martes, 6 de mayo de 2014

38 AÑOS DE LA DESAPARICIÓN DE HAROLDO CONTI (1925-1976)

"Sólo soy escritor nada más cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o temprano vuelvo con un libro. Entre la literatura y la vida, rescato la vida. Con la vida rescato la literatura. Y si no fuera así, la elegiría de todas maneras".

Otros tiempos, otros escritores. La notable frase pertenece al gran escritor chupado por una patota del batallón 601, el 5 de mayo de 1976, siguiendo así los pasos de otros intelectuales como Rodolfo Walsh, Paco Urondo, etc. El hecho se produjo a la llegada de su casa, en el barrio porteño de Villa Crespo.

Notable la definición del maestro Conti, porque 38 años después, estamos frente un universo de escritores (por supuesto, que hay excepciones)  que hace exactamente lo contrario, son escritores full time, las 24 horas del día, los 365 días del año, dando charlas, conferencias, vertiendo opiniones en diarios y suplementos literarios, haciendo viajes, y la pregunta es inevitable ¿Cuando escriben?  Demasiado charlatanes. ¿Un escritor no habla solo a través de lo que escribe? ¿Qué es tan imperioso que no puede callarse?

Antes de ser periodista, hizo de todo un poco: Fue actor, seminarista, camionero, piloto, profesor de latín.
En su obra, es imposible no hablar de la novela Sudestada (1962). Sus cuentos inolvidables, perdurarán siempre. Mis preferidos son "Todos los Veranos" - "Los Novios"- "Muerte de un hermano"- "Como un león" - "Las doce a Bragado" - "Perdido".

Es bueno recordar que los responsables de su desaparición y las de los otros 30.000 compatriotas caminaban tranquilos por las calles del país hasta mayo del año 2003, hasta que los gobiernos de Néstor Kirchner, primero, y luego, Cristina Férnández de Kirchner, tuvieron la decisión politica, histórica por cierto, de avanzar en el plano de la reparación, de la justicia olvidada hasta ese momento. Desde entonces, se realizan innumerables juicios que han ido encarcelando en cárceles comunes a los atroces genocidadas. El despreciable dictador Videla, tambien es bueno recordar, terminó sus miserables días en una celda común, algo impensado, treinta años antes.

Dijo Eduardo Galeano de su obra: "El Mago es viejo. Su voz dice palabras de mucha hermosura. Cuando él se pone a contar, la memoria corre con tanta inocencia y libertad que uno siente capaz de saltearse, para siempre, el día de la muerte".




Hoy su  obra está más vivo que nunca. "Compañero Haroldo Conti", ¡Presente!

viernes, 7 de marzo de 2014

DOS GOTAS DE AGUA (del libro Historias Negras del Deporte Blanco)


Muy poco para decir de este cuento. Bastante ya con el trabajo que me dio escribirlo y corregirlo.
Sólo mencionar que forma parte del libro de relatos "Historias Negras del Deporte Blanco" (inédito, los más probable que esa condición sea perpetua) y que fue concebido medio año antes de ser finalmente escrito.
Que su origen tiene que ver con la oscura fascinación que siempre sentí hacia los vagabundos, linyeras, pordioseros, homeless, en fin, su nombre varía de acuerdo a la región y los países.
Desde muy chico me paraba a mirarlos con la curiosidad de un gato. Mi madre me tomaba de una mano y me apartaba de manera violenta, al tiempo que me retaba: "Vamos hijo, no mirés así a al hombre". Y a mi costaba entender que llamara hombre a  "eso". Y luego, me pasaba horas  pensando como había sido la vida del pobre infeliz antes de perder su condición humana. .
"Dos gotas de agua" es apenas la historia de dos de ellos, dos homeless que tuvieron relación con el mundo del tenis, contada antes y después de que el agua llegara y los tapara hasta el cuello.
DOS GOTAS DE AGUA. 
La de Seguso y Frenkel debe ser una de las historias más asombrosas del mundo del tenis. Mi larga trayectoria como cronista deportivo al menos me indica eso.
Todo comenzó (en realidad, terminó) la madrugada del jueves 18 de mayo del año 2005, cuando dos pordioseros, Mark Seguso y David Frenkel, de 51 y 31 años respectivamente, volvieron a verse las caras en un apartado barrio de la ciudad de Denver.    
Era una noche nublada, con pronóstico de lluvia. El escueto expediente judicial indica  que se toparon en la intersección de las calles Mirror y River, a un puñado de cuadras de las vías del ferrocarril.
No se reconocieron, no tenían por qué, habían transcurrido veinte años de la última vez (no existen indicios que hagan presumir un encuentro anterior) y además ambos estaban lo suficientemente borrachos para no conocer ni siquiera a sus propias madres. Todo eso sin contar la mala vida que les había deformado cruelmente los rostros.    
Todo el mundo tiene una biografía, un pasado, incluso estos dos tristes vagabundos. Dos décadas atrás, Seguso, acababa de cumplir treinta años y era un famoso jugador de tenis, el orgullo de Denver. Frenkel, por el contrario, apenas un niño de once años que esa tarde oficiaba de ball boy en el partido que Mark disputaba contra el finlandés Jano Heimer . Era la final de un torneo de ATP.      
Se trató de una dura contienda en la que ambos rivales dieron lo mejor de sí. Seguso ganaría el partido luego de batallar por más de dos horas. Tres días más tarde de la apretada victoria, en conferencia de prensa, Seguso, apodado “el “Palero de Denver” por sus furibundos golpes, en especial su derecha invertida que era un verdadero misil, anunciaría su retiro definitivo de las canchas. La noticia causó fuerte revuelo entre sus seguidores, es que nada hacía suponer ese final abrupto. Su estado físico era óptimo y además estaba atravesando el mejor momento de su carrera. Agradeció eternamente el apoyo recibido del público, mi publicó, aclaró, y agregó que prefería retirarse así, victorioso, con un triunfo en su propia ciudad. Por ese entonces ni siquiera sospechaba de la otra derrota, esa que la vida le tenía reservada para los próximos años.
En cierta manera, se iba del tenis profesional de la misma forma que había llegado a él. Por años fue casi un desconocido hasta que de manera inesperada irrumpió en las ligas mayores. Ganó al hilo cinco importantes torneos que lo ubicaron en la elite del deporte.  
Su cuarto de hora duró apenas un par de años. A pesar de las razones que esgrimió en la tumultuosa conferencia de prensa, nunca se entendió del todo la decisión de colgar la raqueta. Como dijo un famoso periodista de la época: “Seguso fue apenas una estrella fugaz en el firmamento del tenis”.   
Lo cierto es que en ese último torneo, el Palero entabló una extraña relación con Frenkel,  por entonces un muchachito de pelo rubio enrulado y simpáticas pecas. Entre tantos pibes que hacían de alcanza pelotas, la pregunta resulta inevitable: ¿Cuál fue la verdadera razón que impulsó a Seguso a dispensarle un trato especial a Frenkel?  
Mucho se especuló sobre el asunto. Algunos dijeron que vio en el niño al hijo que nunca podría tener (se rumoreaba que Seguso, casado en segundas nupcias, era infértil); otros aventuraron que le traía el recuerdo de Henry, su hermanito menor fallecido en un accidente automovilístico, quince años atrás. En mi investigación tuve acceso a una foto de Henry y puedo asegurar que el parecido con Frenkel era notable. La muerte temprano del hermano menor marcó un hito en la vida de Seguso. A partir de ese momento su carácter  se vio seriamente afectado. Se convirtió en un chico irascible, violento, por cualquier entredicho se agarraba a las trompadas. Esa conducta errática lo llevo a la expulsión de varios colegios durante la adolescencia. Se decía que el estilo de su juego, agresivo y demoledor, como una aplanadora, era la forma que Mark había encontrado para canalizar la violencia que corría por sus venas.
Pero había una teoría más que explicaba el llamativo vínculo con Frenkel y que hablaba de una simple cuestión de cábala. Se sabe que la mayoría de los tenistas son supersticiosos y Seguso cumplía la regla. Sus rituales antes de los partidos eran famosos. Por solo mencionar algunos: pisaba siempre con el pie derecho al salir a la cancha, jamás usaba en sus partidos remeras que no fueran de color amarillo y antes de sacar, hacía picar invariablemente la pelotita cuatro veces, ni un pique más, ni un pique menos. No resulta descabellado entonces suponer que Seguso haya tomado a David como una especie de amuleto de la buena suerte. Existe un hecho que se produjo en el primer partido en donde Seguso estuvo al borde de la eliminación, que abona la hipótesis. El Palero tenía un match point en contra y su saque; parecía que ya estaba liquidado. No sacó enseguida, se tomó largos segundos, él dijo que fue para ordenar su  cabeza, aunque no son pocos los que aseguraron que fue una estrategia para poner nervioso al rival, enfriar el partido, como suele decirse. Con parsimonia se secó el sudor de la frente con una toalla y caminó dos lentos pasos en dirección a Frenkel, quien le alcanzó la primera pelotita. Enseguida, con una precisión milimétrica, arrojó la otra. El Palero guardó la segunda en el bolsillo del pantalón y se aprestaba a ejecutar el servicio, cuando inesperadamente Frenkel, desde atrás,  le chistó. Seguso giró y vio con asombro como el chico le ofrecía una nueva ball, como diciendo: “oye Mark, mejor sacá con esta que te va a dar suerte”. Seguso entendió el mensaje y aceptó el truque. Instantes después, no sólo levantaría el match point, sino que daría vuelta el partido y lo ganaría con facilidad.   

Desde entonces, Seguso siempre quiso tener a David de ball boy en sus partidos. Se lo comunicó al organizador del torneo con quien lo unía una vieja amistad.  
En la final hubo un error y Frenkel no fue incluido en el equipo de chicos alcanza pelotas. Seguso, ni bien notó la ausencia del muchacho, puso el grito en el cielo. La gente del torneo salió a buscarlo,  pero el chico no aparecía. El inicio del partido se demoró. Al finlandés lo engañaron como a un bebé, le dijeron que uno de los jueces de línea se había descompuesto y estaban buscándole un reemplazo.
Finalmente a Frenkel lo encontraron cerca de la cancha número 10 del club. Estaba enfurecido por la exclusión. Destrozaba con su raqueta un cartel de publicidad. También le pegaba patadas. Su tío, un hombre bastante corpulento, inútilmente intentaba calmarlo. Recién detuvo su locura cuando le informaron que lo esperaban en court central, que todo se había tratado de un malentendido. 
En el incidente encontramos un punto de coincidencia con Seguso: la violencia. Los dos habían caído en ella a temprana edad. En el caso de Frenkel, producto de la compleja relación familiar  marcada por la presencia de un padre déspota y una madre con tendencias suicidas.
Pero volvamos a la tarde grandiosa en la que David se llenaba de ilusiones. Mientras tomaba su lugar en la cancha  y el partido empezaba a rodar, pensó lo mucho que le había costado llegar hasta allí.  Lo habían seleccionado  junto a otros veinte alcanza pelotas, entre más de quinientos candidatos. Se dijo a si mismo que si había logrado eso, también alguna vez podría ser un campeón como Seguso, a quien admiraba ciegamente.  Por él había empezado a jugar al tenis. Era su ídolo indiscutido. Las paredes de su cuarto estaban empapeladas con sus posters.   
Como ya dijimos, el Palero de Denver se alzaría con el título aquel día. Tras recibir la copa de manos de una vieja gloria tenística de la ciudad, Tom Delaney, corrió al encuentro de Frenkel. Se agachó y lo estrechó en un largo y abrazo. Se hablaron al oído. Lo que se dijeron en ese emocionado momento fue algo que siempre me intrigó.      
A esta altura del relato más de uno se debe estar preguntando: ¿Qué sucedió en las vidas de Seguso y Frenkel para que terminaran de la forma que finalmente terminaron?
Empecemos por el “Palero de Denver”. Nunca logró reemplazar la adrenalina de la competencia deportiva por los fríos negocios que se empeñó en realizar con el mismo en invariable resultado: El fracaso. Perdió buena parte de su fortuna en inversiones desatinadas. El mundo empresarial le quedaba grande o simplemente no soportaba ver pasar la vida desde una lujosa y aburrida oficina.  Extrañaba como nadie la acción de los courts. Irremediablemente se fue desvaneciendo sin penas ni glorias en el olvido general. Las nuevas generaciones tenísticas que fueron surgiendo ayudaron a borrarlo de la cabeza de la gente.
Deprimido, se volcó de lleno al consumo de alcohol y drogas. Las peleas y los desmanes en bares y discotecas de mala muerte empezaron a tenerlo como protagonista. El palero ahora repartía puñetazos en lugar de raquetazos.  Fue acumulando cargos: resistencia a la autoridad, atentados contra la propiedad privada, lesiones leves, lesiones graves, tráfico de estupefacientes…hasta que un día lo encerraron detrás las rejas para cumplir una pena de doce años. A partir de ese momento se pierde en la memoria colectiva, nada más se sabe de él,  hasta el reencuentro con Frenkel aquella destemplada noche.
En cuanto al muchachito de cabellos dorados, su suerte no fue mejor. Lo único que hemos podido reconstruir de su vida es que a los 14 años el padre se va de la casa con otra mujer y con él  también se le va el tenis. Sale a la calle a trabajar de cualquier cosa para ayudar a la madre. A partir de ahí se nos pierde, hasta que según obra a fojas 19 del expediente, Frenkel, con diez y ocho años recién cumplidos, es encontrado culpable de un hecho de violación contra una menor y recibe una sentencia de 10 años de prisión. Cumple la condena y vuelve a desaparecer hasta el instante mismo en que se topa con Seguso en aquella solitaria esquina.  
Se cayeron bien de entrada. Ninguno preguntó por el nombre al otro. Los dos se llamaban igual: “Hermano”. Se dice que Frenkel fue el primero en hablar.  
—Hey, hermano, ¿cómo estás ? Te invito a tomar un trago.
El ex ball boy se bamboleaba peligrosamente y hacía lo imposible por no perder la vertical. En su mano derecha llevaba una botella de Whisky a medio tomar. Seguso, que daba la sensación de estar un poco más entero, aceptó de buena gana la invitación. Se sentaron en el cordón de la vereda y empezaron a beber del pico. Rápidamente entraron en confianza y a los pocos minutos las palabras iban y venían tan rápidas como los tragos.
Empezaron a hablar incoherencias. No se escuchaban, sus voces estridentes se superponían, cantaban desafinado viejas canciones, se pegaban palmadas en las espaldas y empezaban de nuevo, hermano esto, hermano lo otro, hasta que de pronto se empezaron a poner pesados.
Ocurre con frecuencia, la camaradería de dos borrachos debe ser una de las cosas más frágiles del mundo. A fojas 44 consta la declaración de un testigo clave, otro vagabundo de apellido Liston, que pasaba por el lugar justo cuando se armó la gresca. Afirmó que Seguso largó una fanfarronada que enardeció a Frenkel. Algo así como que era un terrible ganador con las mujeres, de manera textual “que se había cogido a miles, las putas más lindas de Denver”. 
—No creo que con esa cara de estúpido te hayas cogido ni a media—fue la dura respuesta de David.
No anduvieron con vueltas. Se levantaron los dos al mismo tiempo y enseguida pasaron a los empujones y a las trompadas, golpes que nunca dieron en el blanco, solo agitaban el aire pesado de una noche cargada ya de nubarrones negros.   
Hasta ahí, la escena no distaba mucho de cualquier pelea entre borrachos en la que los amagues y las amenazas superan largamente a los hechos. Sin embargo, bastó que Seguso, de pura casualidad, acertara un puñetazo de lleno en la nariz de Frenkel, para que las cosas se desmadraran. Cuando vio la sangre chorrear de su tabique nasal, David corrió en busca de la botella de whisky ya casi vacía. La rompió contra el cordón.  Seguso, no se quedó atrás, extrajo una cuchilla de cocina de sus lamentables  ropas. Se empezaron a medir al tiempo que se proferían insultos. La embestida parecía inminente, sin embargo el testigo afirmó que pasaron largos minutos sin novedad, como si se hubieran quedado congelados. Muchas veces me pregunté que habrá pasado por sus cabezas en esos instantes de vacilación. ¿Se habrán visto cerca del final y el miedo los paralizó?  ¿O fue que por sus gastados rostros se coló alguna huella del lejano encuentro mantenido dos décadas atrás? Tal vez, detrás de los ojos vidriosos y enrojecidos, de las arrugas prematuras, de las largas y grasosas barbas, alcanzaron a entrever como eran antes del derrumbe: la imagen victoriosa del tenista y la del niño rubio alcanza pelotas, el chico de la buena suerte.
El testigo Linston declaró que se había convencido que la cosa finalmente no iba a pasar a mayores, cuando Frenkel embistió con la furia de un toro. Fue demasiado rápído para un Seguso que todavía seguía perdido en la confusión de la sugestiva y larga  mirada. El palero largó un desgarrador alarido y enseguida sintió cómo el frio del vidrio le revolvía el estómago. La sangre empezó a salir con abundancia. Frenkel, decidido a terminar con el pleito, pretendió sacar la botella de las vísceras de Seguso para continuar con la carnicería, pero estaba tan enterrada que el intento fue vano. Entonces Mark, con las últimas fuerzas que le quedaban, le incrustó la cuchilla en la huesuda espalda. Ahora el que gritó fue David.
Según el informe del forense la puñalada le perforó el pulmón izquierdo. Empezaron a desplomarse en cámara lenta. Frenkel quedó arriba de Seguso y ya no se escucharon más gritos, ni lamentos, ni nada, solo el mortal silencio.

 Murieron abrazados. Para ese entonces empezaban a caer las primeras gotas sobre la ciudad. La foto de la escena final consta en la foja cincuenta y cuatro. No he podido evitar la asociación con el otro abrazo en la cancha, el día de la final. Aunque digan que perdí la razón, en este último abrazo, el fatal, también descubrí cierta ternura, eran como dos hermanos que se cuidan uno al otro, dos almas que emprendían juntos el viaje hacia la muerte. 
Hasta aquí los hechos tal cual sucedieron. Sin embargo, nunca creí que el reencuentro de los hombres hubiera sido obra del azar.  
La sospecha la pude confirmar el mes pasado cuando logré ubicar  a Peter Carracedo,  hoy, un próspero comerciante de artículos de tenis, dos décadas atrás, compañerito de Frenkel en el equipo de ball boys en ese último partido.  
Se quedó helado cuando le conté la triste historia. Le pregunté si sabía que se dijeron al oído después que al Palero le entregaron la copa.   
El hombre suspiró y enseguida cerró los ojos. Luego dijo que sí, que se lo había contado esa misma tarde. Seguso le agradeció por la buena suerte que le había dado a lo largo de torneo y Frenkel le confesó que era su héroe y que algún día quería ser igualito a él. El campeón le respondió:
—Lo serás, David. Estoy seguro que algún día lo serás.
 Y Seguso no se equivocó con el pronóstico. Veinte años después, en esa oscura esquina de la ciudad de Denver, debajo de una copiosa lluvia, la calle, el alcohol y por último, la muerte, los volverían perversamente iguales, como dos gotas de agua.     
Claudio Miranda 
Enero 2014


lunes, 10 de febrero de 2014

CLARICE LISPECTOR Y EL MIEDO A ESCRIBIR


"Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instarle en el vacío. En este vacío donde existo intuitivamente. 
Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él saco sangre. Soy una escritora que tiene miedo de la  celada de las palabras: las palabras: las palabras que digo esconden otras. ¿Cuales? Tal vez las diga. Escribir es una piedra lanzada en lo hondo del pozo". (Clarice Lispector, (1920-1978) nacida en Ucrania, que vivió y murió en Brasil, fragmento extraído de su obra un "Soplo de Vida")   

La gran escritora brasileña (para mi esa es su nacionalidad, por más que haya nacido en Ucrania, se instaló en Recife desde muy pequeña y más tarde vivió y murió en Río de Janeiro) se refiere a ese otro miedo, el miedo de dar con un mundo debajo de la superficie y que sólo las palabras son capaces de descubrir.
Que tan distante de aquel otro, el miedo a la hoja en blanco, un temor chiquito,  mezquino, de gente igual de chiquita y mezquina. Incluso se han escrito frondosos e inútiles volúmenes para superar el terrible problema de la hoja en blanco. 
La hoja en blanco, injustamente estigmatizada. Este blog quiere reivindicar a la famosa hoja en blanco, ella siempre aparece cuando no tenemos nada importante que decir.  
Reivindico la hoja en blanco porque nos salva de la vulgaridad, del lugar común, de la estupidez, de lo artificial, de lo forzado, de la vanidad.  
Tengo cientos de hojas en blanco que guardo con celo, que muestro con orgullo a los mismos amigos a quienes confío mi obra. Mis hojas en blanco ocupan un lugar  destacado en mi estudio, al lado de los premios literarios que alguna gané y que creo no merecer.
No son todas iguales a pesar de su curioso parecido. Están las hojas en blanco de la muchas novelas que alguna vez soñé (y sigo soñando) y  las hojas en blanco de los cientos de cuentos que jamás pude parir.
La hoja en blanco. No se le puede tener miedo a una vieja compañera de ruta.  
Para mí, el único miedo válido es el que claramente explica Clarice Lispector, un miedo al que solo tienen derecho los grandes escritores, como ella, y que a veces, muy de vez en cuando, se esparce sobre otros que apenas intentamos escribir.  

    

miércoles, 20 de noviembre de 2013

CON EL ESCRITOR VICENTE BATISTA, RECIBIENDO UNA MENCIÓN DE HONOR EN EL VIII CONCURSO DE RELATOS DE LA REVISTA LITERARIA CREPÚSCULO.

El pasado 14 de noviembre tuve la suerte de ganar una mención de honor en el VIII Concurso de Relatos de la revista  literaria Crepúsculo, perteneciente a la fundación Tres Pinos.

La ceremonia se realizó en el Centro Cultural Borges, y el presidente del Jurado fue el gran escritor argentino Vicente Batista, actual integrante del grupo intelectual Carta Abierta.

El cuento premiado es "La casa de los Sordos", escrito en el año 2011.

Para leer "La Casa de los Sordos" un click aquí.






   



domingo, 1 de septiembre de 2013

REPORTAJE AL ESCRITOR MARIANO PEREYRA ESTEBAN: "ESCRIBO Y LEO DE NOCHE, SOBREVIVO DE DÍA."



¿Qué se puede decir acerca de Mariano Pereyra Esteban? 
Dos cosas al menos. Primero que es uno de los grandes escritores argentinos de la actualidad. Segundo, que ganó la edición 2009 del concurso Juan Rulfo (por su cuento "El Metro Llano"), tal vez el certamen de cuentos más prestigioso de la literatura iberoamericana, aunque como dice Mariano y comparto: " un premio literario no legitima nada, es una selección según opiniones y, generalmente, de buena fe, pero no creo que ganar premios transforme a alguien en escritor, el que gana premios se transforma en un premiado, no más que eso".
A pesar de estas dos cuestiones que no son menores, aún no ha logrado publicar en Argentina; su excelente libro de relatos "Los Ferrodontes y Otros Cuentos " fue editado en México. También una novela de su autoría será próximamente publicada en el mismo país.
Suele decir con ironía que colecciona las cartas de rechazo de las editoriales a sus proyectos presentados. El olvido de editores y jurados tiene, sin embargo, un costado positivo: lo libera de invertir tiempo en esas actividades tan propias de los escritores "notorios", como dar aburridas charlas, participar de inútiles conferencias y presentaciones, publicar notas en suplementos literarios que no lee nadie, entre otros. Ese tiempo perdido, él lo dedica a lo mejor que sabe hacer: escribir.  
El lado negativo de la cuestión: privar al buen lector de una obra lúcida y trascendente.
Y ojo que hablé de escritores "notorios", y no "notables". La diferencia es clara y no existen dudas: Mariano pertenece a esta última clase, aunque el prefiere asumirse como un letrador. Para los que no saben que es eso, por favor hacer un click aquí
"El metro llano", cuento ganador del Rulfo 2009, es un cuento magistral desde el punto de vista de su originalidad, así como de la forma en el que está narrado. Por otro lado es una muestra formidable de lo que siempre logra su obra: sorprender. El relato trata de una nueva competencia atletíca  en la que se ha invertido la norma ya que el que pierde es el ganador. Los personajes que habitan sus historias tal vez sean eso, perdedores que logran el famoso minuto de fama, pero no la fama en el sentido convencional, sino la gloria que puede prevalecer en un mundo oculto, mundo al que tan bien lográ acceder Mariano. 
En sintesis, más allá de las ponderaciones literarias de la gente que maneja el negocio literario, a Mariano Pereyra es imprescindible leerlo.
Aquí está la entrevista que le hicimos, un verdadero orgullo que su voz haya llegado hasta este humilde blog.

1) Mariano, empezando por los orígenes, ¿cuáles han sido tus primeras lecturas?
Mis primeras lecturas fueron historietas, el Patoruzú, El Pato Donald y algunos cuentos adaptados. El primer libro del que tengo recuerdo, aquel que leí con entusiasmo y con el desafío de comenzarlo y terminarlo fue Robinson Crusoe, en una edición de lujo, con hojas en papel de arroz. Mis indagaciones posteriores, cuando dejé de pensar que los libros eran para adultos, fueron en el cuento, las obras de Poe principalmente.

2) ¿A qué edad empezaste a escribir y si hubo un hecho determinante que te impulsara en esa dirección?
No recuerdo la edad concreta en la que empecé a escribir con regularidad. Quizá a los 8 o 9 años. El motivo principal, lo que me llevó a escribir,
fue el aburrimiento. Mis primeros escritos fueron poesías y pequeñas historias volcadas en un periódico que armaba a la siesta, pegado con plasticola e ilustrado con recortes de revistas.
Creo que al ver que mis escritos generaban reacciones en los lectores (mi familia), reacciones diferentes a las que podía lograr hablando, me decidí a guardar todo lo que me parecía curioso para transformarlo en una historia escrita. Desde ese día no me detuve y el “contar” escribiendo se
transformó en mi mejor recurso, en mi forma de expresión predilecta. Hoy el acto escribir ya no es una opción, es una necesidad.


3) Leyendo las características de un letrador, así te definis, es muy dificil para un escritor anónimo o en el mejor de los casos, semi anonimo, no sentirse identificado con la definición. ¿Por qué pensas que existen tanto letradores en el mundo? En otras palabras, porque hay tanta gente que escribe cuando ese número baja ostensiblemente en otras disciplinas artísticas?
Sinceramente, no tengo ningún tipo de información estadística sobre la cantidad de gente que se vuelca a cada rama o disciplina artística. Lo que sí creo es que “escribir” es un mundo distinto al mundo de la edición, la promoción, la venta, el marketing. Y es un mundo enorme y silencioso.
Incluso escribir o el oficio de escritor no tiene mucho que ver con lo que antes se denominaba “tertulias literarias”. No sé si todos los que escriben son escritores, y tampoco importa si lo son o no. Son legión los que escriben sin una búsqueda clara, que solo escriben y guardan o tiran a
la basura lo producido y lo que generan no entra en ninguna categoría ni comparación de valor artificial. ¿Es literatura?, ¿no lo es?...no lo sé, no me importa, todos pueden escribir. Tiene mucho que ver con la antiquísima discusión acerca del arte como un reducto donde solo se destaca la genialidad o como una posibilidad humana, que existe en potencia en cada uno de nosotros.






4) Yo veo el posicionamiento de letrador más bien como algo voluntario, una Definición casi filosófica, más que la consecuencia de la falta del "éxito" literario o los rechazos de las editoriales a publicar tu obra. ¿Lo ves así?
Si, quizá es una toma de posición más pragmática que filosófica. Tiene que ver con la necesidad de poder escribir sin perder el tiempo en todo lo que rodea al acto de escribir. Creo que hay un problema con la permanente búsqueda de legitimidad de aquel que se hace llamar escritor y tengo la sensación de que esa búsqueda da lugar a muchas estupideces, reuniones selectas, publicación repetida de los mismos 15 o 20 nombres en las revistas literarias (las “nuevas guardias”, que son las de siempre). Parece que es escritor aquel que tiene muchas menciones en los suplementos literarios, o los que son promocionados por alguna que otra librería, o los que son aceptados por la
academia y las carreras de letras (de donde salen muchos estudiosos pero pocos escritores). En fin, entrar en el “canon de los escritores” requiere muchos esfuerzo, contacto con gente que no escribe ni le importa escribir y un enorme desarrollo de las relaciones públicas. Mi gran pregunta es,
entre tantos “jams de poesía”, asistencias a congresos, presentaciones de libros, preparaciones de columnas de opinión, asistencias a debates, exposiciones de ponencias, agasajos y recepciones… ¿Cuándo escriben realmente los legítimos escritores? Me gusta llamarme “letrador” porque así me saco la incomodidad de buscar esa legitimidad (o discutirla)….y cuando me preguntan ¿vos sos escritor?, respondo “no sé…yo escribo”.
 


5)Entre los postulados de un letrador no hay ninguna referencia acerca de los premios literarios. ¿que papel juegan entonces?
Son una parte más de ese recorrido absurdo y falaz en la búsqueda de legitimidad. Creo que un premio literario no legitima nada, es una selección según opiniones y, generalmente, de buena fe, pero no creo que ganar premios transforme a alguien en escritor, el que gana premios se
transforma en un premiado, no más que eso. Con todo esto no quiero decir que los premios no ayuden. A cualquiera le gusta ganar premios (como publicar y ser leído). Un premio es una inyección a la voluntad, una caricia, y está bien recibirlos y participar, pero ser premiado no
significa tener más valor que otros, así como no haber recibido premios lo pone a uno por debajo de un premiado. Es una larga discusión, creo que la legitimidad o el reconocimiento verdadero es el resultado de combinaciones
raras entre el paso del tiempo, la suerte y el contexto. Es tan larga la discusión que quizá sea un intento inútil abordarla.


6) Has incursionado en el cuento y la novela. A mi entender, el cuentista busca la perfección, como decía el gran cuentista argentino Isidoro Blaisten, escribir un cuento magistral. ¿Cual es la búsqueda de un novelista?
En lo personal, creo que la novela posibilita el desarrollo más profundo de los personajes y permite la apertura de múltiples ejes narrativos paralelos en una misma historia. En una novela se pueden contar muchas historias y en mi caso, ofrezco mis novelas como un recorrido por personajes y situaciones. Por medio de la novela yo busco explotar al máximo personajes y ambientes y me permito hacer mucho más difusos los comienzos y los finales. Ninguna historia comienza donde va la primera mayúscula, y ninguna termina con el punto final. Esto también ocurre en el cuento, pero en la novela se puede jugar más con los “cabos sueltos”, con las aporías en los argumentos. Por otra parte, en la novela juego más con el lector y con su compromiso y su propia búsqueda. En mis cuentos el lector construye conmigo las historias, pero me admito más rector del recorrido, en cambio en la novela, el lector puede elegir la forma de abordar la historia, y puede indagar más o menos en las pistas que dan vueltas alrededor de cada situación.
7) ¿Cuántas veces te has planteado en los últimos años si vale la pena seguir escribiendo, y en ese caso, que te hace seguir adelante?
Debo admitir que nunca me he planteado dejar de escribir. Quizá porque es una necesidad, porque es el ámbito en el que me siento más a gusto y tal vez porque estoy convencido de que es lo que mejor hago. Lo que si pongo en discusión de vez en cuando, es si debo seguir estableciendo contactos con el mundo literario, si debo seguir donando horas a la búsqueda de publicación. Reitero, quiero seguir siendo publicado, me gustaría ganar todos los premios del mundo, pero ante todo, necesito escribir, contar historias y estoy convencido de que al final, aunque me quede encerrado con mis cuentos y novelas, terminarán siendo lectura de otros, es el destino de toda letra escrita.

8)Un famoso escritor dijo que alguna vez que los talleres literarios son una suerte de lugares donde se hace básicamente terapia. ¿compartis la idea? Que posición tenés respecto a ellos.
Los talleres son interesantes para aprender algunas técnicas relacionadas al sentido común, al oficio, pero depende mucho del nivel de generosidad de quien dirija el taller. No es necesario pasar por talleres literarios para escribir, y no sé si son sitios para hacer terapia, pero si hay crítica creo que sirven. Con crítica me refiero a crítica dura, sincera y NO constructiva. Creo que para un escritor, la crítica que puede demostrar que un cuento no funciona, que una situación es inverosímil o que un dialogo es incoherente y artificial es un regalo que se debe apreciar mucho. Es la única forma de mejorar o de saber que buscar y como. De todos modos, personalmente, creo que el mejor taller es una mesa de café o un asado con compañeros de vocación.

9) ¿Que escritor eras antes del premio Juan Rulfo, y que escritor fuiste después de haberlo ganado?
El premio Rulfo y su difusión, me permitió tener una noción real de lo que provoca un cuento, de las interpretaciones y relecturas que dispara, de las críticas que despierta y de los aspectos escondidos en la obra, ajenas al propio autor. Es interesante ser leído. Antes del Rulfo escribía mucho, después escribí aún más. Antes del Rulfo no conocía París, después del Rulfo la conozco (y de vez en cuando la sueño). Pero lo más importante: después del Rulfo soy un letrador que ha
establecido contacto con muchos escritores del mundo, que ha intercambiado experiencias y que tiene más posibilidades de leer a otros y aprender a contar historias.


10) Tu cuento ganador del premio Juan Rulfo, de donde salió, si es que
salió de algún lado?

El cuento ganador del Rulfo “El metro llano” surgió en una oficina, en
medio de un ritmo de trabajo enloquecedor debido a alguna nostalgia por
las siestas sin horarios ni apuros de mi infancia. El metro llano fue una
reacción irónica y exagerada que quizá nació de la necesidad de “parar un poco”. De todos modos, solo estoy intentando racionalizar un poco aquello
lo que no tiene razones. Explicar la construcción de cuento tiene mucho de
mentira, al menos eso me enseño el sinvergüenza de Poe en “El método de
composición”.


11) El proceso de corrección es un capítulo aparte para un escritor, tanto como la escritura. ¿Qué tecnica utilizas? Escribis todo de un saque y corregir al final,corregir al mismo tiempo que vas escribiendo, o sos de esos escritores que escriben y luego lo dejan descansar el texto meses, utilizando al tiempo como un instrumento que mide si algo es bueno o merece descartarse?
Corrijo de varias formas. Escribo a mano y en la primer escritura pongo especial énfasis en la historia, de todos modos, mis manuscritos son una colección de tachaduras, flechitas y textos diminuto en los márgenes. Al terminar transcribo lo manuscrito a PC, eso me da una instancia de
corrección ortográfica, de sintaxis y de selección de expresiones. La corrección más importante es la que hago luego de tener digitalizado el texto: Imprimo la obra (no puedo corregir en la pantalla luminosa de la PC/notebook) y sobre el papel marco, tacho, relaciono, complemento ideas y
re-escribo. Después de ese proceso de corrección, cuando me siento más o menos satisfecho, dejo descansar a la obra y tras un mes y medio (aprox.) la leo nuevamente y me dan ganas de tirarla a la basura y generalmente le hago muchas correcciones nuevas.


12)¿Cuales autores reconoces como influencia literaria?
Muchos, es difícil reconocerlos con certeza, Borges y Cortazar, Di Benedetto, Quiroga, Abelardo Castillo, Italo Calvino, los yanquis (Poe, Lovecraft, Hemingway, Salinger, Carver, Faulkner…todos), Dostoievsky y Chejov, Rulfo y Juan José Arreola. Creo que puedo mencionar solo a un
cuarto de los que seguramente me influenciaron…todo lo que leo me influencia, me guste o no.


13) Algún escritor contemporáneo que admires.
Admiro a Abelardo Castillo, a John Berger, y a muchos escritores sin trascendencia en el canon editorial porteño (que es el que parece regir a todo el país).

14) ¿Que estás escribiendo en la actualidad?
En la actualidad estoy terminando dos novelas, una relacionada a horóscopos y casualidades y otra que cuyo relato la compone un hombre que decide empezar a tomar decisiones basado en sus frustraciones pasadas. También estoy escribiendo cuentos que rondan a la temática del amor, pero
que se nutren de los rebordes, de la corteza del amor.



BLOG DE MARIANO PEREYRA ESTEBAN

EL METRO LLANO (CUENTO GANADOR DEL LA EDICIÓN 2009  DEL PREMIO JUAN RULFO).
Correr expone a la maquina humana, apela a la perfección física. Durante gran parte de mi vida admiré a aquellos hombres que sometían su cuerpo al dominio de la mente, a esos chasquis robóticos que se debatían entre la gloria y el fracaso en los míseros segundos de los cien metros llanos. Sin embargo, esa admiración decayó, o para ser más justo, trocó por la observación maravillada de otro tipo de corredores. Hoy mis coberturas periodísticas son crónicas esclavas de las acciones etéreas de los competidores de una nueva forma de carrera: el metro llano.
La comunidad científica, aburrida de infinitas hipótesis, de incertidumbres cuánticas y de roces metafísicos, ha encontrado un nuevo desafío que desempolva a los adormecidos espíritus comtianos y sorprende al mundo del deporte.
Organizada por la Academia Mundial de Ciencias, la primera carrera resultó devastadora, nadie pronosticó una competencia tan exigente, que llevara al límite la constitución corporal y mental. No hay registros históricos que relaten justa similar, no existió carrera tan épica, ni siquiera aquella que drenó la vida del mítico soldado que corrió luego de la batalla de Maratón.
Fracasaron los atletas olímpicos y los deportistas profesionales, tampoco permanecieron mucho los corredores innatos de África. Ni hablar de aquellos que se inscribieron a la competencia con ánimos jocosos: abandonaron al poco tiempo, arrepentidos y apenas a salvo, con las fuerzas mínimas como para salir de la pista.
Al principio, este humilde periodista también consideró que la competencia solo representaba una corrida hacia el absurdo. Las reglas serían las mismas que las utilizadas en las carreras de cien metros llanos, pero contendrían algunas variantes que, combinadas con la ignorancia del mundillo de la prensa, estimularon los humores más biliosos de los periodistas especializados:
1) El orden de llegada funcionaría en orden inverso, es decir, el ganador sería aquel que llegara último o que más se resistiera a llegar a la meta.
2) Ningún competidor podría permanecer inmóvil.
3) Ningún competidor podría dejar de avanzar.
4) La extensión de la carrera sería de un (1) metro llano, o un millón (1.000.000) de micrones y se posibilitaría la participación de cien corredores (la pista tendría cien carriles de ancho)
Me transforme en testigo de aquella organización más por un ánimo perverso y corrupto que por curiosidad profesional. Deseaba saborear el momento en el que las inmaculadas investiduras de los científicos más prestigiosos del mundo acusaran las manchas imborrables del ridículo. Por supuesto, mi ánimo maligno nunca fue satisfecho.
Las tribunas del estadio se tupieron de burlones y buitres de la risa que, como yo, creyeron asistir a un espectáculo circense. La pista parecía una senda peatonal con cien franjas, y la meta, una línea metalizada que desde las gradas se confundía con la línea de largada. Alrededor de la pista, los científicos, jueces y auditores manipulaban decenas de alambiques tecnológicos, computadoras con microprocesadores expuestos y de apariencia futurista, instrumentos de medición digital y microscopios de última generación.
Cuando el inicio de la carrera fue inminente, nuestras risas y burlas se desinflaron. La imagen ridícula que habíamos construido en nuestras mentes se desdibujó, tachonada por los trazos de perfección positivista que mostraban los organizadores. Los movimientos previos a la carrera ya tenían presos a todos los asistentes. Lo aceptamos sin decir una palabra, ya no existía sorna, nos equivocamos y estábamos entregados, por completo, a la admiración de un hecho extraordinario, una maravilla inusitada en el mundo del deporte.
Los periodistas fuimos afortunados, nuestras credenciales nos permitieron el acceso a sectores preferenciales y desde allí pudimos tomar nota de los ejercicios previos de los competidores. Algunos oraban, otros parecían dormidos. Los corredores profesionales hacían sus calentamientos de rutina y los bromistas inscriptos junto a los que habían llegado seducidos por la cuantiosa suma del premio, disfrutaban de un enorme asado de achuras a las brasas, cuya humareda nociva para las herramientas técnicas, despertó la furia de los organizadores.
Cuando llegó el momento de la partida, los cien corredores se acomodaron y sus contornos paralelos formaron la figura ideal de un solo hombre. Los jueces alistaron sus relojes, los científicos coordinaron acciones y prepararon los instrumentos. El público, invadido por la curiosidad, bramaba esperando algún estímulo novedoso para sus sensaciones. Tras una pequeña cuenta de tres sonó el disparo inicial. El silencio de las tribunas y la aparente inmovilidad de los corredores extendieron el eco del disparo. A los treinta segundos de carrera se produjeron nueve descalificaciones por quietud, los instrumentos de medición resultaron de una claridad rigurosa y cruel.
Nunca, en mi larga vida como cronista deportivo, asistí a una competencia seguida tan de cerca. Desde las tribunas, los espectadores se intercambiaban lentes, binoculares y monóculos. Todo parecía en la inmovilidad absoluta, el avance de la aguja pequeña de cualquier reloj resultaba un bólido ante la lentitud voluntaria de aquellos gladiadores de piedra.
Los burlones y buscadores de fortuna solo resistieron un par de horas, algunos cruzaron la meta sin percatarse y otros terminaron, como la mayoría, descalificados por quietud o retroceso.
Luego del primer día, los conversos, con actitud respetuosa, comenzamos a informarnos respecto de los mecanismos de medición. Efectuamos entrevistas a los científicos organizadores y comprendimos la naturaleza heroica y sobrehumana de los competidores. Accedimos a cálculos primarios en los que se proyectaban unos sesenta y seis días totales de carrera y quienes comprendimos el verdadero tenor de aquella epopeya del autocontrol organizamos nuestra agenda para asistir a la pista durante todas las jornadas de competencia. Solo en el paso de un día hacia otro era posible percibir a simple vista (aunque con mucho esfuerzo) el avance de los corredores.
Lógicamente, las tribunas se vaciaron rápidamente. Luego de dos semanas, en el estadio solo quedamos los periodistas, los científicos y los corredores. Ocasionalmente se acercaban curiosos que intentaban comprender el espectáculo, pero debido a la indiferencia de los científicos y la tacañería profesional de los periodistas, se retiraban completamente decepcionados y, tal vez, en búsqueda de alguna actividad de apariencia mas dinámica. Pasados los dos meses de carrera solo quedaban nueve corredores y nuestros corazones latían más lentos, pero cada sístole y diástole nos provocaba la vibración de un timbal salvaje en el pecho.
Debo adelantar que de los cien corredores, solo tres competidores traspasaron la meta, treinta y tres fueron descalificados por quietud y doce perecieron en la pista, víctimas de la destrucción física y la derrota mental. Los cincuenta y dos restantes abandonaron en distintas instancias de la competencia.
Debido a las polémicas muertes y al desgaste físico de los competidores (que eran alimentados por medio de inyectables) se conformaron grupos de protesta, guiados por antitaurinos espoleados de frustración y dirigentes expulsados a trompadas de la liga pro-abolición del boxeo. Las manifestaciones no pasaron de un par de escaramuzas callejeras en las puertas del estadio ya que las muestras de tesón y voluntad de los que se mantenían en la pista arrasaron con la retórica de los protestantes y los empujaron a la curiosidad. Los grupos no se difuminaron, pero mutaron en conjuntos de observadores críticos que seguían las instancias de la competencia con el mismo fanatismo que los demás asistentes.
Pasados los tres meses, y cuando solo restaban recorrer veintitrésmil micrones del millón que conformaban la pista, uno de los últimos cuatro competidores, Sir. Anthony Burks, abandonó por propia voluntad. Burks había arrancado la carrera con un peso de ciento setenta y siete kilos, y debido a un desempeño brillante en la severa competencia, su cuerpo consumió los recursos sobrantes y lo transformó en un gelatinoso y delgado hombre de sesenta y dos escasos kilos. En el mismo instante en el que dejó la pista, una sombra de pena le oscureció la mirada y la voz. No disimulaba el llanto y pese a los consuelos de todos los que asistimos a su derrota, Burks regresó a su Inglaterra natal envuelto en una depresión asesina. En menos de un año recuperó su peso y, poco tiempo después, murió a causa de un infarto masivo, tras un atracón de suflés de manzana.
Todos lo vimos, el competidor inglés se distrajo por el aroma proveniente de una manzana acaramelada. Recuerdo cuando Burks giró su cabeza y por brevísimos instantes dejó en libertad a su cuerpo. La distracción resultó fatal, se adelantó cuatro milímetros y quedó alejado del resto, solo ante la meta, a cuatro mil micrones de distancia del resto, una distancia enorme e irrecuperable. Hasta aquel día todos pensábamos que el inglés tenía el potencial mental necesario para llegar al oro, pero aquel desliz lo bajó de la grilla de candidatos. El obeso siniestro, oculto en algún rincón de su nuevo físico, lo traicionó con una zancadilla rastrera.
Aunque Burks no ocupó un lugar en el podio, me veo en la necesidad ética de relatar su participación, pues mas allá de su muerte, creo, en común opinión con el entorno periodístico, que fue el competidor que representó con mayor fidelidad a las potencialidades y debilidades humanas. Descansa en paz Burks y ojala que en tu reposo final hayas digerido el resabio venenoso de las manzanas.
El tercer lugar fue obtenido por un científico alemán que sorprendió a los espectadores. Su profundización única en el campo de la botánica lo había dotado de comportamientos y recursos que sobrevolaban lo inexplicable. Hanss T. Lobumm se desplazaba como un perfecto vegetal y en sus preparativos previos a la carrera había exigido, como únicos alimentos inyectables, agua y un preparado a base de extractos de salvias vegetales proveniente de su laboratorio. Para su decepción el preparado funcionó demasiado bien, pero sus cálculos fueron erróneos. La carrera se extendió demasiado y Lobumm se vio sorprendido por la primavera. Desde el 21 de septiembre su componente vegetal tomó fuerzas inusitadas y su voluntad cedió. El preparado vegetal lo impulsaba, le renovaba las energías y en los días soleados el alemán parecía realizar esfuerzos gigantescos para no extender los brazos hasta la meta. Fue demasiado, la primavera atentó contra su promedio de velocidad y lo arrojó hacia el final. Al traspasar la meta no hizo declaraciones, solo pidió agua, mucha agua, y se sentó a esperar el desenlace final de la carrera. Se llevó la preciada medalla de cobre.
La contienda final fue un derrame meloso y espeso de euforia, una lágrima caracoleana. El vencido fue el italiano Vicenzo Gamba, quien luego de una gloriosa demostración de resistencia fue el penúltimo en cruzar la meta. Cuando los periodistas lo abordamos, casi ahogado por un llanto de emoción nos aseguró que en muchas ocasiones estuvo a punto de retractarse, de abandonar la lucha, sin embargo, el fruto mas destacado de su árbol genealógico lo inspiró a seguir. Antes de sentarse a descansar miró hacia atrás y permaneció unos segundos observando al último competidor, al único que quedaba en la pista. En un gesto de humildad suprema se volvió a los periodistas, señaló a quien lo había derrotado y expresó: “Eppur si muove”. Vicenzo Gamba recibió la medalla de Plata y fue condecorado por el senado italiano.
Por fin, luego de una tensión alienante y tras 115 días, 17 horas, 46 minutos, 40 segundos, 90 centésimas y 77 milésimas de carrera, el ganador cruzo la meta. El hombre mas lento del planeta, según la Academia Mundial de Ciencias, fue el mexicano Juancho “tardo” Ramírez, un hombre de contextura estrecha, que apenas coordinaba algunas frases sueltas.
El triunfador no parecía disfrutar de la gloria. Se hizo del gigantesco premio monetario ofrecido por la Academia y desapareció para siempre. No cedió a pedidos de la prensa ni a solicitudes científicas, tomó su cheque, posó para las fotos y caminando, al ritmo más vertiginoso desde el inicio de la carrera, se alejó del estadio. Todos recordamos su cara demacrada, su piel resquebrajada por el clima y sus miembros esqueléticos. Antes de fugarse del mundo, el mexicano Juancho “tardo” Ramírez, ganador de la primera carrera del “metro llano”, levantó su medalla dorada y solo emitió una frase para la prensa “La meta, es como el ocaso, un agujero espantoso que nos atrae, y que tarde o temprano nos traga… como la ballena a Jonás”.
Al día de hoy parece imposible acceder al paradero de Ramírez, nadie sabe donde se oculta, no hay datos respecto de su ubicación. Su madre, Doña Ana Ramírez, entrevistada en Nogueras, pueblo nativo del “tardo”, no colaboró demasiado con la información, solo aseguro que Juancho era un hombre feliz, que disfrutaba cada instante de existencia. Cuando se la interrogó acerca del modo de vida de su hijo, doña Ana dejó escapar una sonrisa milenaria y antes de encerrarse en su casa solo dijo “Juanchito no fue echo para este mundo sin siestas, siempre fue muy perezoso
Los instrumentos de medición indicaron que Ramírez se desplazó a la asombrosa velocidad de seis micrones por minuto o, para los técnicos más exigentes, a un angstromio por segundo.
Luego del éxito de la primera carrera, los seguidores del metro llano se han multiplicado geométricamente. Somos un público heterogéneo compuesto por científicos, investigadores, deportistas de todo tipo, oscurantistas, curiosos, periodistas, escapistas, magos, religiosos diversos y muchos aficionados mas a los cuales no sería tan simple de agrupar con un solo calificativo.
Hasta hace un tiempo nadie lo dudaba, el “tardo” Ramírez era el hombre más lento del planeta, pero con esta nueva edición, tras cuatro años de preparativos, todos esperamos un nuevo record mundial. Ninguno de los competidores anteriores figura inscripto en esta edición, según los ex – corredores, el desgaste corporal y mental que produce la participación en el metro llano requiere media vida de recuperación.
El millón de micrones será recorrido nuevamente, los cuerpos de apariencia inmóvil avanzarán, ahora con más técnica y preparación, la fiesta deportiva comenzará en unos días. El mundo del deporte acude maravillado a un estadio remodelado con la pista colorida y rodeada de nuevos elementos de medición, instrumentos con precisión más aceitada y capacidad de medición a nivel atómico. La Academia Mundial de Ciencias ha recibido apoyos económicos cuantiosos y los medios ya no están ausentes en el evento, incluso se a pergeñado un canal de televisión con cobertura permanente de la carrera.
Un pequeño temor revoletea entre las meninges de los científicos organizadores, esta relacionado a la imposibilidad de calcular la duración de la competencia, pues si las técnicas de ralentización humana han progresado, tal vez la justa llegue a su final tras varios años de competencia. Posiblemente, el lapso de cuatro años entre carrera y carrera deba ser derogado.
Como periodista, estoy dispuesto a dejar de lado la cobertura de otros eventos deportivos. Ya no me enfervorizan las dinámicas de balones y músculos, ahora solo espero el momento culmine, cuando estalle el disparo de largada y el silencio pétreo eleve al centro de atención a los titanes de la engañosa inmovilidad.

domingo, 18 de agosto de 2013

GERMÁN ROZENMACHER, CABECITA NEGRA Y LA PERSISTENCIA DEL ODIO A TRAVÉS DE LAS GENERACIONES


6 de Agosto de 1971, día fatídico para la literatura argentina, muere de manera temprana el escritor y dramaturgo Germán Rozenmacher. Es decir que acaban de cumplirse 43 años de esa irreparable desaparición. Ya se ha hablado en este mismo blog del gran escritor, pero la actualidad política obligan a volver a hacerlo.
Peronista de izquierda, pobre y judío, tres factores juntos que por sí solos explican el olvido deliberado de su breve y extrarordinaria obra. Es siempre mejor no hablar de ciertas cosas que incomodan a una sociedad hipócrita y racista como la nuestra.
El aluvión zoológico, las patas de ese aluvión lavándose en la fuente de la plaza de Mayo, Viva el cáncer, y en los días de hoy: "Hay que matar a la yegua". ¿Quien dice que el odio no se transmite de generación en generación? No hay caso, los genes son cosa seria. 
Rozenmacher, más de 40 años atrás, retrato a este grupo social de una manera impecable a través del cuento "Cabecita Negra". El miedo a la alteración de la normalidad, de ser invadidos, y sobre todo, de compartir el espacio con otro, alguien que no pertenece a la categoría de gente como uno. El señor Lanari, sin dudas, sigue entre nosotros. 
Claudio Miranda.

 Cabecita negra
A Raúl Kruschovsky

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando, encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.



Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurriría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal, y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que estaba abajo, y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina, había estado al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran “señor”. Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.

El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso “Para Damas” en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.

—Quiero ir a casa, mamá —lloraba—. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.

Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.

El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.

— ¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? —la voz era dura y malévola. Antes de que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.

—A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.

El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.

—Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.

Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.

—Viejo baboso —dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante—. Hacete el gil ahora.

El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.

—Vamos. En cana.

El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.

—Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablado? —Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.

—Andá, viejito verde andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? —dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no le creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.

—Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer —dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.

De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.

—Señor agente — le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.

—Vengan a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto —y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró—. Vivo ahí al lado —gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.

El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.

Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la madrugada, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.

—Dame café — dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte, lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.

Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con el hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió de que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.

El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era un policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.

—Qué le hiciste — dijo al fin el negro.

—Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de ... —el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.

—Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...

El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:

—Este no es, José. — Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro “Por fin se me va este maldito insomnio” y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba tan alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer?, ¿a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? “Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas para arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. “La chusma, dijo para tranquilizarse, “hay que aplastarlo, aplastarlo”, dijo para tranquilizarse. “La fuerza pública”, dijo, “tenemos toda la fuerza pública y el ejército”, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.


                                                                                                                    Germán Rozenmacher

domingo, 16 de junio de 2013

ANTONIO DAL MASETTO: EL PADRE


En el día del padre acá en Argentina, comparto un hermoso texto escrito por el estupendo escritor Antonio Dal Masetto llamado "EL PADRE", dejando constancia que no creo en estos días artificiales, forzados, creados más por un afán mercantilista, que por la noble convicción de los corazones.
Claudio Miranda.

EL PADRE
  Cuando pienso en mi padre me vienen a la memoria los regresos a casa, al terminar nuestra jornada de trabajo. Volvíamos de noche, él en bicicleta y yo trotando. Corría a la par, a veces me atrasaba un poco y luego lo alcanzaba. La bicicleta era de mujer, el asiento estaba demasiado bajo y mi padre, un poco echado hacia atrás, pedaleaba despacio por la calle de tierra. Estoy seguro de que no hablábamos. En realidad tengo la impresión de que nunca hablábamos. Si intentara recuperar algún diálogo con mi padre me resultaría imposible. Sólo frases sueltas. Esto de los regresos ocurría en Salto, el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde fuimos a vivir cuando emigramos de Italia. Un hermano de mi padre estaba en la Argentina desde antes de la guerra y le había ofrecido una participación en su carnicería.
Yo tenía doce años.
Recorrimos ese trayecto durante meses y meses. Con frío, con calor, con lluvia. Después de tantos años, la memoria rescata una única carrera nocturna que las resume a todas. Esa imagen siempre vuelve y se impone sobre los demás recuerdos. Aunque son muchas, nítidas y fuertes las imágenes que tengo de mi padre. En general de la época de mi niñez, en el pueblo italiano, antes del largo viaje en barco a través del océano. Podría intentar hacer una lista y creo que no acabaría nunca. Ahí está la figura de
mi padre, oscura y quieta bajo una nevada, esperándome en el portón del colegio de monjas al que yo iba. Mi padre guiándome por un atajo, a través de una colina que dominaba el lago, hasta llegar a la desembocadura de un río donde nos deteníamos a pescar. Mi padre caminando cauteloso unos pasos delante de mí, en los bosques que comenzaban más allá de las últimas casas:
bajo el brazo llevaba la escopeta belga de dos caños de la que estaba orgulloso. Mi padre cortando pasto desde el amanecer hasta el anochecer, en el campo de un terrateniente, parando unos segundos para sacarle filo a la guadaña, secarse el sudor de la frente y tomar un trago de agua. Mi padre vaciando la letrina con dos baldes colgados en los extremos de una larga vara de madera que se cruzaba sobre los hombros. Mi padre abonando los surcos de la huerta con el contenido de esos baldes. Mi padre hachando troncos, apretando los dientes y soltando un soplido ronco en cada golpe. Mi padre llegando a casa de noche, con un pino para el árbol de Navidad, seguramente arrancado de algún lugar prohibido. Mi padre emparchando la cámara de una bicicleta. Mi padre con el torso desnudo, afeitándose en el patio, frente a un espejo colgado de un clavo, explicándome por qué había dos zonas de la cara que necesitaban ser enjabonadas más que el resto. Mi padre fabricándome una flauta. Mi padre lavando una oveja en el arroyo para luego esquilarla. Mi padre realizando trabajos de albañilería, de carpintería. Mi padre sembrando, cosechando, pisando la uva para hacer vino, injertando frutales. Teníamos un ciruelo que daba frutos amarillos en una rama y rojos en otra. Un peral que daba peras de diferentes estaciones. Yo estaba asombrado con tantas habilidades. Aquel hombre sabía hacer de todo. Parecía que nada tuviera secretos para él.
Mi padre era un montañés callado y tímido. Pero podía irritarse y mucho. Una vez lo vi perseguir a un tipo por la calle hasta que el otro saltó por encima de una cerca que daba a un barranco y escapó. Se trataba de una disputa entre vecinos. No recuerdo la razón o nunca la supe. Tengo una imagen muy clara de esa violencia al aire libre. Todavía me parece oír el jadeo de los dos hombres corriendo. Me pregunto qué hubiese pasado si mi padre lo alcanzaba.
Con nosotros nunca se enojaba. Nos quería y nos respetaba. Pocas veces tuve oportunidad de aplicar tan adecuadamente la palabra respeto. De él, sin duda, heredé la inconsciencia y la tozudez. Estoy pensando en la actitud de mi padre durante la guerra. Trabajaba en una fábrica de gas y a veces su turno terminaba en la mitad de la noche. De nada servían los ruegos de mi
madre y los consejos de sus compañeros. Volvía a casa sin esperar que amaneciera, desafiando el toque de queda y las balas, porque quería dormir en su cama, era su derecho, y no existían Hitler o Mussolini o guerra que se lo impidieran.
Partió para América en 1948. El día de la despedida reía, bromeaba, se lo veía de buen humor, pero a mí me pareció que lo hacía para darse ánimo y cubrir el desconcierto. Recuerdo el reencuentro en el puerto de Buenos Aires, pasados dos años de separación, su abrazo torpe y sin palabras. En el viaje en tren a través de la llanura invernal, rumbo al pueblo, tampoco habló demasiado. Iba sentado junto a mí y su brazo se mantuvo rodeándome los hombros todo el tiempo. De tanto en tanto sus dedos se comprimían para darme un apretón.
Después vino el trabajo a su lado, en la carnicería, donde aprendí la recorrida de los clientes antes de memorizar la primera media docena de palabras en castellano. Salía al reparto a la mañana y a la tarde y, cuando terminaba, ayudaba en el negocio. Siempre había algo que hacer. Limpiar la picadora de carne, la sierra eléctrica, lavar el piso, pelar ajos para los embutidos, darles agua a los animales.
Empecé a jugar al fútbol en la sexta división del Club Compañía General. Estaba contento con los botines, el pantaloncito y la camiseta que me habían dado y podía llevarme a casa. Los partidos eran los sábados después de mediodía y a veces llegaba con un poco de retraso al trabajo. Entonces, durante toda la tarde, vivía en un clima de acusaciones silenciosas. Las acusaciones provenían de mi tío y mis dos primos. Mi padre no me decía nada. A lo sumo rumiaba una frase en voz baja cuando me veía aparecer corriendo. Se sentía obligado con su hermano mayor que lo había traído a América, y la deuda me incluía. Estoy seguro de que esa dependencia lo amargaba. Pero no podía hacer nada y guardaba silencio. También en el reducido territorio de aquel negocio éramos extranjeros y había que ganarse el espacio y soportar las humillaciones cuando llegaban.
Yo intuía que mi padre hubiese deseado un destino distinto para mí.
Una noche, cinco años después de la llegada al pueblo, emprendí otro viaje. Partí a descubrir la ciudad. A esta altura mi padre se había separado de mi tío y había instalado su propia carnicería. No le iba bien. Mi padre no era el mismo de antes. América lo había golpeado. Yo no estaba con él en el negocio nuevo. En los últimos tiempos había trabajado de cadete en una farmacia. Me fui sin que lo supiera. Mi madre y mi hermana me vieron dejar la casa porque se despertaron mientras yo preparaba la valija. No lograron retenerme y tampoco se animaron a llamar a mi padre. Ignoro cuánto pudo dolerle aquella huida. Nunca me la reprochó. Después, en los espaciados regresos al pueblo, me encontraba con pequeños cambios en la casa. Algunas comodidades en el baño, en la cocina. Me enteré de que una vez, al comprar un calefón, mi padre comentó: “Para cuando venga Antonio”.
Por lo tanto pensaba en mí con cada mejora.
Cuando murió, yo estaba lejos. Una enfermera iba a aplicarle inyecciones día por medio. La última fue un sábado. La enfermera se despidió hasta el lunes. Mi padre dijo: “Vamos a ver si aguantamos hasta el lunes”. No aguantó. Sé que en el final preguntó por mí. Llegué al pueblo el día posterior al entierro. Venía desde Brasil, viajando en trenes y en ómnibus. En la puerta encontré al marido de mi hermana que me dijo: “Papá murió”.
Muchos años después de su muerte, mientras mirábamos unas fotos, oí a mi hermana murmurar: “Qué hermoso era papá”. Nunca había pensado en eso. Eran fotos de sus veintisiete años, tenía a un chico de meses en brazos, estaba tostado por el sol y se le notaban los músculos bajo la camiseta clara. Se lo veía feliz. El chico era yo.
De tantas cosas relacionadas con mi padre me acuerdo especialmente de aquellos regresos a casa después del trabajo. Eran siempre noches grandes, cargadas de estrellas y de silencio. Así las veo.
Avanzábamos a través de un decorado de casas mudas y luces fantasmales en las ventanas y en los patios. Yo me sentía extraviado en esa oscuridad y la sensación no me gustaba. Quería llegar rápido, para que pasara la noche, y luego el día, y otra noche y otro día, hasta que el cerco de las noches y los días se rompiera. ¿Y mi padre? ¿Qué pensaba? ¿Qué significaba para él
ese tránsito entre la agitación de la jornada y la promesa del descanso? ¿En qué medida mi presencia le servía de compañía, de incentivo, de alivio? ¿Me vería como yo me veo ahora en el recuerdo? Lo que veo es un cachorro impaciente, agazapado en el fondo de sí mismo, esperando su oportunidad para dar un salto. Mi padre pedaleaba y yo trotaba a su lado. No teníamos otra
referencia que el foco de la bicicleta alumbrando un óvalo de tierra, hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que podría no tener fin. Esa luz mínima marcaba el camino y finalmente nos sacaba de la oscuridad. Nos guiaba a la mesa familiar preparada para la cena, a los rumores de las sillas arrastradas sobre el piso de ladrillos y de los cubiertos en los platos. Pero durante ese trayecto permanecíamos lejos de todo. Ahí estábamos solos y estábamos juntos. Nos movíamos en una zona de vacío entre un mundo que ya no existía, perdido del otro lado del océano, y este otro que se proyectaba en los días futuros y estaba hecho de necesidades e insatisfacciones y furias contenidas y esperanzas obstinadas.