lunes, 4 de febrero de 2013

OSVALDO SORIANO: SUEÑOS Y REBELDÍA. 16 AÑOS DESPUÉS


La semana pasada se cumplieron 16 años de la muerte del entrañable gordo Soriano. Lo primero que se me viene a la cabeza cuando pienso en él son dos palabras: Sueños y rebeldía. Ambas cosas se alimentan entre sí, y se potencian. Esa combinación sirvió para que su literatura fuera grande, grande de verdad  y permanezca en el tiempo.
Nació en Mar del Plata en 1943. Sus padres querían que fuera ingeniero. No terminó la secundaria. Él quería se futbolista, pero no le dio. Su acercamiento a la literatura es tal vez un misterio. Confesó alguna vez que hasta 19 años no había leído nada. Siempre dijo que lo que le gustaba mil veces más el fútbol que escribir. Y cuando le preguntaban qué era San Lorenzo para él, respondía seguro : "La vida, simplemente la vida".
Su ídolo más admirado no era un escritor, sino un futbolista: Rafael Albrech. También gustaba de otros jugadores famosos del ciclón como el "lobo" Fischer y el "Bambino" Veira.
Su primer acercamiento al arte fue el cine. De allí su inmensa admiración hacia Laurel y Hardy, el gordo y el flaco.
Gran admirador del escritor Erkine Caldwell, autor de "El Camino del Tabaco". También amaba a Borges y a Cortázar. Pero sin dudas, su gran influencia fue Raymond Chandler, sin él, su primera novela, "Triste, Solitario y Final, no hubiera sido posible. Leyó todo acerca del autor estadounidense, empezando por El Largo Adios", y siguiendo después hasta el último de sus textos.



Amante de los gatos, confirmando el dicho que el mejor amigo del hombre es el perro y de los escritores, el gato, empezó  a escribir la famosa novela, la noche en que encontró un gato negro adentro de su propia cocina, una señal que había llegado la hora de empezar a dar forma a Triste, Solitario y Final, obra conmovedora donde se conjugan la figura trágica y decadente de Stan laurel, la conducta inútil de Philip Marlowe y la voluntad inclaudicable de un escritor joven y lleno de entusiasmo. Con ella, Soriano irrumpe en la literatura contemporánea como una voz original y perturbadora.
Publicó seis novelas más, una de ellas, "No Habrá más penas ni Olvidos, fue llevada al cine con gran éxito.
Fue periodista de Primera Plana y el diario la Opinión, entre muchos medios.
De ideas de izquierda, en 1976, tres años más tarde de haber publicado "Triste, Solitario y Final, la dictadura lo obligó a exiliarse. Anduvo por Bélgica y por París, donde colaboró en distintas publicaciones.
Estando justamente en el viejo continente, le tocó vivir una de sus mayores tristezas: el descenso de San Lorenzo a primera "B", circunstancia que la vivió con una verdadera tragedia.
A través de sus libros logró expresar sus vivencias, sus sentimientos y sus frustraciones. Siempre sus personajes fueron perdedores y solitarios. Ese era el mundo del Gordo, o al menos el que le importaba. Muchas veces la crítica literaria lo acusó de ser un escritor efectista y previsible, pero suele pasar cada vez que un autor irrumpe de la manera que lo hizo él, en estos casos la respuesta es el desprecio y el ninguneo de la corporación literaria. En verdad no le importaba mucho la crítica literaria, una buena respuesta del gordo a esos señores y señoras tan distinguidos, podría haber sido tranquilamente: "Si a mi no me importa la literatura, lo único que me gusta es escribir".
De sus cuentos, hay varios que quedarán grabados para siempre. A pesar de haber tenido una infancia que durante largo tiempo se propuso olvidar, escribió mucho sobre esa época. Confieso que me costó mucho elegir uno para este blog. Justamente este se refiere a esa etapa de su vida. Espero que lo disfruten tanto como yo.                


VIDRIOS ROTOS
La primera honda que tuve me la hizo en San Luis mi tío Eugenio, que trabajaba de
detective en el casino de Mar del Plata. Era una joya: habíamos buscado la horqueta
perfecta por todos los árboles del barrio y cuando la encontramos yo subí de rama en
rama para cortar la que guardaba el tesoro. Mi tío la peló con un cuchillo y la pintó
con un barniz amarronado. Los elásticos los cortó de una cámara que nos regalaron
en la gomería y para alojar el proyectil buscó un cuero suave, como gamuza, que hacía
juego con el color de la madera. Los amarres con firulete los hizo mi padre con un
alambre de cobre bien pulido.
Ése fue uno de los grandes días de mi vida. Ponía mos tarros de conserva alineados
en el fondo de un baldío y practicábamos hasta el anochecer. Mi tío era pura pasión
pero acertaba pocas veces. Lo mismo le pasaba con los números del casino, donde
dejó fortunas propias y ajenas. Hasta que pasó al otro lado del mostra dor y aprendió
la profesión de los escruchantes para agarrarlos con las manos en la masa. Para
sorpresa de todos, el que se reveló muy bueno fue mi viejo, que había pasado por el
Otto Krause y detrás de la máscara de hombre de ciencia conservaba la picardía de su
abuelo, el pistolero de Valencia. Como todo zurdo contrariado a mí me costaba
acomodarme para tirar. Todavía recuerdo con rencor a la maestra que alzaba la voz y
me gritaba: "¡Niño Soriano, la lapicera se toma con la diestra!". Y yo la agarraba con la
derecha y dibujaba una caligrafía imposible que todavía hoy me cuesta descifrar.
Lo cierto es que me costaba acomodarme a la gomera. Una noche de verano
salimos con mi padre en ronda de inspección para sorprender a los que derrochaban
agua corriente. Caminamos sin apuro, después de cenar, hasta el barrio de chalés. Ahí
había gente que tenía piscinas de veinticinco metros y mandaba lavar coches, veredas,
frentes con el agua que les faltaba a los infelices que no tenían plata para pagarse
tanques de reserva ni motores eléctricos.
Mi padre tocaba el timbre y se presentaba como un caballero, quitándose el
sombrero ante las damas. Yo me quedaba unos pasos atrás a escuchar su discurso que
cambiaba cada vez y derivaba en evocaciones poéticas y citas sarmientinas. Es verdad
que a veces hacía demago gia. Ponía en la pluma de Sarmiento y en la boca de San
Martín cosas que a mí en el colegio nunca me habían enseñado. Tenía fibra para
golpear al hígado y llegar al corazón. Una vez, frente a un industrial con pinta de
señorito consentido, que nos había mandado dos veces a la mierda, señaló un grueso y
frondoso roble que tapaba la entrada de un potrero y le preguntó con voz serena y
convencida: "¿Sabe que el general Belgrano ató su caballo a ese árbol cuando volvía de
la batalla de Tucumán?". El señorito se sorprendió y miró al baldío mientras en su
patio seguía la fiesta y los invitados se zambullían en la pileta iluminada por grandes
faroles. "A mí qué carajo me importa", contestó el tipo y nos cerró la puerta en las
narices. Mi padre me puso la mano sobre la cabeza, se limpió el polvo de los zapatos y
volvió a tocar timbre. El tipo apareció de nuevo, metió la mano al bolsillo y empezó a
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contar unos billetes arrugados. "Tomá -le dijo a mi viejo-, andá a comprarle un helado
al pibe."
Hacía tanto que no me compraban un helado que ahí no más se me aceleró la
respiración. Los billetes eran marrones, nuevitos, y el tipo se los tendía a mi viejo con
una sonrisa displicente y pacífica. Alcanzaba para dos kilos de chocolate, crema
americana y frutilla. Desde el fondo llegaba la melosa voz de Lucho Gatica. A mí me
latía fuerte el corazón mientras mi padre seguía parado ahí, bajo el alero del porche,
con el traje todo raído y el sombrero en la mano. No le gustaba que lo tutearan. De
pronto levantó el brazo y señaló de nuevo el árbol. "La tropa acampó atrás -dijo-. El
general estaba muy enfermo y pasó la noche abajo de ese árbol. No tenían ni una gota
de agua y todos se pusieron a rezar para que lloviera."
Hubo un largo silencio hasta que apareció un muchachón con un balde de agua y se
paró bajo el marco de la puerta. "¿Y, llovió mucho?", preguntó el industrial, burlón,
mientras contaba dos billetes más. "Ni una gota", contestó mi viejo y movió la cabeza,
desconsolado por la triste suerte del general. "Mandó hacer un pozo para buscar agua
y enterrar a los soldados que se le morían."
Yo me di cuenta enseguida de que tampoco esa noche iba a tener helado. Mi viejo
se calzó el sombrero con un gesto cansado mientras se escuchaban las risas de las
mujeres y los arrumacos del trío Los Panchos. "No se conseguía agua metiendo la
mano en el bolsillo, señor", dijo mi viejo. El tipo extendió el brazo con la plata y mi
viejo dio un paso atrás. "Mirá -se empezó a cansar el otro-, el gobernador está
adentro, así que tomatelás, ¿sabés? Rajá si no querés perder el empleo." Mi padre me
tomó de un hombro y empezamos a salir. Entonces llegó el baldazo y sentí que a mí
también me salpicaba el chapuzón de mi padre. Salí corriendo pero mi viejo hizo
como si nada hubiera pasado. El industrial y el otro largaron la carcajada y la puerta
se cerró de golpe. Ya tenían algo para contarle al gobernador y reírse toda la noche al
borde de la pileta.
Cruzamos la calle en silencio. Al llegar a la esquina no pude contenerme y me eché
a llorar como un tonto. Mi viejo caminaba cabizbajo pero imperturbable y fue a
sentarse bajo el árbol donde según él había pasado la noche el general Belgrano.
Prendió un cigarrillo, sacó el talonario y escribió la multa con una letra redonda y
clara que siempre le envidié. El cielo estaba estrellado y hacía un calor de infierno.
Justo para estar al lado de la pileta tomando un helado. "No le cuentes nada a mamá,
¿querés?", me dijo. Yo pensaba en los billetes marrones y en los días que faltaban para
fin de mes, cuando traía su sueldo de morondanga. Por decir algo le pregunté cómo
había hecho Belgrano para conseguir agua.
-No sé, hijo; en cada puerta que golpeaba le tiraban un balde con mierda.
Se puso de pie, se quitó el saco para escurrirlo y me pidió que le inventáramos a mi
madre un accidente con el camión regador. Ya nos íbamos cuando de repente se paró
a mirar la copa del árbol.
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-¿Trajiste la gomera? -me preguntó.
Le dije que sí y se la pasé con la bolsita de piedras que llevaba bien agarrada al
cinturón.
Dejó el saco sobre un arbusto y empezó a trepar por el tronco. No estaba para esos
trotes pero alcanzó a ganar la primera rama y de ahí pasó a otra más alta hasta que
empecé a perderlo de vista. Tenía miedo de que se cayera y se rompiera algo, como le
había pasado otras veces. Empecé a imaginar a Belgrano encaramado al árbol,
oteando el horizonte, enfermo y sucio, con el pantalón blanco, la chaqueta azul y el
poncho colorado.
Entonces escuché un ruido de vidrios rotos y enseguida una lámpara hecha añicos y
otra que reventaba. Me di vuelta y vi que la casa de la piscina se quedaba a oscuras.
Busqué a mi padre entre el follaje del árbol y de pronto lo oí desplomarse a mi lado
con la gomera en la mano. Esta vez cayó de pie y con la cara iluminada.
-Dale -me dijo en voz baja-. Vamos a tomar un helado.