LOS DEDOS DE UNA MANO
El domingo se iba apagando lentamente y la amenaza del lunes rondaba en
el aire como un fantasma.
Salvo la nuestra, las mesas del bar del club habían quedado desiertas. A
un costado del salón, por la televisión sin volumen, daban un partido del
fútbol del campeonato local.
La conversación amena y repleta de anécdotas de los viejos tiempos sin
embargo no alcanzaba para aplacar la ansiedad que nos corría por dentro.
Para matar el tiempo le pedimos al Bocha, el concesionario del bar, unas
botellas de cerveza (lo más heladas posibles), acompañadas de varios platitos
con aceitunas verdes, papas fritas y palitos salados.
En verdad, lo de matar el tiempo era una simple forma de decir. Las
agujas del reloj parecían moverse en cámara lenta. Me bastó un simple paneo por
la cara de los muchachos para comprobar que la situación los había desbordado.
Después de largos años estábamos a minutos nomás de reencontrarnos con
Alejo Riganti, nuestro amigo famoso, el único de todo el grupo que había
logrado llegar y triunfar en el tenis profesional.
En aquel entonces nadie daba dos mangos por ese pibe de mirada triste, flacucho,
que parecía que se lo llevaba el viento cuando soplaba un poco fuerte, dueño de
golpes tan previsibles como inofensivos. El profe de aquel entonces, el Chileno
Celaya al verlo tan poca cosa, solía recriminarle: “A vos nene te hace falta
tomar mucha sopa”.
Por ese entonces todas las fichas estaban puestas en el Muñeco Centurión,
o en el Chiche Bavastro, y hasta de
última, en Lalo Espínola. Pero el tiempo pasó y los resultados hablaban por si
solos: Rigante, el actual número 27 del escalafón mundial y en ascenso, mientras
que el Muñeco manejaba un micro de larga distancia, con los riñones hechos una
miseria, Bavastro se pudría cada mañana en una tétrica repartición pública y Lalo…sólo
Dios debe saber.
—¿Mirá si en una de esas nos invita a ir a Europa para verlo jugar en
algún torneo? —preguntó Rentera.
—Yo soy menos pretencioso. Me
conformo con algún regalo, no sé, una raqueta—se ilusionó Raimondi.
—No sabés lo bien que me vendría—respondió Machi—, la mía está hecha bolsa.
—Che, no sean interesados—dije yo.
—Sí, que vergüenza—me dio la razón Rentera—. Acá la cosa pasa por lo
afectivo y no por lo material.
El Bocha arrimó un par de platitos más, uno con salamines cortados en
rodajas muy finas, y otro con aceitunas
negras. Dijo que cualquier cosa le avisáramos que traía más ingredientes.
—No hay caso—sentenció Machi mientras descargaba las cenizas del rubio
en el cenicero —, el tenis es en ocasiones un deporte imprevisible.
El caso de Riganti, sin ir más lejos. Contra todos los pronósticos un día se
destapó, como si hubiera sido tocado por una varita mágica y después ya no paró
más hasta lo que es hoy: un reconocido jugador profesional.
—¿Reconocido Jugador profesional?— Repitió en sorna Rentera que ya iba
por el tercer vaso de cerveza—. No hablemos pavadas, viejo. Alejo, Alex, como
le decíamos nosotros, los amigos, es un jugador tremendo, una estrella del tenis.
Y ojo que todavía no dio lo mejor. Otra que jugador reconocido...
La palabra “amigos” empleada con tanta vehemencia por Rentera desató en
la mesa un encendido debate acerca de la amistad. Raimondi tomó la iniciativa:
—¿Se puede seguir considerando amigo a un tipo que dejó de verse durante
una década? En todos estos años, que yo sepa, ni siquiera nos hizo llegar una mísera
postal de navidad.
El silencio fue total, el comentario sonó inoportuno, estaba convencido de
que no era el momento para reproches a escasos minutos del ansiado reencuentro
con nuestro héroe.
—No sé, tengo mis serias dudas—se respondió a si mismo Raimondi—. Es cierto, fuimos muy amigos, pero de ese
pibito humilde y sacrificado que
entrenaba día y noche como un perro, de ese chico bonachón al que todos cariñosamente
llamábamos Alex. En cambio, de la estrella mundial del tenis, del fulano ese
que está podrido en plata y que sale en la tele a cada rato, ¿sabemos algo? Nada,
no sabemos un carajo.
—Oíme Raimondi, no es el lugar ni el momento de discutir eso —le paró el
carro Rentera—. Si aceptó la invitación por algo será. Me hubiera dicho que no
de entrada o hubiera puesto una excusa. ¿No será que le tenés envidia?
—¿Envidia, yo? Estás loco —se defendió Raimondi—. Simplemente me cuestionaba si después de tanto
tiempo cabe la palabra amistad. Vivimos en mundos tan distintos...Tal vez,
luego de esta noche, tengan que pasar otros diez años para volvernos a ver, o
por ahí peor: no nos cruzaremos más en la puta vida.
-¿Y quién puede saber eso?—preguntó
Rentera—. ¿Acaso sos mago? ¿Tenés la bola de cristal? Te parecés a esos tipos
que caen de sopetón para arruinarte la fiesta. Mira, para mí la verdadera
amistad supera el tiempo, las distancias, las diferencias sociales, todo.
Machi asintió con la cabeza y yo me acordé de una frase que había leído por
ahí: “Los únicos amigos son los de la infancia y la adolescencia”, que preferí
guardármela.
Raimondi amagó con seguir la discusión pero al final tampoco dijo nada. Segundos
después estiró la mano hasta uno de los platitos, se lleno la boca de papas
fritas y pensativo, empezó a masticar.
Hacía media hora que nos habíamos sentado a esperar a Riganti y hasta el
momento el único que no había dicho ni mu era el Polo Barrientos; seguía con la
vista perdida en algún punto de la vitrina del club casi pelada de copas y
trofeos.
Era cierto. Habían pasado diez años de la última vez. Mejor dicho, nueve
años, once meses y quince días. Anoche me había tomado el trabajo de sacar la
cuenta exacta. No me podía dormir, estuve hasta la madrugada dando vueltas en
la cama, pensando en aquella época, en lo rápido que había pasado todo, en lo
unido que habíamos sido, en las chicas con las que siempre quisimos salir y
nunca nos dieron bola, en la tarde que caímos todos presos por andar sin
registro de conducir en el Meari de Lorenzo.
Y la noche que avanzaba implacable y el lunes que ahora empezaba a tomar cuerpo,
hasta daba la sensación de que nos esperaba afuera, agazapado en la primera esquina.
Mañana hay que ir a laburar, carajo, pensé con la moral por el piso. Y los
muchachos que de a poco agotaban los temas de conversación, dejando lugar sólo
para el miedo, la desconfianza de que Riganti al final nos fallara. Eran ya la diez
menos dos minutos y de nuestro amigo famoso ni noticias. A todo esto yo no
paraba de mirar la puerta del bar y decirme: “Pensar que Alex se fue un día por
esa puerta, la misma que ahora lo va a traer de vuelta”.
—En los primeros tiempos lo bailaba de lo lindo—dijo Machi todo agrandado—.
Le ganaba los partidos casi sin moverme.
—Yo también, se sumó Rentera.
Era cierto. Hasta los catorce años ganarle era lo más fácil. Después
cambió la historia radicalmente. Se volvió invencible. Una metamorfosis que
siempre nos resultó inexplicable. Raimondi decía en broma que había sido poseído
por el alma de algún viejo campeón de tenis.
—Che, ya son la diez, — habló por primera Barrientos y se refregó las
manos—. La hora señalada. Debe estar por llegar, ¿no? El hijo prodigo que
vuelve a la casa. Un lindo título para una crónica.
Barrientos, que trabajaba como asistente en la redacción de un diario, se
estaba por recibir de periodista deportivo. Se había venido con un cuadernito con
espirales y un par de biromes para hacer anotaciones. Al parecer lo de la
crónica corría en serio.
—Miren que por ahí se retrasa unos minutos. Calculo que se va aparecer a
eso de las diez y cuarto — advirtió Rentera que no se cansaba de mirar con
nerviosismo el reloj—. Me dijo que antes
de venir tenía un par de compromisos que cumplir.
—¿Un par de Compromisos? —preguntó pícaro Raimondi, los ojos le
brillaban —. No me hagas reír. Un par de locas, querrás decir. Estos tipos, los
jugadores profesionales, cuando están de vacaciones cometen todos los excesos
habidos y por haber. Imagináte lo que es la vida de esta gente, todas las
privaciones por las que tienen que atravesar cuando están compitiendo. No
pueden ni comerse un asadito, ni chupar una cerveza, ni salir con mujeres, nada.
Claro, después son como esos leones que un día se escapan del zoológico y terminan
haciendo un desastre.
Rentera se rió pero no dijo nada. La idea de llamarlo había sido de él. Hacía
un par de años que venía amenazando con rastrearlo y traerlo para el club. Pero
cuando llegaba el momento— Alejo regresaba al país siempre para pasar las
fiestas de fin de año—, se salía con alguna excusa. Entonces volvía a comprometerse para el año siguiente.
Un cuento de nunca acabar. Pero esta vez, el viernes pasado, a la noche, estaba
en la casa aburrido y se dijo: “Vamos Renterita, es ahora o nunca”. Y fue
ahora. Pero aclaró que no le resultó fácil, estuvo a punto de abortar el
operativo regreso a último momento. Le dio cosa: ¿Cómo voy a llamar a una
estrella como Riganti a esta hora de la noche? ¿Por ahí ni se acuerda de mi? Pero
se tomó un whisky y después otro, y luego del tercero ya no le importó más
nada. No sé cómo, pero se había conseguido el teléfono de la madre, que años
atrás se había mudado del barrio.
—No me van a creer, pero la madre de Riganti, se acordaba de todos
nosotros. Una memoria de elefante. Pronunció los nombres de corrido, como una preceptora
del secundario tomando lista.
Hizo una pausa. Se puso una aceituna negra en la boca, escupió el carozo
en una servilleta de papel y siguió contando. La vieja me pasó el número de
celular y dijo que si lo llamaba ahora seguro que lo encontraba, acababa de
cortar con él. Le hice caso. Me atendió en seguida. ¿Vos sabes que por teléfono
tiene la misma voz que antes? Increíble. No se dan una idea de lo contento que
se puso. No tuve que pedirle nada, él solo me propuso de venir para acá, el
domingo. Yo igual le insistí:
—Mirá que no hay problemas, si querés vamos para allá, para tu casa.
—No Renterita, deja, voy yo—me respondió—. Quiero volver a pisar mi
querido y viejo club. —Che, ¿pero vendrá en serio?— preguntó alarmado Raimondi—. Ya son y
cuarto.
Rentera hizo oído sordos y se refirió a un pedido especial que hizo
Riganti: instalarnos en alguna mesa del fondo del bar. Quería pasar
desapercibido, nunca falta el pesado que pide un autógrafo o una foto.
—Ves, esa nunca la entendí, ni la voy a entender—dijo Macchi mientras
con un escarbadiente pinchaba una rodaja de salamín—. Todo el mundo se muere
por el éxito, por ser famoso algún día. Y resulta que cuando lo logran se
terminan escondiendo detrás de anteojos negros y vidrios polarizados, como si
fueran delincuentes.
—Y bueno, no debe ser fácil. El terrible precio de la fama. Ni más, ni
menos. No te dejan ni ir al baño a mear tranquilo —contestó Rentera.
Lo cierto es que la condición de Alex fue cumplida a rajatabla, a pesar
de lo que dijo Macchi, que daba lo mismo, total a esa hora en el club no había
quedado ni el loro. Nos instalamos en la mesa más alejada de la barra, en un
rincón oscuro, pegada al ventanal que daba a las canchas de tenis desiertas.
Me puse a observar a los muchachos. La mesa nos quedaba grande. Podía
contarnos con los dedos de la mano. Éramos cinco tipos. Nada más. Sobrevivientes
de un pasado feliz que cada día quedaba más lejos.
Estábamos dispuestos de la siguiente manera: Rentera, Machi y yo de un
lado; enfrente, Barrientos y Riganti. La
cabecera que daba de espaldas a la entrada, la dejamos libre para cuando
llegara Alex. En la otra, sobre una silla de madera, habíamos amontonado los
bolsos y las raquetas formando una interminable montaña que amenazaba con
venirse abajo cada vez que alguien movía la mesa.
—Che, que macana eso que dijiste, que no le gusta que le pidan autógrafos—se
lamentó Machi—. Yo que justo le quería pedir uno para mi hermano que es un fanático
perdido de Riganti.
—Y yo que me iba a sacar unas fotos con él para mostrárselas a mis
compañeros de oficina, así se revientan bien de la envidia—dijo Barrientos.
—No, para un poco, no es para tanto —dijo en un tono tranquilizador Rentera—.
Con nosotros no va a haber problemas en ese sentido.
—Yo tenía la idea —dijo Raimondi mientras se rascaba el mentón—, díganme
si les parece desubicado o no. Vieron que colaboro con una ONG de chicos con
discapacidades motrices, bueno, se me había ocurrido pedirle de ir a la fundación
para dar una charlita a los pibes, no se imaginan lo contento que se van a
poner.
—Ni lo dudes. Estoy seguro que te va a dar una mano. El otro día leí en
una revista que le gusta involucrarse en causas humanitarias.
Diez y media de la noche y ahora fue Macchi quien alertó sobre la
posibilidad cierta de una deserción:
—¿A ustedes les parece que realmente vendrá? Miren la hora que es.
—Va a venir, quedáte tranquilo—replicó Rentera—. Y cuando cierren el
club la seguimos en el pub de enfrente de la estación. Está abierto toda la
noche. Me voy a agarrar un pedo madre.
De lejos el Bocha nos observaba con cara inquisidora. Sus ojeras eran impresionantes.
Se acercaba la hora de cerrar y el tipo se dormía parado. Estaba al pie del cañón
desde las ocho de la mañana. En un momento dado no aguantó más y nos lanzó el ultimátum:
“No sé a quién carajo esperan y no me importa, pero yo a las once y cuarto
cierro el boliche. Ni un minuto más, ni un minuto menos”.
Miramos el reloj con desesperación los cinco al mismo tiempo. Faltaba todavía
media hora para bajar las persianas del boliche. El panorama había cambiado. Si
el tiempo antes se había mostrado lerdo, vueltero, ahora las agujas volaban. La
catarata de preguntas no se hizo esperar:
—¿Se acordará cómo llegar después de tantos años?
—¿Habrá salido en su propio auto o se tomó un remis?
—Mira si se perdió y terminó en el medio de una villa por el camino
negro…
—¿No estará cortado el puente Pueyrredón? Hoy los piquetes no tienen día
ni horario.
Lo volví a observar al Bocha, se había despertado de golpe, pasaba a las
apuradas un trapo rejilla al mostrador y acomodaba copas y vasos en unos estantes.
Observé también a Rentera: su lengua humedeciendo los labios, sus ojos
vacíos, sus oídos lejanos.
—¿Por qué no lo llamás?— preguntó enojado Barrientos.
Rentera lo miró con si le hubieran hecho una pregunta sobre física
cuántica.
—Llamálo, a Alex—insistió el Polo—. ¿Acaso no te quedó el número
registrado en el celular?
—¿Te parece?
—¿Cómo si me parece? ¿No nos vamos a quedar acá toda la noche, como
cinco boludos?
Rentera llamó pero le salió el contestador. No dejó ningún mensaje.
Once en punto. El Bocha sin preguntar apagó el televisor, justo cuando uno
de los equipos se aprestaba a patear un penal. Nuestros ojos se posaban
insistentemente sobre la puerta del bar, esperando lo que a esa altura parecía ser
un milagro. En un momento dado una figura alta la atravesó. Nos estremecimos. De
entrada no alcanzamos a descifrar su rostro. Falsa Alarma. Era el correntino Barbosa,
el empleado del vestuario de hombres que se despedía del Bocha hasta el martes,
el lunes no venía porque le correspondía franco.
Once y cinco. Las dudas ahora habían dado paso a la decepción. Una
sucesión de quejas, reproches y lamentos se descargaron sobre la humanidad de
Rentera.
—Ya no viene. Para mí que nos cagó.
—Por lo menos podría haber avisado a tu celular, no le costaba nada.
—Y viste como son las estrellas, se olvidan rápido de los pobres.
—Quiero volver a pisar el viejo y
querido club. Eso te dijo, ¿no? Un
flor de chanta.
—Más que chanta, un desagradecido. Si fuimos nosotros los que le
enseñamos a jugar tenis al gil ese.
—¿Y ahora que le digo a mi esposa? No tengo ni una mísera foto con él. Se
va a pensar que me fui de putas por ahí. Me parece que esta noche duermo en la
plaza.
—Así que la verdadera amistad supera al tiempo, la distancia…en fin las
boludeces que hay que escuchar...
Machi dijo bueno y amagó con levantarse. Recién ahí Rentera reaccionó. Insistió con el discurso optimista
sobre la llegada inminente de Alejo. Milagrosamente logró dilatar el desbande,
al menos por cinco minutos más, el plazo fijado por el Bocha.
Empezamos a transitar así el
tiempo de descuento en el más absoluto silencio. La escena hacía acordar a esas
películas de suspenso con un final previsible.
Miré la mesa. Seguíamos siendo cinco tipos. Los dedos de la mano. Las
matemáticas aportaban a la escena exactitud y crueldad por partes iguales. Pensar
que una década atrás ni siquiera entrábamos en tres mesas. Nuestro grupo estaba
formado por al menos quince almas. Se me dio por pensar que tal vez se trataba
de un juego más, como el tenis. El último en irse, pierde. Ese podría ser su
nombre. El primero en jugarlo fue Alex, diez años atrás y a partir de ahí el goteo fue
imparable. Nos fuimos desperdigando de una manera silenciosa. Unos porque se
casaron, otros porque se mudaron, muchos porque sí y hasta hubo uno que se le
ocurrió morirse antes de tiempo. Otra vez clavé la vista en los muchachos, me miré
a mí en el espejo de la pared y me pregunté quién sería el último en apagar la
luz. ¿Quién?
Espié el reloj por enésima vez: once y catorce minutos. Aproveché los
últimos sesenta segundos para intentar acordarme del momento en que estuvimos todos
juntos por última vez, pero no pude. Juro que no pude. Para ese entonces el
Bocha ya había subido las sillas sobre las mesas y empezaba a apagar las luces
del local.
CGM
Marzo 2014