Muy poco para decir de este cuento. Bastante ya con el trabajo que me dio escribirlo y corregirlo.
Sólo mencionar que forma parte del libro de relatos "Historias Negras del Deporte Blanco" (inédito, los más probable que esa condición sea perpetua) y que fue concebido medio año antes de ser finalmente escrito.
Que su origen tiene que ver con la oscura fascinación que siempre sentí hacia los vagabundos, linyeras, pordioseros, homeless, en fin, su nombre varía de acuerdo a la región y los países.
Desde muy chico me paraba a mirarlos con la curiosidad de un gato. Mi madre me tomaba de una mano y me apartaba de manera violenta, al tiempo que me retaba: "Vamos hijo, no mirés así a al hombre". Y a mi costaba entender que llamara hombre a "eso". Y luego, me pasaba horas pensando como había sido la vida del pobre infeliz antes de perder su condición humana. .
"Dos gotas de agua" es apenas la historia de dos de ellos, dos homeless que tuvieron relación con el mundo del tenis, contada antes y después de que el agua llegara y los tapara hasta el cuello.
DOS GOTAS DE AGUA.
La
de Seguso y Frenkel debe ser una de las historias más asombrosas del mundo del tenis. Mi larga trayectoria como cronista deportivo al menos me indica eso.
Todo
comenzó (en realidad, terminó) la madrugada del jueves 18 de mayo del año 2005,
cuando dos pordioseros, Mark Seguso y David Frenkel, de 51 y 31 años
respectivamente, volvieron a verse las caras en un apartado barrio de la ciudad
de Denver.
Era
una noche nublada, con pronóstico de lluvia. El escueto expediente judicial indica
que se toparon en la intersección de las
calles Mirror y River, a un puñado de cuadras de las vías del ferrocarril.
No
se reconocieron, no tenían por qué, habían transcurrido veinte años de la
última vez (no existen indicios que hagan presumir un encuentro anterior) y
además ambos estaban lo suficientemente borrachos para no conocer ni siquiera a
sus propias madres. Todo eso sin contar la mala vida que les había deformado cruelmente
los rostros.
Todo
el mundo tiene una biografía, un pasado, incluso estos dos tristes vagabundos. Dos
décadas atrás, Seguso, acababa de cumplir treinta años y era un famoso jugador
de tenis, el orgullo de Denver. Frenkel, por el contrario, apenas un niño de once
años que esa tarde oficiaba de ball boy en el partido que Mark disputaba contra
el finlandés Jano Heimer . Era la final de un torneo de ATP.
Se
trató de una dura contienda en la que ambos rivales dieron lo mejor de sí. Seguso
ganaría el partido luego de batallar por más de dos horas. Tres días más tarde de
la apretada victoria, en conferencia de prensa, Seguso, apodado “el “Palero de
Denver” por sus furibundos golpes, en especial su derecha invertida que era un verdadero
misil, anunciaría su retiro definitivo de las canchas. La noticia causó fuerte revuelo
entre sus seguidores, es que nada hacía suponer ese final abrupto. Su estado
físico era óptimo y además estaba atravesando el mejor momento de su carrera. Agradeció
eternamente el apoyo recibido del público, mi publicó, aclaró, y agregó que prefería
retirarse así, victorioso, con un triunfo en su propia ciudad. Por ese entonces
ni siquiera sospechaba de la otra derrota, esa que la vida le tenía reservada para
los próximos años.
En
cierta manera, se iba del tenis profesional de la misma forma que había llegado
a él. Por años fue casi un desconocido hasta que de manera inesperada irrumpió
en las ligas mayores. Ganó al hilo cinco importantes torneos que lo ubicaron en
la elite del deporte.
Su
cuarto de hora duró apenas un par de años. A pesar de las razones que esgrimió
en la tumultuosa conferencia de prensa, nunca se entendió del todo la decisión
de colgar la raqueta. Como dijo un famoso periodista de la época: “Seguso fue apenas
una estrella fugaz en el firmamento del tenis”.
Lo
cierto es que en ese último torneo, el Palero entabló una extraña relación con
Frenkel, por entonces un muchachito de
pelo rubio enrulado y simpáticas pecas. Entre tantos pibes que hacían de alcanza
pelotas, la pregunta resulta inevitable: ¿Cuál fue la verdadera razón que impulsó
a Seguso a dispensarle un trato especial a Frenkel?
Mucho
se especuló sobre el asunto. Algunos dijeron que vio en el niño al hijo que nunca
podría tener (se rumoreaba que Seguso, casado en segundas nupcias, era infértil);
otros aventuraron que le traía el recuerdo de Henry, su hermanito menor
fallecido en un accidente automovilístico, quince años atrás. En mi
investigación tuve acceso a una foto de Henry y puedo asegurar que el parecido
con Frenkel era notable. La muerte temprano del hermano menor marcó un hito en
la vida de Seguso. A partir de ese momento su carácter se vio seriamente afectado. Se convirtió en
un chico irascible, violento, por cualquier entredicho se agarraba a las
trompadas. Esa conducta errática lo llevo a la expulsión de varios colegios
durante la adolescencia. Se decía que el estilo de su juego, agresivo y
demoledor, como una aplanadora, era la forma que Mark había encontrado para
canalizar la violencia que corría por sus venas.
Pero
había una teoría más que explicaba el llamativo vínculo con Frenkel y que
hablaba de una simple cuestión de cábala. Se sabe que la mayoría de los
tenistas son supersticiosos y Seguso cumplía la regla. Sus rituales antes de
los partidos eran famosos. Por solo mencionar algunos: pisaba siempre con el
pie derecho al salir a la cancha, jamás usaba en sus partidos remeras que no
fueran de color amarillo y antes de sacar, hacía picar invariablemente la pelotita
cuatro veces, ni un pique más, ni un pique menos. No resulta descabellado entonces
suponer que Seguso haya tomado a David como una especie de amuleto de la buena
suerte. Existe un hecho que se produjo en el primer partido en donde Seguso estuvo
al borde de la eliminación, que abona la hipótesis. El Palero tenía un match
point en contra y su saque; parecía que ya estaba liquidado. No sacó enseguida,
se tomó largos segundos, él dijo que fue para ordenar su cabeza, aunque no son pocos los que aseguraron
que fue una estrategia para poner nervioso al rival, enfriar el partido, como
suele decirse. Con parsimonia se secó el sudor de la frente con una toalla y
caminó dos lentos pasos en dirección a Frenkel, quien le alcanzó la primera
pelotita. Enseguida, con una precisión milimétrica, arrojó la otra. El Palero guardó
la segunda en el bolsillo del pantalón y se aprestaba a ejecutar el servicio,
cuando inesperadamente Frenkel, desde atrás, le chistó. Seguso giró y vio con asombro como
el chico le ofrecía una nueva ball, como diciendo: “oye Mark, mejor sacá con
esta que te va a dar suerte”. Seguso entendió el mensaje y aceptó el truque. Instantes
después, no sólo levantaría el match point, sino que daría vuelta el partido y
lo ganaría con facilidad.
Desde
entonces, Seguso siempre quiso tener a David de ball boy en sus partidos. Se lo
comunicó al organizador del torneo con quien lo unía una vieja amistad.
En
la final hubo un error y Frenkel no fue incluido en el equipo de chicos alcanza
pelotas. Seguso, ni bien notó la ausencia del muchacho, puso el grito en el
cielo. La gente del torneo salió a buscarlo, pero el chico no aparecía. El inicio del
partido se demoró. Al finlandés lo engañaron como a un bebé, le dijeron que uno
de los jueces de línea se había descompuesto y estaban buscándole un reemplazo.
Finalmente
a Frenkel lo encontraron cerca de la cancha número 10 del club. Estaba
enfurecido por la exclusión. Destrozaba con su raqueta un cartel de publicidad.
También le pegaba patadas. Su tío, un hombre bastante corpulento, inútilmente
intentaba calmarlo. Recién detuvo su locura cuando le informaron que lo esperaban
en court central, que todo se había tratado de un malentendido.
En
el incidente encontramos un punto de coincidencia con Seguso: la violencia. Los
dos habían caído en ella a temprana edad. En el caso de Frenkel, producto de la
compleja relación familiar marcada por
la presencia de un padre déspota y una madre con tendencias suicidas.
Pero
volvamos a la tarde grandiosa en la que David se llenaba de ilusiones. Mientras
tomaba su lugar en la cancha y el
partido empezaba a rodar, pensó lo mucho que le había costado llegar hasta allí.
Lo habían seleccionado junto a otros veinte alcanza pelotas, entre
más de quinientos candidatos. Se dijo a si mismo que si había logrado eso,
también alguna vez podría ser un campeón como Seguso, a quien admiraba ciegamente.
Por él había empezado a jugar al tenis.
Era su ídolo indiscutido. Las paredes de su cuarto estaban empapeladas con sus posters.
Como
ya dijimos, el Palero de Denver se alzaría con el título aquel día. Tras recibir
la copa de manos de una vieja gloria tenística de la ciudad, Tom Delaney, corrió
al encuentro de Frenkel. Se agachó y lo estrechó en un largo y abrazo. Se hablaron
al oído. Lo que se dijeron en ese emocionado momento fue algo que siempre me
intrigó.
A
esta altura del relato más de uno se debe estar preguntando: ¿Qué sucedió en las
vidas de Seguso y Frenkel para que terminaran de la forma que finalmente terminaron?
Empecemos
por el “Palero de Denver”. Nunca logró reemplazar la adrenalina de la competencia
deportiva por los fríos negocios que se empeñó en realizar con el mismo en
invariable resultado: El fracaso. Perdió buena parte de su fortuna en inversiones
desatinadas. El mundo empresarial le quedaba grande o simplemente no soportaba
ver pasar la vida desde una lujosa y aburrida oficina. Extrañaba como nadie la acción de los courts.
Irremediablemente se fue desvaneciendo sin penas ni glorias en el olvido
general. Las nuevas generaciones tenísticas que fueron surgiendo ayudaron a
borrarlo de la cabeza de la gente.
Deprimido,
se volcó de lleno al consumo de alcohol y drogas. Las peleas y los desmanes en
bares y discotecas de mala muerte empezaron a tenerlo como protagonista. El
palero ahora repartía puñetazos en lugar de raquetazos. Fue acumulando cargos: resistencia a la
autoridad, atentados contra la propiedad privada, lesiones leves, lesiones
graves, tráfico de estupefacientes…hasta que un día lo encerraron detrás las
rejas para cumplir una pena de doce años. A partir de ese momento se pierde en
la memoria colectiva, nada más se sabe de él, hasta el reencuentro con Frenkel aquella
destemplada noche.
En
cuanto al muchachito de cabellos dorados, su suerte no fue mejor. Lo único que
hemos podido reconstruir de su vida es que a los 14 años el padre se va de la
casa con otra mujer y con él también se
le va el tenis. Sale a la calle a trabajar de cualquier cosa para ayudar a la
madre. A partir de ahí se nos pierde, hasta que según obra a fojas 19 del
expediente, Frenkel, con diez y ocho años recién cumplidos, es encontrado
culpable de un hecho de violación contra una menor y recibe una sentencia de 10
años de prisión. Cumple la condena y vuelve a desaparecer hasta el instante mismo
en que se topa con Seguso en aquella solitaria esquina.
Se
cayeron bien de entrada. Ninguno preguntó por el nombre al otro. Los dos se
llamaban igual: “Hermano”. Se dice que Frenkel fue el primero en hablar.
—Hey,
hermano, ¿cómo estás ? Te invito a tomar un trago.
El
ex ball boy se bamboleaba peligrosamente y hacía lo imposible por no perder la
vertical. En su mano derecha llevaba una botella de Whisky a medio tomar. Seguso,
que daba la sensación de estar un poco más entero, aceptó de buena gana la
invitación. Se sentaron en el cordón de la vereda y empezaron a beber del pico.
Rápidamente entraron en confianza y a los pocos minutos las palabras iban y
venían tan rápidas como los tragos.
Empezaron
a hablar incoherencias. No se escuchaban, sus voces estridentes se superponían,
cantaban desafinado viejas canciones, se pegaban palmadas en las espaldas y empezaban
de nuevo, hermano esto, hermano lo otro, hasta que de pronto se empezaron a
poner pesados.
Ocurre
con frecuencia, la camaradería de dos borrachos debe ser una de las cosas más
frágiles del mundo. A fojas 44 consta la declaración de un testigo clave, otro
vagabundo de apellido Liston, que pasaba por el lugar justo cuando se armó la
gresca. Afirmó que Seguso largó una fanfarronada que enardeció a Frenkel. Algo así
como que era un terrible ganador con las mujeres, de manera textual “que se
había cogido a miles, las putas más lindas de Denver”.
—No
creo que con esa cara de estúpido te hayas cogido ni a media—fue la dura
respuesta de David.
No
anduvieron con vueltas. Se levantaron los dos al mismo tiempo y enseguida
pasaron a los empujones y a las trompadas, golpes que nunca dieron en el
blanco, solo agitaban el aire pesado de una noche cargada ya de nubarrones
negros.
Hasta
ahí, la escena no distaba mucho de cualquier pelea entre borrachos en la que
los amagues y las amenazas superan largamente a los hechos. Sin embargo, bastó
que Seguso, de pura casualidad, acertara un puñetazo de lleno en la nariz de
Frenkel, para que las cosas se desmadraran. Cuando vio la sangre chorrear de su
tabique nasal, David corrió en busca de la botella de whisky ya casi vacía. La rompió
contra el cordón. Seguso, no se quedó
atrás, extrajo una cuchilla de cocina de sus lamentables ropas. Se empezaron a medir al tiempo que se
proferían insultos. La embestida parecía inminente, sin embargo el testigo
afirmó que pasaron largos minutos sin novedad, como si se hubieran quedado
congelados. Muchas veces me pregunté que habrá pasado por sus cabezas en esos
instantes de vacilación. ¿Se habrán visto cerca del final y el miedo los paralizó?
¿O fue que por sus gastados rostros se
coló alguna huella del lejano encuentro mantenido dos décadas atrás? Tal vez, detrás
de los ojos vidriosos y enrojecidos, de las arrugas prematuras, de las largas y
grasosas barbas, alcanzaron a entrever como eran antes del derrumbe: la imagen victoriosa
del tenista y la del niño rubio alcanza pelotas, el chico de la buena suerte.
El
testigo Linston declaró que se había convencido que la cosa finalmente no iba a
pasar a mayores, cuando Frenkel embistió con la furia de un toro. Fue demasiado
rápído para un Seguso que todavía seguía perdido en la confusión de la sugestiva
y larga mirada. El palero largó un
desgarrador alarido y enseguida sintió cómo el frio del vidrio le revolvía el
estómago. La sangre empezó a salir con abundancia. Frenkel, decidido a terminar
con el pleito, pretendió sacar la botella de las vísceras de Seguso para continuar
con la carnicería, pero estaba tan enterrada que el intento fue vano. Entonces Mark,
con las últimas fuerzas que le quedaban, le incrustó la cuchilla en la huesuda espalda.
Ahora el que gritó fue David.
Según
el informe del forense la puñalada le perforó el pulmón izquierdo. Empezaron a
desplomarse en cámara lenta. Frenkel quedó arriba de Seguso y ya no se
escucharon más gritos, ni lamentos, ni nada, solo el mortal silencio.
Murieron abrazados. Para ese entonces empezaban
a caer las primeras gotas sobre la ciudad. La foto de la escena final consta en
la foja cincuenta y cuatro. No he podido evitar la asociación con el otro
abrazo en la cancha, el día de la final. Aunque digan que perdí la razón, en este
último abrazo, el fatal, también descubrí cierta ternura, eran como dos
hermanos que se cuidan uno al otro, dos almas que emprendían juntos el viaje hacia
la muerte.
Hasta
aquí los hechos tal cual sucedieron. Sin embargo, nunca creí que el reencuentro
de los hombres hubiera sido obra del azar.
La
sospecha la pude confirmar el mes pasado cuando logré ubicar a Peter Carracedo, hoy, un próspero comerciante de artículos de
tenis, dos décadas atrás, compañerito de Frenkel en el equipo de ball boys en ese
último partido.
Se
quedó helado cuando le conté la triste historia. Le pregunté si sabía que se dijeron
al oído después que al Palero le entregaron la copa.
El
hombre suspiró y enseguida cerró los ojos. Luego dijo que sí, que se lo había
contado esa misma tarde. Seguso le agradeció por la buena suerte que le había
dado a lo largo de torneo y Frenkel le confesó que era su héroe y que algún día
quería ser igualito a él. El campeón le respondió:
—Lo
serás, David. Estoy seguro que algún día lo serás.
Y Seguso no se equivocó con el pronóstico. Veinte
años después, en esa oscura esquina de la ciudad de Denver, debajo de una copiosa
lluvia, la calle, el alcohol y por último, la muerte, los volverían perversamente
iguales, como dos gotas de agua.
Claudio Miranda
Enero 2014
Enero 2014
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