mirarlo, parecíamos hipnotizados. La imagen me hizo acordar a
la escena en un velorio. Entre Luciano, Chiqui y yo nos organizamos para
levantarlo. Ya casi teníamos controlada la situación cuando por un mal cálculo
se nos cayó sobre la alfombra roja. Hizo un ruido muy fuerte y entonces yo
pensé en la gente que vivía abajo. Luciano, fuera de sí, me echó la culpa. Dijo
que no tenía fuerzas, que mejor le cediera el lugar a Paco. Al hacerme a un
lado noté que el piso había quedado manchado del líquido grisáceo que largaba
la boca y la nariz del muerto.
Lo arrastraron como pudieron hasta la puerta del departamento y se quedamos
allí, hasta que Patricio, que había ido a llamar el ascensor, dio el visto
bueno. Los muchachos cargaron al canadiense y llegaron hasta el ascensor sin hacer
ruidos. Yo cerré con llave el departamento y bajé con Patricio los tres pisos
por las escaleras. Cuando llegamos a las cocheras ya estaban los cinco
esperándonos adentro de la Trafic. Marcia y yo subimos adelante y el resto fue
atrás aunque por la oscuridad nunca pude distinguir bien de qué lado viajaba el
muerto. Luciano salió a toda velocidad y tomó la Avenida Libertador hacia el
norte. No sé si era por el movimiento que había en las calles o las luces de las
plazas y avenidas, la ciudad parecía prepararse para una gran fiesta.
Ya en plena ruta, Luciano iba rápido. En algún momento del viaje sentí
temor de que nos detuvieran por exceso de velocidad, pero la verdad es que no
se veían policías por ningún lado.
Promediando el viaje pasó algo que me dio tanto o más escalofríos que el
muerto. No sé bien cómo, pero por unos instantes logré abstraerme del ruido del
motor de la Trafic y entonces llegó de lleno a mis oídos el silencio de esa
ruta oscura y solitaria. Sé que es difícil explicarlo con palabras, pero puedo
jurar que no era un silencio cualquiera.
Y esa inquietud que me sacudía por dentro se mezcló con la voz ronca
atrás de Chiqui, pidiendo desesperadamente que abriéramos las ventanillas
porque le faltaba el aire. Yo dije que sí, que por favor las bajarán, que me
estaba ahogando también. Luciano y Marcia hicieron caso enseguida y entonces un
aire muy frío sacudió mi cara, fue como revivir.
Cerca de las dos y media Luciano apagó las luces de la trafic y tomó el
camino de tierra. Íbamos a poca velocidad pero igualmente la camioneta se
zarandeaba para todos lados. Cada tanto se escuchaba el ruido de piedras
golpeando debajo de nuestros pies. A veces se cruzaban sombras en el aire y a
mí se me ocurrió que podían ser murciélagos.
A los pocos minutos el vehículo se detuvo abruptamente y alguien dijo
que habíamos llegado.
Luciano, Paco y chiqui bajaron al
muerto y lo empezaron a arrastrar hacía un costado del camino. Los cuatro eran
como una sombra espesa que se iba diluyendo entre los pastizales. Mientras
esperábamos en la oscuridad yo me pregunté un montón de cosas:
¿Nos habría visto alguien? ¿Qué tipo alimañas eran las que se iban a
devorar al canadiense? ¿Seríamos capaces de mantener el secreto a lo largo del
tiempo?
Regresaron diez minutos más tarde. “Ya está, ya está”, no paraba de
decir Chiqui, parecía un disco rayado. Los tres tenían las caras desencajadas y
respiraban con dificultad. No pudimos irnos enseguida. Tuvimos que esperar a
que Paco terminara de vomitar. Había quedado a un costado de la Trafic,
arrodillado, tomándose el estómago y
quejándose entre vómito y vómito.
Después, Luciano manejó tan rápido como en el viaje de ida. Marcia
lloriqueaba muy bajito a mi lado, con la frente apoyada en la ventanilla y su
mano aferrada al pecho.
Mis ojos permanecían fijos en la línea blanca que separaba los dos
carriles de la ruta. Yo creo que algún efecto hipnótico debería tener esa raya,
ya que por largos minutos ni siquiera pude pestañear. La sensación que me invadió en esos momentos fue
de lejanía, como la de haber llegado a un lugar remoto desde donde jamás
podríamos regresar.
El único
que habló en todo el trayecto fue Chiqui para decir que por un tiempo teníamos
que dejar de vernos.
Desde esa
noche, a excepción de Paco, jamás volví a verlos. Una década después me crucé
con él cerca de plaza de Mayo y los dos fingimos no habernos visto.
Luciano nos fue dejando de a uno en nuestras casas y yo fui el último en
bajarme de la Trafic.
Mientras el sol de la nueva mañana empezaba a asomarse lentamente y la
llave de mi departamento se empecinaba una y otra vez en errarle a la
cerradura, se me dio por pensar en todos los turistas que en ese momento
estarían llegando al país. Imaginé a esos tipos sonrientes, distendidos, con la
ilusión intacta de pasar una estadía única, imborrable.
sábado, 12 de julio de 2014
KJELL ASKILDSEN: AJEDREZ
Kjell Askildsen, del cuento "Ajedrez".
Para muchos (yo me incluyo) el mejor cuentista europeo contemporaneo, nacido en Noruega en 1929. Estuvo en Argentina en el 2011 para presentar su libro "Cuentos Reunidos". Además, tuvo el coraje de decir lo que muchos piensan pero no se animan r por que queda mal: “Borges no es para mí. No quiero ofender, no estoy afirmando que sea un mal escritor, simplemente no me interesa. No soy ese tipo de escritor intelectual que era Borges.”
Aqui, esta pequeña obra maestra: Ajedrez
El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene nada por que morir.
Tal vez sea ese el motivo.
Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última vez. “Sigues vivo”, dijo, aunque él era mayor que yo. Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua. “La vida es dura –dijo–, no hay quien la aguante”. Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo solo unas cuentas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.
Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en el fofo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez. “Eso lleva mucho tiempo –dijo–, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes”. Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de ellas. “No lleva más de una hora”, dije. “La partida sí –contestó–, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo”. No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije: “de modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya”. “Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida”. Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir. “Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos”, dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. “No ha sido mi intención herirte”, dijo. “¿Herirme?”, contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara. “Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito”. Me puse de pie y le solté un discurso: “Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo. Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: “Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez”. Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo: “Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante”.
Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.
Al fin y al cabo éramos hermanos.
miércoles, 11 de junio de 2014
FLORES OSCURAS: SERGIO RAMIREZ. LOS CUENTOS
No hace falta morirse para descubrir que el infierno existe. Efectivamente, hay infierno acá, a la vuelta de la esquina y los personajes de "Flores Oscuras", el último libro de cuentos del nicaraguense, Sergio Ramirez, pueden dar fe de ello. Lo transitan dolorasamente a lo largo de las 12 historias que lo integran.
Cubriendo diversos registros narrativas que van desde la crónica periodistica, el cuento y el cuento fantástico, se destacan principalmente: "La Puerta Falsa" que narra la historia de Amado Gavilán, un boxeador mediocre que ha cosechado diez veces más derrotas que triunfos pero que gracias a su tenacidad y disciplina en los entrenamientos es siempre premiado con una pelea más, prolongando así su obligado retiro, aconsejado tanto por cuestiones de veteranía, como de salud. Es así que obtiene un último y gran premio: ser preliminarista en la pelea despedida del gran campeón Julio César Chávez. ¿Un premio?
En "Las Alas de la Gloria", un ex guerrillero sandinista, hoy de oficio panadero, encuentra una paradójica muerte con su propia y gloriosa bayoneta, a manos de un adolescente, los dos borrachos, luego de una absurda discusión.
En Abbot y Costello, un inmigrante ilegal nicaraguense en Costa Rica, al intentar entrar a robar a un taller mecánico, es despedazado por dos Rottweiler, ante la pasividad del dueño de los perros y un puñado de policías que se quedan mirando la escena como si fuera la de un circo romano.
En La colina 155, otra excelente historia, dos excombatientes del Frente de Liberación Nacional se vuelven a encontrar en el parque de la mansión de uno de ellos, un millonario corrupto y el otro, un ladrón de poca monta. En la revolución, los papeles estaban invertidos, el ladrón era el jefe y el millonario, un soldado del monton a su mando.
Sin dudas, Sergio Ramirez (1942) ex guerrillero sandinista y vicepresidente de Nicaragua, es uno de los escritores lationamericanos más importantes de la actualidad, y quizá el cuentista número uno de habla hispana.
Las historias contadas en Flores Oscuras convierten en hechos asombrosos lo que en apariencia resulta ser un suceso banal, sin trascendencia.
Leer Reportaje a Sergio Ramirez en Baires
Leer el cuento La Colina 155 de Flores Oscuras de Sergio Ramirez.
Sergio Ramirez nació en Masatepe, Nicaragua, en 1942. Entre numerosas distinciones, ganó el premio Alfaguara en 1988 con la novela, Margarita, está linda la mar. En el mismo año se alzó con el premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia, por su obra Un Baile de máscaras.
Cubriendo diversos registros narrativas que van desde la crónica periodistica, el cuento y el cuento fantástico, se destacan principalmente: "La Puerta Falsa" que narra la historia de Amado Gavilán, un boxeador mediocre que ha cosechado diez veces más derrotas que triunfos pero que gracias a su tenacidad y disciplina en los entrenamientos es siempre premiado con una pelea más, prolongando así su obligado retiro, aconsejado tanto por cuestiones de veteranía, como de salud. Es así que obtiene un último y gran premio: ser preliminarista en la pelea despedida del gran campeón Julio César Chávez. ¿Un premio?
En "Las Alas de la Gloria", un ex guerrillero sandinista, hoy de oficio panadero, encuentra una paradójica muerte con su propia y gloriosa bayoneta, a manos de un adolescente, los dos borrachos, luego de una absurda discusión.
En Abbot y Costello, un inmigrante ilegal nicaraguense en Costa Rica, al intentar entrar a robar a un taller mecánico, es despedazado por dos Rottweiler, ante la pasividad del dueño de los perros y un puñado de policías que se quedan mirando la escena como si fuera la de un circo romano.
En La colina 155, otra excelente historia, dos excombatientes del Frente de Liberación Nacional se vuelven a encontrar en el parque de la mansión de uno de ellos, un millonario corrupto y el otro, un ladrón de poca monta. En la revolución, los papeles estaban invertidos, el ladrón era el jefe y el millonario, un soldado del monton a su mando.
Sin dudas, Sergio Ramirez (1942) ex guerrillero sandinista y vicepresidente de Nicaragua, es uno de los escritores lationamericanos más importantes de la actualidad, y quizá el cuentista número uno de habla hispana.
Las historias contadas en Flores Oscuras convierten en hechos asombrosos lo que en apariencia resulta ser un suceso banal, sin trascendencia.
Leer Reportaje a Sergio Ramirez en Baires
Leer el cuento La Colina 155 de Flores Oscuras de Sergio Ramirez.
Sergio Ramirez nació en Masatepe, Nicaragua, en 1942. Entre numerosas distinciones, ganó el premio Alfaguara en 1988 con la novela, Margarita, está linda la mar. En el mismo año se alzó con el premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia, por su obra Un Baile de máscaras.
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