jueves, 10 de septiembre de 2015

MARÍA KODAMA Y LA CIÉNAGA

Cuando en junio de 2011, María Kodama, en su carácter de heredera y custodio de la obra del gran escritor argentino Jorge Luis Borges, inició una nueva demanda judicial por plagio, esta vez contra el escritor argentino, Pablo Katchadjian, el mundo literario tuvo la certeza de que la viuda había llegado a un límite.
Mi impresión particular fue que Kodama,  en realidad, lo había traspasado largamente, para zambullirse de lleno en el agua podrida de una ciénaga. Sólo desde un lugar así se puede engendrar tanta codicia o indecencia, o las dos cosas juntas.
Pablo Katchadjian cometió el supuesto "delito" de escribir "El Alpeh Engordado", un experimento literario, claramente borgeano, en el que intervino el texto original del cuento más famoso de Borges, intercalando con el de un nuevo texto y propio. Un procedimiento emparentado con lo que se conoce como el juego de la intertextualidad.
La definición de plagio de la RAE no deja dudas de que Katchadjian nunca cometió plagio, sin embargo la demanda tuvo eco en los dudosos tribunales argentinos. De todas las presentaciones realizadas por Kodama, está es por lejos, la más escandalosa.
La idea de que un escritor pueda terminar preso por ejercer su oficio es lisa y llanamente una locura.
Imagino a María Kodama y su valiente banda de abogados, como un grupo comando que sale todas la mañanas a cazar desprevenidos, la materia prima para un nuevo y vergonzoso proceso judicial. Para María Kodama, Borges es intocable, dentro de poco para leerlo, habrá que pedirle permiso a ella.
Si algo hay que reconocerle a Kodama, es que el oscuro personaje que ha forjado a lo largo de los años es producto del mérito propio. Un casamiento en el extranjero a las apuradas con un anciano-Borges- con visibles signos de decadencia, algo que la vejez tarde o temprano, siempre regala. Y luego, de nuevo con urgencia, ese mismo anciano cambiando el testamento para dejarla a ella como única beneficiaria de su legado.
Sin embargo, lo imperdonable en Kodama es haber convertido a Borges en una especie de categoría judicial, condenando sus textos a transitar las deshonrosas fojas de expedientes. Para una obra tan asombrosa, tan plena de luz, no debe existir un destino peor.
Si algún elemento positivo dejan los pleitos de la viuda, es que tarde o temprano, se deberá revisar la arcaica ley de derechos de autor que rige en Argentina. Es necesario asegurar la libertad de expresión, la libertad de escribir.
Hasta tanto eso suceda, la ciénaga permanecerá allí, amenazante, prometiendo, según como soplen los vientos, seguir haciéndose sentir, con sus olores nauseabundos.




CLAUDIO MIRANDA

PD: Mi incondicional solidaridad con el escritor Pablo Katchadjian




miércoles, 24 de junio de 2015

Gorigori: Un Cuento de Santiago Casero González

A Santiago Gonzaléz Casero lo conocí unos años atrás por internet, a través de este mismo blog. La admiración recíproca de algunas cosas que habíamos escrito, condujo a la inevitable amistad. 
Finalmente, en mayo pasado, pudimos vernos  las caras, en la hermosa Madrid, compartiendo un encuentro, unos cuantos cafés que se prolongaron por más de cuatro horas, oportunidad que me permitió comprobar que además de escribir como los dioses, Santiago es un gran tipo. Allí hablamos de todo un poco, pero sobre toda las cosas del vicio de escribir, del propio y del ajeno. 
Admirador como nadie de la literatura argentina, tiene en el extraordinario César Aira, un referente indiscutido. 
La literatura de Santiago aborda con agudeza y fino humor, temas esenciales: la búsqueda de la felicidad, la soledad, la muerte, la amistad, el sentido de la vida...Santiago es un "viejo" mago de las palabras, que al leerlas provocan la placentera sensación de que la literatura lo puede todo. 
Sus personajes suelen refugiarse en sus propios pasados,  allí se encuentran a salvo, porque en definitiva entienden que el presente no existe, se escurre entre las manos como agua, y el futuro, en el mejor de los casos, es una simple expresión de deseos. En el pasado, la muerte siempre los encuentra más lejos. Pero no son tipos resignados, todo lo contrario, a pesar del destino que parece escrito, luchan contra viento y marea, porque en definitiva la vida es tan misteriosa e incomprensible que hasta los milagros pueden suceder.
Y cuando uno empieza a sumergirse en su obra, percibe que el tiempo se detiene, y que el mundo es, ni más ni menos, alguna de sus fabulosas historias. 
Goriri, cuento inédito, es un fiel exponente de todo esto. Vale la pena leerlo.

Claudio Miranda.  


  Gorigori
¡Ay vida, no me mereces!
Juan Rulfo, Pedro Páramo.
Desde que el médico le dijo: le quedan apenas tres meses de vida, y eso con suerte, Darío no ha dejado de pensar en la música con la que le gustaría dejar este mundo. Mentiría si dijera que no se ha dedicado a otra cosa en este tiempo, porque de hecho ha accedido, generoso, a que los demás se despidieran de él, ya que no él de ellos. Siempre ha pensado, como Céline, que es el mundo el que nos deja y no al revés. Bueno: lo cierto es que se puso enseguida a perseguir la última melodía: la coda. Naturalmente (seguro que lo habéis adivinado) su primera opción fue la llamada música clásica. Nada parece más adecuado para expirar, o para las exequias de quienes ya lo han hecho, que la música culta. Sin embargo, pronto fue presa de distintas vacilaciones. La primera, más bien de carácter general: ¿Tendría que sonar un aparato, por descontado de alta fidelidad, o debería hacerse acompañar en sus últimos estertores de músicos de carne, hueso y frac? Darío se decantaba abiertamente por lo segundo (pasa una vez en la vida, ¿no?), aunque… Obvio: la elección y la duda estaban muy condicionadas por el número de los intérpretes necesarios y por la relativa exigüidad de su apartamento: si se tuviera que dar el caso de intentar embutir una filarmónica o un coro en su dormitorio (rincón que había elegido para abandonar el mundo), esta opción perdía posibilidades (y con ella los requiems y las misas solemnes). Baste decir que en una ocasión en que convaleció no recuerda ya de qué (siempre ha sufrido de fracturas y angustias), los vecinos y amigos le visitaban (¡torrenciales!) aguardando en el descansillo de la escalera la oportunidad de ofrecerle su liviana conmiseración: así de mezquina con la sociabilidad la moderna arquitectura urbana reservada a la mesocracia del siglo XXI. En consecuencia: descartada la muchedumbre. De hecho, Darío concluyó que ni siquiera era factible un cuarteto en aquel nicho (¡oh, desafortunado tropo!), incluso si sus miembros fueran enjutos virtuosos eslovacos. Claro está: solución de urgencia: la música enlatada permanecía vigente, amén de los solistas. Por supuesto la primera quedaba reservada para una desesperación ulterior (¿de nuevo una metáfora cruel?): sólo si eran inviables los semovientes. El dilema del solista (bonito título, acudes en vano ya) incluía como es natural el de su instrumento. El piano no podía ser más tentador, pero persistía la dificultad del espacio, ya que no contemplaba otro que el de cola (su luto barnizado y cegador). El violonchelo lo tentaba también (ah, esas suites implorantes de Bach, de Cassadó…), pero la textura de sus arpegios invitaría a los presentes con toda seguridad a un llanto que, por inducido, se le antojaba deshonesto (estético, por así decirlo): si tenía que haber lágrimas, que las hubiera, pero que no vinieran de fuera, por favor. Instrumentos más afilados, menores, introducían por su parte un elemento castizo, un poco verbenero (el violín, la trompeta, ¡la guitarra!), de manera que llegado a este punto no podía ocultar que estaba empezando a desanimarse (¿por qué le agreden así los calambures?). Así pues: cambio de registro. Acudió esperanzado al jazz. Huelga decir: subsistían irresueltos los inconvenientes de la multitud sonera agolpada imposible en su cuarto, pero asimismo deploraba tener que renunciar a Oh, cuando los santos van marchando (etcétera): eso sólo podía ejecutarlo (ay) una banda nutrida cuyos miembros hicieran rotar sus cinturas al albur de la melodía. Se consolaba pensando que de todas formas en esa ciudad nadie sabía interpretar correcto un nuevaorleans. Parecía fácil: el prestigio de lo virtuoso, del talento, lo gozaban el be-bop, el freejazz, la fusión, pero tocar bien un tema tradicional de esos que insinúan sinsabores del sur es de lo más difícil del mundo, y aquí la gente lo toca falso, como de fiesta de colegio. Así que quedaba igualmente el recurso del solista: Darío veneraba a Bill Evans, su voluptuoso swing, mas, aparte el problema antedicho del piano, ¿traer a un impostor? Y aceptando entonces a un falsario que se hiciera pasar por un genio ya extinto (Oh, cuando los santos van marchando, Señor, yo quiero estar con ellos…), ¿no sería preferible Chet Baker?: Sí, aparentemente tiene éste una trompeta, pero… Tiene una garganta de viento, tiene en su boca una razón para seguir viviendo que al trompetista se le olvidó ese día en que se arrojó por una ventana de su hotel. Tal vez la trompeta, pensó, su alboroto saltador, desconcertaría además las actitudes premeditadas de los asistentes a su exitus (¿qué hacer: bailar, sollozar, tener miedo…?). Por lo demás: lo que Darío habría deseado por encima de todo: Keith Jarrett, el concierto de Colonia, junto a su lecho doliente, pero, ay, ese concierto se disipó para siempre una noche de enero de 1975 y apenas queda un pálido eco en grabaciones grises que se pretenden un reflejo de aquel resplandor: un vano consuelo: su registro en un disco. Por no hablar de los recuerdos: Esther y Darío, mochila al hombro, recién bajados de un tren en Colonia, jóvenes aún, asistiendo a esa música extática y prefigurando un futuro juntos que luego se truncó. Total: más desaliento. Consecuentemente, bajó unos peldaños: música mexicana. Sospecha que ha pensado en ella sólo por su madre, que suspiraba por Vicente Fernández (decía que se parecía a su padre) y, nunca sabrá por qué, por Rocío Dúrcal. Sólo la posibilidad de morir escuchando una ranchera (¡¡¡…de qué manera te olviiiido!!!) le quitaba las ganas de vivir. Pero, atención: No tener deseos de vivir no basta para querer morir. ¿Y la música italiana? Este asomo de pensamiento le convenció de que se estaba pasando con las dosis de morfina. Y al fin, postrero: ¡el tango! El tango sí, por favor. Qué música sabia y conmovedora: justificaba el haber vivido y hacía tolerable el no vivir. Pero: ¿Qué tango? ¡Qué duda! No obstante: lo primero…, mmm…, buscar a un tanguista dispuesto a cantar a un moribundo. O mejor, elegir el tango y luego…. Desde el principio tuvo claro esto: una letra que no aludiera ni siquiera de refilón a la muerte o a la vaporosa esperanza en el más allá. ¡Hay tantas zozobras equivalentes…! Barajó Cambalache, Mano a mano, Malena, Caminito, Sur… pero prevaleció Tomo y obligo. Juzguen ustedes: Tomo y obligo, máaandese un trago, que hoy nesesito el recuerdo matar; sin un amigo lehos del pago, quiero en su pecho mi pena volcaaar. Beba conmigo, y si se empaaaña devezencuaaando mi voz al cantaaar, no es que la shore porque me engaaaña, yo sé que un hombre no debe shoooraaar… Una duda le atenazaba, casi una culpa: la canción no debía apelar de ninguna de las maneras al llanto (ese era el trato) y ésta lo hacía con largura, pero al mismo tiempo cómo le agradaba lo incorrecto del mensaje: hablaba de mujeres malas, de mujeres traidoras: de todas las mujeres. Sí, en efecto, pensaba en Esther, de quien había estado tan enamorado que soportó heroico sus deslealtades y sus antojos; que él hubiera perpetrado a su vez actos parejos e incluso peores no le había exonerado de un sufrimiento redentor. Más aún: todo ello le había reafirmado en el triunfo del amor. Como Platón, creía firmemente en la potencia aglutinadora de Eros, aunque…, estaba seguro ahora de que se había comportado como un auténtico imbécil. Esta certeza suponía un enfoque liberador: no se veía obligado a valorarlo todo con los ojos del enamoramiento profundo en el que había llegado a caer, ni del remordimiento filoso de quien ha sido injusto con el ser amado, y más en el trance inminente de… En fin: nada podía satisfacerle más que marcharse del mundo dando un portazo, ya que ese mismo mundo había tenido a bien deshacerse de él. Así: que el tango acudiera. Por último: contratar al artista. No fue difícil. Abundaban entonces en la ciudad argentinos trasterrados que siempre parecían esperar algo (sí, pero qué, pero qué), mezclados con la vida, y, entretanto: lo que se dispusiera. Compareció un poeta pobre de Coronel Pringles que vendía versos en el Madrid de los Austrias y cantaba tangos a las japonesas en las terrazas alrededor del Prado con un bandoneón sobado. Al instante lo sedujo el montante ofrecido por Darío. Espera mi llamada, le dijo. Y ya está, se dijo. Ahora sólo toca esperar. Y de esa manera: unos poquitos días se juntaron con otros tantos que vinieron luego y la muerte llamó al fin una mañana a su puerta, si bien cauta: lo notó en el aliento, agrio, sanguíneo. Telefoneó a sus amigos: venid. Se puso un pijama (de marca, eh), se encamó, dejó todo a la inercia de lo proyectado (el cantante: avisado por SMS) y a esperar, a esperar. Pronto le sobrevino una modorra en penumbra que… Oyó pasos en la antesala, oyó susurros, algo que se preparaba, como si fuera… Qué frío. Nunca lo supo pero el argentino no vino: sin papeles, repatriado. ¿Y ahora…?, cavilaron los amigos. Santiago, uno de ellos, sin más, empieza entonces a cantar recordando sus tiempos de monaguillo. Latinajos incomprensibles en el duermevela. Lástima que él ya no… (Parece que ahí fuera suena una música ¿no?…). Un gorigori (un unísono) ejecutado voluntarioso y solemne por sus amigos que, si bien desconcertados, están seguro de hacer lo correcto en la muerte de Darío.
Santiago Casero González



ENCUENTRO EN MADRID (mayo 2015)



A la izquierda de la foto, Santiago. A la derecha, este humilde servidor.   

miércoles, 17 de junio de 2015

TODOS (DE LA GRINGA Y OTROS CUENTOS)


"Todos" es una palabra engañosa. Su uso en ocasiones tiene la pretensión de encubrir a otra: ausencia. En realidad nunca fuimos "todos". Siempre existió alguien que no pudo llegar a aquella fiesta de cumpleaños, o a la cena de navidad, o a la reunión de egresados.
Nunca fuimos todos y tal vez nunca lo seremos ya.
Y si la la palabra "todos" denota casi lo contrario, ¿cual será el significado de ausencia? ¿Qué será la soledad?
En verdad, no lo sé. En todo caso, a quien me lo pregunte le pediría que leyera este relato de "La Gringa y Otros Cuentos":  "Todos"
Como dice el legendario escritor brasileño, Dalton Trevisan: "El cuento es siempre mejor que el cuentista".  

TODOS


De repente se largó a llover, un diluvio descomunal que apuró la noche y dejó vacía a la ciudad. Ricardo se volvió hacia la ventana, su mirada contemplaba la lluvia torrencial... el vidrio empañado.  
El café que hasta el momento permanecía semidesierto, se fue poblando de gente empapada. Reían, hablan en voz alta, era como si el agua hubiera despertado algo extraño en ellos.  
De a poco, un bullicio alegre fue ganando nuestro duro silencio. No hay caso, uno miraba a todas esas personas que habían llegado de golpe, como la tormenta, y no dejaba de sorprenderse. Algo se había roto, adentro y afuera del café. Y la lluvia parecía permitirlo todo, por lo menos la prohibición de fumar había quedado de lado: un joven de pelo largo, dos mesas más adelante, encendió un cigarrillo y la chica que estaba sentada con él lo imitó. Ricardo también se animó. El humo de su cigarrillo, muy blanco,  espeso, fue subiendo lentamente. No tardó en confundirse con el otro humo, el de los muchachos, para formarse una nube bastante generosa que se fue desplazando lentamente en dirección  de los baños.          
En ese instante tuve la sensación de que Ricardo iba a decir algo importante, una frase aguda, una revelación. Se frotó las manos y se acomodó en la silla. Sus ojos brillaban.
Falsa alarma. Todo lo que hizo fue tomar una servilleta de papel y hacer un avioncito. Me apuntó a la cara y lo lanzó con ganas. Falló. Me levanté, lo recogí del suelo y lo puse adentro del cenicero. Entonces me entraron unas ganas terribles de irme. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? ¿Cómo se me pudo ocurrir aceptar la invitación del loco de Ricardo?
Salvo López, todos los varones de la secundaria teníamos apodos. A Ernesto le habíamos puesto Jirafa por su cuello interminable, a Rosendo, pato, por sus inmensas cagadas. ¡Qué tipo el tal Rosendo! Un aluvión de torpezas. A mí me decían pájaro, por mi nariz afilada, y a Ricardo, como ya dije, loco. Caía de maduro. Uno lo miraba un ratito nomás y la primera palabra que se venía a la cabeza era esa: loco.
No éramos muy originales que digamos en eso de poner sobrenombres, pero en todos los colegios pasaba lo mismo. Ricardo se sentaba en la fila del medio y se la pasaba en babia la mayor parte del tiempo. Sin embargo no era un mal alumno, más bien todo lo contrario. Si se llevó cuatro materias en toda la secundaria fue mucho.
Éramos un grupo muy unido. La verdad es que salvo a Ricardo, no volví a ver a nadie más. Los primeros tiempos los extrañe mucho pero con el paso de los años me fui acostumbrando. 
Con Ricardo nos frecuentábamos de vez en cuando, aunque, claro, la palabra frecuentar era una exageración. Nuestros encuentros no pasaban de ser puras casualidades. Era un tipo escurridizo, aparecía de la nada, en el andén de una estación de subterráneos, en la cola de un Banco, detrás del vidrio de un café en plena Avenida de Mayo. Entraba y salía de mi vida con una facilidad llamativa. Y cada vez que nos cruzábamos, cafecitos de por medio, él aprovechaba para hacerme esas invitaciones tan raras, tan extravagantes, como la ir a la exposición de un pintor con varios intentos de suicidio encima, o a la presentación del libro de un escritor recién salido de la cárcel, o a una marcha de Greenpeace internacional. En fin, cosas así. Le decía que sí, pero salvo esos cafés tomados a las apuradas casi nunca fuimos juntos a ninguna parte. Cuando llegaba la hora de la verdad siempre tenía una excusa al alcance la mano. Hay que reconocérselo: Ricardo jamás me reprochó esos desplantes. Al contrario, cuando nos volvíamos a cruzar en la calle, empezaba otra vez con el rollo ese de salir juntos algún día. De recordar viejos tiempos y toda esa lata.
Lo cierto es que esta invitación en particular fue tan rara como las otras, pero aquí me ven. Hacía años que venía amenazando con armar la famosa reunión de egresados, pero nunca se concretaba. Él me decía que por un motivo o el otro siempre se terminaba posponiendo.
Llegué con puntualidad y Ricardo ya iba por el segundo café. Cuando me vio entrar se le iluminó la mirada. Después de la sorpresa inicial me pegó un fuerte abrazo y sus palmadas retumbaron en todo el café.
Y ahora estábamos sentados frente a frente, esperando que se hiciera la hora para irnos hasta allá. Pero con la lluvia las cosas se habían puesto difíciles. Y encima Ricardo que no paraba de sobresaltarse, parecía no entender algo de la tormenta: un relámpago. Después, llegaba otro, y otro, y uno más; cada uno de esos resplandores encendían su cara y él sonreía ingenuamente. Para disimular el julepe se puso a hacer dibujitos en el vidrio empañado. Detrás de su perfil inmóvil, más allá del vidrio opaco, atravesado por los garabatos que dibujaron su dedo nervioso, vi figuras fantasmales moviéndose histéricamente en la tormenta.
Su voz de tanto en tanto resucitaba. Me dijo varias cosas. Primero, que el Fiat lo tenía  estacionado cerquita, a la vuelta nomás, que al salir no teníamos por qué mojarnos. Lo único que había que hacer era caminar debajo de los toldos de los negocios. Me dijo también que el auto era un modelo viejo pero que funcionaba a la perfección. Por último me recordó que había que esperar a Raimundo y a Félix, que iban a pasar a las diez en punto. Nos vamos a ir los cuatro juntos para allá.
Le pregunté a qué hora empezaba la fiesta y Ricardo se salió de las casillas. ¿Una fiesta? No, no es una fiesta, me respondió con una paciencia impostada. Abrió los ojos muy grandes y dijo que la palabra fiesta no le gustaba. Esa palabra le sonaba a otra cosa. Es un encuentro, o reunión de egresados, como más te guste, compañeros de secundaria que van a recordar viejos tiempos.
Mientras hablaba yo no paraba de cuestionarme. No alcanzaba a entender como había aceptado su invitación. Tal vez fue lástima por Ricardo. Acaso haya venido esperando algún milagro. Pero los milagros no existen, por lo menos en mi vida jamás sucedieron. Como sea, había algo que no me quedaba muy claro: “Nunca pudimos reunirnos, ni cuándo cumplimos 10 años, ni 25, y que ahora que andamos por los 36...no sé, no entiendo. ¿Qué festejaremos? ¿El aniversario de hojalata?”.
Largué una desubicada carcajada. Ricardo no se rió. Al contrario, parecía ofendido. Vamos a festejar que estamos todos vivos, respondió. ¿Te parece poco? Tarde es mejor que nunca.
Me puse a pensar en eso que dijo. ¿Estamos realmente todos vivos? ¿Quiénes? ¿Nosotros? Supongamos que llamemos estar vivo al hecho de seguir respirando, a la acción de levantarnos cada mañana,  supongamos que es como dice Ricardito, que seguimos vivos y que esta noche volveremos a estar juntos, hay alguien, uno por lo menos, Gabriel, sí, Gaby, que no va a venir, y no por qué no quiera o por causa de una esposa déspota que lo encadena a la cama cada noche para que no se vaya de juerga con sus viejos amigotes. Salvo un milagro (ya dije que no creo en los milagros), Gaby no va a estar y Ricardo lo sabe mejor que yo. Se lo llevaron de noche. Agosto de 1976. Fue un miércoles. La madre nos contó que le tiraron la puerta a patadas. Los tipos estaban de civil. Muchas veces me pregunté cómo habrá terminado sus días, si fue en una sesión de torturas, o en un paredón de fusilamiento, o en el lecho del río de la Plata. Espero que si lo tiraron al agua al menos haya sido en el mar. A Gaby le gustaba la playa, Mar del Plata, Villa Gesel. Soñaba con irse algún día a vivir allá.  
Me dieron ganas de dejar aclarado, la palabra todos no era exacta, pero no dije nada. Para qué aguar la fiesta, bastante teníamos ya con esa lluvia interminable.  
Lo que más me estremece, dijo Ricardo, es el paso del tiempo, treinta y cinco años, carajo. Treinta y seis, lo corregí, pero no me escuchó: su voz se superpuso con la mía y empezó a enumerar a los pibes, por orden alfabético, como cuando la preceptora Elsa nos tomaba el presente: Argibay, Azar, Bellusci, Bilares, Cascallares, Céliz, Fernandez...
—Para loco—grité—. No es necesario nombrar a todos.
No me escuchó. Pasó a tomar lista a las mujeres, con voz más ansiosa todavía: “Ayes, Alegría, Buscaglia, Casas, Celleri, Dilon”... Dilón, Dios mío, qué hembra, acotó con cara de depravado. Continuó: Farrugia, Leonora Farrugia, Gil, Giménez, Kelly, Mazzola...y hubiera seguido hasta el final de no haber sido por ese trueno impresionante que nos dejó sin aliento. El café tembló. Los cristales vibraron. Ricardo se puso  pálido. 
Le llevó unos instantes reaccionar. Se tomó el vaso de agua de un saque y los colores le regresaron a la cara. Llamó al mozo pero el tipo lo ignoró.  
Le pregunté quién organizó todo y entonces Ricardo puso cara de importante. Me contestó que fueron él y Javier. El burro adelante para que nos espante, me dijo riendo. En realidad la idea fue mía, aclaró, Javier estuvo de acuerdo y le dio para adelante sin preguntar nada. Javier siempre fue un tipo ejecutivo, de pocas palabras. Citó una frase del General Perón: “Mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”. ¿O la dijo Eva Perón? Se le escapó una risa tonta. Al cabo de unos pocos segundos me preguntó: “¿Te acordás de Javier?”  “¿Cómo no te vas a acordar?”  Era el compañerito de Marisol. Se sentaba en la fila de la ventana, el tercero del lado de pasillo. Le faltaba un diente, se lo había bajado el flaco Pintos en 2° año. Un cross de derecha. Bah, un piñazo infernal. Se fue de culo contra las baldosas del patio. Se pelearon por Gloria, una atorrantita la Gloria esa. Bueno, lo que es el destino, me dijo que de no haber sido por el flaco Pintos, por la putita de Gloria y por el bendito diente que salió volando detrás del certero trompazo, nunca hubiera estudiado odontología. Ahora su dentadura es perfecta. Qué me importa si tiene un diente postizo. No se nota, de eso doy fe. Lo tendrías que ver. Una sonrisa impresionante. Me dijo que tiene una secretaria rubia. Se especializó en implantes y en técnicas de blanqueamiento. Tiene pacientes que vienen del extranjero, por la diferencia de cambio, ¿Viste? No sé, quizás esta noche me anime y le pida un presupuesto; por ahí me hace un descuentito, quién te dice. 
Ricardo me miró la boca y me pidió que la abriera bien grande.
—Dejáte de joder, le respondí.
Me mostró cómo:
—A ver, dale—saca la lengua—, decí  ahhhhh ...
Y se me le quedé observándolo estúpidamente. Lo mandé al carajo pero pareció no importarle mucho: me recomendó el tratamiento de blanqueamiento, dijo que no me vendría mal, que la dentadura se me puso muy amarilla. Es por el café y por el tabaco, aclaró. La pigmentación de los dientes se va perdiendo. Los factores son múltiples: un poco por el paso de los años, ya estamos un poco viejitos,  y otro poco por el abuso de café y de tabaco. Vos no fumas pero chupas mucho café. Pareces una esponja.
Para no seguir escuchándolo le dije que iba a pedirle un turno. Ricardo se entusiasmó, dijo que Javier nos iba a hacer un buen descuento. Por un instante me pareció que se había puesto contento, pero enseguida un gesto de preocupación le desfiguró la cara. Había algo afuera que lo volvió desconfiado. No sé sí fueron las enormes gotas que pegaban en la ventana o qué. Se levantó, caminó hacia la puerta y se asomó. Tímidamente sacó un brazo afuera. Regresó muy rápido, como apurado por contarme algo. Se sentó y en voz muy baja me dijo que no pasaba nada con la tormenta, que los invitados no iban a acobardarse por una tormentita de dos por cuatro.
—Mirá, aunque se desate el diluvio universal, igual vienen todos—dijo con una voz convincente.
No pude evitar que la imagen de Gabriel se me apareciera otra vez, en estos larguísimos años había pensado mucho en él, a veces había creído verlo a la salida de un cine, o arriba de un colectivo, o caminado por la peatonal, perdido en medio de la muchedumbre. Una noche sonó el teléfono y yo pensé que era él; otro día me lo confundí con un vendedor ambulante.
—¿Cuándo decís todos, son todos realmente?—le pregunté con desconfianza.
 Ahora me doy cuenta que la palabra “ todos” me salió mordida, húmeda, tímida.
—Bueno, es una forma de decir. Casi todos.
Lo dijo con la cabeza gacha, como si le hablara a una servilleta de papel que había caído al suelo. 
—¿Y quiénes no vienen? 
Ricardo se quedó en silencio, fue como si no estuviera preparado para responder la pregunta. Revolvió nerviosamente la cucharita en la café frío y finalmente contestó:
— Hasta donde sé no viene Pato, está viviendo en Suecia. Tampoco viene Alejandro y Matías. Los dos andan por el interior, no sé bien exactamente en qué provincias. Raquel tiene cáncer y si bien la está peleando no quiere saber nada con festejos. Rolando es un caso. Tampoco viene. ¿Sabés qué dijo?
—No.
—Que le va a hacer mal ver caras arrugadas que seguramente no va a poder reconocer. Es un pelotudo. Mejor que no venga.   
—¿Y quien más no viene?
—Marcia, Irene, Fernando y Antonio.
Ricardo contestaba rápido, daba la sensación que todos esos nombres, los que iban a estar ausentes, le lastimaban por dentro.     
—¿Por qué no vienen?
—Marcia dijo que no tenía ganas. Otra boluda. Siempre fue media boluda. A los otros tres fue imposible ubicarlos. Se los tragó la vida, o la muerte, quién sabe.
—Bueno, Gabriel tampoco viene—me animé a decir con voz muy baja.
Se hizo un largo silencio, como si ese nombre se hubiera escuchado en todo el bar:  Gabriel. Me di cuenta de la estupidez que había largado, pero ya era demasiado tarde. Ricardo, perturbado, sin mirarme dijo:
—Bueno, salvo estos casos, después vienen todos.
Cambió rápido de tema:
—Vas a ver, va a parar... Ves allá como se mueven las nubes—señaló vagamente un punto en el ventanal—, es el viento del sur que está limpiando.
A nuestras espaldas llegó un tumulto de voces familiares. Nos dimos vuelta al mismo tiempo pero no reconocimos a nadie. Cerca nuestro había tres hombres maduros. Uno de ellos, el más flaco, me hizo acordar a otro compañero de la escuela, pero no recordé  su apellido.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque me asomé a la calle y saqué el brazo afuera. No hay dudas: es viento del sur.
—No, Ricardo, te pregunto cómo estás tan seguro que los demás vienen todos.
—Porque hablé con ellos por teléfono, porque me lo prometieron.
—¿Vos hablaste con todos?
Me puse a mirar a través del ventanal. La noche se había vuelto un poco más clara. Tal vez era como había dicho Ricardo y muy pronto iba a parar. Por lo menos en ese momento era una simple llovizna. Vi gente que cruzaba la avenida, grupos que conversaban, caras que reían, ojos que espiaban  al cielo. Y mientras observaba todo eso me acordé de una vez que salimos del colegio, en el medio de un temporal parecido a este: si la memoria no me fallaba estábamos  Melisa, Alejandra, Lucas, y yo. Ninguno tenía paraguas, ni pilotos, ni nada. Caminábamos debajo de la lluvia con una sensación de felicidad que jamás volví a sentir. La misma felicidad que incomprensiblemente inundó este café y que a nosotros nos dejó de lado.   
—Bueno, en realidad nos repartimos—dice Ricardo—. Digamos que yo hablé con algunos y Javier con el resto.
—¿Y vos a quién contactaste?
—Más o menos a la mitad. No vas a pretender que te diga de memoria uno por uno.
Ricardo encendió otro cigarrillo pero casi no lo fuma, se va consumiendo solo, humeando entre los dedos.
—Me lo imagino a Esteban—dijo Ricardo mientras abría los ojos bien grandes—, pintón como siempre, quizás pelado, es una posibilidad, pero pintón al fin. Y a Paola con esa vocecita chillona, imposible de soportar, y a Juan Carlos contando chistes malos, y a Florencia con ese aire de ricachona insoportable. ¿Sabés una cosa? Me los imagino a todos.
 —¿Y el lugar cómo es?
—Mira, es un club de Barrio, en Banfield, en la calle Larroque al mil. Nada de otro mundo. La verdad, es medio deprimente el boliche, pero es lo único que había disponible más o menos cerca de la escuela.
—¿Vos lo viste?
—No, yo no vi nada. Javier se encargó de todo. Incluso adelantó la plata del alquiler del local. Después vamos a tener que repartir los gastos.
—¿Hay que poner mucha plata?
—No, salió bastante barato. Mira, creo que vamos a ser 35, eso debe dar algo así como 120 pesos por cabeza, una ganga.
Dentro de todo no estaba mal, de 46 que éramos iban a venir 35. Teniendo en cuenta que habían pasado 36 años no dejaba de ser un buen número. 
—¿Y la comida?
—Bueno, de la comida y del chupi también se encargó Javier. Hasta contrató a un dominicano.
—¿Un dominicano? ¿Y para qué?
—¿Cómo para qué? Para animar la reunión. Me aseguró que el negrito es muy divertido, que los hizo divertir  mucho en el cumpleaños de quince de la hija. Dejó a todo el mundo con la boca abierta. Hizo bailar hasta a los muertos.
— No me digas que hay que bailar...
—No te hagas problemas por eso. Si querés bailas y si no querés no bailas. Va ser todo muy libre en ese sentido.
—No sé si te acordás...pero yo era muy tronco bailando.
—Sí, cómo no me voy a acordar. Una madera total. El peor eras vos y el mejor Luciano.
—¿Luciano? ¿Luciano también viene?  
Luciano era rubio desgarbado, de mirada triste y ojos azules. Se sentaba enfrente mío. Lo recuerdo perfectamente. En cuarto año me había robado la novia, Andrea, una chica dos años más grande que vivía enfrente de la escuela.
Siempre que llovió paró, dijo Ricardo mirando la lluvia afuera. 
—¿Después de treinta y cinco años vos pensás que una lluviecita va arruinar todo?—me preguntó.
—Ricardo, mira que esto se está poniendo cada vez peor. Escuchá los truenos.
—No se suspende por lluvia, viejo, metételo en la cabezota.
—Oíme, Ricardo, ya son nueve y media —le reproché mientras miraba el reloj de pared—. Félix y Raimundo no aparecen, ¿qué hacemos?
—¿Cómo qué hacemos? Los vamos a esperar, yo arreglé con ellos de encontrarnos acá.
—¿Pero a qué hora hay que estar allá?
—Hay tiempo. Con estar a las once está bien. En una hora llegamos. Agarramos por la autopista hasta el puente Pueyrredón; después bajamos en la avenida Pavón y le damos derecho hasta Banfield. 
—¿Y si vamos mejor por el puente de Vélez Sarfield?
—¿Por Vélez Sarfield?
—Sí. El puente Pueyrredón se inundaba de nada.
—No, viejo, qué ganas tenés de complicarla. Vamos por el puente Pueyrredón y no se habla más del asunto.       
Para matar el tiempo Ricardo pidió una cerveza de tres cuartos. Me quiso convidar pero le dije que no tenía ganas. Encendió otro cigarrillo y dijo que se moría de ganas de ver a Ernesto. ¡Ernesto, carajo!, grito. Su vozarrón hizo acallar las otras voces en el café. Todos los ojos ahora se depositaron en la figura de Ricardo que sin embargo siguió en su mundo. Me preguntó si me acordaba y le respondí que sí, que en casa conservaba una fotografía de él pescando (a no engañarse, hacía que pescaba, en la laguna esa había de todo menos peces). Habíamos ido a pasar un fin de semana a San Miguel del Monte y de no haber sido por frío que chupamos de noche se podría afirmar que fue un campamento inolvidable.
Ricardo aprovechó para contarme que Ernesto era un prestigioso veterinario de Córdoba, que hizo mucho dinero y que parte de lo que ganó lo había invertido en Miami. Por otra parte resultaba lógico, le decíamos jirafa, era una fija que se iba inclinar para el lado de los animalitos. Se río estúpidamente. No me gustó el chiste y se lo hice saber. Además le pregunté:
—¿Y vos cómo sabés todo eso?
—Por Javier, sabe vida y milagros de todos.
—¿De todos?
—Sí, de vos también.
—¿Qué carajo sabe de mí?
—Que te divorciaste, que cambiaste de laburo mil veces, que sos un tipo raro, sabe todo.
Me quedé  pensando que Javier no era el más indicado para decir que yo era un tipo raro, pero Ricardo ahora no paraba de hablar. Empezó a decir que le iba a plantear a Ernesto el caso de su perra, Loli, una ovejera alemán auténtica, con papeles y todo. Andaba inapetente desde hacía dos meses. Entre una cosa y la otra había perdido más de 2 kilos. A veces no tenía fuerzas ni para ladrar. Con un gesto sombrío dijo que el animal se iba a terminar muriendo. 
 —¿Sabés qué voy a hacer?
—No tengo la menor idea, Ricardo.
—En algún momentito que paremos de bailar...
—Ya te dije que no sé bailar—lo interrumpí—no cuenten conmigo para eso.
— Bueno, era una manera de decir, nadie te va a poner un revólver en el pecho —respondío con fastidio—. Como te decía...cuando paremos de bailar lo voy a agarrar solo a Ernesto y le voy a preguntar qué hago con Loli, porque si es un buen veterinario como dicen todos, algo se la va a tener que ocurrir.
Nos miramos a los ojos y no sé por qué presentí que me iba a preguntar una estupidez:
—Y ya que estamos, ¿por qué no aprovechas vos también?
—¿Aprovechar para qué?
—Para hacerle alguna consultita.
—No tengo mascotas, Ricardo.
—¿Ni siquiera un gatito?
—Ni siquiera un gatito.
—Che, qué solo que andás por la vida—remató con los ojos tristes.
Me dieron ganas de mandarlo al carajo por segunda vez en la noche, pero me contuve.   Es que Ricardo no era malo, siempre fue así, extravagante. Tal vez los años lo hayan vuelto un poco más loco todavía.   
Miré a través del ventanal y me puse nervioso. Le dije de irnos. Me respondió que primero se iba a tomar otra cervecita, que la necesitaba.
—¿Otra cerveza?
—¿Qué pasa? ¿Te tengo que pedirte permiso?
—Claro que no tenés que pedirme permiso a mí, pero si vas a manejar es mejor que no tomés demasiado.
—No pasa nada. De última, manejas vos. ¿Qué problemas hay?
Por supuesto que había problemas. No sé manejar, nunca me interesó aprender. Me gusta que me lleven, ando por la vida en taxi, y si no tengo dinero, me subo a un colectivo sin ningún drama. Y también soy de caminar. Es la mejor manera de mantenerse en estado físico. Digamos que la mía es casi una posición filosófica. Por supuesto que me guardé la respuesta, imaginé que semejante declaración de principios podía despertar en Ricardo una catarata de comentarios incoherentes.    
Ahora se sirvió un vaso con espuma. Era raro, con la anterior cerveza había hecho exactamente lo contrario.  
—¿Te acordás del profesor de literatura?
—¿Antunez?
—Sí, el profe Antunez.
—Claro, que me acuerdo. ¿Qué pasa con él? 
—También viene.
—No me embromes, Ricardo—respondí indignado—, el viejo sino está muerto pega en el palo. Debe andar por los cien años...
—No te vayas a creer, el mes pasado cumplió recién ochenta, está entero. 
—¿Y vos cómo sabés todo eso?
—Por Javier.
Evidentemente Javier era un sabelotodo y yo un perfecto idiota que le seguía el tren a Ricardo. Me vinieron otra vez ganas de irme. Si no lo hice fue porque comprendí que no  era muy descabellado lo que había planteado. Era muy probable que el profesor Antunez no fuera todo lo decrépito que yo suponía. En aquellos tiempos todos me parecían unos verdaderos vejestorios: los profesores, la preceptora, mis padres y los de mis compañeros, mis tíos, todo el mundo. Ni hablar de mis abuelos, unas completas momias. De pendejos las cosas se veían diferentes. En la adolescencia cualquier sujeto un poco mayor ya me parecía viejo. Si hasta a mi hermano que apenas me llevaba 3 años lo consideraba un veterano. Y yo miraba a toda esa gente con lástima, me decía con mucha pena que esos tíos ya estaban fritos, listos para morirse de un momento a otro, y me preguntaba inútilmente cómo era posible vivir de esa manera, con la muerte tan pegadita, tan encima de uno. Verdaderos condenados a muerte. A veces me pasaba horas mirándolos con desparpajo, igual que esa pareja de jovencitos bulliciosos que estaban sentados cerca de los baños. Desde que aplastaron sus trastes en las sillas no han hecho otra cosa que clavarnos los ojos con curiosidad.   
Sí, el cálculo más o menos daba, el profesor tendría en esa época cerca de 45 años, es decir que hoy debería rondar los ochenta. ¡Qué ganas de verlo! Ese sí era un profesor de verdad. Se las traía. Un hombre que sabía de escritores más que cualquiera, que había leído millones de libros. Me apreciaba y siempre me alentó a escribir. Me decía que era el mejor de la clase en redacción y que si le ponía un poco de disciplina al asunto iba a llegar a ser un escritor algún día. Pero no le hice caso, quiero decir, no le puse disciplina, ni tampoco estudie filosofía y letras como me sugirió un par de veces. De todos modos, algunas cosas logré escribir en todos estos años. Nada de otro mundo. Algunos cuentos, algún que otro poema también ¡Cómo me gustaría mostrárselos! ¿Y si le digo a Ricardo de pasar por casa a buscarlos y llevarlos a la reunión? Total, es un momentito nomás, y mi departamento queda de paso.
Enseguida advertí que la idea era una completa idiotez. ¡Qué desubicación la mía! En plena fiesta pedirle al “profe” que leyera mis textos. Cómo se me había podido ocurrir una cosa así. Quizá, el “profe”, ni siquiera se acordaría de mi cara, tal vez sería como esos viejos que ya no reconocen a nadie y que se babean cuando hablan.
Ricardo terminó la cerveza y nos fuimos. Pagamos la cuenta entre los dos sin que sobrara una mísera moneda para dejar propina.
Nos movimos bastante rápido. A medida que avanzábamos nuestros pies se iban hundiendo en los charcos. En realidad, Ricardo trotaba en aquel túnel negro de agua y viento y yo lo seguía muy pegado. Al llegar a la esquina se quedó duro: levantó la cabeza, como si alguien le hubiera clavado una aguja en la espalda. Tambaleó, lo tuve que agarrar para que no se cayera. Cruzamos la avenida inundada como dos borrachos. 
Entramos al auto completamente empapados. Me acomodé y miré a mí alrededor con asombro. Vaya, qué espanto de coche, me dije. Uno no dejaba de preguntarse cómo semejante cascajo podía circular por la calle. En el tablero (si tablero se podía llamar a esos dos tristes agujeros) no se encendía ninguna lucecita, al volante le faltaba un pedazo, como si alguien le hubiera pegado un mordiscón, y los asientos eran más duros que una tabla. Pero había más: la calefacción, la radio y el desempañador estaban muertos. Eso sí, la bocina funcionaba a la perfección. Ricardo se puso a tocarla sin ningún motivo cuando arrancó. Me dijo que estaba contento. 
Bajamos la autopista y apenas pudimos avanzar dos cuadras. La avenida Pavón se había convertido en un gran río. La única manera de seguir viaje hubiera sido con una buena  lancha. Muy rápido de reflejos, Ricardo pegó un volantazo y subió el auto a la vereda. Detuvo el motor y se quedó mirándome. Enseguida dijo lacónicamente:
—En algún momento va a parar, yo sé que en algún  momento va a parar. 
Después, volvimos a conversar de la secundaria y de los muchachos. Estuvimos así más de una hora. De a poco nuestras voces fueron construyendo un escenario minúsculo pero luminoso, repleto de recuerdos y anécdotas inagotables, porque cuando uno terminaba de contar algo, el otro inmediatamente respondía con otra historia, igual de entretenida y misteriosa. Sin quererlo habíamos convertido a ese viejo auto en una impenetrable burbuja. 
Luego de aquello ya no hablamos mucho. Las palabras empezaron a salir lentas, entumecidas, parapetadas detrás de las pitadas nerviosas de Ricardo, de mi tos seca, de los interminables bostezos de los dos. De tanto insistir el silencio fue ganando la pulseada. La noche empezó a avanzar decidida y ya no se detuvo más. Nos fuimos apagando con el paso de los minutos. Ricardo comentó que tenía sueño. Lo dijo con una voz débil, como si hubiera pensado en voz alta. Fue lo último que dijo. Se quedó dormido con la cabeza encima de volante.  
Yo me di vuelta y apoyé la frente contra el frío de la ventanilla. Afuera, la furiosa correntada se abría paso en la oscuridad. Una infinidad de bolsas de basura navegaban con un destino incierto. Mi cabeza siguió revolviendo un rato más aquel lejano pasado, entre el ruido del agua y los ronquidos exagerados de Ricardo. Pero esta vez lo único que pude rescatar fue un puñado de recuerdos descoloridos por el paso del tiempo. Nada más que eso. 
Van a ir todos, fue lo último que pensé antes de quedarme dormido.
CLAUDIO MIRANDA
JULIO 2010

martes, 7 de abril de 2015

SANGRE COMO AGUA

Los hermanos ya no eran hermanos. Se cruzaron en la calle de casualidad. Para su pesar, el instante duró una eternidad. Uno hizo que marcaba un número inexistente en el celular y el otro, en cambio, mantuvo la vista firme, mirando hacia adelante, a la nada. 
Si aún quedaba había una oportunidad, pasó de largo. Fue la confirmación de que la sangre no significa nada. Es como el agua que lava todo lo que se le cruza en el camino. Y en todo caso, lo que la sangre une, la vida lo termina separando.  
La ciudad era inmensa y siguieron su camino como si nada, hasta volver a perderse.
Los hermanos ya no eran hermanos, iban a seguir siendo un par de extraños, hasta el final de los días.

Claudio Miranda
Marzo 2015

martes, 13 de enero de 2015

Visor de Raymond Carver - Versión del libro "Principiantes"

A continuación podrán leer Visor (versión del libro Principiantes), uno de los cuentos mas bellos que se hayan escrito acerca de la soledad. Devastador y bello al mismo tiempo.
Un Carver crudo, auténtico, lejos ya de las caprichosas tijeras de su editor, Gordon Lish.

VISOR

Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa. Si exceptuamos los ganchos cromados, era un hombre de aspecto corriente, y de unos cincuenta años.
-¿Cómo perdió las manos-le pregunté cuando me dijo lo que quería.
-Esa es otra historia-dijo-. ¿Quiere una foto de su casa o no?
-Pase-le dije-.Acabo de hacer café.
También había hecho un poco de jalea, pero eso no se lo dije.
-Tendría que ir al aseo-dijo el hombre sin manos.
Yo quería ver cómo sostenía la taza de café con aquellos ganchos. Sabía como utilizaba la cámara , una vieja Polaroid grande y negra. La llevaba pegada al pecho, atada con una correas de cuero que le ceñían los hombros y le rodeaban la espalda. Se situaba en la acera, enfrente de una casa, la cuadraba en el visor, apretaba el botón con uno de los ganchos, y al cabo de un par de minutos salía la fotografía de la casa. Le había estado observando desde la ventana.
-¿Dónde ha dicho que estaba el aseo?
-Por ahí, a la derecha.
Para entonces, doblándose y encorvándose se había desembarazado de las correas. Dejó la cintura en el sofá y se arregló la chaqueta.
-Puede echarle una ojeada a esto mientras  estoy en el aseo.
Cogí la fotografía que me tendía. Un pequeño rectángulo de césped, el camino de entrada, el cobertizo de los coches, las escaleras de la entrada, la ventana mirador y la ventana de la cocina. ¿Por qué habría de querer yo una fotografía de tal desastre? Miré de más cerca y vi la silueta de mi cabeza, mi cabeza, tras la ventana de la cocina, unos pasos más atrás del fregadero. Me quedé mirando la fotografía durante un rato, y entonces oí la cisterna del baño. Lo vi venir por el pasillo, subiéndose la cremallera y sonriendo, sujetándose el cinturón con un gancho y metiéndose la camisa en el pantalón con el otro.
-¿Qué le parece?-dijo- . ¿Está bien? Personalmente creo que ha salido bien, pero sé lo que estoy haciendo y admitámoslo, no es tan difícil sacar la fotografía de una casa. A menos que haga mal tiempo; pero cuando hace mal tiempo no trabajo más que en exteriores. Encargos especiales, ya sabe.
Se tiró de la entrepierna.
-Aquí tiene el café-dije.
-Vive solo, ¿verdad?-miró el salón. Sacudió la cabeza-. Es duro. Es duro.
Se sentó junto a la cámara, se echó atrás con un suspiro y cerró los ojos.
-Tómese el café-dije. Me senté en una silla, enfrente de él.
Una semana antes, tres chiquillos con gorras de béisbol se habían presentado en casa. Uno de ellos había dicho: "¿Podemos pintar su dirección en el bordillo, señor? Casi todos los de la calle la tienen ya. Sólo es un dólar. Le esperaban otros dos en la acera, uno con la lata de pintura blanca a sus pies, el otro con una brocha. Los tres iban remangados.
-Hace poco vinieron tres chicos que quería pintar mi dirección en el bordillo. Me cobraban un dólar. ¿No sabrá algo al respecto?- Era una posibilidad remota. Pero observé su reacción, de todos modos.
Se inclinó hacia adelante, dándose aires de importancia, con la taza en equilibrio entre los ganchos. Luego la dejó con cuidado encima de la mesa. Y me miró.
-Qué tontería. Trabajo solo. Siempre lo he hecho, y siempre lo haré. ¿Qué es lo que quiere decir?
-Buscaba una relación-dije. Tenía dolor de cabeza. El café no es bueno para el dolor de cabeza, pero a veces la jalea ayuda a aliviarlo. Cogí la fotografía.
-Estaba en la cocina-dije.
-Lo sé. Lo vi desde la calle.
-¿Le sucede a menudo? ¿Captar a alguien adentro de la casa que está fotografiando? Normalmente estoy en la parte de atrás.
-Me pasa continuamente-dijo-. Y es una venta seguro. A veces me ven sacando la foto y salen y me piden me cerciore de que han salido en ella. Y a veces la señora de la casa quiere que a su maridito lavando el coche. O uno de los hijos está cortando el césped, y la señora dice: sáquele, sáquele y yo le saco. O la familia está comiendo tranquilamente en el patio, y me piden que por favor les saque.- Se le empezó a mover la pierna derecha-. Así que le han dejado, ¿no es eso? Han hecho las maletas y se han largado. Duele. De esos chicos no sé nada. Yo no sé nada de chicos. No me gustan. Ni siquiera me gustan los míos. Trabajo solo, como le he dicho. ¿Quiere la foto?
-Sí, me la quedaré-dije. Me puse de pie para recoger las tazas. Usted no vive por aquí. ¿Dónde vive?
-Ahora tengo una habitación en el centro. No está mal. Cojo el autobús, ya sabe, y salgo de la ciudad, y después de trabajarme todos los barrios me voy a otra ciudad. Hay formas mejores para moverse, pero me las arreglo.
-¿Y qué me dice de sus hijos?
Esperé con las tazas, mirando cómo se levantaba trabajosamente del sofá.
-Que se jodan. ¡Y su madre también! Esto se lo debo a ellos.- Levantó los ganchos y me los puso delante de la cara. Se dio la vuelta y empezó a ponerse las correas-. Me gustaría perdonar y olvidar, ¿sabe?, pero no puedo. Todavía me duele. Y ese es el problema. Que no puedo perdonar ni olvidar.
Miré de nuevo los ganchos mientras se ponía el correaje. Era fantástico ver lo que podía hacer con aquellos ganchos.
-Gracias por el café, y por dejarme usar el aseo. Lo va a pasar muy mal. Y me solidarizo con usted.- Movió arriba y abajo los ganchos-. ¿Puedo hacer algo por usted?
-Sacar más fotos-dije-. Quiero que saque fotos míos  y de la casa.
-No servirá de nada-dijo-. Ella no volverá.
-No quiero que vuelva-dije.
Resopló. Me miró.
-Puede hacerle un precio especial-dijo-. ¿Tres por un dólar? Si le cobrara menos, apenas me saldría a cuenta.
Salimos afuera. Ajustó el obturador. Me dijo donde ponerme, y nos pusimos manos a la obra. Fuimos desplazándonos alrededor de la casa. Lo hicimos todo de forma sistemática. A veces yo miraba de soslayo. Otras directamente a la cámara. El estar afuera de casa me hacía sentirme mejor.
-Estupendo-decía-. Así está bien. Ésa ha salido genial. Veamos-dijo después de dar la vuelta a la casa y vernos de nuevo en el camino de entrada-. Veinte. ¿Quiere alguna más?
-Dos o tres más-dije-. En el tejado. Me subo al tejado y usted me saca desde aquí.
-Jesús-dijo-. Miró a un lado y otro de la calle-. Vale, está bien, adelante. Pero tenga cuidado.
-Tiene razón-dije-. Hicieron las maletas y se largaron. Con todos los bártulos. Ha dado usted en el clavo.
El hombre sin manos dijo:
-No hizo falta que dijera una palabra. Lo supe desde que abrió la puerta.- Agitó los ganchos en dirección a mí-. ¡Se siente como si ella le hubiera quitado el sueldo bajo los pies! Y se hubiera llevado sus piernas de paso. ¡Mire esto! Esto es lo que te dejan. A la mierda-dijo-. ¿Quiere subirse al tejado o no? Tengo que irme-dijo el hombre.
Saqué una silla de casa y la puse justo debajo del borde de la entrada del cobertizo de los coches. Pero no llegaba. El seguía en el camino de entrada, y me observaba. Encontré una caja de embalaje y la puse encima de la silla. Me aupé hasta la techumbre del cobertizo, y fui hasta el tejado de la casa, y avancé a cuatro patas sobre él hasta un pequeño espacio llano que había cerca de la chimenea. Me puse en pie y miré a mi alrededor. Soplaba una ligera brisa. Agité las manos, y él me devolvió el saludo con los dos ganchos. Y entonces vi las piedras. Era como un pequeño nidos de piedras sobre las rejilla de la boca de la chimenea. Seguramente, la chiquillería las había lanzado hasta allí al tratar de meterlas por el agujero de la chimenea.
Cogí una de las piedras.
-¿Listo?- grité.
Me tenía encuadrado en el visor.
-Sí-contestó él.
Me volví y eché atrás el brazo.
-¡Ahora!-grité
Lancé la piedra tan lejos como pude, hacia el sur.
-No sé-le oí decir-. Se ha movido usted-dijo-.Lo veremos dentro de un minuto..- Trascurrido el minuto, dijo: Santo cielo, ha salido bien.- Se quedó mirando la foto. La levantó ante él-.¿Sabe? -dijo-. Ha salido bien.
-Otra vez-grité.
Cogí otra piedra. Sonreí de oreja a oreja. Me sentía como si pudiera levitar. Volar.
-¡Ahora!-grité.    

martes, 25 de noviembre de 2014

EL COLECCIONISTA DE RECHAZOS


Hola Claudio,
Gracias por escribir, justo cuando iba a hacerlo yo. Analizamos tu proyecto con interés, pero lamentablemente no encontramos espacio en nuestro plan editorial. Por una lado, las características ficcionales del texto (que destaca por su buena escritura ) creemos que desalentarían a sus lectores naturales, que aún siendo pocos buscan investigaciones sobre el tema.
Por otro, el nicho para ese público ya estaba cubierto con viejas contrataciones, de aquí  y de España.
Te agradezco la confianza en el envío del libro.
Muchos saludos,
Ana xxx xxx 
Editora

Penguin Random House (Alfaguara)
Grupo Editorial     

El coleccionista de rechazos de editoriales, mucho antes de ser eso, en su adolescencia, juntaba estampillas y marquillas de cigarrillos. Aunque es materia opinable, para él existen antecedentes familiares que lo han marcado: el padre acumulaba deudas y la madre, sueños. El caso de su tío Evaristo, personaje a quien no conoció, es completamente diferente: se le daba para sumar intentos de suicidio fallidos, hasta que al final dejó la sobredosis de pastillas de efectos neutralizados por oportunos lavajes de estómago, por el certero y célebre corchazo dominguero, en la sien. El sábado anterior se había comprado una 38, con papeles y todo.
No es bueno preguntar las razones, es una pérdida de tiempo. La mayoría de las veces no existen motivos. Lo cierto es que el tipo de escribir cuentos, novelas y demás yerbas, un buen día pasó a coleccionar los rechazos que le llovían de las editoriales a las cuales enviaba textos para ser publicados.
Después de todo, no importa tanto lo que se colecciona, sino el hecho de coleccionar; un coleccionista es alguien que quiere detener el paso del tiempo, apartar cosas de su curso natural, meterlas en bonitas vitrinas, en elegantes álbumes, en cajas a prueba de polillas y humedad, cualquier cosa es válida para conservarlas inmaculadas a lo largo de los años.
Para un coleccionista, no me pregunten por qué, la última pieza de la colección es siempre la más valiosa, hasta que logra sumar una nueva. 
El último ejemplar del coleccionista de rechazos de editoriales es justamente el que se muestra arriba de todo, con letras coloradas. Además de ser el más reciente, presenta algunas características que lo convierten en una pieza valiosa.  
Para entender de lo que estamos hablando, resulta conveniente repasar algunas de las precisiones que el escritor Mariano Pereyra Esteban dio sobre el punto, y de las cuales se desprenden los siguientes tipos de rechazos:   
Clichés: “Su obra no se ajusta a nuestra línea editorial”
Realistas: “No editamos ficción”
Mecánicas: “Estimado sr./sra. MARIANO tras evaluar con minuciosidad su obra decidimos no iniciar ningún proceso de edición”
Saturadas: “Nos gustó su obra, pero el plan de publicaciones ya está definido hasta el próximo año, vuelva a contactarnos en 2015”
Ajustadas: “Nos encontramos en proceso de ajuste financiero, por lo que se publicarán sólo obras muy específicas que ya hemos seleccionado”
Exitistas: “No publicamos autores noveles o anónimos. Sólo editamos consagrados”
Marketineras: “La obra es buena pero el tema no beneficia su promoción comercial”
Inmorales: “Por el momento sólo damos prioridad a la publicación de obras de autoayuda”
Orgánicas: “El comité de lectura ha recomendado considerar a su obra, pero el área editorial no ve viable su publicación debido a la evaluación de nuestros asesores comerciales, en consecuencia, se ha optado por no publicar su novela por el momento”
Piadosas: “Su novela es muy buena, siga adelante con sus intentos. No vamos a publicarlo en esta ocasión, pero vemos futuro en su obra”
Directas: “Su manuscrito no nos interesa”

En la pieza motivo de análisis, se observa el uso de una fórmula mixta. Tiene el atractivo de conjugar en uno solo, a varios tipos de rechazos. Estudiemos las frases: "Analizar con interés", "no encontramos espacio en nuestro plan editorial", "característica ficcional del texto", "que sin embargo esta cubierto con viejas contrataciones de aquí y España" : Chupáte esa mandarina.
Muy importante, no podía faltar esa otra: "El texto se destaca por su buena escritura", que no tiene otra intención que la de ser amable y no herir susceptibilidades. Sin embargo, no abre lugar a esperanzas: "Mande el texto el año que viene para ser evaluado nuevamente". Tampoco la pavada. A dejarse de joder.
El coleccionista de rechazos incursiona además en experimentos estrafalarios como mandar archivos de Word en blanco, o la Metamorfosis de Kafka bajo otros títulos, obteniendo en ambos casos la obvia negativa. Esto lo ha llevado a proclamar lo que él considera una especie de ley: "La compulsión por ser rechazado es directamente proporcional al ansia del rechazador en rechazar". A partir de la misma, se puede afirmar que ambos, coleccionista y editor se necesitan, la existencia de uno justifica la del otro y viceversa.  
Así, a partir del rechazo, nuestro coleccionista ha logrado encontrar un rumbo, un sentido. La secuencia es esta: escribir cuentos, novelas, ensayos, enviar la obra a consideración de editoriales que responden invariablemente que no. Un círculo perfecto en donde no hay resquicio para que se filtren los imprevistos, los dolores de cabeza y la mala sangre. Lo que se dice, una vida sin sobresaltos.     
Sin embargo, no por coleccionista, nuestro héroe deja de ser un tipo de carne y hueso a quien cada tanto los miedos lo asaltan y le causan zozobra. Por estos días teme que algún trasnochado editor le diga que sí y altere la merecida paz ganada, hecho que no solo podría acabar con su condición de coleccionista, sino también con el vicio de escribir.   

   

  

viernes, 7 de noviembre de 2014

CLAUDIO MIRANDA EN RADIO NACIONAL, LA RADIO PÚBLICA


Cuento "Cesare" (primera mención de honor concurso Centro Cultural Borges - abril 2010),  leído en el programa Cuentos al Mediodía de Radio Nacional.

sábado, 18 de octubre de 2014

ALDOUS HUXLEY Y LA MALDICIÓN DE NUESTROS TIEMPOS

La escena transcurre en una calle populosa, atestada de gente vulgar, comprando en los modestos comercios comestibles y demás productos de dudosa calidad para la subsistencia diaria. A lo largo de las veredas angostas y sucias se observan negocios de todo tipo: Verdulerías, alamacenes, carnicerías, bazares...
Entre ellos, el narrador descubre un oscuro y arrumbado local, en cuya pequeña vidriera se exhiben libros. Con sorpresa, se detiene frente a ella, como si hubiera encontrado un tesoro. ¿Una librería? ¿Como es posible encontrar una librería en semejante sitio? Sin embargo, está; no sólo eso, ha sobrevivido el paso del tiempo. Un milagro, piensa el narrador. Entra y se produce el siguiente diálogo con el dueño, un hombre viejo, pequeño, con la barba de un oso y ojos muy vivaces.
-¿El negocio anda bien?-le pregunta.
- Mejor le iba en la época de mi abuelo-responde-, sacudiendo la cabeza con tristeza.
-Somos cada vez más filisteos-insinúa el narrador.
-Es culpa de los periódicos baratos. Lo efímero arrasa con lo permanente, lo clásico.
-Este periodismo-asiente el narrador-, o mejor llamémoslo  este cotidianismo banal, es la maldición de nuestros tiempos.
-Apto sólo para...-gesticuló tomándose las manos, como en busca de la palabra.
-Para el fuego.
El viejo se puso victoriosamente enfático con esto:
-No, para la cloaca.

El dialogo corresponde a un maravilloso cuento de Aldous Huxley (1984-1963)  escrito a principios del siglo pasado, cuyo nombre es "La Librería".

Lamentablemente, las novelas y los ensayos del autor de "Un Mundo Feliz" y "Las puertas de la Percepción", ensombrecieron otros textos tan virtuosos como aquellos,  en este caso sus cuentos.
La Librería es un relato lúcido y misterioso a su vez, en el que deja expuesto el mal que ya en aquella época causaba estragos: El periodismo barato.                   
Y eso que en aquellos tiempos no existían aún las grandes cadenas monopólicas de noticias que siniestramente lo digitan todo. De haberse topado con ellas, CNN, NBC, O'GLOBO de Brasil, o CLARIN de Argentina, por nombrar algunas, sin dudas, el dialogo que acabo de transcribir hubiera tenido mayor contundencia todavía.
De todos modos, las palabras que encontró Aldous Huxley en este revelador cuento, encajan perfectamente al periodismo que se ejercía mayoritariamente antes y se ejerce hoy: "Lo efímero arrasa con lo permanente", "Cotidianismo banal", "Maldición de nuestros tiempos",  "Apto para el fuego", "Apto para la cloaca.
Claudio Miranda