viernes, 7 de marzo de 2014

DOS GOTAS DE AGUA (del libro Historias Negras del Deporte Blanco)


Muy poco para decir de este cuento. Bastante ya con el trabajo que me dio escribirlo y corregirlo.
Sólo mencionar que forma parte del libro de relatos "Historias Negras del Deporte Blanco" (inédito, los más probable que esa condición sea perpetua) y que fue concebido medio año antes de ser finalmente escrito.
Que su origen tiene que ver con la oscura fascinación que siempre sentí hacia los vagabundos, linyeras, pordioseros, homeless, en fin, su nombre varía de acuerdo a la región y los países.
Desde muy chico me paraba a mirarlos con la curiosidad de un gato. Mi madre me tomaba de una mano y me apartaba de manera violenta, al tiempo que me retaba: "Vamos hijo, no mirés así a al hombre". Y a mi costaba entender que llamara hombre a  "eso". Y luego, me pasaba horas  pensando como había sido la vida del pobre infeliz antes de perder su condición humana. .
"Dos gotas de agua" es apenas la historia de dos de ellos, dos homeless que tuvieron relación con el mundo del tenis, contada antes y después de que el agua llegara y los tapara hasta el cuello.
DOS GOTAS DE AGUA. 
La de Seguso y Frenkel debe ser una de las historias más asombrosas del mundo del tenis. Mi larga trayectoria como cronista deportivo al menos me indica eso.
Todo comenzó (en realidad, terminó) la madrugada del jueves 18 de mayo del año 2005, cuando dos pordioseros, Mark Seguso y David Frenkel, de 51 y 31 años respectivamente, volvieron a verse las caras en un apartado barrio de la ciudad de Denver.    
Era una noche nublada, con pronóstico de lluvia. El escueto expediente judicial indica  que se toparon en la intersección de las calles Mirror y River, a un puñado de cuadras de las vías del ferrocarril.
No se reconocieron, no tenían por qué, habían transcurrido veinte años de la última vez (no existen indicios que hagan presumir un encuentro anterior) y además ambos estaban lo suficientemente borrachos para no conocer ni siquiera a sus propias madres. Todo eso sin contar la mala vida que les había deformado cruelmente los rostros.    
Todo el mundo tiene una biografía, un pasado, incluso estos dos tristes vagabundos. Dos décadas atrás, Seguso, acababa de cumplir treinta años y era un famoso jugador de tenis, el orgullo de Denver. Frenkel, por el contrario, apenas un niño de once años que esa tarde oficiaba de ball boy en el partido que Mark disputaba contra el finlandés Jano Heimer . Era la final de un torneo de ATP.      
Se trató de una dura contienda en la que ambos rivales dieron lo mejor de sí. Seguso ganaría el partido luego de batallar por más de dos horas. Tres días más tarde de la apretada victoria, en conferencia de prensa, Seguso, apodado “el “Palero de Denver” por sus furibundos golpes, en especial su derecha invertida que era un verdadero misil, anunciaría su retiro definitivo de las canchas. La noticia causó fuerte revuelo entre sus seguidores, es que nada hacía suponer ese final abrupto. Su estado físico era óptimo y además estaba atravesando el mejor momento de su carrera. Agradeció eternamente el apoyo recibido del público, mi publicó, aclaró, y agregó que prefería retirarse así, victorioso, con un triunfo en su propia ciudad. Por ese entonces ni siquiera sospechaba de la otra derrota, esa que la vida le tenía reservada para los próximos años.
En cierta manera, se iba del tenis profesional de la misma forma que había llegado a él. Por años fue casi un desconocido hasta que de manera inesperada irrumpió en las ligas mayores. Ganó al hilo cinco importantes torneos que lo ubicaron en la elite del deporte.  
Su cuarto de hora duró apenas un par de años. A pesar de las razones que esgrimió en la tumultuosa conferencia de prensa, nunca se entendió del todo la decisión de colgar la raqueta. Como dijo un famoso periodista de la época: “Seguso fue apenas una estrella fugaz en el firmamento del tenis”.   
Lo cierto es que en ese último torneo, el Palero entabló una extraña relación con Frenkel,  por entonces un muchachito de pelo rubio enrulado y simpáticas pecas. Entre tantos pibes que hacían de alcanza pelotas, la pregunta resulta inevitable: ¿Cuál fue la verdadera razón que impulsó a Seguso a dispensarle un trato especial a Frenkel?  
Mucho se especuló sobre el asunto. Algunos dijeron que vio en el niño al hijo que nunca podría tener (se rumoreaba que Seguso, casado en segundas nupcias, era infértil); otros aventuraron que le traía el recuerdo de Henry, su hermanito menor fallecido en un accidente automovilístico, quince años atrás. En mi investigación tuve acceso a una foto de Henry y puedo asegurar que el parecido con Frenkel era notable. La muerte temprano del hermano menor marcó un hito en la vida de Seguso. A partir de ese momento su carácter  se vio seriamente afectado. Se convirtió en un chico irascible, violento, por cualquier entredicho se agarraba a las trompadas. Esa conducta errática lo llevo a la expulsión de varios colegios durante la adolescencia. Se decía que el estilo de su juego, agresivo y demoledor, como una aplanadora, era la forma que Mark había encontrado para canalizar la violencia que corría por sus venas.
Pero había una teoría más que explicaba el llamativo vínculo con Frenkel y que hablaba de una simple cuestión de cábala. Se sabe que la mayoría de los tenistas son supersticiosos y Seguso cumplía la regla. Sus rituales antes de los partidos eran famosos. Por solo mencionar algunos: pisaba siempre con el pie derecho al salir a la cancha, jamás usaba en sus partidos remeras que no fueran de color amarillo y antes de sacar, hacía picar invariablemente la pelotita cuatro veces, ni un pique más, ni un pique menos. No resulta descabellado entonces suponer que Seguso haya tomado a David como una especie de amuleto de la buena suerte. Existe un hecho que se produjo en el primer partido en donde Seguso estuvo al borde de la eliminación, que abona la hipótesis. El Palero tenía un match point en contra y su saque; parecía que ya estaba liquidado. No sacó enseguida, se tomó largos segundos, él dijo que fue para ordenar su  cabeza, aunque no son pocos los que aseguraron que fue una estrategia para poner nervioso al rival, enfriar el partido, como suele decirse. Con parsimonia se secó el sudor de la frente con una toalla y caminó dos lentos pasos en dirección a Frenkel, quien le alcanzó la primera pelotita. Enseguida, con una precisión milimétrica, arrojó la otra. El Palero guardó la segunda en el bolsillo del pantalón y se aprestaba a ejecutar el servicio, cuando inesperadamente Frenkel, desde atrás,  le chistó. Seguso giró y vio con asombro como el chico le ofrecía una nueva ball, como diciendo: “oye Mark, mejor sacá con esta que te va a dar suerte”. Seguso entendió el mensaje y aceptó el truque. Instantes después, no sólo levantaría el match point, sino que daría vuelta el partido y lo ganaría con facilidad.   

Desde entonces, Seguso siempre quiso tener a David de ball boy en sus partidos. Se lo comunicó al organizador del torneo con quien lo unía una vieja amistad.  
En la final hubo un error y Frenkel no fue incluido en el equipo de chicos alcanza pelotas. Seguso, ni bien notó la ausencia del muchacho, puso el grito en el cielo. La gente del torneo salió a buscarlo,  pero el chico no aparecía. El inicio del partido se demoró. Al finlandés lo engañaron como a un bebé, le dijeron que uno de los jueces de línea se había descompuesto y estaban buscándole un reemplazo.
Finalmente a Frenkel lo encontraron cerca de la cancha número 10 del club. Estaba enfurecido por la exclusión. Destrozaba con su raqueta un cartel de publicidad. También le pegaba patadas. Su tío, un hombre bastante corpulento, inútilmente intentaba calmarlo. Recién detuvo su locura cuando le informaron que lo esperaban en court central, que todo se había tratado de un malentendido. 
En el incidente encontramos un punto de coincidencia con Seguso: la violencia. Los dos habían caído en ella a temprana edad. En el caso de Frenkel, producto de la compleja relación familiar  marcada por la presencia de un padre déspota y una madre con tendencias suicidas.
Pero volvamos a la tarde grandiosa en la que David se llenaba de ilusiones. Mientras tomaba su lugar en la cancha  y el partido empezaba a rodar, pensó lo mucho que le había costado llegar hasta allí.  Lo habían seleccionado  junto a otros veinte alcanza pelotas, entre más de quinientos candidatos. Se dijo a si mismo que si había logrado eso, también alguna vez podría ser un campeón como Seguso, a quien admiraba ciegamente.  Por él había empezado a jugar al tenis. Era su ídolo indiscutido. Las paredes de su cuarto estaban empapeladas con sus posters.   
Como ya dijimos, el Palero de Denver se alzaría con el título aquel día. Tras recibir la copa de manos de una vieja gloria tenística de la ciudad, Tom Delaney, corrió al encuentro de Frenkel. Se agachó y lo estrechó en un largo y abrazo. Se hablaron al oído. Lo que se dijeron en ese emocionado momento fue algo que siempre me intrigó.      
A esta altura del relato más de uno se debe estar preguntando: ¿Qué sucedió en las vidas de Seguso y Frenkel para que terminaran de la forma que finalmente terminaron?
Empecemos por el “Palero de Denver”. Nunca logró reemplazar la adrenalina de la competencia deportiva por los fríos negocios que se empeñó en realizar con el mismo en invariable resultado: El fracaso. Perdió buena parte de su fortuna en inversiones desatinadas. El mundo empresarial le quedaba grande o simplemente no soportaba ver pasar la vida desde una lujosa y aburrida oficina.  Extrañaba como nadie la acción de los courts. Irremediablemente se fue desvaneciendo sin penas ni glorias en el olvido general. Las nuevas generaciones tenísticas que fueron surgiendo ayudaron a borrarlo de la cabeza de la gente.
Deprimido, se volcó de lleno al consumo de alcohol y drogas. Las peleas y los desmanes en bares y discotecas de mala muerte empezaron a tenerlo como protagonista. El palero ahora repartía puñetazos en lugar de raquetazos.  Fue acumulando cargos: resistencia a la autoridad, atentados contra la propiedad privada, lesiones leves, lesiones graves, tráfico de estupefacientes…hasta que un día lo encerraron detrás las rejas para cumplir una pena de doce años. A partir de ese momento se pierde en la memoria colectiva, nada más se sabe de él,  hasta el reencuentro con Frenkel aquella destemplada noche.
En cuanto al muchachito de cabellos dorados, su suerte no fue mejor. Lo único que hemos podido reconstruir de su vida es que a los 14 años el padre se va de la casa con otra mujer y con él  también se le va el tenis. Sale a la calle a trabajar de cualquier cosa para ayudar a la madre. A partir de ahí se nos pierde, hasta que según obra a fojas 19 del expediente, Frenkel, con diez y ocho años recién cumplidos, es encontrado culpable de un hecho de violación contra una menor y recibe una sentencia de 10 años de prisión. Cumple la condena y vuelve a desaparecer hasta el instante mismo en que se topa con Seguso en aquella solitaria esquina.  
Se cayeron bien de entrada. Ninguno preguntó por el nombre al otro. Los dos se llamaban igual: “Hermano”. Se dice que Frenkel fue el primero en hablar.  
—Hey, hermano, ¿cómo estás ? Te invito a tomar un trago.
El ex ball boy se bamboleaba peligrosamente y hacía lo imposible por no perder la vertical. En su mano derecha llevaba una botella de Whisky a medio tomar. Seguso, que daba la sensación de estar un poco más entero, aceptó de buena gana la invitación. Se sentaron en el cordón de la vereda y empezaron a beber del pico. Rápidamente entraron en confianza y a los pocos minutos las palabras iban y venían tan rápidas como los tragos.
Empezaron a hablar incoherencias. No se escuchaban, sus voces estridentes se superponían, cantaban desafinado viejas canciones, se pegaban palmadas en las espaldas y empezaban de nuevo, hermano esto, hermano lo otro, hasta que de pronto se empezaron a poner pesados.
Ocurre con frecuencia, la camaradería de dos borrachos debe ser una de las cosas más frágiles del mundo. A fojas 44 consta la declaración de un testigo clave, otro vagabundo de apellido Liston, que pasaba por el lugar justo cuando se armó la gresca. Afirmó que Seguso largó una fanfarronada que enardeció a Frenkel. Algo así como que era un terrible ganador con las mujeres, de manera textual “que se había cogido a miles, las putas más lindas de Denver”. 
—No creo que con esa cara de estúpido te hayas cogido ni a media—fue la dura respuesta de David.
No anduvieron con vueltas. Se levantaron los dos al mismo tiempo y enseguida pasaron a los empujones y a las trompadas, golpes que nunca dieron en el blanco, solo agitaban el aire pesado de una noche cargada ya de nubarrones negros.   
Hasta ahí, la escena no distaba mucho de cualquier pelea entre borrachos en la que los amagues y las amenazas superan largamente a los hechos. Sin embargo, bastó que Seguso, de pura casualidad, acertara un puñetazo de lleno en la nariz de Frenkel, para que las cosas se desmadraran. Cuando vio la sangre chorrear de su tabique nasal, David corrió en busca de la botella de whisky ya casi vacía. La rompió contra el cordón.  Seguso, no se quedó atrás, extrajo una cuchilla de cocina de sus lamentables  ropas. Se empezaron a medir al tiempo que se proferían insultos. La embestida parecía inminente, sin embargo el testigo afirmó que pasaron largos minutos sin novedad, como si se hubieran quedado congelados. Muchas veces me pregunté que habrá pasado por sus cabezas en esos instantes de vacilación. ¿Se habrán visto cerca del final y el miedo los paralizó?  ¿O fue que por sus gastados rostros se coló alguna huella del lejano encuentro mantenido dos décadas atrás? Tal vez, detrás de los ojos vidriosos y enrojecidos, de las arrugas prematuras, de las largas y grasosas barbas, alcanzaron a entrever como eran antes del derrumbe: la imagen victoriosa del tenista y la del niño rubio alcanza pelotas, el chico de la buena suerte.
El testigo Linston declaró que se había convencido que la cosa finalmente no iba a pasar a mayores, cuando Frenkel embistió con la furia de un toro. Fue demasiado rápído para un Seguso que todavía seguía perdido en la confusión de la sugestiva y larga  mirada. El palero largó un desgarrador alarido y enseguida sintió cómo el frio del vidrio le revolvía el estómago. La sangre empezó a salir con abundancia. Frenkel, decidido a terminar con el pleito, pretendió sacar la botella de las vísceras de Seguso para continuar con la carnicería, pero estaba tan enterrada que el intento fue vano. Entonces Mark, con las últimas fuerzas que le quedaban, le incrustó la cuchilla en la huesuda espalda. Ahora el que gritó fue David.
Según el informe del forense la puñalada le perforó el pulmón izquierdo. Empezaron a desplomarse en cámara lenta. Frenkel quedó arriba de Seguso y ya no se escucharon más gritos, ni lamentos, ni nada, solo el mortal silencio.

 Murieron abrazados. Para ese entonces empezaban a caer las primeras gotas sobre la ciudad. La foto de la escena final consta en la foja cincuenta y cuatro. No he podido evitar la asociación con el otro abrazo en la cancha, el día de la final. Aunque digan que perdí la razón, en este último abrazo, el fatal, también descubrí cierta ternura, eran como dos hermanos que se cuidan uno al otro, dos almas que emprendían juntos el viaje hacia la muerte. 
Hasta aquí los hechos tal cual sucedieron. Sin embargo, nunca creí que el reencuentro de los hombres hubiera sido obra del azar.  
La sospecha la pude confirmar el mes pasado cuando logré ubicar  a Peter Carracedo,  hoy, un próspero comerciante de artículos de tenis, dos décadas atrás, compañerito de Frenkel en el equipo de ball boys en ese último partido.  
Se quedó helado cuando le conté la triste historia. Le pregunté si sabía que se dijeron al oído después que al Palero le entregaron la copa.   
El hombre suspiró y enseguida cerró los ojos. Luego dijo que sí, que se lo había contado esa misma tarde. Seguso le agradeció por la buena suerte que le había dado a lo largo de torneo y Frenkel le confesó que era su héroe y que algún día quería ser igualito a él. El campeón le respondió:
—Lo serás, David. Estoy seguro que algún día lo serás.
 Y Seguso no se equivocó con el pronóstico. Veinte años después, en esa oscura esquina de la ciudad de Denver, debajo de una copiosa lluvia, la calle, el alcohol y por último, la muerte, los volverían perversamente iguales, como dos gotas de agua.     
Claudio Miranda 
Enero 2014


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