No quedó nada. Ni el viejo bar de la calle Chile, ni la confitería Richmond de la peatonal Florida, ni el mítico cine Lara de la Avenida de Mayo, a donde íbamos a ver de manera incansable la película "La canción es la misma" de Led Zeppelin; hasta nosotros nos perdimos para siempre.
No quedó nada pero a pesar de eso, esta historia permanecerá imborrable en mi cabeza.
IMBORRABLE
Con la vuelta de la democracia nos empezamos a reunir los días viernes.
Corría la época a la que todos llamaban orgullosamente “primavera alfonsinista”
o “destape argentino”. Yo era bastante escéptico sobre el punto, más de una vez
se me daba por pensar que aquellos días tenían poco de primavera y en especial,
de destape, en el fondo creía ver la misma hipocresía de toda la vida a la que
le habían pegado una lavada de cara a los apurones.
El punto obligado de encuentro—la base de operaciones, como decía
Paco—era un viejo bar ubicado en la esquina de calle Chile, casi esquina 9 de
Julio, que tiraron abajo a mediados de los noventa.
A las 9 de la noche a más tardar y con algunas botellas de cerveza
encima, salíamos a caminar por la ciudad. Íbamos siempre en dos grupos,
separados a no más de un metro entre uno y otro, ocupando todo el ancho de las
veredas. Hubo un tiempo en que me ilusioné, pensaba que el infaltable
vagabundeo semanal era la forma que habíamos
encontrado de desafiar al paso del tiempo, de asegurarnos que siempre
íbamos a estar juntos.
Envueltos en conversaciones entrecortadas, en sonrisas cómplices, en
silbidos distraídos, parecíamos flotar en la calles. Cada tanto, a más de uno
se le daba por tararear alguna canción de rock. Recuerdo particularmente la
forma en que lo hacía Luciano (se había ensañado con una hermosa melodía de
Joni Mitchell), con una voz chillona que enronquecía enseguida y que a mí me
daba vergüenza ajena. A veces me parece que ese ridículo tarareo es la síntesis
de lo que me ha quedado de esa época.
Había días que éramos siete y hasta ocho amigos. Por ejemplo, los
primeros viernes del mes la asistencia era perfecta. De algún modo, todos nos
las arreglábamos para tener unos los pesos necesarios para solventar esas
religiosos reuniones. El que no trabajaba contaba al menos con un padre o una
madre que generosamente pasaba una mensualidad, como eran los casos de Patricio
y Chiqui, por ese entonces estudiantes en la universidad de Buenos Aires.
Lo cierto es que los ocasionales transeúntes nos veían venir y enseguida
se apartaban a un costado de la vereda para dejarnos pasar. Después, a nuestras
espaldas, se daban vuelta y nos miraban con curiosidad.
Éramos un grupo bastante raro. Por esos años me preguntaba qué era lo
que más llamaba la atención: los pelos largos y rojizos de Marcia, la pelada
lustrosa de Chiqui, la forma de caminar de Paco (tenía una pierna más corta),
los tatuajes provocativos de Patricio, o mi traje gris impecable, haciendo
juego con mi camisa y corbata.
A no engañarse. Individualmente pasábamos inadvertidos, no se daban
vuelta ni los perros, pero juntos éramos
otra cosa. Con el correr de los años me di cuenta de algo: lo que llamaba la
atención de la gente era descubrir a un grupo heterogéneo, demasiado desparejo
como para andar caminando juntos por la vida con tanta naturalidad. Sin
embargo, en el fondo, sabía que no éramos muy diferentes. Acaso nos unía el
deseo oculto de que algo extraordinario sucediera alguna vez en nuestras vidas.
Ya en plena caminata nocturna, el Chiqui solía largar la pregunta de
todos los viernes: “¿A ver hoy que nos trae nuevo la city?” Y la “city” casi
nunca nos sorprendía con nada. La
mayoría de las veces terminábamos sentados en una plaza fumando con desgano, o
en la función de trasnoche del cine Lara de Avenida Mayo mirando por enésima
vez el film “La canción es la misma” de Led Zeppelin”.
Más tarde, bien entrada la madrugada, atraídos por las botellas de
vodka, la marihuana, las ganas de dormir, o las tres cosas juntas, terminábamos
la noche en el cuatro ambientes de Luciano.
Era un departamento muy cómodo, caro, regalo de su papá empresario. No
hay nada mejor que tener como padre a un cerdo capitalista, decía Paco cada vez
que entraba en la cocina y miraba con asombro la moderna mesada, las banquetas
de pana y la heladera último modelo con freezer. Lo curioso o no tanto, era que
el que más festejaba la ocurrencia de Paco era justamente Luciano, el hijo del
cerdo capitalista.
Por esos meses Luciano parecía embarcado en una eterna mudanza. Había
cajas vacías, valijas y libros tirados por todos lados. Decía que quería darle
al departamento un toque especial pero nada parecía conformarlo. Los muebles
iban y venían todo el tiempo de la casa de los padres al departamento y al
revés. Así, el famoso toque final nunca llegaba. A veces compraba una
biblioteca o una mesita de luz y al poco tiempo las terminaba regalando porque
decía que no iban con el estilo del resto del mobiliario.
Después de comer nos tirábamos a dormir en donde se podía. Camas,
sillones, colchones desparramados en el piso, lo mismo daba a esa altura de la
noche.
Fumé mis primeros cigarrillos de marihuana allí. Los demás ya tenían
bastante experiencia en esas prácticas, pero lo nuestro más bien tenía que ver
con el consumo social que con otra cosa. En todo caso pensaba que si alguna vez
terminábamos de perder la cabeza sería por el alcohol y no por la drogas.
Un viernes que estábamos aburridísimos, Marcos empezó a fantasear con
conquistar alguna turista en la calle Florida, una diosa nórdica, como había
hecho el pulga un par de años atrás.
—¿Quién?—preguntó Luciano
—Alejo, el pulga. ¿No te acordás? Se terminó yendo a vivir con la rubia
esa a Copenhague.
Luciano contestó que sí, que se acordaba, y el tema quedó ahí, nadie
dijo más nada, la idea de Marcos parecía no haber prendido, o en todo caso se
veía inalcanzable.
Sin embargo esa noche, cuando salimos del viejo bar de la calle Chile,
nos fuimos a dar una vuelta por Florida. Marcos siempre fue cabeza dura. En
plena caminata insistió con el tema. Le pidió a Marcia que, en el caso de
cruzarse con la famosa diosa nórdica, le diera una mano con el idioma,
aprovechando que ella había vivido unos cuantos años en Paris como exiliada
política y que hablaba perfecto el inglés y el francés. Marcia aceptó con
gusto, argumentó que con tal de verlo hacer el ridículo se prestaba a cualquier
cosa. Pero esa noche, por el frío, o por la hora, casi no nos cruzamos con
turistas, mucho menos con las fantásticas mujeres que había soñado Marcos.
Fue al viernes siguiente que Paco se apareció en el bar con el extranjero.
Me acuerdo que nos miró a todos con picardía y después le preguntó a Marcos:
— ¿Che, en lugar de una dinamarquesa, no te da lo mismo un grandote
canadiense?
Todos reímos a carcajadas, incluso el gringo. Se llamaba Eric Swaster o
Swester, ya no recuerdo bien, pero todos lo empezamos a llamar Neil, por Neil
Young. El tipo, como buen canadiense, era fanático del célebre músico. Vivía a
unos pocos kilómetros de Toronto. Para lo que era mi imaginario, Neil no era el
típico canadiense. Por empezar, no era muy alto, tenía el pelo oscuro enrulado,
la cara redonda, y barba de dos o tres días. Eso sí, era bastante corpulento,
tanto o más que Marcos. También me llamaba la atención su español fluido,
producto de una larga estadía en Perú unos años atrás.
El gringo decía que tenía la edad de Chiqui, veintisiete años, pero yo
le daba por lo menos cinco o seis más. Paco lo había conocido el día anterior,
en una marcha convocada por organizaciones de derechos humanos.
Después de terminar la primera cerveza, Neil nos confesó que había
llegado al país atraído por la increíble historia de las “Madres de Plaza de
Mayo”, de quienes admiraba su coraje y su lucha. Marcia, que todavía conservaba
buenos contactos políticos, le prometió llevarlo un día a conocer la sede de la
agrupación. Me acuerdo que Neil se puso muy contento y agradeció nuestra
hospitalidad. A lo largo de toda la conversación brindamos varias veces,
levantábamos las copas bien altas y
después gritábamos: “por Argentina y por Canada”, “por las madres de Plaza de
Mayo#, “por Neil Young y el rock”.
Cerca de las diez de la noche le preguntamos a Neil si quería venir con
nosotros a caminar y enseguida contestó que sí, que iba a aprovechar para
conocer la ciudad.
A lo largo de la recorrida el canadiense no paraba de sacar fotos,
admirado por la arquitectura de los edificios y por la belleza de las avenidas
y las plazas. Según él, en cada rincón, descubría un toque europeo. Cuando
pasamos por la calle Maipú al 900 y le mostramos el edificio de departamentos
donde vivía Jorge Luis Borges, Neil se mostró desconfiado. Al advertir que
hablábamos en serio, miró el cielo y realizó un movimiento raro con la mano,
algo parecido a una reverencia. Enseguida confesó emocionado que el mejor
cuento que había leído en su vida se llamaba “El milagro Secreto”, del maestro
Borges. Después quiso que todos nos sacáramos una foto en la puerta del
edificio, pero como en ese momento no pasaba nadie yo tuve que hacer de
fotógrafo.
Continuamos nuestra caminata bordeando la Plaza San Martín hasta
desembocar en Florida. Bajamos distraídos por la peatonal, mirando vidrieras y
hablando entre nosotros. Estuvimos a punto de entrar a la galería del Este pero
algo, no sé qué, nos hizo seguir de largo. Más tarde nos metimos en la Richmond
a tomar café. El canadiense estaba como eufórico, tal vez mucho más que eso:
feliz. Fue entonces que Marcia me preguntó al oído, muy bajito:
—¿Con qué se habrá dado este loco?
Llegamos al departamento de Luciano antes de las tres. Yo estaba que me
caía del sueño pero el whisky y el café que sirvió Patricio me despabiló
bastante.
Teníamos hambre y comimos empanadas de pollo y carne que encontramos en
la heladera. Después, Paco, ayudado por Marcos, armó los cigarrillos de
marihuana. Cuando terminamos de fumar el canadiense agarró la guitarra de
Luciano y se puso a cantar. Fue una sorpresa comprobar que su voz chillona se
convertía en algo dulce y afinado a la hora de hacer música. Haciendo honor al
apodo que le habíamos puesto interpretó con mucho sentimiento “Powderfinger” de
Neil Young.
Cuando terminó lo aplaudimos muy fuerte y brindamos con cerveza.
Rápidamente se hicieron tres grupos, uno en el living, con Paco y Marcos, otro
cerca del balcón formado por Patricio, Chiqui y Luciano, y nosotros—Marcia,
Neil y yo—en la cocina. Fue en ese momento que aprovechamos para preguntarle
cosas de su país y de su vida. Debe haber sido por el cansancio que nos contó
muy poco. Apenas que trabajaba seis meses en un pequeño emprendimiento que
tenía en Toronto, y que la otra mitad del año la dedicaba a viajar por el
mundo. Marcia quiso saber cuándo se iba y él contesto que no lo sabía muy bien,
pero que probablemente antes de la llegada de la primavera. Cuando le
preguntamos qué era lo que más le agradaba de la Argentina contestó sin dudar:
—Todo, me gusta todo.
En un momento dado hice un paneo a mi alrededor y di con botellas vacías.
En pocos minutos habíamos acabado con toda cerveza del departamento.
Después, ya no sabría decir muy bien cómo siguió la reunión porque sin
saludar a nadie me tiré en un colchón, cerca de la estufa. Antes de dormirme
escuché que al canadiense le decían que podía acostarse en el cuarto de
Luciano, en la cama más grande.
Cuando me despertaron a los gritos y me dijeron que Neil estaba muerto,
yo creí que se trataba de una broma de mal gusto. Esa sensación me duró hasta
que entré al cuarto de Luciano y lo vi tendido en la cama boca arriba, con los
labios apretados, el rostro pálido y los
ojos entreabiertos.
Aprovechando mi breve paso por la facultad de medicina me pidieron que
lo revisara para saber si era verdad que el tipo había pasado a mejor vida. No
hacía falta ser médico ni mucho menos para confirmar la sospecha, el gringo
estaba frío y blanco como la nieve. Miré el reloj y eran las doce del mediodía.
Me aparté y caminé en silencio hacia la ventana. Observé el cielo celeste, la
calle, la gente. Afuera parecía ser un sábado más, tal vez un poco más fresco
que los anteriores. No terminaba en caer. El resto también permaneció en
silencio, rodeando al muerto, en un círculo perfecto. Estuvimos así hasta que
alguien por fin exclamó: “ ¡Dios mío, pobre tipo! ¿Qué le habrá pasado?”
—Para mí que se daba con drogas pesadas—arriesgó Chiqui.
—Sí—dijo Marcos—, ya vendría entonado de antes y lo que tomó y fumó acá
fue la gota que rebalsó el vaso.
—No sé, no creo. Tengo el presentimiento que fue el corazón—dijo Paco.
—O un ataque cerebral—dijo Patricio.
—Como puede ser—se lamentó Marcia—, si hasta ayer estaba lo más bien.
—Sí, hasta ayer—respondió molesto Luciano—, hoy palmó.
No podría recordar con precisión todas las especulaciones que ensayamos para
explicar la misteriosa muerte de Neil. Sí que en un momento dado alguien
pregunto qué íbamos a hacer. Entonces empezó una larga discusión. Las opiniones
se dividieron rápidamente. Estaban los que querían dar a aviso a la policía y
los que se negaban rotundamente. De a poco se fue imponiendo la segunda
postura. Según Paco iba a ser lo mejor, el hecho podía ser calificado como
muerte dudosa y todos terminaríamos imputados como sospechosos.
Luciano coincidió. Además aventuró que en caso de zafar, lo mínimo que
nos iban a tirar por la cabeza era un proceso por tenencia y consumo de drogas.
Marcos agregó que si el episodio tomaba estado público entonces iba
intervenir la embajada canadiense y que todo el caso iba a ser un gran
escándalo internacional.
Fue ahí que me metí yo, dije que si me comía una causa judicial en la
oficina me iban a terminar despidiendo.
Por si todavía quedaban dudas, Marcia nos terminó de convencer a todos.
Con lágrimas en los ojos afirmó que los represores seguían manejando las
fuerzas de seguridad en las sombras, que si descubrían su carácter de exiliada
política iban hacer con ella lo que no pudieron hacer en su momento.
De repente, Patricio preguntó:
—Ok, no llamamos a la cana, ¿pero qué hacemos?
Luciano no dudó, contestó de manera terminante:
—Hacemos desaparecer el cuerpo. Lo tiramos en algún lugar, bien lejos,
para que nadie lo pueda encontrar.
—Esos eran los métodos de la dictadura—respondió Marcia indignada.
—No hables boludeces, nena. Nosotros al tipo este ni lo secuestramos, ni
lo torturamos, ni lo asesinamos. Ni siquiera sabemos quién carajo era. Mirá que
el mundo es grande, eh. ¡Qué culpa tengo yo que este gringo hijo de remil putas
haya elegido mi departamento, mi cama para venir a morirse!
Luciano estaba furioso. El ambiente se puso tan tenso que por un par de
minutos nadie se animó a decir nada.
—Bueno, está bien—dijo Marcos—, conoces algún lugar para enterrarlo.
—¿Enterrarlo?—preguntó Luciano—. No, mejor no, va a llevar un tiempo
hacer eso. Conozco un lugar en donde no pasa un alma y está lleno de alimañas.
Los bichos esos se lo van a tragar mucho antes que los gusanos.
—¿Alimañas? Pero hay que enterrarlo—reprochó Marcos—. Al menos eso. No
ves que el tipo era cristiano.
—¿Y vos como sabés eso?
—Por la cruz que le cuelga del pecho.
Fue entonces que intervino Paco:
—Lo que vamos a hacer es una salvajada.
—¿Salvajada? ¡Justo vos venís a hablar! —gritó Luciano—. Si no lo
hubieras traído no estaríamos metidos en este quilombo. Mejor calláte la boca.
Paco estuvo a punto de írsele al humo, pero logramos contenerlo entre
todos. Cuando se calmaron los ánimos, Marcia le preguntó a Luciano dónde
quedaba ese lugar.
—Cerca de la ruta 11, camino a la costa.
—¿Y por qué tan lejos—preguntó Marcos?
—Si conoces un lugar mejor para tirar un muerto decímelo.
Como Marcos no respondió, Luciano
siguió con la explicación: había que ir hasta el kilómetro 180 y doblar en un
camino perdido, de tierra. Después, apagar las luces del auto y recorrer en la
oscuridad unos 10 kilómetros aproximadamente, dejar el cuerpo entre los
pastizales y regresar lo más rápido
posible. Me acuerdo que tuve ganas de preguntarle como era que conocía un lugar
así, pero no me animé.
Patricio, que hacía varios minutos que no abría la boca, dijo que lo
mejor era que todos nos mantuviéramos unidos para que las cosas salieran bien.
Cuando el plan nos terminó de cerrar a todos, empezamos a discutir la
mejor forma de sacar el cadáver del departamento. Otra vez las especulaciones. Alguien,
no me acuerdo quién, habló de descuartizarlo. Otro de meterlo en una valija o
en un bolsa de consorcio. Todas incoherencias, teniendo en cuenta lo grandote
que era Neil. Yo dije que mientras discutíamos pavadas, pasaba el tiempo y el
rigor mortis del cuerpo nos iba a dificultar cualquier solución.
Luciano dijo que contra eso no podíamos hacer nada, que igualmente había
que esperar a la noche para sacarlo, que para ese entonces el cuerpo iba a
estar más duro que una roca. Después, prendió un cigarrillo, le dio dos largas pitadas
y dijo:
—No le demos mas vueltas al asunto. Hasta el ascensor no debe haber más de
tres metros. No parece tan complicado. Vamos a tener que arrastrarlo hasta
allí, rogar que no nos vea nadie, bajar hasta la cochera, rogar otra vez pasar
inadvertidos, y meterlo adentro de la Trafic.
Dentro de todo era una suerte que esa noche Luciano tuviera a su
disposición la camioneta del padre. Otros días, en cambio, andaba con un auto
importado muy bonito, pero con un baúl en el que no hubiera entrado ni la mitad
del cadáver de Neil.
A la tarde nos dedicamos a eliminar pruebas. Rompimos en mil pedacitos
el pasaporte y las tarjetas de crédito. Después, las tiramos por el inodoro. Lo
mismo hicimos con unas extrañas credenciales y una libretita con anotaciones de
direcciones y números telefónicos. Luego, abrimos la mochila y encontramos los
dólares. Marcia los contó y eran exactamente mil ochocientos. Me acuerdo que
Luciano se los sacó de la mano de mal modo y fue hasta la cocina, prendió las
hornallas y los fue quemando de a tres o cuatro. Yo sé que más de uno pensó en
repartir el dinero, se los pude leer en los ojos. Incluso yo llegué a hacer
mentalmente el cálculo de cuánto nos hubiera tocado por cabeza. Era extraño ver
cómo se encendían los billetes y mucho más sentir el olor que despedían.
Luciano, a medida que avanzaba en la tarea de incineración, nos miraba de
manera desafiante pero nadie se atrevió a decirle nada. Con el tiempo comprendí
que haber tomado la plata nos hubiera convertido en algo todavía más
siniestro.
Después, seguimos revisando las cosas. Tenía dos libros: “La
náusea” de Sartre y “Muerte en Venecia”
de Thomas Mann. Me resultó imposible no asociar lo que le había pasado al
canadiense con el título de ese libro, a pesar de que Buenos Aires y Venecia no
se parecían en nada. Y la náusea también, cada vez que miraba el cadáver me
agarraban arcadas. Los dos terminaron en el fuego y mientras ardían, yo me acordé de cuando los militares hacían
fogatas para quemar libros. Por la cara que puso Marcia, estoy seguro que ella
tuvo la misma impresión.
En un bolsillo perdido de la mochila había un walkman y varios casetes
importados de Jimi Hendrix y Richie Havens. Luciano decía que en la semana iba
a ir a navegar al tigre para tirar todo eso en el río, junto con el reloj, la
máquina fotográfica y la cadenita con la cruz.
Me acuerdo que Patricio a cada rato entraba al cuarto a mirar al muerto
como si dudara de su estado o si esperara el milagro de la resurrección.
A la nochecita nos dedicamos a descansar. Yo no tenía sueño pero tirarse
un par de horas era una manera de pasar el tiempo. No era sencillo encontrar un
lugar porque se disponía de dos camas menos: la del muerto y la camita que estaba
pegada a ella y a la que nadie quería ir.
A eso de las 7 sonó el teléfono. Eran los padres de Chiqui que querían
saber si iba ir a la noche a cenar a la casa. Él contestó que no, que se había
comprometido a pasar por el cumpleaños de un amigo. Lindo cumpleaños, pensé.
Como en la heladera ya no quedaba nada logramos convencer a Luciano de
bajar a comprar pizza. Nos puso dos condiciones: regresar inmediatamente y no
comprar cerveza porque decía que había que estar muy sobrios para no meter la
pata a la hora de sacar al muerto.
Cuando terminamos de comer la pizza encendimos el televisor y nos
pusimos a mirar en el canal 7 el
programa “Función Privada”. Daban un policial francés lento y bastante
aburrido. Por la mitad del film aparecía un tipo de gruesos anteojos
deshaciéndose de un cadáver, lo enterraba en el fondo de una casa abandonada.
Recuerdo que todos nos pusimos muy tensos y Luciano, rápido de reflejos, se levantó y apagó de mal modo el
televisor.
A la una de la madrugada, alentados por el silencio del edificio,
sacamos el cuerpo. Cinco minutos antes, Marcia y Marcos habían bajado a las
cocheras para estacionar la Trafic lo más cerca posible de los ascensores.
Luciano pidió además que el vehículo quedara de culata y con la puerta trasera
abierta.
Cuando entramos al dormitorio fuimos rodeando de a poco al muerto. No
podíamos dejar de mirarlo, parecíamos hipnotizados. La imagen me hizo acordar a
la escena en un velorio. Entre Luciano, Chiqui y yo nos organizamos para
levantarlo. Ya casi teníamos controlada la situación cuando por un mal cálculo
se nos cayó sobre la alfombra roja. Hizo un ruido muy fuerte y entonces yo
pensé en la gente que vivía abajo. Luciano, fuera de sí, me echó la culpa. Dijo
que no tenía fuerzas, que mejor le cediera el lugar a Paco. Al hacerme a un
lado noté que el piso había quedado manchado del líquido grisáceo que largaba
la boca y la nariz del muerto.
Lo arrastraron como pudieron hasta la puerta del departamento y se quedamos
allí, hasta que Patricio, que había ido a llamar el ascensor, dio el visto
bueno. Los muchachos cargaron al canadiense y llegaron hasta el ascensor sin hacer
ruidos. Yo cerré con llave el departamento y bajé con Patricio los tres pisos
por las escaleras. Cuando llegamos a las cocheras ya estaban los cinco
esperándonos adentro de la Trafic. Marcia y yo subimos adelante y el resto fue
atrás aunque por la oscuridad nunca pude distinguir bien de qué lado viajaba el
muerto. Luciano salió a toda velocidad y tomó la Avenida Libertador hacia el
norte. No sé si era por el movimiento que había en las calles o las luces de las
plazas y avenidas, la ciudad parecía prepararse para una gran fiesta.
Ya en plena ruta, Luciano iba rápido. En algún momento del viaje sentí
temor de que nos detuvieran por exceso de velocidad, pero la verdad es que no
se veían policías por ningún lado.
Promediando el viaje pasó algo que me dio tanto o más escalofríos que el
muerto. No sé bien cómo, pero por unos instantes logré abstraerme del ruido del
motor de la Trafic y entonces llegó de lleno a mis oídos el silencio de esa
ruta oscura y solitaria. Sé que es difícil explicarlo con palabras, pero puedo
jurar que no era un silencio cualquiera.
Y esa inquietud que me sacudía por dentro se mezcló con la voz ronca
atrás de Chiqui, pidiendo desesperadamente que abriéramos las ventanillas
porque le faltaba el aire. Yo dije que sí, que por favor las bajarán, que me
estaba ahogando también. Luciano y Marcia hicieron caso enseguida y entonces un
aire muy frío sacudió mi cara, fue como revivir.
Cerca de las dos y media Luciano apagó las luces de la trafic y tomó el
camino de tierra. Íbamos a poca velocidad pero igualmente la camioneta se
zarandeaba para todos lados. Cada tanto se escuchaba el ruido de piedras
golpeando debajo de nuestros pies. A veces se cruzaban sombras en el aire y a
mí se me ocurrió que podían ser murciélagos.
A los pocos minutos el vehículo se detuvo abruptamente y alguien dijo
que habíamos llegado.
Luciano, Paco y chiqui bajaron al
muerto y lo empezaron a arrastrar hacía un costado del camino. Los cuatro eran
como una sombra espesa que se iba diluyendo entre los pastizales. Mientras
esperábamos en la oscuridad yo me pregunté un montón de cosas:
¿Nos habría visto alguien? ¿Qué tipo alimañas eran las que se iban a
devorar al canadiense? ¿Seríamos capaces de mantener el secreto a lo largo del
tiempo?
Regresaron diez minutos más tarde. “Ya está, ya está”, no paraba de
decir Chiqui, parecía un disco rayado. Los tres tenían las caras desencajadas y
respiraban con dificultad. No pudimos irnos enseguida. Tuvimos que esperar a
que Paco terminara de vomitar. Había quedado a un costado de la Trafic,
arrodillado, tomándose el estómago y
quejándose entre vómito y vómito.
Después, Luciano manejó tan rápido como en el viaje de ida. Marcia
lloriqueaba muy bajito a mi lado, con la frente apoyada en la ventanilla y su
mano aferrada al pecho.
Mis ojos permanecían fijos en la línea blanca que separaba los dos
carriles de la ruta. Yo creo que algún efecto hipnótico debería tener esa raya,
ya que por largos minutos ni siquiera pude pestañear. La sensación que me invadió en esos momentos fue
de lejanía, como la de haber llegado a un lugar remoto desde donde jamás
podríamos regresar.
El único
que habló en todo el trayecto fue Chiqui para decir que por un tiempo teníamos
que dejar de vernos.
Desde esa
noche, a excepción de Paco, jamás volví a verlos. Una década después me crucé
con él cerca de plaza de Mayo y los dos fingimos no habernos visto.
Luciano nos fue dejando de a uno en nuestras casas y yo fui el último en
bajarme de la Trafic.
Mientras el sol de la nueva mañana empezaba a asomarse lentamente y la
llave de mi departamento se empecinaba una y otra vez en errarle a la
cerradura, se me dio por pensar en todos los turistas que en ese momento
estarían llegando al país. Imaginé a esos tipos sonrientes, distendidos, con la
ilusión intacta de pasar una estadía única, imborrable.