miércoles, 17 de junio de 2015

TODOS (DE LA GRINGA Y OTROS CUENTOS)


"Todos" es una palabra engañosa. Su uso en ocasiones tiene la pretensión de encubrir a otra: ausencia. En realidad nunca fuimos "todos". Siempre existió alguien que no pudo llegar a aquella fiesta de cumpleaños, o a la cena de navidad, o a la reunión de egresados.
Nunca fuimos todos y tal vez nunca lo seremos ya.
Y si la la palabra "todos" denota casi lo contrario, ¿cual será el significado de ausencia? ¿Qué será la soledad?
En verdad, no lo sé. En todo caso, a quien me lo pregunte le pediría que leyera este relato de "La Gringa y Otros Cuentos":  "Todos"
Como dice el legendario escritor brasileño, Dalton Trevisan: "El cuento es siempre mejor que el cuentista".  

TODOS


De repente se largó a llover, un diluvio descomunal que apuró la noche y dejó vacía a la ciudad. Ricardo se volvió hacia la ventana, su mirada contemplaba la lluvia torrencial... el vidrio empañado.  
El café que hasta el momento permanecía semidesierto, se fue poblando de gente empapada. Reían, hablan en voz alta, era como si el agua hubiera despertado algo extraño en ellos.  
De a poco, un bullicio alegre fue ganando nuestro duro silencio. No hay caso, uno miraba a todas esas personas que habían llegado de golpe, como la tormenta, y no dejaba de sorprenderse. Algo se había roto, adentro y afuera del café. Y la lluvia parecía permitirlo todo, por lo menos la prohibición de fumar había quedado de lado: un joven de pelo largo, dos mesas más adelante, encendió un cigarrillo y la chica que estaba sentada con él lo imitó. Ricardo también se animó. El humo de su cigarrillo, muy blanco,  espeso, fue subiendo lentamente. No tardó en confundirse con el otro humo, el de los muchachos, para formarse una nube bastante generosa que se fue desplazando lentamente en dirección  de los baños.          
En ese instante tuve la sensación de que Ricardo iba a decir algo importante, una frase aguda, una revelación. Se frotó las manos y se acomodó en la silla. Sus ojos brillaban.
Falsa alarma. Todo lo que hizo fue tomar una servilleta de papel y hacer un avioncito. Me apuntó a la cara y lo lanzó con ganas. Falló. Me levanté, lo recogí del suelo y lo puse adentro del cenicero. Entonces me entraron unas ganas terribles de irme. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? ¿Cómo se me pudo ocurrir aceptar la invitación del loco de Ricardo?
Salvo López, todos los varones de la secundaria teníamos apodos. A Ernesto le habíamos puesto Jirafa por su cuello interminable, a Rosendo, pato, por sus inmensas cagadas. ¡Qué tipo el tal Rosendo! Un aluvión de torpezas. A mí me decían pájaro, por mi nariz afilada, y a Ricardo, como ya dije, loco. Caía de maduro. Uno lo miraba un ratito nomás y la primera palabra que se venía a la cabeza era esa: loco.
No éramos muy originales que digamos en eso de poner sobrenombres, pero en todos los colegios pasaba lo mismo. Ricardo se sentaba en la fila del medio y se la pasaba en babia la mayor parte del tiempo. Sin embargo no era un mal alumno, más bien todo lo contrario. Si se llevó cuatro materias en toda la secundaria fue mucho.
Éramos un grupo muy unido. La verdad es que salvo a Ricardo, no volví a ver a nadie más. Los primeros tiempos los extrañe mucho pero con el paso de los años me fui acostumbrando. 
Con Ricardo nos frecuentábamos de vez en cuando, aunque, claro, la palabra frecuentar era una exageración. Nuestros encuentros no pasaban de ser puras casualidades. Era un tipo escurridizo, aparecía de la nada, en el andén de una estación de subterráneos, en la cola de un Banco, detrás del vidrio de un café en plena Avenida de Mayo. Entraba y salía de mi vida con una facilidad llamativa. Y cada vez que nos cruzábamos, cafecitos de por medio, él aprovechaba para hacerme esas invitaciones tan raras, tan extravagantes, como la ir a la exposición de un pintor con varios intentos de suicidio encima, o a la presentación del libro de un escritor recién salido de la cárcel, o a una marcha de Greenpeace internacional. En fin, cosas así. Le decía que sí, pero salvo esos cafés tomados a las apuradas casi nunca fuimos juntos a ninguna parte. Cuando llegaba la hora de la verdad siempre tenía una excusa al alcance la mano. Hay que reconocérselo: Ricardo jamás me reprochó esos desplantes. Al contrario, cuando nos volvíamos a cruzar en la calle, empezaba otra vez con el rollo ese de salir juntos algún día. De recordar viejos tiempos y toda esa lata.
Lo cierto es que esta invitación en particular fue tan rara como las otras, pero aquí me ven. Hacía años que venía amenazando con armar la famosa reunión de egresados, pero nunca se concretaba. Él me decía que por un motivo o el otro siempre se terminaba posponiendo.
Llegué con puntualidad y Ricardo ya iba por el segundo café. Cuando me vio entrar se le iluminó la mirada. Después de la sorpresa inicial me pegó un fuerte abrazo y sus palmadas retumbaron en todo el café.
Y ahora estábamos sentados frente a frente, esperando que se hiciera la hora para irnos hasta allá. Pero con la lluvia las cosas se habían puesto difíciles. Y encima Ricardo que no paraba de sobresaltarse, parecía no entender algo de la tormenta: un relámpago. Después, llegaba otro, y otro, y uno más; cada uno de esos resplandores encendían su cara y él sonreía ingenuamente. Para disimular el julepe se puso a hacer dibujitos en el vidrio empañado. Detrás de su perfil inmóvil, más allá del vidrio opaco, atravesado por los garabatos que dibujaron su dedo nervioso, vi figuras fantasmales moviéndose histéricamente en la tormenta.
Su voz de tanto en tanto resucitaba. Me dijo varias cosas. Primero, que el Fiat lo tenía  estacionado cerquita, a la vuelta nomás, que al salir no teníamos por qué mojarnos. Lo único que había que hacer era caminar debajo de los toldos de los negocios. Me dijo también que el auto era un modelo viejo pero que funcionaba a la perfección. Por último me recordó que había que esperar a Raimundo y a Félix, que iban a pasar a las diez en punto. Nos vamos a ir los cuatro juntos para allá.
Le pregunté a qué hora empezaba la fiesta y Ricardo se salió de las casillas. ¿Una fiesta? No, no es una fiesta, me respondió con una paciencia impostada. Abrió los ojos muy grandes y dijo que la palabra fiesta no le gustaba. Esa palabra le sonaba a otra cosa. Es un encuentro, o reunión de egresados, como más te guste, compañeros de secundaria que van a recordar viejos tiempos.
Mientras hablaba yo no paraba de cuestionarme. No alcanzaba a entender como había aceptado su invitación. Tal vez fue lástima por Ricardo. Acaso haya venido esperando algún milagro. Pero los milagros no existen, por lo menos en mi vida jamás sucedieron. Como sea, había algo que no me quedaba muy claro: “Nunca pudimos reunirnos, ni cuándo cumplimos 10 años, ni 25, y que ahora que andamos por los 36...no sé, no entiendo. ¿Qué festejaremos? ¿El aniversario de hojalata?”.
Largué una desubicada carcajada. Ricardo no se rió. Al contrario, parecía ofendido. Vamos a festejar que estamos todos vivos, respondió. ¿Te parece poco? Tarde es mejor que nunca.
Me puse a pensar en eso que dijo. ¿Estamos realmente todos vivos? ¿Quiénes? ¿Nosotros? Supongamos que llamemos estar vivo al hecho de seguir respirando, a la acción de levantarnos cada mañana,  supongamos que es como dice Ricardito, que seguimos vivos y que esta noche volveremos a estar juntos, hay alguien, uno por lo menos, Gabriel, sí, Gaby, que no va a venir, y no por qué no quiera o por causa de una esposa déspota que lo encadena a la cama cada noche para que no se vaya de juerga con sus viejos amigotes. Salvo un milagro (ya dije que no creo en los milagros), Gaby no va a estar y Ricardo lo sabe mejor que yo. Se lo llevaron de noche. Agosto de 1976. Fue un miércoles. La madre nos contó que le tiraron la puerta a patadas. Los tipos estaban de civil. Muchas veces me pregunté cómo habrá terminado sus días, si fue en una sesión de torturas, o en un paredón de fusilamiento, o en el lecho del río de la Plata. Espero que si lo tiraron al agua al menos haya sido en el mar. A Gaby le gustaba la playa, Mar del Plata, Villa Gesel. Soñaba con irse algún día a vivir allá.  
Me dieron ganas de dejar aclarado, la palabra todos no era exacta, pero no dije nada. Para qué aguar la fiesta, bastante teníamos ya con esa lluvia interminable.  
Lo que más me estremece, dijo Ricardo, es el paso del tiempo, treinta y cinco años, carajo. Treinta y seis, lo corregí, pero no me escuchó: su voz se superpuso con la mía y empezó a enumerar a los pibes, por orden alfabético, como cuando la preceptora Elsa nos tomaba el presente: Argibay, Azar, Bellusci, Bilares, Cascallares, Céliz, Fernandez...
—Para loco—grité—. No es necesario nombrar a todos.
No me escuchó. Pasó a tomar lista a las mujeres, con voz más ansiosa todavía: “Ayes, Alegría, Buscaglia, Casas, Celleri, Dilon”... Dilón, Dios mío, qué hembra, acotó con cara de depravado. Continuó: Farrugia, Leonora Farrugia, Gil, Giménez, Kelly, Mazzola...y hubiera seguido hasta el final de no haber sido por ese trueno impresionante que nos dejó sin aliento. El café tembló. Los cristales vibraron. Ricardo se puso  pálido. 
Le llevó unos instantes reaccionar. Se tomó el vaso de agua de un saque y los colores le regresaron a la cara. Llamó al mozo pero el tipo lo ignoró.  
Le pregunté quién organizó todo y entonces Ricardo puso cara de importante. Me contestó que fueron él y Javier. El burro adelante para que nos espante, me dijo riendo. En realidad la idea fue mía, aclaró, Javier estuvo de acuerdo y le dio para adelante sin preguntar nada. Javier siempre fue un tipo ejecutivo, de pocas palabras. Citó una frase del General Perón: “Mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”. ¿O la dijo Eva Perón? Se le escapó una risa tonta. Al cabo de unos pocos segundos me preguntó: “¿Te acordás de Javier?”  “¿Cómo no te vas a acordar?”  Era el compañerito de Marisol. Se sentaba en la fila de la ventana, el tercero del lado de pasillo. Le faltaba un diente, se lo había bajado el flaco Pintos en 2° año. Un cross de derecha. Bah, un piñazo infernal. Se fue de culo contra las baldosas del patio. Se pelearon por Gloria, una atorrantita la Gloria esa. Bueno, lo que es el destino, me dijo que de no haber sido por el flaco Pintos, por la putita de Gloria y por el bendito diente que salió volando detrás del certero trompazo, nunca hubiera estudiado odontología. Ahora su dentadura es perfecta. Qué me importa si tiene un diente postizo. No se nota, de eso doy fe. Lo tendrías que ver. Una sonrisa impresionante. Me dijo que tiene una secretaria rubia. Se especializó en implantes y en técnicas de blanqueamiento. Tiene pacientes que vienen del extranjero, por la diferencia de cambio, ¿Viste? No sé, quizás esta noche me anime y le pida un presupuesto; por ahí me hace un descuentito, quién te dice. 
Ricardo me miró la boca y me pidió que la abriera bien grande.
—Dejáte de joder, le respondí.
Me mostró cómo:
—A ver, dale—saca la lengua—, decí  ahhhhh ...
Y se me le quedé observándolo estúpidamente. Lo mandé al carajo pero pareció no importarle mucho: me recomendó el tratamiento de blanqueamiento, dijo que no me vendría mal, que la dentadura se me puso muy amarilla. Es por el café y por el tabaco, aclaró. La pigmentación de los dientes se va perdiendo. Los factores son múltiples: un poco por el paso de los años, ya estamos un poco viejitos,  y otro poco por el abuso de café y de tabaco. Vos no fumas pero chupas mucho café. Pareces una esponja.
Para no seguir escuchándolo le dije que iba a pedirle un turno. Ricardo se entusiasmó, dijo que Javier nos iba a hacer un buen descuento. Por un instante me pareció que se había puesto contento, pero enseguida un gesto de preocupación le desfiguró la cara. Había algo afuera que lo volvió desconfiado. No sé sí fueron las enormes gotas que pegaban en la ventana o qué. Se levantó, caminó hacia la puerta y se asomó. Tímidamente sacó un brazo afuera. Regresó muy rápido, como apurado por contarme algo. Se sentó y en voz muy baja me dijo que no pasaba nada con la tormenta, que los invitados no iban a acobardarse por una tormentita de dos por cuatro.
—Mirá, aunque se desate el diluvio universal, igual vienen todos—dijo con una voz convincente.
No pude evitar que la imagen de Gabriel se me apareciera otra vez, en estos larguísimos años había pensado mucho en él, a veces había creído verlo a la salida de un cine, o arriba de un colectivo, o caminado por la peatonal, perdido en medio de la muchedumbre. Una noche sonó el teléfono y yo pensé que era él; otro día me lo confundí con un vendedor ambulante.
—¿Cuándo decís todos, son todos realmente?—le pregunté con desconfianza.
 Ahora me doy cuenta que la palabra “ todos” me salió mordida, húmeda, tímida.
—Bueno, es una forma de decir. Casi todos.
Lo dijo con la cabeza gacha, como si le hablara a una servilleta de papel que había caído al suelo. 
—¿Y quiénes no vienen? 
Ricardo se quedó en silencio, fue como si no estuviera preparado para responder la pregunta. Revolvió nerviosamente la cucharita en la café frío y finalmente contestó:
— Hasta donde sé no viene Pato, está viviendo en Suecia. Tampoco viene Alejandro y Matías. Los dos andan por el interior, no sé bien exactamente en qué provincias. Raquel tiene cáncer y si bien la está peleando no quiere saber nada con festejos. Rolando es un caso. Tampoco viene. ¿Sabés qué dijo?
—No.
—Que le va a hacer mal ver caras arrugadas que seguramente no va a poder reconocer. Es un pelotudo. Mejor que no venga.   
—¿Y quien más no viene?
—Marcia, Irene, Fernando y Antonio.
Ricardo contestaba rápido, daba la sensación que todos esos nombres, los que iban a estar ausentes, le lastimaban por dentro.     
—¿Por qué no vienen?
—Marcia dijo que no tenía ganas. Otra boluda. Siempre fue media boluda. A los otros tres fue imposible ubicarlos. Se los tragó la vida, o la muerte, quién sabe.
—Bueno, Gabriel tampoco viene—me animé a decir con voz muy baja.
Se hizo un largo silencio, como si ese nombre se hubiera escuchado en todo el bar:  Gabriel. Me di cuenta de la estupidez que había largado, pero ya era demasiado tarde. Ricardo, perturbado, sin mirarme dijo:
—Bueno, salvo estos casos, después vienen todos.
Cambió rápido de tema:
—Vas a ver, va a parar... Ves allá como se mueven las nubes—señaló vagamente un punto en el ventanal—, es el viento del sur que está limpiando.
A nuestras espaldas llegó un tumulto de voces familiares. Nos dimos vuelta al mismo tiempo pero no reconocimos a nadie. Cerca nuestro había tres hombres maduros. Uno de ellos, el más flaco, me hizo acordar a otro compañero de la escuela, pero no recordé  su apellido.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque me asomé a la calle y saqué el brazo afuera. No hay dudas: es viento del sur.
—No, Ricardo, te pregunto cómo estás tan seguro que los demás vienen todos.
—Porque hablé con ellos por teléfono, porque me lo prometieron.
—¿Vos hablaste con todos?
Me puse a mirar a través del ventanal. La noche se había vuelto un poco más clara. Tal vez era como había dicho Ricardo y muy pronto iba a parar. Por lo menos en ese momento era una simple llovizna. Vi gente que cruzaba la avenida, grupos que conversaban, caras que reían, ojos que espiaban  al cielo. Y mientras observaba todo eso me acordé de una vez que salimos del colegio, en el medio de un temporal parecido a este: si la memoria no me fallaba estábamos  Melisa, Alejandra, Lucas, y yo. Ninguno tenía paraguas, ni pilotos, ni nada. Caminábamos debajo de la lluvia con una sensación de felicidad que jamás volví a sentir. La misma felicidad que incomprensiblemente inundó este café y que a nosotros nos dejó de lado.   
—Bueno, en realidad nos repartimos—dice Ricardo—. Digamos que yo hablé con algunos y Javier con el resto.
—¿Y vos a quién contactaste?
—Más o menos a la mitad. No vas a pretender que te diga de memoria uno por uno.
Ricardo encendió otro cigarrillo pero casi no lo fuma, se va consumiendo solo, humeando entre los dedos.
—Me lo imagino a Esteban—dijo Ricardo mientras abría los ojos bien grandes—, pintón como siempre, quizás pelado, es una posibilidad, pero pintón al fin. Y a Paola con esa vocecita chillona, imposible de soportar, y a Juan Carlos contando chistes malos, y a Florencia con ese aire de ricachona insoportable. ¿Sabés una cosa? Me los imagino a todos.
 —¿Y el lugar cómo es?
—Mira, es un club de Barrio, en Banfield, en la calle Larroque al mil. Nada de otro mundo. La verdad, es medio deprimente el boliche, pero es lo único que había disponible más o menos cerca de la escuela.
—¿Vos lo viste?
—No, yo no vi nada. Javier se encargó de todo. Incluso adelantó la plata del alquiler del local. Después vamos a tener que repartir los gastos.
—¿Hay que poner mucha plata?
—No, salió bastante barato. Mira, creo que vamos a ser 35, eso debe dar algo así como 120 pesos por cabeza, una ganga.
Dentro de todo no estaba mal, de 46 que éramos iban a venir 35. Teniendo en cuenta que habían pasado 36 años no dejaba de ser un buen número. 
—¿Y la comida?
—Bueno, de la comida y del chupi también se encargó Javier. Hasta contrató a un dominicano.
—¿Un dominicano? ¿Y para qué?
—¿Cómo para qué? Para animar la reunión. Me aseguró que el negrito es muy divertido, que los hizo divertir  mucho en el cumpleaños de quince de la hija. Dejó a todo el mundo con la boca abierta. Hizo bailar hasta a los muertos.
— No me digas que hay que bailar...
—No te hagas problemas por eso. Si querés bailas y si no querés no bailas. Va ser todo muy libre en ese sentido.
—No sé si te acordás...pero yo era muy tronco bailando.
—Sí, cómo no me voy a acordar. Una madera total. El peor eras vos y el mejor Luciano.
—¿Luciano? ¿Luciano también viene?  
Luciano era rubio desgarbado, de mirada triste y ojos azules. Se sentaba enfrente mío. Lo recuerdo perfectamente. En cuarto año me había robado la novia, Andrea, una chica dos años más grande que vivía enfrente de la escuela.
Siempre que llovió paró, dijo Ricardo mirando la lluvia afuera. 
—¿Después de treinta y cinco años vos pensás que una lluviecita va arruinar todo?—me preguntó.
—Ricardo, mira que esto se está poniendo cada vez peor. Escuchá los truenos.
—No se suspende por lluvia, viejo, metételo en la cabezota.
—Oíme, Ricardo, ya son nueve y media —le reproché mientras miraba el reloj de pared—. Félix y Raimundo no aparecen, ¿qué hacemos?
—¿Cómo qué hacemos? Los vamos a esperar, yo arreglé con ellos de encontrarnos acá.
—¿Pero a qué hora hay que estar allá?
—Hay tiempo. Con estar a las once está bien. En una hora llegamos. Agarramos por la autopista hasta el puente Pueyrredón; después bajamos en la avenida Pavón y le damos derecho hasta Banfield. 
—¿Y si vamos mejor por el puente de Vélez Sarfield?
—¿Por Vélez Sarfield?
—Sí. El puente Pueyrredón se inundaba de nada.
—No, viejo, qué ganas tenés de complicarla. Vamos por el puente Pueyrredón y no se habla más del asunto.       
Para matar el tiempo Ricardo pidió una cerveza de tres cuartos. Me quiso convidar pero le dije que no tenía ganas. Encendió otro cigarrillo y dijo que se moría de ganas de ver a Ernesto. ¡Ernesto, carajo!, grito. Su vozarrón hizo acallar las otras voces en el café. Todos los ojos ahora se depositaron en la figura de Ricardo que sin embargo siguió en su mundo. Me preguntó si me acordaba y le respondí que sí, que en casa conservaba una fotografía de él pescando (a no engañarse, hacía que pescaba, en la laguna esa había de todo menos peces). Habíamos ido a pasar un fin de semana a San Miguel del Monte y de no haber sido por frío que chupamos de noche se podría afirmar que fue un campamento inolvidable.
Ricardo aprovechó para contarme que Ernesto era un prestigioso veterinario de Córdoba, que hizo mucho dinero y que parte de lo que ganó lo había invertido en Miami. Por otra parte resultaba lógico, le decíamos jirafa, era una fija que se iba inclinar para el lado de los animalitos. Se río estúpidamente. No me gustó el chiste y se lo hice saber. Además le pregunté:
—¿Y vos cómo sabés todo eso?
—Por Javier, sabe vida y milagros de todos.
—¿De todos?
—Sí, de vos también.
—¿Qué carajo sabe de mí?
—Que te divorciaste, que cambiaste de laburo mil veces, que sos un tipo raro, sabe todo.
Me quedé  pensando que Javier no era el más indicado para decir que yo era un tipo raro, pero Ricardo ahora no paraba de hablar. Empezó a decir que le iba a plantear a Ernesto el caso de su perra, Loli, una ovejera alemán auténtica, con papeles y todo. Andaba inapetente desde hacía dos meses. Entre una cosa y la otra había perdido más de 2 kilos. A veces no tenía fuerzas ni para ladrar. Con un gesto sombrío dijo que el animal se iba a terminar muriendo. 
 —¿Sabés qué voy a hacer?
—No tengo la menor idea, Ricardo.
—En algún momentito que paremos de bailar...
—Ya te dije que no sé bailar—lo interrumpí—no cuenten conmigo para eso.
— Bueno, era una manera de decir, nadie te va a poner un revólver en el pecho —respondío con fastidio—. Como te decía...cuando paremos de bailar lo voy a agarrar solo a Ernesto y le voy a preguntar qué hago con Loli, porque si es un buen veterinario como dicen todos, algo se la va a tener que ocurrir.
Nos miramos a los ojos y no sé por qué presentí que me iba a preguntar una estupidez:
—Y ya que estamos, ¿por qué no aprovechas vos también?
—¿Aprovechar para qué?
—Para hacerle alguna consultita.
—No tengo mascotas, Ricardo.
—¿Ni siquiera un gatito?
—Ni siquiera un gatito.
—Che, qué solo que andás por la vida—remató con los ojos tristes.
Me dieron ganas de mandarlo al carajo por segunda vez en la noche, pero me contuve.   Es que Ricardo no era malo, siempre fue así, extravagante. Tal vez los años lo hayan vuelto un poco más loco todavía.   
Miré a través del ventanal y me puse nervioso. Le dije de irnos. Me respondió que primero se iba a tomar otra cervecita, que la necesitaba.
—¿Otra cerveza?
—¿Qué pasa? ¿Te tengo que pedirte permiso?
—Claro que no tenés que pedirme permiso a mí, pero si vas a manejar es mejor que no tomés demasiado.
—No pasa nada. De última, manejas vos. ¿Qué problemas hay?
Por supuesto que había problemas. No sé manejar, nunca me interesó aprender. Me gusta que me lleven, ando por la vida en taxi, y si no tengo dinero, me subo a un colectivo sin ningún drama. Y también soy de caminar. Es la mejor manera de mantenerse en estado físico. Digamos que la mía es casi una posición filosófica. Por supuesto que me guardé la respuesta, imaginé que semejante declaración de principios podía despertar en Ricardo una catarata de comentarios incoherentes.    
Ahora se sirvió un vaso con espuma. Era raro, con la anterior cerveza había hecho exactamente lo contrario.  
—¿Te acordás del profesor de literatura?
—¿Antunez?
—Sí, el profe Antunez.
—Claro, que me acuerdo. ¿Qué pasa con él? 
—También viene.
—No me embromes, Ricardo—respondí indignado—, el viejo sino está muerto pega en el palo. Debe andar por los cien años...
—No te vayas a creer, el mes pasado cumplió recién ochenta, está entero. 
—¿Y vos cómo sabés todo eso?
—Por Javier.
Evidentemente Javier era un sabelotodo y yo un perfecto idiota que le seguía el tren a Ricardo. Me vinieron otra vez ganas de irme. Si no lo hice fue porque comprendí que no  era muy descabellado lo que había planteado. Era muy probable que el profesor Antunez no fuera todo lo decrépito que yo suponía. En aquellos tiempos todos me parecían unos verdaderos vejestorios: los profesores, la preceptora, mis padres y los de mis compañeros, mis tíos, todo el mundo. Ni hablar de mis abuelos, unas completas momias. De pendejos las cosas se veían diferentes. En la adolescencia cualquier sujeto un poco mayor ya me parecía viejo. Si hasta a mi hermano que apenas me llevaba 3 años lo consideraba un veterano. Y yo miraba a toda esa gente con lástima, me decía con mucha pena que esos tíos ya estaban fritos, listos para morirse de un momento a otro, y me preguntaba inútilmente cómo era posible vivir de esa manera, con la muerte tan pegadita, tan encima de uno. Verdaderos condenados a muerte. A veces me pasaba horas mirándolos con desparpajo, igual que esa pareja de jovencitos bulliciosos que estaban sentados cerca de los baños. Desde que aplastaron sus trastes en las sillas no han hecho otra cosa que clavarnos los ojos con curiosidad.   
Sí, el cálculo más o menos daba, el profesor tendría en esa época cerca de 45 años, es decir que hoy debería rondar los ochenta. ¡Qué ganas de verlo! Ese sí era un profesor de verdad. Se las traía. Un hombre que sabía de escritores más que cualquiera, que había leído millones de libros. Me apreciaba y siempre me alentó a escribir. Me decía que era el mejor de la clase en redacción y que si le ponía un poco de disciplina al asunto iba a llegar a ser un escritor algún día. Pero no le hice caso, quiero decir, no le puse disciplina, ni tampoco estudie filosofía y letras como me sugirió un par de veces. De todos modos, algunas cosas logré escribir en todos estos años. Nada de otro mundo. Algunos cuentos, algún que otro poema también ¡Cómo me gustaría mostrárselos! ¿Y si le digo a Ricardo de pasar por casa a buscarlos y llevarlos a la reunión? Total, es un momentito nomás, y mi departamento queda de paso.
Enseguida advertí que la idea era una completa idiotez. ¡Qué desubicación la mía! En plena fiesta pedirle al “profe” que leyera mis textos. Cómo se me había podido ocurrir una cosa así. Quizá, el “profe”, ni siquiera se acordaría de mi cara, tal vez sería como esos viejos que ya no reconocen a nadie y que se babean cuando hablan.
Ricardo terminó la cerveza y nos fuimos. Pagamos la cuenta entre los dos sin que sobrara una mísera moneda para dejar propina.
Nos movimos bastante rápido. A medida que avanzábamos nuestros pies se iban hundiendo en los charcos. En realidad, Ricardo trotaba en aquel túnel negro de agua y viento y yo lo seguía muy pegado. Al llegar a la esquina se quedó duro: levantó la cabeza, como si alguien le hubiera clavado una aguja en la espalda. Tambaleó, lo tuve que agarrar para que no se cayera. Cruzamos la avenida inundada como dos borrachos. 
Entramos al auto completamente empapados. Me acomodé y miré a mí alrededor con asombro. Vaya, qué espanto de coche, me dije. Uno no dejaba de preguntarse cómo semejante cascajo podía circular por la calle. En el tablero (si tablero se podía llamar a esos dos tristes agujeros) no se encendía ninguna lucecita, al volante le faltaba un pedazo, como si alguien le hubiera pegado un mordiscón, y los asientos eran más duros que una tabla. Pero había más: la calefacción, la radio y el desempañador estaban muertos. Eso sí, la bocina funcionaba a la perfección. Ricardo se puso a tocarla sin ningún motivo cuando arrancó. Me dijo que estaba contento. 
Bajamos la autopista y apenas pudimos avanzar dos cuadras. La avenida Pavón se había convertido en un gran río. La única manera de seguir viaje hubiera sido con una buena  lancha. Muy rápido de reflejos, Ricardo pegó un volantazo y subió el auto a la vereda. Detuvo el motor y se quedó mirándome. Enseguida dijo lacónicamente:
—En algún momento va a parar, yo sé que en algún  momento va a parar. 
Después, volvimos a conversar de la secundaria y de los muchachos. Estuvimos así más de una hora. De a poco nuestras voces fueron construyendo un escenario minúsculo pero luminoso, repleto de recuerdos y anécdotas inagotables, porque cuando uno terminaba de contar algo, el otro inmediatamente respondía con otra historia, igual de entretenida y misteriosa. Sin quererlo habíamos convertido a ese viejo auto en una impenetrable burbuja. 
Luego de aquello ya no hablamos mucho. Las palabras empezaron a salir lentas, entumecidas, parapetadas detrás de las pitadas nerviosas de Ricardo, de mi tos seca, de los interminables bostezos de los dos. De tanto insistir el silencio fue ganando la pulseada. La noche empezó a avanzar decidida y ya no se detuvo más. Nos fuimos apagando con el paso de los minutos. Ricardo comentó que tenía sueño. Lo dijo con una voz débil, como si hubiera pensado en voz alta. Fue lo último que dijo. Se quedó dormido con la cabeza encima de volante.  
Yo me di vuelta y apoyé la frente contra el frío de la ventanilla. Afuera, la furiosa correntada se abría paso en la oscuridad. Una infinidad de bolsas de basura navegaban con un destino incierto. Mi cabeza siguió revolviendo un rato más aquel lejano pasado, entre el ruido del agua y los ronquidos exagerados de Ricardo. Pero esta vez lo único que pude rescatar fue un puñado de recuerdos descoloridos por el paso del tiempo. Nada más que eso. 
Van a ir todos, fue lo último que pensé antes de quedarme dormido.
CLAUDIO MIRANDA
JULIO 2010

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