domingo, 16 de junio de 2013

ANTONIO DAL MASETTO: EL PADRE


En el día del padre acá en Argentina, comparto un hermoso texto escrito por el estupendo escritor Antonio Dal Masetto llamado "EL PADRE", dejando constancia que no creo en estos días artificiales, forzados, creados más por un afán mercantilista, que por la noble convicción de los corazones.
Claudio Miranda.

EL PADRE
  Cuando pienso en mi padre me vienen a la memoria los regresos a casa, al terminar nuestra jornada de trabajo. Volvíamos de noche, él en bicicleta y yo trotando. Corría a la par, a veces me atrasaba un poco y luego lo alcanzaba. La bicicleta era de mujer, el asiento estaba demasiado bajo y mi padre, un poco echado hacia atrás, pedaleaba despacio por la calle de tierra. Estoy seguro de que no hablábamos. En realidad tengo la impresión de que nunca hablábamos. Si intentara recuperar algún diálogo con mi padre me resultaría imposible. Sólo frases sueltas. Esto de los regresos ocurría en Salto, el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde fuimos a vivir cuando emigramos de Italia. Un hermano de mi padre estaba en la Argentina desde antes de la guerra y le había ofrecido una participación en su carnicería.
Yo tenía doce años.
Recorrimos ese trayecto durante meses y meses. Con frío, con calor, con lluvia. Después de tantos años, la memoria rescata una única carrera nocturna que las resume a todas. Esa imagen siempre vuelve y se impone sobre los demás recuerdos. Aunque son muchas, nítidas y fuertes las imágenes que tengo de mi padre. En general de la época de mi niñez, en el pueblo italiano, antes del largo viaje en barco a través del océano. Podría intentar hacer una lista y creo que no acabaría nunca. Ahí está la figura de
mi padre, oscura y quieta bajo una nevada, esperándome en el portón del colegio de monjas al que yo iba. Mi padre guiándome por un atajo, a través de una colina que dominaba el lago, hasta llegar a la desembocadura de un río donde nos deteníamos a pescar. Mi padre caminando cauteloso unos pasos delante de mí, en los bosques que comenzaban más allá de las últimas casas:
bajo el brazo llevaba la escopeta belga de dos caños de la que estaba orgulloso. Mi padre cortando pasto desde el amanecer hasta el anochecer, en el campo de un terrateniente, parando unos segundos para sacarle filo a la guadaña, secarse el sudor de la frente y tomar un trago de agua. Mi padre vaciando la letrina con dos baldes colgados en los extremos de una larga vara de madera que se cruzaba sobre los hombros. Mi padre abonando los surcos de la huerta con el contenido de esos baldes. Mi padre hachando troncos, apretando los dientes y soltando un soplido ronco en cada golpe. Mi padre llegando a casa de noche, con un pino para el árbol de Navidad, seguramente arrancado de algún lugar prohibido. Mi padre emparchando la cámara de una bicicleta. Mi padre con el torso desnudo, afeitándose en el patio, frente a un espejo colgado de un clavo, explicándome por qué había dos zonas de la cara que necesitaban ser enjabonadas más que el resto. Mi padre fabricándome una flauta. Mi padre lavando una oveja en el arroyo para luego esquilarla. Mi padre realizando trabajos de albañilería, de carpintería. Mi padre sembrando, cosechando, pisando la uva para hacer vino, injertando frutales. Teníamos un ciruelo que daba frutos amarillos en una rama y rojos en otra. Un peral que daba peras de diferentes estaciones. Yo estaba asombrado con tantas habilidades. Aquel hombre sabía hacer de todo. Parecía que nada tuviera secretos para él.
Mi padre era un montañés callado y tímido. Pero podía irritarse y mucho. Una vez lo vi perseguir a un tipo por la calle hasta que el otro saltó por encima de una cerca que daba a un barranco y escapó. Se trataba de una disputa entre vecinos. No recuerdo la razón o nunca la supe. Tengo una imagen muy clara de esa violencia al aire libre. Todavía me parece oír el jadeo de los dos hombres corriendo. Me pregunto qué hubiese pasado si mi padre lo alcanzaba.
Con nosotros nunca se enojaba. Nos quería y nos respetaba. Pocas veces tuve oportunidad de aplicar tan adecuadamente la palabra respeto. De él, sin duda, heredé la inconsciencia y la tozudez. Estoy pensando en la actitud de mi padre durante la guerra. Trabajaba en una fábrica de gas y a veces su turno terminaba en la mitad de la noche. De nada servían los ruegos de mi
madre y los consejos de sus compañeros. Volvía a casa sin esperar que amaneciera, desafiando el toque de queda y las balas, porque quería dormir en su cama, era su derecho, y no existían Hitler o Mussolini o guerra que se lo impidieran.
Partió para América en 1948. El día de la despedida reía, bromeaba, se lo veía de buen humor, pero a mí me pareció que lo hacía para darse ánimo y cubrir el desconcierto. Recuerdo el reencuentro en el puerto de Buenos Aires, pasados dos años de separación, su abrazo torpe y sin palabras. En el viaje en tren a través de la llanura invernal, rumbo al pueblo, tampoco habló demasiado. Iba sentado junto a mí y su brazo se mantuvo rodeándome los hombros todo el tiempo. De tanto en tanto sus dedos se comprimían para darme un apretón.
Después vino el trabajo a su lado, en la carnicería, donde aprendí la recorrida de los clientes antes de memorizar la primera media docena de palabras en castellano. Salía al reparto a la mañana y a la tarde y, cuando terminaba, ayudaba en el negocio. Siempre había algo que hacer. Limpiar la picadora de carne, la sierra eléctrica, lavar el piso, pelar ajos para los embutidos, darles agua a los animales.
Empecé a jugar al fútbol en la sexta división del Club Compañía General. Estaba contento con los botines, el pantaloncito y la camiseta que me habían dado y podía llevarme a casa. Los partidos eran los sábados después de mediodía y a veces llegaba con un poco de retraso al trabajo. Entonces, durante toda la tarde, vivía en un clima de acusaciones silenciosas. Las acusaciones provenían de mi tío y mis dos primos. Mi padre no me decía nada. A lo sumo rumiaba una frase en voz baja cuando me veía aparecer corriendo. Se sentía obligado con su hermano mayor que lo había traído a América, y la deuda me incluía. Estoy seguro de que esa dependencia lo amargaba. Pero no podía hacer nada y guardaba silencio. También en el reducido territorio de aquel negocio éramos extranjeros y había que ganarse el espacio y soportar las humillaciones cuando llegaban.
Yo intuía que mi padre hubiese deseado un destino distinto para mí.
Una noche, cinco años después de la llegada al pueblo, emprendí otro viaje. Partí a descubrir la ciudad. A esta altura mi padre se había separado de mi tío y había instalado su propia carnicería. No le iba bien. Mi padre no era el mismo de antes. América lo había golpeado. Yo no estaba con él en el negocio nuevo. En los últimos tiempos había trabajado de cadete en una farmacia. Me fui sin que lo supiera. Mi madre y mi hermana me vieron dejar la casa porque se despertaron mientras yo preparaba la valija. No lograron retenerme y tampoco se animaron a llamar a mi padre. Ignoro cuánto pudo dolerle aquella huida. Nunca me la reprochó. Después, en los espaciados regresos al pueblo, me encontraba con pequeños cambios en la casa. Algunas comodidades en el baño, en la cocina. Me enteré de que una vez, al comprar un calefón, mi padre comentó: “Para cuando venga Antonio”.
Por lo tanto pensaba en mí con cada mejora.
Cuando murió, yo estaba lejos. Una enfermera iba a aplicarle inyecciones día por medio. La última fue un sábado. La enfermera se despidió hasta el lunes. Mi padre dijo: “Vamos a ver si aguantamos hasta el lunes”. No aguantó. Sé que en el final preguntó por mí. Llegué al pueblo el día posterior al entierro. Venía desde Brasil, viajando en trenes y en ómnibus. En la puerta encontré al marido de mi hermana que me dijo: “Papá murió”.
Muchos años después de su muerte, mientras mirábamos unas fotos, oí a mi hermana murmurar: “Qué hermoso era papá”. Nunca había pensado en eso. Eran fotos de sus veintisiete años, tenía a un chico de meses en brazos, estaba tostado por el sol y se le notaban los músculos bajo la camiseta clara. Se lo veía feliz. El chico era yo.
De tantas cosas relacionadas con mi padre me acuerdo especialmente de aquellos regresos a casa después del trabajo. Eran siempre noches grandes, cargadas de estrellas y de silencio. Así las veo.
Avanzábamos a través de un decorado de casas mudas y luces fantasmales en las ventanas y en los patios. Yo me sentía extraviado en esa oscuridad y la sensación no me gustaba. Quería llegar rápido, para que pasara la noche, y luego el día, y otra noche y otro día, hasta que el cerco de las noches y los días se rompiera. ¿Y mi padre? ¿Qué pensaba? ¿Qué significaba para él
ese tránsito entre la agitación de la jornada y la promesa del descanso? ¿En qué medida mi presencia le servía de compañía, de incentivo, de alivio? ¿Me vería como yo me veo ahora en el recuerdo? Lo que veo es un cachorro impaciente, agazapado en el fondo de sí mismo, esperando su oportunidad para dar un salto. Mi padre pedaleaba y yo trotaba a su lado. No teníamos otra
referencia que el foco de la bicicleta alumbrando un óvalo de tierra, hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que podría no tener fin. Esa luz mínima marcaba el camino y finalmente nos sacaba de la oscuridad. Nos guiaba a la mesa familiar preparada para la cena, a los rumores de las sillas arrastradas sobre el piso de ladrillos y de los cubiertos en los platos. Pero durante ese trayecto permanecíamos lejos de todo. Ahí estábamos solos y estábamos juntos. Nos movíamos en una zona de vacío entre un mundo que ya no existía, perdido del otro lado del océano, y este otro que se proyectaba en los días futuros y estaba hecho de necesidades e insatisfacciones y furias contenidas y esperanzas obstinadas.

jueves, 21 de marzo de 2013

EL ARTE DE SOÑAR (DE LA GRINGA Y OTROS CUENTOS)




Este cuento, como la mayoría de los que forman parte del  libro "La Gringa y Otros cuentos", tiene un origen incierto y la historia contada en él, como buena ficción, es una soberana mentira. En realidad no estoy muy seguro que soñar pueda ser considerado un arte, en todo caso, se trata de algo inevitable para la mayoría de la gente. Y entonces pasa de todo un poco, existen sueños que salen bien, otros, en cambio, no tanto...
Claudio Miranda


EL ARTE DE SOÑAR
Heredé la fortuna de un tía desconocida y ahora soy millonario”.
Esa fue la mentira, mi mentira. Calculo que por ese entonces yo estaría fuera de mis cabales, o por lo menos le andaba bastante cerca.  
La dije con algo de timidez, en verdad, era una forma de ir tanteando a mi amigo, el petiso, de ver cómo reaccionaba. Dependía exclusivamente de él que el engaño se fuera afianzando, tornándose en real y posible, o que quedara ahí, como una broma, una pavada más de las muchas que se pueden decir en un noche intrascendente en la que ni siquiera unos cuantos vasos de alcohol son capaces de aplacar tanto aburrimiento.
Me miró asombrado y lo primero que me preguntó fue que había estado tomando por el camino. Insistí con el cuento y entonces el petiso se lo creyó o hizo que se le creyó. Quizás, en esos primeros minutos, lo único que hizo fue seguirme la corriente como a los locos.      
Se puso serio y me felicitó. Dijo que no siempre, pero que cada tanto la vida juega para el lado de los buenos. Brindamos.  
Y ahora viene lo mejor de todo, te voy a regalar una buena parte de la herencia, mi querido amigo de toda la vida”.
Esa fue la otra mentira que dije, ni bien terminamos de brindar. Las dos mentiras eran en el fondo una sola.   
Otra vez la pelota estaba en su poder, había que ver qué le pasaba adentro, qué pesaba más, su confianza en mis palabras, ahora un poco más decididas, más fervorosas, acaso por el vaso de cerveza que me había tomado casi sin respirar o su natural resquemor. Cuando la limosna es tan grande hasta el santo desconfía, pensé, mientras miraba su rostro que tardaba en reaccionar. Era su decisión, dependía de él que se abriera un mundo nuevo e inmenso, o que nos quedáramos con esa vida tan chiquita que nos estaba matando de a poco.
Los últimos años habían bastado para endurecernos. No había demasiadas alternativas, trabajar, dormir, reunirnos en el bar para hablar de cosas que ya habían dejado de importarnos, volver a trabajar, y así de a poco íbamos perdiendo la noción del tiempo y de la vida que cada vez nos resultaba más ajena, más esquiva.
 El petiso, sin dudas, tuvo su gran cuota de responsabilidad en esta, mi locura. Tal vez estaba harto de la triste realidad que lo despertaba cada mañana y quiso creerme sin reparos. 
Alcanzó a preguntarme con un hilo de voz las razones de semejante despropósito. ¿Regalarme parte de la herencia a mí? Estás completamente enfermo, me tomas por boludo, tenés un pedo de mil demonios… ya ni me acuerdo de todas las barbaridades que dijo.   
Le respondí con la mayor naturalidad del mundo una frase que había escuchado por ahí:  “La verdadera y única felicidad es la compartida”. Después de todo no disponíamos de otra cosa más que nuestra amistad. Se puso eufórico. Me volvió a abrazar y fue en ese instante que se quebró.  
Y ahí estábamos los dos, festejando la infame mentira, en el bar de la calle Tupungato. Cada tanto, a la hora en que salían las estrellas, nos reuníamos allí para charlar, aunque decir que charlábamos era una exageración. Esos encuentros de a poco se iban apagando, como nosotros.   
Por esos días mi sensación era que habíamos empezado a rodar en un túnel tenebroso. A veces lo observaba al petiso mientras tomábamos cerveza y juro que un frío me corría por la espalda: era como ver una hoja en otoño. Sus ojos, pequeños y trasparentes, dejaban al descubierto la desesperanza de su alma. Supongo que a él le sucedía lo mismo. En cierta forma mirarnos a la cara era como mirarse en un espejo. 
Otras noches, en cambio, me quedaba con la mirada perdida en algún punto fijo de las paredes descascaradas del local y reflexionaba: “Cuanto más triste es envejecer por dentro que por fuera”.  
Ahora que lo pienso, creo que nuestra decadencia empezó para la época en que cumplimos los cincuenta y cinco. Años más, años menos. Sí, los dos éramos del 47, él de marzo  y yo de junio. Él de aries y  yo de cáncer. Formas de ser distintas pero complementarias. Yo era callado, tirando a tímido, y él de reacciones intempestivas, a veces violentas. Físicamente nos conservábamos bastante bien aunque esa dudosa ventaja no nos servía de mucho. La raíz de nuestro mal era esencialmente espiritual.
Después de largos años habíamos regresado al barrio sin penas ni sin glorias. El petiso, viudo, sin hijos y con una pensión por invalidez (había perdido dos dedos de la mano derecha en la fábrica de bicicletas) y algunos pocos ahorros debajo del colchón, se había refugiado en la vieja casa paterna. Por las tardes hacía changas en el barrio. Yo, separado, con un hijo de veinte y pico al que le había perdido el rastro o él me lo había perdido a mí, para el caso era lo mismo, había terminado mis días alquilando una casita bastante decente, a dos cuadras de la que había sido el hogar de la infancia. Trabajaba hasta tarde en una escribanía y esperaba con ansiedad la edad de jubilarme, aunque en el fondo sabía que eso iba a acelerar mi derrumbe.   
No es por esgrimir una excusa ni tampoco se trata de un pedido de absolución, pero creo que yo vi en el acto de soñar (o de mentir) una forma de escapar de tanta agonía o por lo menos de prolongarla.
Unos días antes de la mentira recordé que de chicos habíamos sido muy soñadores. El petiso, ni hablar, cuando soñaba crecía hasta la altura de los héroes de las películas. Un verdadero gigante. Por ejemplo, soñaba con alcanzar una estatura respetable a los 16, uno ochenta, uno ochenta y cinco, y tener algún día el mismo éxito que el flaco Zampayo con las chicas. Cuando cumplimos los 15, el petiso ya resignado a su magra altura (se quedó en el metro sesenta y tres clavado), anhelaba comprarse una moto japonesa y yo no me quedaba atrás: quería un auto deportivo, como el que tenía el señor Lentini, el vecino del barrio. Ya de más grande, él quería ser corresponsal de guerra, corredor de autos, aviador, guerrillero y no sé cuántas extravagancias más. Yo apenas me conformaba con enrolarme en la marina mercante para recorrer el mundo. Se me había metido en la cabeza conocer Thaití y el Caribe. 
Eso sí, era fácil advertir en él un signo distintivo: era capaz de sentir la intensidad de los sueños como nadie. Tenía el don de trastocar todas esas fantasías de tal manera que lo ilusorio superaba siempre lo fáctico. Para él soñar algo era mejor que vivirlo, aunque eso no dejaba de ser una mera suposición, ya que  ninguno de nuestros sueños jamás se pudieron concretar.
Sin embargo, de a poco, la vida nos fue envolviendo en sus  telarañas y el arte de soñar fue quedando del lado de afuera de ese entretejido, lejano, como un sol diminuto observado por un condenado a muerte desde la ventanita de su celda.
La noche de la gran mentira descubrí (bastaba con verle el brillo de los ojos del petiso)  que un fugaz instante es capaz de dejar atrás toda una vida llena de penurias y privaciones. Y la luz de esa luna que se colaba por lo alto del ventanal del bar, blanquísima, llena hasta el hartazgo, ayudaba a crear ese mágico momento.
De alguna manera habíamos vuelto a ser adolescentes. Tenía preparada una historia en el caso de que me hiciera preguntas. La benefactora era una tía olvidada y misteriosa, Pocha o Pochola, un nombre más o menos así le iba a inventar. Si la vi dos veces en mi vida era mucho. No, de mi padre no era nada, se lo iba a aclarar de entrada, en realidad era la hermana mayor de mi madre, pero se pelearon de jóvenes y no se vieron  más. Dos hermanas rencorosas y jodidas. Vaya a saber uno el criterio que tiene la vida para mezclar las cartas. Seguro que están marcadas, de lo contrario no se explica sus suertes tan disímiles: salieron del mismo vientre y sin embargo mi vieja se murió joven y más pobre que una rata. Y la pochola...millonaria...qué flor de hija de puta.
Yo le iba a jurar al petiso que me había olvidado de que existía la tal Pocha o Pochola, o como carajo se llamara, claro, hasta que se apareció por mi casa el abogado de la difunta con la buena nueva. Bueno, el picapleitos ese dijo con una voz solemne que yo era su único heredero. Mucha plata, una verdadera fortuna. Una ricachona la tía esa, viuda de un empresario de la construcción, vaya a saber uno como juntaron la guita, lo más probable, cagando gente, todos los millonarios hacen lo mismo.
Es curioso, el petiso no me preguntó nada. Ni siquiera la plata que estaba en juego ni el porcentaje que estaba dispuesto a cederle. Nunca pretendió ahondar en los detalles de semejante herencia, ni ese día, ni el siguiente, hasta que se precipitó todo se mantuvo ajeno a los detalles. Yo atiné a decirle, entre festejos y vasos de cerveza, que la guita que le iba a donar era la suficiente como para vivir el resto de la vida como un duque. Ahora me doy cuenta que su silencio fue bastante lógico: cuando algo parece ser tan bueno, tan perfecto, las preguntas son peligrosas. Eso sí, le puse una condición excluyente: reserva absoluta, el barrio estaba lleno de malandrines y perdedores, y podíamos terminar tirados en algún zanjón la noche menos pensada.
Lo que vino después se dio con naturalidad, como cuando éramos pibes. Esa felicidad robada consistía en empezar a disfrutar nuestra vida de millonarios desde esa misma noche. Había que sentir, pensar, respirar y soñar como reyes. 
Recordé entonces que de chico, un mes antes de salir a las tradicionales vacaciones a Santa Clara del Mar con mis padres, mi mente se ponía a veranear mucho antes, imaginaba a las amplias y ventosas playas como un paraíso enclavado en el medio del caribe, y al mar brusco y destemplado como un espejo azul y trasparente. Y que en sus arenas “finas” y “blancas” las mujeres más bellas del mundo se rendirían a mis pies. Disfrutaba mucho más de ese anticipo que de la verdadera estadía. 
Por empezar, compramos una mujer, una puta. Había que festejar. Fue idea de él. Compramos una puta cara. Él dijo que le quedaban unos pesos guardados de cuando había cobrado la indemnización por el accidente de trabajo.      
Las siguientes semanas frecuentamos cines, teatros, cafés, restaurantes de primer nivel, compramos libros, ropa cara, perfumes y nos fuimos un fin de semana a Colonia. No viajamos solos, contratamos una estudiante universitaria que los sábados y domingos trabajaba de puta. Sí, otra puta.
Parecía que los dos habíamos rejuvenecido veinte años. Para ese entonces fui yo el que tuvo que poner de mis ahorros porque el petiso ya se había gastado todo. Antes de la mentira, los dos teníamos más o menos la misma idea: la poca plata que habíamos juntado era para atender alguna enfermedad o algún contratiempo inesperado. Pensamientos de gente vieja y vencida que habíamos logrado dejar de lado. 
Sin plata ya, seguimos siendo los hombres más ricos de la tierra. Nuestra imaginación era infinita. Había que escucharlo hablar al petiso. A veces era como estar sentado al lado de un actor de Hollywood, otras, se convertía en unos de esos playboys que salen en las revistas del corazón. Había días que se comportaba como un hábil empresario del mundo de la farándula. Cada noche, en el ruinoso café de siempre, damos rienda suelta a nuestros sueños.
Ahora me doy cuenta que el recorrido del petiso fue más o menos el de cualquier nuevo rico. Al principio, proyectaba comprarse todo lo que se le cruzaba por los ojos, con la misma avidez de un chico parado en la vidriera de una juguetería. Después, con la misma desmesura, se centraba en adquirir almas, conciencias y cuerpos. Decía que cuando tuviera la guita no iba a ahorrar un centavo, que de esta vida nadie se lleva nada y que lo mejor era pateársela sin remordimientos.
Más tarde se volcó a cosas un poco más espirituales. Quería viajar por el mundo, en especial por Europa. Se había puesto a investigar en internet y a los pocos días hablaba como la autoridad propia de un avezado turista. Citaba con llamativa familiaridad nombres de calles, cafés, restaurantes. Le llamaba la atención Francia, deseaba recorrer todos sus museos y más tarde visitar los pueblitos donde se cosechaban los famosos vinos. 
En algún momento de nuestra nueva y alocada vida, el petiso sintió algo de culpa. Imagino que debe ser algo común entre los millonarios. Se le dio por la limosna o la caridad. Empezó a ayudar gente por la calle, a viejos que pedían en las plazas, a chicos que vendían en los bares, a cieguitos parados en las puertas de las iglesias. Les daba moneditas, que otra cosa iba a ser, si los bolsillos los tenía pelados. Prometía que cuando cobrara la plata de verdad iba a fundar un comedor popular y un hogar para que la gente de la calle pudiera pasar las noches. También habló de hacer donaciones a hospitales y a escuelas rurales, quería ser recordado como un benefactor. Una noche se imaginó convertido en un político famoso. Un loco de mierda, el petiso ese.  
En el fondo, la ayuda a los necesitados que planeaba no era más que una forma de calmar su conciencia por tanto despilfarro. Una licencia para seguir con su derroche imaginario.
Pero su comportamiento era ambiguo, inestable, había días que se levantaba malo, resentido. Una tarde al ver una larga cola de jubilados en la puerta de un banco me dijo en voz baja: “mirá a todos esos viejos muertos de hambre”. Otro día, más atravesado que nunca, juró que iba a contratar a un asesino a sueldo para liquidar a un tal Percivale, un tipo que según él, le había cagado la vida. Para ese entonces ya había empezado a notar en él cierta ansiedad o desconfianza. No me preocupé demasiado, pensé que todavía teníamos tela para cortar. Me equivoqué. En realidad nunca tuve un plan “B”, aunque a esa altura de los acontecimientos cualquier cosa hubiera resultado inútil para detener la enorme bola de nieve que había empezado a rodar.       
Lo mío era menos extravagante. Se me daba por jugar el papel del empresario, soñaba con tener una enorme fábrica y recorrer el mundo en viajes de negocios. Tomar decisiones importantes, acostarme con todas mis secretarias. 
Por un tiempo, el petiso me siguió en el mundo de las finanzas, pero se retiró rápido. Decía que las actividades empresariales no eran para él, que lo aburrían tremendamente, prefería gastar el dinero y disfrutarlo.
Un día me pidió que lo acompañara a ver una casa en un country de la zona norte. Esa tarde  me preguntó por primera vez cuándo iba poder disponer de la guita. Para mí fue como un baldazo de agua fría. Lo noté raro, molesto.
Burocracia, trámites interminables, abogados de mierda que se llenan de papeles al pedo, le dije. No sé, en un par de meses, le mentí. Creo que mi comentario lo tranquilizó un poco.
Su imaginaria fortuna se le esfumaba con una rapidez asombrosa, pero como si fuera el poseedor de una maquinita de fabricar billetes volvía a juntarla otra vez,  y a derrocharla con más impunidad que antes.      
Nuestro sueño hubiera podido durar toda la vida. Yo le estaba probando que no era necesario tener un centavo para ser un poco menos infelices. Lo único que había que hacer era seguir girando la maquinita de los sueños.
Un día, dejó de frecuentar el bar. Me mando avisar que andaba enfermo, pero era obvio de que se trataba de una excusa. Había empezado a sospechar, en el fondo estaba harto de esperar. Empezó a llamarme por teléfono. Dos veces por día.  ¿Y para cuando? ¿Falta mucho, che? ¿De cuánto dinero estamos hablando?  ¿No nos cagarán?  ¿No me estarás cagando vos? Mira que los abogados son todos unos turros.  
De mi parte, la misma e inmutable respuesta: “la semana que viene, faltan algunas cositas, boludeces apenas.”
La situación se ponía peor, los llamados ahora eran de madrugada. Creo que empezó a enloquecer. Una noche me dijo que había soñado que todo se trataba de un invento mío, un cuento chino fueron sus palabras exactas. Me aseguró que si la pesadilla era cierta entonces me iba a descargar todas las balas de su 38 en la cabeza.
Un lunes a las 5 de la mañana llamó para decirme que unos tipos lo estaban siguiendo para secuestrarlo y pedir un rescate. Otra vez, me contó que tenía una hernia estrangulada y que necesitaba el dinero urgente para operarse.  
Durante un tiempo sentí miedo y más tarde, remordimiento. Confieso que pensé en escaparme y a veces hasta en pegarme un tiro. Enseguida me di cuenta que no tenía valor para eso.
Recuerdo que un día jugué un billete de lotería con la estúpida esperanza de llevarme el fabuloso pozo de quince millones de pesos. A veces subía a un taxi con la absurda idea de encontrar una valija repleta de dólares olvidada por algún pasajero.
La cosa no daba para más, se hacía insostenible. Un día decidí asumir la responsabilidad, hacerme cargo de la inmunda mentira. Por momentos me inclinaba a pensar que el petiso terminaría entendiendo mis razones. En cierto modo, el engaño nos había servido a los dos, nos había hecho sentir vivos otra vez, y esa sensación no se compraba ni con todo el oro del mundo.
No, cómo me iba a entender, ni yo me entendía, qué carajo había hecho. Cómo podía haber llegado tan lejos. ¿Qué clase de locura se había apoderado de mí?   
Lo cité un lunes a la noche en el bar de siempre. Volví a decirle una mentira, ahora la última: tenía que venir a firmarme los papeles para hacer la maldita transferencia el martes a primero hora del día. 
Esa noche yo también fui armado (el petiso andaba calzado, tenía autorización para portar armas). Yo me compré una la semana anterior en el mercado negro.
Era paradójico, yo que siempre hablaba de la muerte con familiaridad, como si se tratara de un amigo o de un pariente, ahora sentía miedo de morirme. Una cosa era teorizar en una mesa de café y otra, muy distinta, estar frente a la posibilidad cierta de que ocurriera. Ahora que pasó todo me doy cuenta que no había otro camino. Él o yo, o los dos, pero la muerte al fin. Acaso cuando un sueño hermoso se termina esfumando no haya otro destino.  
Cuando entró al bar me costó reconocerlo, me dio la impresión de que hacía días que no dormía. Sus ojeras…aunque quisiera no podría describirlas. Y su cara de extraviado, tampoco. Se sentó sin saludarme y antes de que llamara al mozo le conté la verdad, esa verdad que lo dejó mudo unos largos segundos. Le pegó un puñetazo a la mesa y me miró con ojos helados. Se levantó y extrajo el arma. Para ese entonces yo ya lo estaba apuntando desde abajo de la mesa. Lo madrugué. Los dos disparos parecieron uno solo. Entraron a la altura del estómago, quizá un poco más arriba. Gritó. No sé si fue mi imaginación pero yo escuché gritos. Se fue para atrás y su pequeño cuerpo se desplomó contra las mesas de enfrente. Casi no hizo ruidos cuando cayó. Quedó tirado boca arriba y enseguida empezó a formarse un gran charco de sangre.  
“Defensa propia”, declararía más tarde. Tenía de testigos al mozo y a dos muchachos que tomaban cerveza en la barra en el momento de los disparos. 
Además, yo estaba convencido de que no me podían hacer nada. Había matado a alguien imposibilitado de seguir soñando.
No, no podía terminar en la cárcel. Había liquidado a un tipo que ya estaba muerto.
CLAUDIO MIRANDA





     

martes, 19 de febrero de 2013

ABELARDO CASTILLO: EL HERMANO MAYOR (UN CUENTO MAYOR)



El sábado pasado, 16 de febrero, en la sección Verano 12 del diario Página 12, salió publicado este cuentazo de Abelardo Castillo. En verdad, la famosa sección literaria del diario venía bastante alicaída este verano, con cuentitos en su gran mayoría, relatos intrascendentes, narraciones olvidables tan pronto se termina de dar vuelta la última pagina (excepciones las hubo como el relato de Diego Fischerman y no mucho más que eso). Pero los muchachos levantaron la puntería el otro día.
Con este entrañable cuento de Castillo se puede decir que han recobrado un poco el viejo prestigio.
El hermano Mayor relata el reencuentro de dos hermanos que hace muchísimo que no se ven, y que vuelven a tomar contacto la noche misma del velorio del padre.
Los hermanos, ya avanzada la noche, salen de la casa de la infancia donde transcurre la ceremonia, para tomar fresco y hablar. Abatidos, perplejos, tanto por el fallecimiento del padre como por el reencuentro, empiezan a recorrer las calles vacías del pueblo donde crecieron. El paisaje también los estremece, hay muchas cosas que aún se mantienen inalterables, al tiempo que ellos ya son dos cincuentones alcanzados por la resignación y la derrota. Tal vez, ese sentimiento sea el único punto de común entre ellos. Después, en la larga caminata  nocturna, habrá diálogos increíblemente logrados, recuerdos desgarradores, anécdotas imborrables de la infancia y la juventud, en donde quedará reflejada como nunca la compleja relación familiar y la hipocresía del padre fallecido .
Un cuento impresionante, del mismo nivel que otros de su autoría: La Madre de Ernesto, Hernán, El candelabro de Plata, La mujer de Otro, Capítulo para el Laucha...la lista es muy larga. .
Para los que no lo leyeron nunca, para lo que lo leímos tantas veces, acá está el cuento:       

EL HERMANO MAYOR

Lo malo es que a la larga ya no se siente nada –dijo el más corpulento, el de más edad–. Peor que eso. Estás esperando que termine de una vez.
Suspiró entrecortadamente; tres inspiraciones breves y rápidas.
–Hasta te fastidia –murmuró.
–Sí –dijo él–. Supongo que sí.
El hermano mayor estaba sentado y él de pie. No eran parecidos.



–Hasta te fastidia –repitió el mayor.
El más joven le puso vagamente una mano sobre el hombro; por un momento dio la impresión de que iba a tocarle la cara. Fue algo tan fugaz que no se podía saber si realmente había querido tocarle la cara. Se limitó a posar una mano sobre el hombro del otro y a apretar suavemente.
–Calmate –dijo–. Es así; las cosas siempre son así.
–Sacate de una vez ese sobretodo –dijo el hermano mayor–. No se sabe si acabás de llegar o estás por irte.
–Acabo de llegar –dijo él–. También estoy por irme. El último tren a Buenos Aires sale a la una.
–¿Cómo sabés que hay un tren a la una?
El se quitó el sobretodo y lo puso sobre el escritorio. No se sentó.
–Siempre hubo un tren a la una, ¿no? Y, como vos decís, en este pueblo no cambia nada.
–Nunca hubo un tren a la una. A la una de la tarde, sí; pero no a la una de la madrugada. Yo te voy a decir qué hiciste. Averiguaste el horario en la estación. No habías terminado de bajar del tren y ya estabas preguntando a qué hora tenías otro para volverte.
–No discutamos. No discutamos hoy.
–No estamos discutiendo: te estoy mostrando cómo sos. Y voy a adivinar algo más. Hasta sacaste el pasaje. Seguramente ya sacaste el pasaje, para no arrepentirte.
–No saqué ningún pasaje.
El que estaba de pie hizo una pausa.
–Además pensaba quedarme esta noche.
–Pensabas.
–Quiero decir que no sé por qué dije que me iba a la una.
–Yo sí sé –dijo el mayor–. Porque averiguaste el horario y porque sos jodido. Los tres siempre fuimos así: jodidos. En eso sí que nos parecemos vos y yo.
De alguna parte de la casa llegaban rumores apagados de voces y la vaharada de las flores.
–El no era jodido –dijo el que estaba de pie.
–Era un viejo jodido. No se quejó en ningún momento. La gente, cuando le duele algo, se queja. O grita. O pide alguna cosa.
–¿De qué murió?
La risa del hermano mayor sonó ahogada y ambigua. Una risa profunda que culminó en un falsete como un quejido.
–Esa sí que es una buena pregunta. Dios mío, ¿de qué murió? El padre estuvo agonizando un año entero y él viene, antes da una vuelta por la noche del pueblo, entra en la vieja casa y pregunta de qué murió.
–Me hubieran avisado con tiempo –dijo él.
El otro, desde abajo, lo miró. Un reloj de pared dio la campanada de las once y media. Los dos se quedaron un momento a la expectativa, como si esperaran otra.
–Mejor salgamos –dijo finalmente el mayor–. Vámonos al patio, o a caminar por ahí. El olor de esas flores marea. La casa entera tiene olor a pantano, a flores corrompidas –hablaba sin ponerse de pie–. Cuando eras chico, ¿te acordás?, siempre querías que te llevara al café de la estación. Un gran lugar, la estación. Y así, de paso, no perdés tu tren. O mejor vamos hasta el río.
–Para eso hiciste que me sacara el sobretodo –dijo el más joven.
El mayor se levantó. Era ancho y más alto que el otro. Grave e imponente, tenía el aspecto que debe tener un hermano mayor. Sólo que de pronto daba la impresión de estar relleno de lana. Parecía haberse quedado pensando en algo.
–¿Cómo?
–Si para eso me hiciste sacar el sobretodo.
–Usted suénese los mocos y de hoy en adelante obedezca a su hermano, como dijo el viejo esa noche. ¿Cuánto hace que la casa no olía de este modo?
–Les acompaño el sentimiento –dijo de pronto una vieja, junto a ellos.
–Váyase a la mierda –murmuró suavemente el mayor–. Gracias.
–Hace treinta años –dijo el más joven–. Yo tenía seis y vos once. Ni vos ni papá lloraban.
–Vos sí llorabas. Vos llorabas de veras como un huérfano. Límpiese esos mocos y obedezca a su hermano. Siempre fuiste medio marica vos –se rió bruscamente, un cloqueo forzado y cavernoso–. Siempre había que andar pegándole a alguien por tu culpa. ¿Por qué no vino tu mujer? Ella lo quería a papá.
Habían salido de la casa y ahora caminaban por la vereda. Una calle arbolada de naranjos. Desde algún lugar de la noche llegaba la música remota de un baile.
–No estaba. Ella no estaba en casa cuando me llamaron.
–Las mujeres lo querían, qué cosa tan rara. Sobre todo las mujeres ajenas. ¿Por qué no tuvieron hijos ustedes? El viejo siempre quiso tener un nieto.
–Te hubieras casado vos.
–No digas pavadas –dijo secamente el mayor.
El menor lo miró de reojo en la oscuridad.
–¿Pavadas? ¿Por qué?
–El viejo, en cambio... le tocaba el culo a la enfermera. Ese culo no se hizo en un ratito, decía, y se doblaba en dos de la risa, tosiendo y escupiendo el alma. No se hizo en un ratito. Hasta que se quedaba quieto, resollando con los ojos en blanco... Ella ha de madrugar mucho, tu mujer; yo te hice llamar a las cinco de la mañana... Se murió de dolor, ya que te interesa tanto saberlo. Era como ver agonizar a un buey, como si lo carnearan vivo. Se le reventó el corazón, por no gritar. Cuando lo abrieron no tenía pulmones, ni hígado, pero murió de un ataque cardíaco. ¿Cómo se puede saber lo que le pasa a un hombre si no te dice qué le pasa? ¿Cómo puede saber un hijo qué le duele al padre, si el padre, mientras se muere, les toca el culo a las enfermeras y se ríe? Era un viejo muy jodido, te lo juro.
En dirección a ellos venían tres o cuatro personas; la luz de un zaguán iluminó un ramo de flores blancas.
Ellos cruzaron la calle y cambiaron de vereda.
–Pero vos tuviste una novia –dijo el menor.
–¿En qué te quedaste pensando? Tuve, sí. El me la quitó. Papá. Los encontré una tarde, a la siesta, en la cama grande. Yo había ido a Rosario por un asunto del juzgado, y volví antes. Ahí estaban, en la cama de mamá. No te preocupes: no me vieron. Quería tanto un nieto que casi se lo hace él mismo. No debiste dejar a esa chica, me dijo después, era una buena chica. Hubiera sido una buena mujer, se parecía a tu madre. ¿Qué se hace con un padre así?
–No llores –dijo él.
–Al final te fastidia, carajo.
–Esta calle está igual, hasta la música parece la misma. Una vez me llevaste a un baile.
–Un año entero muriéndose, hasta que uno termina por rezar para que se muera realmente. Nunca supe si le dolía algo. No se puede hacer eso, un hijo no merece eso. Qué te voy a llevar a un baile, nunca bailé.
–Me llevaste, era verano, pediste una naranjada con ginebra. Para el nene, dijiste, una bolita.
–¿Una bolita? Había una bebida que se llamaba bolita. Pero eso era antes de que naciéramos. Mamá nos contaba. Vos ni debés saber por qué le decían bolita.
–No sólo lo sé: me acuerdo.
–Por qué, a ver.
–Por la tapa. En vez de tapa, tenía una bolita de vidrio.
–Pero si ni siquiera yo vi ninguna. No pude haberte pedido una bolita.
–La pediste. Seguramente fue una broma. Yo te veía tomar la naranja con ginebra y me parecías un fenómeno. “Noches de Budapest”: te apuesto a que ese foxtrot que están tocando se llama “Noches de Budapest”.
–¿Y vos?
–¿Yo qué?
–¿Qué tomaste, vos qué tomaste esa noche?
–No sé qué tomé. Pero me acuerdo perfectamente de la bolita de vidrio.
Siguieron caminando en silencio. La primera vez que estaban en silencio desde que se habían encontrado.
–Gracias –dijo de pronto el mayor–. Ya estoy bien. Ustedes, a veces, tienen esas cosas.
–Me separé –dijo él–. Por eso no se enteró de lo de papá.
–¿Con quién la encontraste?
–Con nadie. Ella me encontró.
–Pero vos la querías. Cuando estuvieron acá se veía de lejos que la querías. Y ella te miraba como si fueras de oro.
–Hace diez años que estuvimos acá. Fuera de este pueblo, el tiempo pasa en serio.
–Pero vos la querías.
–Claro que la quería, todavía la quiero, ¿eso qué tiene que ver?
–Nada, me imagino. En esto también sos hijo del viejo. ¿Vos sabías que él la engañaba a mamá?
Estaban sentados en uno de esos bancos de plaza que hay al frente de ciertas casas de pueblo. El reloj del Cabildo dio la medianoche.
–¿Cómo que la engañaba a mamá? ¿Cuándo la engañaba?
–Cuando podía, y podía siempre. Lo supe a los diez años. Fue como lo de la cama grande, pero en la cama del finado tío Carlos.
–¿Con la tía Matilde?
–No. O a lo mejor también con la tía Matilde, pero sobre todo con una de las mellizas.
–¿Las hijas de la tía? ¿Con las dos?
–Con una. De cualquier modo eran idénticas: una, un poco más rubia. No te asombre que alguna noche las confundiera. El viejo nunca fue muy detallista.
–Pero, ¿con cuál?
–Qué sé yo con cuál, ¿qué importancia tiene con cuál? Por eso tuvieron que irse del pueblo.
–Y vos, ¿cómo lo supiste?
–Te acabo de decir que los vi. Yo tendría diez años y esa noche él me llamó al escritorio. En los grandes momentos nos trataba de usted, ¿te acordás? Usted es muy chico para saber qué es el amor. Yo la quiero a su madre, y eso es una cosa; pero hay muchas mujeres en el mundo, y eso es otra cosa. Lo importante era no confundir las mujeres, que son muchas, con el amor, que es uno solo. Y que si mamá llegaba a enterarse, él me cortaba los huevos. No le veo la gracia.
–Que te los cortó. Perdoname que me ría, pero te los cortó. Seguí, no me hagas caso.
–Estás despertando a los que duermen. Si es que duermen. Estos bancos dan siempre a una ventana, detrás de la ventana siempre hay un solterón insomne o una vieja que teje en la oscuridad o un viejo marica que no sabe qué hacer de su vida. Ponen bancos para que los que andan de noche por la calle se sienten y hablen.
–Contame algo de mamá.
–Mamá era mamá. No tenía historias.
Se pusieron de pie. Un pájaro sobresaltado o un murciélago chocó contra el farol de la esquina. La luz se apagó durante un instante, pero volvió a encenderse de inmediato. El mayor se había tomado instintivamente del brazo del otro. O tal vez lo había tomado del brazo.
–Puedo quedarme, si querés.
El mayor se detuvo, sin soltarlo.
–¿Qué cosa rara estás pensando?
–Yo, nada. Pero es cierto, cuando venía en el tren pensé que yo también estoy un poco solo.
El hermano mayor lo soltó.
–Vos también. ¿Y quién es el otro? ¿O hablás en general, o estás hablando de la gente? Vos y yo no podemos vivir juntos.
–No dije quedarme a vivir.
–Ya sé lo que dijiste. Hablame del baile.
–¿Qué baile?
–El baile al que te llevé. El baile de la bolita.
–Ya te lo conté. Me acordé por la música.
El más joven se detuvo y giró la cabeza, desconcertado. Sólo se oía el paso del viento entre las ramas. La música ya no se oía.
–Cambió el viento –dijo el mayor.
–Qué raro oír eso. Oír que ha cambiado el viento. En las ciudades nadie dice una cosa así. Nadie se da cuenta de cuando cambia el viento.
El que se detuvo ahora fue el hermano mayor. En la oscuridad del empedrado se oyeron, lentos, los cascos de un caballo.
–Estás de suerte. Aunque no quieras creerlo, eso que viene allá es un mateo. ¿Cuántos años hace que no ves un coche a caballo? Te invito. Quién te dice que no es el último mateo del mundo.
–No tenemos tiempo.
–¿Cómo que no? Tenemos casi media hora.
–Antes de irme quiero verlo.
–No queda mucho para ver. Haceme caso. No hay que mirar a los muertos. Cuando se mira a un muerto, en realidad es la muerte la que nos mira. Mejor recordalo, como al baile y a la botella de bolita. Vamos. Te llevo a la estación.


lunes, 4 de febrero de 2013

OSVALDO SORIANO: SUEÑOS Y REBELDÍA. 16 AÑOS DESPUÉS


La semana pasada se cumplieron 16 años de la muerte del entrañable gordo Soriano. Lo primero que se me viene a la cabeza cuando pienso en él son dos palabras: Sueños y rebeldía. Ambas cosas se alimentan entre sí, y se potencian. Esa combinación sirvió para que su literatura fuera grande, grande de verdad  y permanezca en el tiempo.
Nació en Mar del Plata en 1943. Sus padres querían que fuera ingeniero. No terminó la secundaria. Él quería se futbolista, pero no le dio. Su acercamiento a la literatura es tal vez un misterio. Confesó alguna vez que hasta 19 años no había leído nada. Siempre dijo que lo que le gustaba mil veces más el fútbol que escribir. Y cuando le preguntaban qué era San Lorenzo para él, respondía seguro : "La vida, simplemente la vida".
Su ídolo más admirado no era un escritor, sino un futbolista: Rafael Albrech. También gustaba de otros jugadores famosos del ciclón como el "lobo" Fischer y el "Bambino" Veira.
Su primer acercamiento al arte fue el cine. De allí su inmensa admiración hacia Laurel y Hardy, el gordo y el flaco.
Gran admirador del escritor Erkine Caldwell, autor de "El Camino del Tabaco". También amaba a Borges y a Cortázar. Pero sin dudas, su gran influencia fue Raymond Chandler, sin él, su primera novela, "Triste, Solitario y Final, no hubiera sido posible. Leyó todo acerca del autor estadounidense, empezando por El Largo Adios", y siguiendo después hasta el último de sus textos.



Amante de los gatos, confirmando el dicho que el mejor amigo del hombre es el perro y de los escritores, el gato, empezó  a escribir la famosa novela, la noche en que encontró un gato negro adentro de su propia cocina, una señal que había llegado la hora de empezar a dar forma a Triste, Solitario y Final, obra conmovedora donde se conjugan la figura trágica y decadente de Stan laurel, la conducta inútil de Philip Marlowe y la voluntad inclaudicable de un escritor joven y lleno de entusiasmo. Con ella, Soriano irrumpe en la literatura contemporánea como una voz original y perturbadora.
Publicó seis novelas más, una de ellas, "No Habrá más penas ni Olvidos, fue llevada al cine con gran éxito.
Fue periodista de Primera Plana y el diario la Opinión, entre muchos medios.
De ideas de izquierda, en 1976, tres años más tarde de haber publicado "Triste, Solitario y Final, la dictadura lo obligó a exiliarse. Anduvo por Bélgica y por París, donde colaboró en distintas publicaciones.
Estando justamente en el viejo continente, le tocó vivir una de sus mayores tristezas: el descenso de San Lorenzo a primera "B", circunstancia que la vivió con una verdadera tragedia.
A través de sus libros logró expresar sus vivencias, sus sentimientos y sus frustraciones. Siempre sus personajes fueron perdedores y solitarios. Ese era el mundo del Gordo, o al menos el que le importaba. Muchas veces la crítica literaria lo acusó de ser un escritor efectista y previsible, pero suele pasar cada vez que un autor irrumpe de la manera que lo hizo él, en estos casos la respuesta es el desprecio y el ninguneo de la corporación literaria. En verdad no le importaba mucho la crítica literaria, una buena respuesta del gordo a esos señores y señoras tan distinguidos, podría haber sido tranquilamente: "Si a mi no me importa la literatura, lo único que me gusta es escribir".
De sus cuentos, hay varios que quedarán grabados para siempre. A pesar de haber tenido una infancia que durante largo tiempo se propuso olvidar, escribió mucho sobre esa época. Confieso que me costó mucho elegir uno para este blog. Justamente este se refiere a esa etapa de su vida. Espero que lo disfruten tanto como yo.                


VIDRIOS ROTOS
La primera honda que tuve me la hizo en San Luis mi tío Eugenio, que trabajaba de
detective en el casino de Mar del Plata. Era una joya: habíamos buscado la horqueta
perfecta por todos los árboles del barrio y cuando la encontramos yo subí de rama en
rama para cortar la que guardaba el tesoro. Mi tío la peló con un cuchillo y la pintó
con un barniz amarronado. Los elásticos los cortó de una cámara que nos regalaron
en la gomería y para alojar el proyectil buscó un cuero suave, como gamuza, que hacía
juego con el color de la madera. Los amarres con firulete los hizo mi padre con un
alambre de cobre bien pulido.
Ése fue uno de los grandes días de mi vida. Ponía mos tarros de conserva alineados
en el fondo de un baldío y practicábamos hasta el anochecer. Mi tío era pura pasión
pero acertaba pocas veces. Lo mismo le pasaba con los números del casino, donde
dejó fortunas propias y ajenas. Hasta que pasó al otro lado del mostra dor y aprendió
la profesión de los escruchantes para agarrarlos con las manos en la masa. Para
sorpresa de todos, el que se reveló muy bueno fue mi viejo, que había pasado por el
Otto Krause y detrás de la máscara de hombre de ciencia conservaba la picardía de su
abuelo, el pistolero de Valencia. Como todo zurdo contrariado a mí me costaba
acomodarme para tirar. Todavía recuerdo con rencor a la maestra que alzaba la voz y
me gritaba: "¡Niño Soriano, la lapicera se toma con la diestra!". Y yo la agarraba con la
derecha y dibujaba una caligrafía imposible que todavía hoy me cuesta descifrar.
Lo cierto es que me costaba acomodarme a la gomera. Una noche de verano
salimos con mi padre en ronda de inspección para sorprender a los que derrochaban
agua corriente. Caminamos sin apuro, después de cenar, hasta el barrio de chalés. Ahí
había gente que tenía piscinas de veinticinco metros y mandaba lavar coches, veredas,
frentes con el agua que les faltaba a los infelices que no tenían plata para pagarse
tanques de reserva ni motores eléctricos.
Mi padre tocaba el timbre y se presentaba como un caballero, quitándose el
sombrero ante las damas. Yo me quedaba unos pasos atrás a escuchar su discurso que
cambiaba cada vez y derivaba en evocaciones poéticas y citas sarmientinas. Es verdad
que a veces hacía demago gia. Ponía en la pluma de Sarmiento y en la boca de San
Martín cosas que a mí en el colegio nunca me habían enseñado. Tenía fibra para
golpear al hígado y llegar al corazón. Una vez, frente a un industrial con pinta de
señorito consentido, que nos había mandado dos veces a la mierda, señaló un grueso y
frondoso roble que tapaba la entrada de un potrero y le preguntó con voz serena y
convencida: "¿Sabe que el general Belgrano ató su caballo a ese árbol cuando volvía de
la batalla de Tucumán?". El señorito se sorprendió y miró al baldío mientras en su
patio seguía la fiesta y los invitados se zambullían en la pileta iluminada por grandes
faroles. "A mí qué carajo me importa", contestó el tipo y nos cerró la puerta en las
narices. Mi padre me puso la mano sobre la cabeza, se limpió el polvo de los zapatos y
volvió a tocar timbre. El tipo apareció de nuevo, metió la mano al bolsillo y empezó a
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contar unos billetes arrugados. "Tomá -le dijo a mi viejo-, andá a comprarle un helado
al pibe."
Hacía tanto que no me compraban un helado que ahí no más se me aceleró la
respiración. Los billetes eran marrones, nuevitos, y el tipo se los tendía a mi viejo con
una sonrisa displicente y pacífica. Alcanzaba para dos kilos de chocolate, crema
americana y frutilla. Desde el fondo llegaba la melosa voz de Lucho Gatica. A mí me
latía fuerte el corazón mientras mi padre seguía parado ahí, bajo el alero del porche,
con el traje todo raído y el sombrero en la mano. No le gustaba que lo tutearan. De
pronto levantó el brazo y señaló de nuevo el árbol. "La tropa acampó atrás -dijo-. El
general estaba muy enfermo y pasó la noche abajo de ese árbol. No tenían ni una gota
de agua y todos se pusieron a rezar para que lloviera."
Hubo un largo silencio hasta que apareció un muchachón con un balde de agua y se
paró bajo el marco de la puerta. "¿Y, llovió mucho?", preguntó el industrial, burlón,
mientras contaba dos billetes más. "Ni una gota", contestó mi viejo y movió la cabeza,
desconsolado por la triste suerte del general. "Mandó hacer un pozo para buscar agua
y enterrar a los soldados que se le morían."
Yo me di cuenta enseguida de que tampoco esa noche iba a tener helado. Mi viejo
se calzó el sombrero con un gesto cansado mientras se escuchaban las risas de las
mujeres y los arrumacos del trío Los Panchos. "No se conseguía agua metiendo la
mano en el bolsillo, señor", dijo mi viejo. El tipo extendió el brazo con la plata y mi
viejo dio un paso atrás. "Mirá -se empezó a cansar el otro-, el gobernador está
adentro, así que tomatelás, ¿sabés? Rajá si no querés perder el empleo." Mi padre me
tomó de un hombro y empezamos a salir. Entonces llegó el baldazo y sentí que a mí
también me salpicaba el chapuzón de mi padre. Salí corriendo pero mi viejo hizo
como si nada hubiera pasado. El industrial y el otro largaron la carcajada y la puerta
se cerró de golpe. Ya tenían algo para contarle al gobernador y reírse toda la noche al
borde de la pileta.
Cruzamos la calle en silencio. Al llegar a la esquina no pude contenerme y me eché
a llorar como un tonto. Mi viejo caminaba cabizbajo pero imperturbable y fue a
sentarse bajo el árbol donde según él había pasado la noche el general Belgrano.
Prendió un cigarrillo, sacó el talonario y escribió la multa con una letra redonda y
clara que siempre le envidié. El cielo estaba estrellado y hacía un calor de infierno.
Justo para estar al lado de la pileta tomando un helado. "No le cuentes nada a mamá,
¿querés?", me dijo. Yo pensaba en los billetes marrones y en los días que faltaban para
fin de mes, cuando traía su sueldo de morondanga. Por decir algo le pregunté cómo
había hecho Belgrano para conseguir agua.
-No sé, hijo; en cada puerta que golpeaba le tiraban un balde con mierda.
Se puso de pie, se quitó el saco para escurrirlo y me pidió que le inventáramos a mi
madre un accidente con el camión regador. Ya nos íbamos cuando de repente se paró
a mirar la copa del árbol.
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-¿Trajiste la gomera? -me preguntó.
Le dije que sí y se la pasé con la bolsita de piedras que llevaba bien agarrada al
cinturón.
Dejó el saco sobre un arbusto y empezó a trepar por el tronco. No estaba para esos
trotes pero alcanzó a ganar la primera rama y de ahí pasó a otra más alta hasta que
empecé a perderlo de vista. Tenía miedo de que se cayera y se rompiera algo, como le
había pasado otras veces. Empecé a imaginar a Belgrano encaramado al árbol,
oteando el horizonte, enfermo y sucio, con el pantalón blanco, la chaqueta azul y el
poncho colorado.
Entonces escuché un ruido de vidrios rotos y enseguida una lámpara hecha añicos y
otra que reventaba. Me di vuelta y vi que la casa de la piscina se quedaba a oscuras.
Busqué a mi padre entre el follaje del árbol y de pronto lo oí desplomarse a mi lado
con la gomera en la mano. Esta vez cayó de pie y con la cara iluminada.
-Dale -me dijo en voz baja-. Vamos a tomar un helado.

     

lunes, 21 de enero de 2013

SAMANTA SCHWEBLIN, EL FINAL DEL PREMIO JUAN RULFO Y LA POLÉMICA



Ya está, es historia pasada el Juan Rulfo. Por razones que no han trascendido, los herederos de Juan Rulfo han decidido retirar el nombre del gran escritor mexicano para la próxima edición del concurso. Veremos Radio Francia Internacional cómo lo bautizará o si por el contrario, decide darlo de baja definitivamente. .
En ésta, su última edición, la joven escritora argentina Samanta Schweblin con su cuento "Un Hombre sin suerte", se alzó con el importante premio.
Nació en Buenos Aires en 1978. En el 2001 obtuvo el primer premio del Fondo Nacional del concurso Nacional Haroldo Conti. En el año 2008 obtuvo el premio de Casa de las Américas por el libro Pájaros en  la Boca". Muchos de sus relatos han sido traducidos a varios idiomas. Actualmente reside en Alemania gracias a una beca recibida.
Organizado por Radio Francia Internacional, el Instituto de México, La Maison de L Amerique Latine de París, La Unión Latina y el Instituto Cervantes de París, el premio Juan Rulfo era, tal vez, el certámen de cuentos con mayor prestigio.
En esta oportunidad ofició como jurado entre otros escritores, el argentino Alan Pauls.
Destaco que las últimas tres ediciones también fueron ganadas por argentinos: Marcos Crotto, Gustavo Ripoll y el excelente narrador Mariano Pereyra Esteban (dejo aquí su magistral cuento: EL METRO LLANO), quienes a diferencia de Schweblin, no eran en su momento ni lo son hoy, escritores conocidos para el gran y mentiroso mundo de las editoriales.
Schweblin por estos días prepara su nuevo libro de cuentos el que incluirá el cuento ganador, "Un hombre sin Suerte".
Según mi visión, "Un hombre sin Suerte" es un buen cuento en donde la autora logra mantener la tensión y la ambiguedad hasta el final, aunque adolece de una seria dificultad: no son verosímiles algunas situaciones, entre ellas,nada más ni nada menos, la que hace al conflicto de la historia.

Debo decir también que Samanta Schweblin es una buena escritora, para otros, no para mí. Su literatura me resulta fría, distante, desprovista de emoción. Detrás de sus textos parece escucharse el ruido de una calibrada maquinaria, como el tic toc de un reloj suizo, que lo despoja de magia e intensidad a sus relatos.
Pero habrá que tomarme con pinzas, esta una simple opinión. 

Bueno, aquí podrán leer el cuento ganador: UN HOMBRE SIN SUERTE. Espero que a ustedes sí les guste.

Yo mientras tanto voy a aprovechar para releer otro cuento ganador del mismo premio pero a mediados de la década del 80', un argentino también: Daniel Moyano. Murió en el exilio, injustamente olvidado. Otro escritor, otra literatura, la que me realmente me conmueve: EL FALCON AZUL Y LA FLAUTA MARAVILLOSA-      


miércoles, 26 de diciembre de 2012

Borges-Sabato/Sabato-Borges: Reunión Cumbre

"DIÁLOGOS", EL LIBRO
No soy original. Reunión cumbre es el título de un formidable disco que reunió los genios de Astor Piazzola y el saxofonista norteamericano, Gerry Mulligan. Cuando empecé a escribir esta nota se me vino a la cabeza aquella reunión de esos dos músicos tan excepcionales como diferentes. Ocurrió en el año 1974. Disimiles en todo, en su forma de ver la música (Astor leía sus complejas composiciones a la perfección, mientras que Gerry era un gran improvisador, al argentino no le gustaba el alcohol, mientras que el norteamericano era un fuerte bebedor, Astor de costumbres austeras, Gerry un bohemio empedernido) que sin embargo plasmaron un disco imborrable.
Reunión Cumbre también encaja perfectamente para nombrar los encuentros entre Sabato y Borges que tuvieron lugar entre el 14 de diciembre de 1974 y marzo de 1975. La misma época. Se han cumplido ya 38 años de aquellas reuniones que dieron origen al inolvidable Libro "Diálogos".
Borges- Sabato, Sabato-Borges, el choque de dos planetas que en lugar de destrucción provocó una la luz incontenible cuyo resplandor llega hasta nuestros días y que seguramente sobrevivirá por años.
El periodista y escritor Orlando Barone fue el hacedor del milagro de juntarlos, algo que nadie había logrado antes. Las reuniones se desarrollaron principalmente en el mítico departamento de Borges situado en Maipú al 900.
"Diálogos" fue el resultado de aquellas memorables conversaciones, libro imprescindible para entender la obra de los dos maestros. Con un poco de paciencia y ganas de caminar, podrían dar con algún ejemplar en alguna de esas librerías de usados que aún pululan en Buenos Aires, claro, astros a favor de por medio.
No eran amigos antes de esas reuniones, ni lo fueron después, profundas diferencias estéticas, literarias y políticas lo separaban, pero a instancias de Barone accedieron a llevar adelante el proyecto. ¿Vanidad? ¿Respeto mutuo? ¿Ganas de confrontar? ¿El tardío reconocimiento del espacio que ocupaba cada uno dentro de la literatura mundial? ¿O simplemente las ganas de salir victorioso de esos filosos contrapuntos que recorren todo el libro, como un Boca River que se juega a cara de perro? Difícil saberlo, después de aquellas reuniones ya ninguno de los dos accedió a hablar del tema. Barone asegura que tenía el sí de Sabato para la segunda parte, Diálogos 2, y que fue Borges el que se negó. Borges no dio ninguna razón para esa negativa, simplemente dijo que no.
Cualquier fuera la causa, ya no tiene importancia. Lo que se habló allí ha generado una marca que perdurara por siempre.
En la primera de esas reuniones, Barone logra resumir con lucidez el momento de gloria que está a punto de producirse y del que él será un privilegiado testigo:
"Creo que se tocaron las manos. Y un brazo o el hombro tal vez. Suelo imaginar más de lo que veo. Se deben haber dicho, no obstante, esas cosas comunes y triviales de todos: Hola Borges, qué dice Sabato...
Mi obligación de testigo es registrar las palabras exactas. Pero ese momento cualquiera puede haberlo soñado siempre (cualquier escritor, cualquier artista) y es mejor hacer compartir las sensaciones, no las palabras.
Sé que venían por el pasillo de la casa, tomados del brazo, lentamente. el bastón era un péndulo en las manos de Borges. entreví dos sombras y detrás a dos hombres y dentro de las sombras y los hombres, entreví el amor y la muerte, la lucha y el arte, es decir : la vida."

LOS TEMAS ABORDADOS
¿De que hablaron? Tocaron temas permanentes, la vida, la muerte, la literatura, Dios, los sueños, el tiempo, en el sentido borgiano de la palabra..."La noticia cotidiana, en general se la lleva el viento. Lo más nuevo que hay en el diario, y lo más viejo, al día siguiente, dice Sabato.
"Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido, afirma Borges.
-¿Y que opina de Dios, Borges?-pregunta Sabato.
-¡La máxima creación de la literatura fantástica!-responde Borges.
En uno de los encuentros se hace alusión que en el cuarto contiguo en donde la madre Borges, muy enferma, transita sus últimos días. ¿Cómo no iban a hablar entonces de eso que ellos llaman temas permanentes?
Otro de los encuentros se desarrolla en el Bar de Córdoba y Maipu. Hace un calor descomunal, un detalle que los pinta tal cual eran y las diferencias que los separaban: Sabato pide un Whisky y Borges, un vaso de agua.
Hay más diferencias entre ellos: Sabato, proveniente de la ciencia, entra en la literatura por la ventana, sufriendo todo tipo de resistencias y desprecios  de sus pares, mientras que Borges lo hace con una alfombra roja debajo de sus pies.
Borges admite en una de las tantas charlas que siente una gran decepción cuando se termina un cuento (comparto el sentimiento), "es inevitable preguntarse si valió la pena escribirlo".
Sabato responde que en el caso de la novela es mucho peor.  "Imagínese Borges, lo que pasaría si después de escribir 500 hojas se siente que no es lo que se quería escribir".
Más diferencias, hablan de Música, Sabato elogia a Piazzola (De nuevo, la otra Reunión Cumbre: Piazzola Mulligan) Borges admite que le gusta Troilo y que Piazzola no hace tango, como si eso tuviera importancia.
Amistad y Amor: Sábato dice que la amistad es conmovedora. Borges sostiene que la amistad permanece, por más que los amigos se vean de vez en cuando. En cambio el amor requiere de milagros, pruebas y confirmaciones permanentes.
Otra vez Dios: Borges dice que basta un simple dolor de muelas para negar la existencia de Dios. Sábato dice que es probable que Dios de a uno lo que necesita y no lo que quiera.
Barone le pregunta a Borges si conoce literatura latinoamericana y el maestro responde que no, con ironía:  "No, yo desde 1955, me he dedicado a leer la reciente literatura del siglo IX al XIII anglosajones, escandinavos....
Un poema de Borges se recita en una de esas reuniones:
LO PERDIDO
¿Donde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue, la venturosa
o la del triste horror,esa otra cosa
que pudo ser la espada o el escudo
y que no fue? ¿Dónde estará el perdido
antepasado persa o el noruego,
Dónde el azar de no quedarse ciego,
Dónde el ancla y el mar, dónde el olvido
de ser quien soy? ¿Dónde estará la pura
noche que al rudo labrador confía
el iletrado y laborioso día,
según lo quiere la literatura?
Pienso también en esa compañera
que me esperaba, y que tal vez me espera.

Silencio. Barone se pregunta si podrá medirse el tiempo en la casa de Borges.
En otro encuentro hablan largamente de los sueños, aquí están animados, parecen encontrar muchos puntos en común, la conversación va girando hacia el pasado, el olvido, el infierno.
Un verano pasa rápido, mucho menos de lo que uno hubiera querido, más si la estación tuvo como protagonistas a Sabato y Borges, juntos, mesa de por medio.
Llegamos al 8 de marzo de 1975, el final de la aventura. Un libro quedará como registro, pero Barone sabe, todos sabemos, que será insuficiente, que ningún grabador, ninguna pluma, podrá capturar cabalmente la magia de esos encuentros.
Algo que compartieron: el Cervantes, aunque nada más pobre que un premio literario para hablar de sus obras.
Recorrieron la literatura por caminos distintos, la novela y el ensayo, frente a los cuentos y la poesía. Pero no fue sólo eso, hay otros senderos en los que tampoco coincidieron. Barone lo sintetiza muy bien:
La quietud y el vértigo. el silencio y el grito. El ruiseñor y el águila. El violín y el órgano. La bahía y el arrecife. El arco Iris y el relámpago. Borges y Sábato.
Ya está, estuvieron juntos en aquel verano inolvidable. Todo termina,  por esa época empezaba a terminar un sueño político también: Perón muerto, el país en manos de la triple A. Pero esa es otra historia.
Siguiendo con reunión cumbre, las diferencias quedaron expuestas, sin embargo también quedó lo otro, los autores de "Sobre Héroes"y el de "Ficciones" se cruzaron para dejar una estela inquebrantable por la que aún sigue fluyendo la más pura literatura.
Quizá, Diálogos, haya sido una ficción. Borges y Sabato no se vieron nunca más.                  
Claudio Miranda

MI EJEMPLAR, A SALVO DEL FUEGO


El ejemplar que están viendo corresponde a la primera edición de "Diálogos", es para mí una verdadera joya. Tiene su propia historia. Corría 1977, la dictadura de Videla hacía estragos sobre el indefenso pueblo argentino. Una cobarde cacería de trabajadores y jóvenes. Los milicos cercaron un radio de ocho manzanas  en donde estaba ubicada mi casa. Iban a requisar viviendas al azar, yo tenía 16 años y ya se habían llevado a varios compañeros de escuela. Nunca más volvería a verlos, engrosarían las listas de desaparecidos más adelante. Ante la inminente llegada de las bestias, mi madre dijo que había que quemar todos los libros. ¿todos los libros? Sí, dijo ella. Mi hermano y yo nos opusimos. Mi padre no dijo nada. El tiempo apremia insistió mi madre, pero la frase tuvo el carácter de una orden que había que cumplir lo antes posible. Así empezó la selección de cual libro se salvaba y cual no. Demás está decir que los primeros condenados fueron Marx, Engels, Sartre, Beckett, Camus, Kafka, pero luego, mi vieja, por las dudas, decidió mandar a todos a la hoguera.  Los libros entonces eran tan peligrosos como portar armas o ideas. Sus dueños, los lectores, enemigos de la patria.
Esa tarde terminó en cenizas una de las bibliotecas más importantes que podría existir en Banfield. Una gran fogata, un gran crimen. Diálogos estaba en la pila pero logré salvarlo, claro, sin que se diera cuenta mi madre, junto con El Lobo estepario de Hesse, El Extranjero de Camus, La Nausea de Sartre  y Relatos de un Naúfrago de García Márquez. No mucho más que eso.
Al final las bestias no entraron a mi casa. Puro azar. Nosotros zafamos, los libros no.
Con el tiempo me di cuenta que había puesto en riesgo la vida de toda mi familia, pero para ese entonces ya sabía que igual nada depende de nosotros, que a la vida la gobierna lo aliatorio.
Claudio Miranda  


viernes, 9 de noviembre de 2012

MARCELO QUER: VARIOS ARTISTAS EN UN SOLO CUERPO

A Marcelo Quer lo conocí hace casí 30 años o más, debe haber sido en el año 1984 o 1985. Le debo llevar cinco o seis años. Éramos en aquel entonces entrenadores de tenis, y él además, un excelente jugador. Tuve la suerte o la desgracia de padecerlo en la cancha en inolvidables entrenamientos entre alumno y alumno. Por esos tiempos teníamos muchas inquietudes artísticas, nos gustaba la música, la literatura, el cine. Creo que en esos años él todavía no escribía ni tampoco tocaba el piano, pero tampoco estoy muy seguro de eso. Yo apenas me animaba a garabatear algo de poesía que terminaba indefectiblemente en el cesto de basura más próximo. La vida nos alejó por largos períodos, pero siempre por casualidad o no tanto, nuestras almas se terminaban cruzando en alguna impensada esquina de Buenos Aires. A veces pienso que éramos como los personajes de alguna novela de Ernesto Sábato, que resignados se dejaban arrastrar por un destino que no alcanzaban a comprender del todo. 
En el primero de esos tantos reencuentros él ya tenía escritas unas cuantas cosas, y además se había convertido en un fervoroso pianista. Escribió poesía, traducciones y un buen número de relatos. Fui un privilegiado, tuve la fortuna que me confiara la lectura de muchos de esos maravillosos cuentos. 
Años más tarde me confesaría que no tuvo la necesidad de escribir más ficciones. Y yo lo entendí, hay un tiempo para cada cosa, incluso un tiempo para ser escritor. No creo en eso de escribir por escribir. Cuando se acaba, se acaba y punto. ¿Cuál es el drama? Y para Marcelo Quer se acabó eso de de escribir cuentos, al menos por ahora. Por suerte sigue ligado a la literatura a través de la poesía y las traducciones. 
Eso sí, yo no pierdo la esperanza que adentro de él vuelva a renacer la faceta del gran cuentista que es.  
Acá van dos estupendos cuentos breves de su autoría, cuentos que seguramente me hubieran gustado escribir. Recuerdo que cuando los leí se me vino a la mente un brillante pensamiento de Jorge Luis Borges: "Al principio, todo escritor es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad". 
Estoy convencido que, astros de por medio, en ambos relatos Marcelo Quer logra alcanzar aquello que tan difícil y que bien logra definir el maestro Borges: la modesta y secreta complejidad.      

CLAUDIO MIRANDA

El cumpleaños de Díaz

Había cotillón y muchos globos de colores en aquella hermosa fiesta. Díaz cumplía tan sólo siete años. Recuerdo las grandes baldosas de mayólica del living, la gente adulta obstruyéndome el paso; los gritos al llegar la torta con las velitas encendidas; la algarabía de Díaz.
Díaz era compañero de grado de mi hermano, un año mayor que yo. Vivía en un departamento de la calle Morón, en Floresta. En la esquina, un garaje amplio y oscuro prolongaba el traqueteo de los pocos autos que transitaban el empedrado. Recuerdo que a la vuelta había un almacén viejo y tranquilo.
Aquel día, antes de la llegada de los otros invitados, habíamos armado -Díaz, mi hermano y yo- un rompecabezas gigante y, si mi memoria me es fiel, hojeado un álbum de estampas de “El gato con botas”. Al anochecer salimos al balcón.
El balcón era grande, de piso colorado y enrejado amplio. Desde aquella altura se descubrían las fachadas amarillentas de las casas bajas aledañas, de persianas viejas y gastadas -tres o cuatro terrazas de alquitrán que aún hoy veo conversar silenciosas con la tarde moribunda-.
Nos quedamos allí un largo rato, entre autitos de juguete y exclamaciones a algún transeúnte extraviado, contemplando asimismo las esporádicas apariciones humanas detrás de muros y ventanas.
Aquí mi recuerdo se detiene en un anciano de escasos cabellos canos, sentado en una terraza alejada, ajeno al parecer a nuestras risotadas.
Profundo era el respeto que yo sentía hacia la gente mayor, integrantes misteriosos del círculo inalcanzable que rodeaba de penumbra mi frágil existencia.
Ya descendía el sol la faz urbana cuando vi entrar al balcón a los revoltosos compañeros de mi hermano y comenzar a proferir insultos a aquel anciano triste y desolado.
Una pesada mueca escapó a su mano temblorosa. Sus palabras, si articuladas, fueron robadas por el viento.
Pero las agresiones, lejos de sosegar, aumentaron, y de pronto algunos bollitos de papel surcaron el cielo, haciendo blanco en su mirada triste.
Luego de repetir dos o tres veces aquel ademán incierto, la figura del anciano desapareció lentamente tras una puerta de chapa.
Muchos años han pasado.
He perdido el misterioso respeto a los ancianos, porque soy viejo, y porque me han olvidado.
Me agrada leer en mi habitación por las mañanas, acompañado del canto de algún pájaro, o escuchar la radio. Por las tardes voy a la plaza, o al supermercado.
Y al caer la noche, si es un día templado, me siento en la terraza a contemplar en silencio el pálido crepúsculo, saboreando un mate amargo entre mis arrugadas manos.
Y si el fragor desordenado de un tropel de gargantas infantiles y de autitos de juguete alcanza mis oídos cansados, un leve resplandor enciende mis mejillas y mis ojos, y busco con esfuerzo el balcón cercano, mi cuerpecito frágil en la reja junto a mi hermano, la sonriente figura de mi madre, de jóvenes cabellos castaños, aguardando que termine la fiesta para llevarnos a casa.


Mar del Plata
 Qué hermoso contemplar la ciudad tranquila en aquella estación azulada! ¡Qué bello internarse por aquellas avenidas, bordeando la rambla desierta! La ventanilla abierta, el aire frío y matinal en las pupilas, deshojando la penumbra y cubriéndola de renovada esperanza.
Los edificios conversaban con la fuente dorada del cielo, el sol aún sumergido en el mar, como un trono. De vacaciones con Juan Carlos, nada más hermoso. ¡Cómo lo habíamos soñado en tantas presurosas madrugadas, en Buenos Aires...!
Descendimos -recuerdo- a tomar unas fotos antes de ir al departamento. Él lucía su sonrisa habitual, complaciente, armoniosa, delante la ciudad prolija, lejana, casi olvidada.
Un baño de inmersión y un desayuno edificante, los proyectos más cercanos. Luego vendrían la extensa caminata, las rocas dormidas, la serena playa...No quise sollozar. Ya habría tiempo de deslumbrar el alma de tristeza.
Nos aguardaba la arena, hermosa y suave caricia que en mi piel suave inventó el amor; la misteriosa dicha que yace en ella; las breves palabras que el viento no olvidó y que sus formas no borraron; el mar infiel, brutal, atormentado de espuma; el cielo agonizante, inmaculado.
Así, cuando hundimos nuestros cuerpos en el mar aquella tarde, ignorantes de la absoluta fatalidad de nuestra breve suerte, creíamos ingresar en un lejano tesoro...
Al anochecer era costumbre ir al casino. Había poca gente a pesar de lo encantador de la noche. El ambiente estaba orquestado: las alfombras rojas y prolijas, los trajes grises e iguales de los empleados, la voz algo afeminada del primer pleno.
Hacia las once, en una mesa vacía sirvieron dos cervezas bien heladas. De pronto, el ventanal grande que da a la rambla se abrió, impulsivo, y corrió el aire frío del mar por las mesas de juego.
Nadie pudo nunca explicar lo sucedido. Cuando, a los pocos instantes, una mujer cerró la ventana, el hecho ya había sido olvidado. Las dos cervezas en la mesa solitaria perdieron frío y espuma hasta el amanecer, en que fueron retiradas, mientras nosotros, alejados de la costa, braceábamos inútilmente, perdidos en la negra noche. En cada fatigosa nueva bocanada de aire se jugaba nuestra suerte. Cada latido era un número errado; cada segundo, un color adverso que, sistemáticamente, conducía a la muerte.

BIOGRAFÍA 
Nacido el 7 de marzo de 1967 en Buenos Aires, tiene 44 años, es pianista aficionado, poeta y narrador.Estudió piano con Adriana de los Santos entre los años 1996 y 2003.
En 2001 formó el grupo de música y poemas "El Cisne", ideado por el poeta
Ricardo Barquín, integrado por Marcelo como pianista, Daniel Cachón como recitador, y el violista Guillermo García; incursionó en el tango en el año 2003, con Guillermo García. Desde entonces se dedicó a estudiar clásicos siempre con su instrumento, el piano, y como aficionado.



En lo literario se formó poéticamente bajo la tutoría de los poetas Ricardo Barquín y Ernesto Romano, y escribió además traducciones de poemas de Shakespeare, Byron, Keats, Milton y otros autores ingleses; y algunos relatos breves de juventud, entre los cuales el que se edita aquí. En los años 1992 y 1993 publicó tres libros de poemas que no difundió; el resto de su obra permanece inédito.