Dos años o casi, es mucho y poco tiempo a la vez. Algunos se le va la vida por un un sólo día sin aparecer en los medios.
Lo primero que le pregunto a Barone es si se anima a esbozar su propia semblanza. Lejos de hacerse el desentendido, acepta el desafío sin mayores problemas:
"Ojalá pudiera decir “Soy el que soy”, pero eso le corresponde solo a Dios. Apenas si soy el que todavía no es. Porque
cualquiera que todavía respira se está haciendo. En Wikipedia hay alguna semblanza con errores, omisiones y
mezquindades que no aspiro a corregir. Y que deseo nadie lo haga. Pero sí, diré,
que nací el 5 de octubre de 1937 a las siete de la mañana, en la Boca, a media
cuadra del Riachuelo. Mi nombre autenticado y bautizado es José Orlando Barone,
con el que espero me vaya. La amputación
de José fue un capricho adolescente porque como en mi familia había dos o tres
José adultos a mi me decían “Josecito” y el diminutivo me acomplejaba. Qué
lindo me vendría que en la lápida se leyera: ¡Chau Josesito, José y José
Orlando! La posverdad-como se estila-asegura que soy un ex panelista de 6,7,8 y
que en 2010 la revista Noticias me distinguió como el “ peor” periodista del
año. Que eso no falte de mi retrato. Que tampoco falte que nunca recibí un
premio Konex ni un Martín Fierro. Pero en alguna línea hay que decir que a fin
de los años sesenta obtuve el Premio revista Suburbio, de Avellaneda, con mi
primera tentativa como cuentista. Los otros premios son accesorios.
Entre mis actuales opiniones, nada
originales, están: la creencia y certeza en el suicidio de Nisman, en la
llegada del hombre a la luna y en que Gardel canta cada día mejor. No
protagonicé ningún acto de heroísmo ni de entrega sacrificial. No me da el
cuero. Pero me da para no vivir pendiente de la adicción de figurar".
A Orlando Barone lo conocí en agosto del año 2005. Fue la semana siguiente a las elecciones legislativas en la que el Frente Para la Victoria ganara con amplitud. Por esos días Néstor Kirchner empezaba a convertirse en el mito político que es hoy para una buena parte de la sociedad. Fue un martes o un miércoles, no me acuerdo bien. Lo que si recuerdo perfecto es que era un día soleado, de temperatura agradable, algo así como un adelanto de la primavera por venir.
Unos días antes del encuentro, había dado en internet, de pura casualidad, con la dirección del correo electrónico que supuestamente le pertenecía. Le escribí sin demasiadas esperanzas de recibir una respuesta.
A los 16 años había leído aquel mítico libro del cual él había sido el gestor: "Dialogos". Un milagro literario. ¿Cómo llamar si no a eso de juntar a Borges y Sábato para un libro, con todas las diferencias políticas y literarias que venían arrastrando a lo largo del tiempo.
Aquel libro significó mucho para mi en la adolescencia. Las razones no vienen al caso, pero yo tenía la imperiosa necesidad de hablar con el autor y hacerle algunas preguntas que me habían desvelado y que todavía hoy me siguen dando vueltas en la cabeza.
Me equivoqué. Contra todos mis pronósticos, Barone me respondió con unas afectuosas líneas, un par de días después. Quedamos en encontrarnos a la salida de Radio Continental, a eso de las 12 del mediodía (yo me escapé del laburo). Por entonces Barone tenía una columna en el programa de Víctor Hugo Morales, quien todavía no era el Víctor Hugo que conocemos hoy.
Terminamos tomando un café en el Bar de la esquina. Estuvimos hora y media o más. Desde entonces nació entre nosotros una sólida amistad, fundada en la literatura, la pasión común, y la política: muy rápido nos dimos cuenta que pensábamos igual, que estábamos , convencidos que la política, a pesar del intento diario de bastardearla, seguía siendo la única herramienta posible para transformar la realidad. Que nuestra profunda convicción tenía que ver con un país inclusivo, justo en lo social y soberano en lo económico.
No tuve dudas: estaba en presencia de un francotirador infiltrado en la líneas enemigas: el diario La Nación, Radio Continental, sólo por nombrar algunas trincheras hostiles al pensamiento nacional.
De aquel primer encuentro recuerdo la no urgencia, la placidez de un sol calmo que atravesaba el grueso ventanal del café y que se estrellaba de lleno en nuestros rostros pero que lejos de ser agresivo, parecía regalarnos caricias. Recuerdo también el tiempo, que no era tiempo adentro del boliche aquel, las agujas del reloj que misteriosamente habíamos logrado anestesiar con nuestros comentarios y reflexiones acerca de libros y autores.
Y me acuerdo, por sobre todas las cosas, del anonimato de Barone. Su pluma y su voz eran reconocidas para un respetable grupo de lectores y oyentes, pero su cara, una completa desconocida para el gran público. Nadie aquel mediodía, desde las mesas contiguas del bar, lo observaba, ni más tarde en la calle, cuando caminamos juntos un par de cuadras. Presumo que ocurrió lo mismo unos minutos después con el chofer, cuando luego del apretón de manos nos despedimos y lo vi subirse a un taxi.
Estoy convencido que de aquel, nuestro primer encuentro, él debe recordar casi lo mismo que yo, en especial, el glorioso anonimato que aún conservaba y que años más tarde añoraría.
Le pregunto como se siente desde el retiro que se autoimpuso. Me corrijo enseguida, le digo si en realidad más que un retiro no se trata de un exilio:
-
A
mis casi ochenta años y con salud lógica y biológicamente imperfecta se tiene a
considerar a mi retiro de los medios ( sobre todo de la tele y la radio)como
una suerte de despedida o autoexilio) y sin embargo no debería sorprender.
Porque ¿Qué se espera, que el tiempo me dé más cuotas de crédito o más
longevidad la vida, o que me desespere frente al espejo por abstinencia de
protagonismo público? Si la mayoría de la gente se jubila entre los sesenta y
sesenta y cinco años –salvo en nuestra Corte Suprema donde a algunas/os de sus
miembros se les puede permitir simular estar en actividad hasta en estado de
momificación o embalsamados. En mi caso ir esfumándome serenamente a los
ochenta debería resultar tan previsible como es previsible que, ya y desde cada
vez más cerca, me esté haciendo señas ese fantasma oscuro y desconocido que nos
está reclamando para un nuevo viaje. Seré más claro en mi respuesta: ¿Por qué
retirarse o abstenerse de la exposición pública sería despedirse de la
vida? ¿Qué se piensan, que no leo en
casa, que no escribo, que no frecuento amigos, que no tengo familia, que no voy
al teatro o al cine o a un concierto, que no caliento ideas nuevas, que no
analizo el contexto, que no me inquieta la realidad, que no me aburro y que no
recuerdo y olvido lo que no quiero recordar?
Eso que me dieron la tele y la radio son adhesiones y entusiasmos episódicos y partidarios desproporcionados; y
lo que me quitaron es la anónima libertad de poder observar a mi alrededor sin
que el alrededor me observe y limite mi libertad de observarlo. Un rato más y
ya nadie se va a acordar si yo era de “6,7,8” o de Intratables. O panelista del
programa de Majul. Ahora, al cabo de casi dos años de autorefugio, estoy
empezando a ganarme a favor mío y sin tener que vestirme de periodista público.
Lo disfruto escribiendo a solas y para mi mismo. Me siento como “Pichuco”
cuando le dicen que se fue del barrio y canta:
“ Pero si nunca me fui, si siempre estoy llegando”.
Ahora quiero saber acerca de su infancia, cómo fue, de cómo llegó a la literatura o la literatura a él, de la idea de ser periodista....
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La infancia. El equipo de fútbol del barrio. Barone es el de abajo, en el centro. |
-Mi
infancia está lejos y cerca, y siempre me interpela acerca de cómo la fue
defraudando el realismo de mi adultez. El niño que fui no me aprueba. Uno
pierde y maltrata sueños para sobrevivir. El niño que fui tiene que estar
fundadamente defraudado. Fui tan feliz en La Boca, mi barrio, viví a la vuelta
de la bombonera a un paso del Riachuelo. Aprendí a leer con los curas a los
cuatro años. Entré a la escuela a los cinco. En casa me trataban como a un
genio: mis abuelos murieron antes de que yo fuese adulto y se salvaron de
sentirse decepcionados. Mis padres me vieron envejecer todavía creídos en que
mi cierta notoriedad en el periodismo eran aproximaciones de aquella supuesta
genialidad precoz. A la infancia casi todos, hasta los más desgraciados, le confieren
el lugar de la nostálgica felicidad. En mi caso fui vertiginosamente feliz en
la época de Perón y Evita. Participaba en sus campeonatos infantiles.
Fue-siento- la de la más grande inclusión social y económica. Mi padre era empleado jefe en La ex Compañía
Italo de Electricidad y mi madre en casa no como ama sino como anfitriona.
Hasta una decena de amigos venían invitados a comer las mejores milanesas del
barrio. Vivíamos sin privaciones básicas. Desplazamos la heladera a hielo por
la eléctrica Siam; eramos dos hermanos y una hermana y nos compraban la ropa en
Gath y Chávez a crédito. Pasábamos veinte o treinta días de vacaciones en Mar
del Plata; ibamos semanlmente al cine, a comer cada tanto afuera a alguna
cantina del abasto. Era “adicto” a la calle y al deambular por baldíos. Mucho
fóbal barrial, patín, bicicleta, vagabundeos por la costa del río en Núñez. A
los diez años gané el certamen de composición en las Olimpíadas infantiles del
club Ríver. Y en la escuela mis composiciones sobre distintos temas eran
elegidas como las mejores. Leía mucho y sobre todo cuentos de diversas
colecciones de Mark Twain, Salgari, Horacio Quiroga, Jack London. Me gustaba
recitar versos y poesías y me designaban para eso en los actos patrios. Iba
entendiendo que esa parte escénica me distinguía y los elogios de mis amigos
del barrio lo confirmaban. No sabía qué era ni de qué se trataba la literatura
pero intuía el encantamiento que provocaba. ¿El periodismo? No sé. Lo
ignoraba. Como me gustaría ignorarlo
ahora, aunque ya estoy cautivo. Sé que
soy injusto con el oficio que me dio de comer y me enseñó a no escribir
sobrantes sino lo significante y lo justo. Es cierto que también el periodismo
me instigó a mentir y no siempre me negué a escucharlo. La diferencia con la
literatura es que esta miente para decir alguna verdad. O para buscarla. Hace
ya tiempo escribí esto:
Lo extraordinario de la mentira es que no es mentira. Es cierta.
Le pregunto por sus inicios como escritor:
Debía sentirme muy deprimido cuando con poco más de veinte años escribí una novela o relato largo que titulé solemne y funerariamente: “Egocidio”. Se lo envié a Ernesto Sabato ( de quien había leído El Túnel) quien, probablemente preocupado por mi inminencia trágica, me contestó para que fuese a verlo y me curé: tiré mi relato a la basura sin ningún arrepentimiento y gracias a él empecé a conectarme con otros aspirantes a escritores y con talleres literarios. Ya leía mucho y desordenadamente. Me marcaron y resultaron movilizantes “ El vino del estío” ( Bradbury), “Adan Buenos Aires”, Marechal; “Fervor de Buenos Aires” Borges; “Facundo”, Sarmiento; “Trópico de Capricornio” Henry Miller; “El cuarteto de Alejandría” Durrell; y otros igualmente inolvidables. Ah, “El coloquio de los perros” de Cervantes y Emile Zola y …Marcaba esos libros, me alentaban. Y a la vez me desanimaban porque presentía que siempre los miraría desde más abajo. Ya mismo me siento culpable de omisiones y olvidos. Marck Twain metiéndome en los pantanos del Missisippi, Melvielle haciéndome enfrentar con Moby Dick, Poe sofocándome en un emparedamiento vivo. Y ¡Cómo no acordarme de Enrique Molina y su incomparable “La sombra donde sueña Camila o`Gorman!” obra reveladora anticipatoria del posterior reconocimiento de esa historia de pasiones herejes y represiones sociales. Y basta. Según mi madre, ya anciana, a los cuatro años yo mientras estaba en cama con sarampión escribí en un cuaderno un cuento de un chico escapando de un tigre. Se perdió en alguna mudanza. Nada se pierde, todo se transforma. Estoy seguro que en la transformación en no sé qué, el cuento pierde su nobleza original. ¡Ven? Ya siento el remordimiento de no haberme acordado de las “aguafuertes” de Arlt, del “mordisquito” de Discepolín que escuchaba cada día en la radio. Ah, y de un poeta de época –Héctor Gagliardi- del que me enorgullece memorizar algunos de sus bellos poemas sentimentales. ¿Y Joyce y Shakespeare y Dante, Papini, Moravia, Calvino, Curzio Malaparte, y Balzac, Victor Hugo, Alejandro Dumas; y el diccionario, que se había convertido en un juego de competencia con mi hermano menor desafiándonos a ver quien sabía el significado de más palabras. Había páginas enteras en que no pegábamos una. Pero cómo íbamos a acertar si a esa edad de la pubertad hablaríamos apenas con un vocabulario de mil palabras. Y a lo mejor exagero. Sí exagero en todo. Porque sublimo tanto a aquel niño que ya no soy que esto que soy me desilusiona.
-¿Y los primeros premios literarios que ganaste? ¿Alguna vez te la creíste?
-Nunca,
nunca de los jamases me creí los premios literarios. No me creo nada. Tampoco
creo cuando se los entregan a otros.
Sospecho del elogio y hasta de los mejores besos. Soy tan desconfiado
que actúo como un catador de besos. Los
que menos me gustan son los de fin de año: ese besuqueo obligatorio,
indiscriminado e impersonal rodeado de guirnaldas y fuegos artificiales. Y no
pocas veces de parientes casuales y de circunstaciales conocidos cuyo nombre ni
caras ya recuerdo.
Le hago notar que casi no quedan los escritores que sólo hablaban a través de su obra. En
la actualidad, cada vez hay más tipos que se desesperan por estar en los
medios todo el tiempo, pareciera que su oficio es hablar y no escribir...
-El
escritor va siendo consumido por el mercado y según su comportamiento público
aumenta su capital accionario. Más notoriedad o popularidad acrecientan, más deben
llamar la atención del público. El marketing los empuja a la búsqueda del
título seductor no importa si representa el contenido. Y el exponerse fuera del
libro los condena a ser reales y terrestres. A la larga, si son bendecidos por
la suerte del best seller, cada vez que hablan aterrizan a la obra y ellos se
vuelven
explicadores de sí mismos, como yo ahora.
Le recuerdo que en su libro de Cuentos "Sólo Ficciones" (2010 - Editorial Sudamericana) escribió un prólogo que es un encendido alegato en favor del cuento. ¿Por que el cuento necesitará ser defendido y no la novela?
¡Qué
bueno ese texto mío sobre el cuento! Arbitrario sí; a lo mejor injusto. Pero
qué bueno, me digo con desequilibrada pero merecida jactancia. Hay toda una
saga de definiciones del cuento. Para mi el cuento es un cuento contado para
contarse
como se cuenta un cuento. A los bifes, sin perder el tiempo y sin moralejas. Cuando
un padre le cuenta un cuentito al nene para que se duerma trata de contarlo
rápido para no dormirse él antes que el nene. Y tiene que ser claro, no dejarle
dudas para que no se le ocurra preguntar y alargar el insomnio. ¿ Y la novela?
Es una novela. Con todo lo que novela la novela y con todo lo que a veces le
sobra de extensión, gratuidad y artificio. Pero cuando la novela es más que una
novela es “La montaña mágica”, “El jugador”, “Rojo y negro” o “Pedro Páramo” y
“El juguete rabioso”. No, claro que no, la novela que es novelita brota fácil
como la soja en la pampa húmeda. Dá réditos rápidamente pero deja un tendal de
lectores inundados, dañados por agrotóxicos y
el suelo de la literatura superficialmente roído. Digamos que el cuento
es una íntima salita de estar, no un living y recepción con balcón terraza, y
es una isla y no un archipiélago.
-A veces-arriesgo-. en los escritores existe una sobre valoración del lector, hablan de él como si lo conocieran. Escuchamos todo el tiempo frases como el lector cómplice, el pasivo, el activo...
-Que
los escritores se dejen de hablar y se dediquen a escribir. Tanta masturbación con
el supuesto, posible, probable o improbable lector, sujeto activo, pasivo
crítico, cómplice, lo que sea que sea es un obscena consideración lombrosiana.
Es la que se usa: el autor escribe para un determinado y planeado lector. ¿Y
por qué está mal darle al cliente el plato que se sabe le va a gustar? Los
algoritmos ya delatan hasta la forma en que ese supuesto y anunciado lector
lee: a la noche, en la cama, tirado en el diván, sentado en el escritorio,
durante los viajes en subte o en tren, mientras come en el restó a la vuelta
del trabajo…si lee veinte o cincuenta páginas de un tirón, si lo que más le atrae son los libros que les
atraen a los otros, y los que más le interesan son los están en la tendencia
cultural o en los comentarios de la prensa o lee algún famoso. Escribir pendientes
de ese objetivo estrecha la libertad del autor y la limita a ese objetivo. Lo
paradojal es que escribir es un soliloquio reservado al que soliloquia hasta
tanto se publique en libro lo que escribe. Pero esto que digo es una antigüedad
de cuando la antigüedad no era líquida como la modernidad y de cuando un escritor
imaginaba una historia sin calcular a quién le podría interesar. Pero es lo que
hay. Y lo que hay son los medios que tienen sus fines. La fama es puro cuento o
es gloria pero excepcionalmente. Me pregunto: ¿ Quién se acuerda hoy tantos de
escritores que estaban hace tiempo en la cima del éxito y la demanda? No doy
nombres. Que cada uno haga el balance de sus propios olvidos. Personalmente,
porque los conocí de cerca me acuerdo de Abelardo Arias, Petit de Murat, Maria
Esther de Miguel, Manauta, Cesar Tiempo… Sí es el tiempo. Que pasa y borra.
Retomo mi obsesión. Le vuelvo a sacar el tema; aquella reunión cumbre entre Sabato y Borges que quedó plasmada en su libro "Diálogos"...
Me contradije y sigo contradiciéndome cada vez que menciono ese encuentro y ese libro. ¿Será que la
frecuencia de la contradicción es la mejor coherencia? No se. Tampoco se opinar
sobre esos diálogos nada mejor que lo que opina quien los lee. Ahí están. ¿Y si
no son diálogos sino dos monólogos de sendas voces empeñadas en ser unidas por
un intruso llamado Orlando Barone?
Ni se les ocurra ir a preguntarle a María Kodama. Es raro
que no le guste. Si ella no figura en el libro. Ah, no figura. Ahora entiendo.
No soy capaz de ser justo con mis hijos ni mis perros, tampoco conmigo; menos
podría ser justo con Sabato y Borges. No hablo ya de algún equilibrado y
sensato sentido crítico de los que, respecto de otros carezco, sino de ser
justo en el recuerdo.
A esta altura ya está siendo escrita hace rato la
historia de ambos y la balanza los diferencia. Uno de los platillos pesa con
más luz que el otro. O con luz más
intensa. En la balanza, un platillo pesa
con literatura y poesía exclusivamente; mientras que el otro pesa menos
literariamente que en el compromiso
social y político. Con sus inestables opiniones aquel platillo trasciende más
peso que este. Así lo afirma el fallo
que la humanidad produce sobre Borges y Sabato. Fallo influido y fundado con
las intromisiones de la genialidad o la menos genialidad, pero también con las
del mercado, la política, el partidismo, los caprichos y la crítica y las
sinrazones humanas argentinas o universales.
No soy yo quien pueda decir si ese fallo es o no
justo. Pero es el históricamente visible hasta ahora.
Sé que el único derecho que tengo a opinar, desde mi
lugar de privilegiado testigo durante los encuentros para el libro “Diálogos
Borges-Sabato- es el del transitorio silencio.
Si después, en el más allá, los tres volvemos a vernos
será el momento de poder decir y expulsar lo que siento como una cascarilla de
pan en la garganta.
Ignoro si en sus propias gargantas ellos reniegan y se
fastidian de alguna cascarilla o de un trozo de corteza más agresiva e incómoda
que la mía.
Pero voy a ser justo. Porque allá, en ese “no tiempo”
divino o infernal, ninguno de los dos me va a correr con requerimientos de más
admiración hacia uno u otro. O alentándome a objeciones que pudiera endilgarles
con más malicia a aquél que a éste. Esperaré ese reencuentro.
Pero soy impaciente, y a lo mejor se me escapa una
catarsis inocua.
Durante aquel diálogo compartido, los tres nos
comportamos franca y éticamente. De entrecasa, digamos, con simpatía a simple
vista espontánea. Con la última frase, al cerrarse la última página del
borrador original de aquel libro, sé que entre ambos comenzaron los recelos y
las malicias. No me convence la leyenda de que el entorno de cada uno de ellos
–sean de amores y amadas o de conspiradores próximos a sus oídos- los fue
regando de instigaciones. Porque Borges y Sabato eran personas maduras ya
entonces. Y polemistas excepcionales y hasta feroces. No parecían vulnerables a suspicacias ni
presiones.
Creí y sigo creyendo que durante los meses del diálogo
se esforzaron en sentirse cercanos a pesar de ser tan distantes. Tan
químicamente insolubles. No fui ajeno a
ese clima cálido y amable. Tuve que despojarme de mi pueril narcisismo para lograr en el libro ser
nadie. Si me lo proponía ellos me habrían permitido ser un poco alguien. Y
hubiera sido inmerecido. Mi conclusión es que entre esos dos grandes ser nadie
es lo más justo.
Durante muchos años, solitario sobreviviente de aquel
encuentro, reprimí con esfuerzo los deseos de aclararnos ciertas confusas
confusiones. Sean con reproches o con alabanzas. Pero con bastante protocolo y alguna
hipocresía contuve mi deseo de decirles –de decirnos cara a cara- lo que entonces hubiéramos podido
decirnos. Espero que allá, donde nos
reencontremos, no haya rangos y fronteras humanas ni limitantes. Será justo que
ellos me digan lo que no me dijeron ni se dijeron. Que se olviden, conmigo – y
entre ellos- de la cortesía y de la prudencia callada. Y una vez que me digan
en la cara lo que mi cara les inspira, me tocará a mí darme el gusto. Me
quitaré la cascarilla atravesada y me animaré a putearlos. Dócil y
agradecidamente.
Una puteada literaria: borgesiana y sabatoniana.
Esa será mi modesta jactancia.
Los medios de comunicación... ¿Estaremos condenados a que nos sigan mintiendo y lavando la cabeza por siempre? ¿O existirá un antídoto para esa tragedia?
Algo
huele mal en Dinamarca-mal citando a Shakespeare- si los medios siguen
considerándose el tribunal supremo de las democracias. Por ahí leí un sarcasmo
argentino que muestra las imágenes de un
televisor y una heladera y nos
pregunta: “¿ Cuál de estos eléctromésticos
elige, la teve que nos dice desde el
living, nos llena la cabeza con que todo
está fenómeno, o la heladera de la
cocina
que está cada día más vacía?”.
Seré cínico: somos capaces de hacer dieta de
comida pero ninguna dieta
de tele. A esta otra pregunta: ¿ tenemos anticuerpos
para defendernos del poder
de los medios? La mayoría debe pensar que sí,
porque nadie se presume estúpido
o no inteligente. Por las consecuencias que se
advierten en nuestro
comportamiento social, político, ético etc, esa mayoría- y me
incluyo- tiene
sobre si misma una opinión infundada.
No puedo dejar de preguntarle acerca de la situación política actual en Argentina.
¿
Cómo veo la situación política actual? ¿Y a quién le podría importar cómo la
veo si solamente tengo dos ojos? Está esa palabreja últimamente de moda: “
complicada”. Sirve para todo: desde considerar una complicada situación de la
pareja hasta para calificar la complicada situación del planeta y el universo. Metido
como uno está en esa realidad cuanto uno siente y piensa está atosigado de esa
realidad. Si uno opina desde la torre no ve lo que está abajo y si opina desde
abajo no ve lo que se divisa desde la torre. Y yo estoy, como tantos, sentado
ante el televisor y la computadora buceando en las redes un hipotético tesoro
de la verdad que nadie encuentra. Cuando Norberto Bobbio dice que es mejor ser
“ Un pesimista inteligente que un optimista ignorante” sabe que él, y sobradamente, se podía dar el
lujo de ser pesimista. No es mi caso:soy ignorante. Así que tengo esperanzas
en mi optimismo.
Claudio Miranda