Un jueves, a la salida del psicoanalista dormilón, pensé en quitarme la vida. Entonces las imágenes de las vías del ferrocarril Roca se me dibujaron en el aire. Allí estaban, delante de mis ojos, esperándome. Era el cruce de la calle Cabrera con Godoy Cruz. Se ve que el instinto de conservación me llevó a pensar en otra posibilidad. Un manotazo de ahogado: La iglesia a la que había dejado de concurrir desde los quince. Hablar con un cura, darme el alivio que necesitaba para seguir adelante.
Entré a la parroquia del Sagrado Corazón de Banfield cerca de las 4 de la tarde. Había dos personas adelante mio en el confesionario. Hice la cola. Cuando llegó mi turno el sacerdote, un tipo de mediana edad, pasado en kilos, me cerró la puerta en mi propias narices. Por hoy terminamos, dijo. Es algo urgente, padre, supliqué. Por hoy terminamos, repitió. Vuelva mañana, hermano.
Salí del templo aguantándome las lágrimas. Pero no fui al paso de la calle Cabrera-Godoy Cruz. Ya no había necesidad de seguir derramando sangre. Aquella tarde con un muerto bastaba y sobraba. Adentro mío acababa de matar a Dios. Para siempre.
(De mi biografía, porque todos, escrita o no, tenemos una.)
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Parroquia del Sagrado Corazón de Banfield |
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