lunes, 18 de agosto de 2014

EL RASTRO DE CORTÁZAR EN BANFIELD

El próximo 26 de agosto se cumplirán 100 años del nacimiento de Julio Cortázar y la palabra Banfield resuena con fuerza. Muchos de sus cuentos transcurren en Banfield, entre ellos y sólo para mencionar algunos: "Deshoras" y "Los Venenos". Es que allí Don Julio vivió su infancia y su primera adolescencia.
Como oriundo y habitante de Banfield puedo asegurar que su alma sigue dando vueltas por el viejo empedrado del barrio que queda al oeste de las vías del ferrocarril, por su plaza y en la estación de trenes también. Ni hablar de esquina de Maipú y Belgrano, en donde entonces se levantaba la escuela N° 10  en la que cursó la primaria. Don Julio sigue presente en todos esos lugares. A los cortazianos les digo que es muy fácil llegar hasta allá. El tren eléctrico en Constitución, veinte minutos de viaje y Banfield, y el mundo inmenso de Cortázar que se abre profundo y misterioso ni bien pongamos un pie en el andén.



Entre el 26 de agosto de 2014 y el domingo 31 Banfield será una fiesta recordando al maestro. Este es el programa de actividades:
26 de Agosto 10 hs : colocación de un busto del escritor en la esquina de Maipú y Belgrano
26 de Agosto 20 hs : Charla debate con los escritores Vicente Zito Lema, Jorge Deschamps y Gloria Archuschin en el teatro Ensamble (Larrea 350)
27 de Agosto - 20 hs:  Inauguración  muestra de artes plásticas en la escuela X Arte en Alsina y Rincón
28 de Agosto - 20 hs: Narración oral de cuentos a cargo de la cuentista Liliana Bonel en el cine Maipú
28 de Agosto - 21 hs: Proyección de la pelicula el Perseguidor en el centro cultural espacio Pucheco en Arenales 1555.
29 de Agosto: - 22 hs : Concierto musica jazz (la preferida de Cortázar) a cargo de la Maidana Jazz en el teatro viejo Varieté en Maipú 540. (se interpretará a Charlie Parker)
31 de Agosto: durante todo el día: fiesta de murgas, concursos de pintura, una feria de libros y juegos, por supuesto, la clásica "Rayuela".


Banfield en el cuento Deshoras:
   Un pueblo, Bánfield, con sus calles de tierra y la estación del Ferrocarril Sud, sus baldíos que en verano hervían de langostas multicolores a la hora de la siesta, y que de noche se agazapaba como temeroso en torno a los pocos faroles de las esquinas, con una que otra pitada de los vigilantes a caballo y el halo vertiginoso de los insectos voladores en torno a cada farol. A tan poca distancia las casas de Doro y de Anibal que la calle era para ellos como un corredor más, algo que seguía manteniéndolos unidos de día o de noche, en el potrero jugando al fútbol en plena siesta o bajo la luz del farol de la esquina mirando cómo los sapos y los escuerzos hacían rueda para comerse a los insectos borrachos de dar vueltas en torno a la luz amarilla. Y el verano, siempre, el verano de las vacaciones, la libertad de los juegos, el tiempo solamente de ellos, para ellos, sin horario ni campana para entrar a clase, el olor del verano en el aire caliente de las tardes y las noches, en las caras sudadas después de ganar o perder o pelearse o correr, de reírse y a veces de llorar pero siempre juntos, siempre libres, dueños de su mundo de barriletes y pelotas y esquinas y veredas.
  
Banfield en el cuento "Los Venenos"

  El sábado tío Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había dicho en la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas de Bánfield, las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde en el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero no pueden esconder su fila negra que va y viene trayendo pedacitos de hojas, y los pedacitos de hojas eran las plantas del jardín, por eso mamá y tío Carlos se habían decidido a comprar la máquina para acabar con las hormigas.





jueves, 24 de julio de 2014

IMBORRABLE

No quedó nada. Ni el viejo bar de la calle Chile, ni la confitería Richmond de la peatonal Florida, ni el mítico cine Lara de la Avenida de Mayo, a donde íbamos a ver de manera incansable la película "La canción es la misma" de Led Zeppelin; hasta nosotros nos perdimos para siempre.
No quedó nada pero a pesar de eso, esta historia permanecerá imborrable en mi cabeza.



IMBORRABLE
Con la vuelta de la democracia nos empezamos a reunir los días viernes. Corría la época a la que todos llamaban orgullosamente “primavera alfonsinista” o “destape argentino”. Yo era bastante escéptico sobre el punto, más de una vez se me daba por pensar que aquellos días tenían poco de primavera y en especial, de destape, en el fondo creía ver la misma hipocresía de toda la vida a la que le habían pegado una lavada de cara a los apurones. 
El punto obligado de encuentro—la base de operaciones, como decía Paco—era un viejo bar ubicado en la esquina de calle Chile, casi esquina 9 de Julio, que tiraron abajo a mediados de los noventa.
A las 9 de la noche a más tardar y con algunas botellas de cerveza encima, salíamos a caminar por la ciudad. Íbamos siempre en dos grupos, separados a no más de un metro entre uno y otro, ocupando todo el ancho de las veredas. Hubo un tiempo en que me ilusioné, pensaba que el infaltable vagabundeo semanal era la forma que habíamos  encontrado de desafiar al paso del tiempo, de asegurarnos que siempre íbamos a estar juntos.      
Envueltos en conversaciones entrecortadas, en sonrisas cómplices, en silbidos distraídos, parecíamos flotar en la calles. Cada tanto, a más de uno se le daba por tararear alguna canción de rock. Recuerdo particularmente la forma en que lo hacía Luciano (se había ensañado con una hermosa melodía de Joni Mitchell), con una voz chillona que enronquecía enseguida y que a mí me daba vergüenza ajena. A veces me parece que ese ridículo tarareo es la síntesis de lo que me ha quedado de esa época.           
Había días que éramos siete y hasta ocho amigos. Por ejemplo, los primeros viernes del mes la asistencia era perfecta. De algún modo, todos nos las arreglábamos para tener unos los pesos necesarios para solventar esas religiosos reuniones. El que no trabajaba contaba al menos con un padre o una madre que generosamente pasaba una mensualidad, como eran los casos de Patricio y Chiqui, por ese entonces estudiantes en la universidad de Buenos Aires.
Lo cierto es que los ocasionales transeúntes nos veían venir y enseguida se apartaban a un costado de la vereda para dejarnos pasar. Después, a nuestras espaldas, se daban vuelta y nos miraban con curiosidad.
Éramos un grupo bastante raro. Por esos años me preguntaba qué era lo que más llamaba la atención: los pelos largos y rojizos de Marcia, la pelada lustrosa de Chiqui, la forma de caminar de Paco (tenía una pierna más corta), los tatuajes provocativos de Patricio, o mi traje gris impecable, haciendo juego con mi camisa y corbata.              
A no engañarse. Individualmente pasábamos inadvertidos, no se daban vuelta ni los perros,  pero juntos éramos otra cosa. Con el correr de los años me di cuenta de algo: lo que llamaba la atención de la gente era descubrir a un grupo heterogéneo, demasiado desparejo como para andar caminando juntos por la vida con tanta naturalidad. Sin embargo, en el fondo, sabía que no éramos muy diferentes. Acaso nos unía el deseo oculto de que algo extraordinario sucediera alguna vez en nuestras vidas.      
Ya en plena caminata nocturna, el Chiqui solía largar la pregunta de todos los viernes: “¿A ver hoy que nos trae nuevo la city?” Y la “city” casi nunca nos sorprendía con nada.  La mayoría de las veces terminábamos sentados en una plaza fumando con desgano, o en la función de trasnoche del cine Lara de Avenida Mayo mirando por enésima vez el film “La canción es la misma” de Led Zeppelin”.
Más tarde, bien entrada la madrugada, atraídos por las botellas de vodka, la marihuana, las ganas de dormir, o las tres cosas juntas, terminábamos la noche en el cuatro ambientes de Luciano.
Era un departamento muy cómodo, caro, regalo de su papá empresario. No hay nada mejor que tener como padre a un cerdo capitalista, decía Paco cada vez que entraba en la cocina y miraba con asombro la moderna mesada, las banquetas de pana y la heladera último modelo con freezer. Lo curioso o no tanto, era que el que más festejaba la ocurrencia de Paco era justamente Luciano, el hijo del cerdo capitalista.
Por esos meses Luciano parecía embarcado en una eterna mudanza. Había cajas vacías, valijas y libros tirados por todos lados. Decía que quería darle al departamento un toque especial pero nada parecía conformarlo. Los muebles iban y venían todo el tiempo de la casa de los padres al departamento y al revés. Así, el famoso toque final nunca llegaba. A veces compraba una biblioteca o una mesita de luz y al poco tiempo las terminaba regalando porque decía que no iban con el estilo del resto del mobiliario.
Después de comer nos tirábamos a dormir en donde se podía. Camas, sillones, colchones desparramados en el piso, lo mismo daba a esa altura de la noche.      
Fumé mis primeros cigarrillos de marihuana allí. Los demás ya tenían bastante experiencia en esas prácticas, pero lo nuestro más bien tenía que ver con el consumo social que con otra cosa. En todo caso pensaba que si alguna vez terminábamos de perder la cabeza sería por el alcohol y no por la drogas. 
Un viernes que estábamos aburridísimos, Marcos empezó a fantasear con conquistar alguna turista en la calle Florida, una diosa nórdica, como había hecho el pulga un par de años atrás.
—¿Quién?—preguntó Luciano
—Alejo, el pulga. ¿No te acordás? Se terminó yendo a vivir con la rubia esa a Copenhague.
Luciano contestó que sí, que se acordaba, y el tema quedó ahí, nadie dijo más nada, la idea de Marcos parecía no haber prendido, o en todo caso se veía inalcanzable.         
Sin embargo esa noche, cuando salimos del viejo bar de la calle Chile, nos fuimos a dar una vuelta por Florida. Marcos siempre fue cabeza dura. En plena caminata insistió con el tema. Le pidió a Marcia que, en el caso de cruzarse con la famosa diosa nórdica, le diera una mano con el idioma, aprovechando que ella había vivido unos cuantos años en Paris como exiliada política y que hablaba perfecto el inglés y el francés. Marcia aceptó con gusto, argumentó que con tal de verlo hacer el ridículo se prestaba a cualquier cosa. Pero esa noche, por el frío, o por la hora, casi no nos cruzamos con turistas, mucho menos con las fantásticas mujeres que había soñado Marcos.
Fue al viernes siguiente que Paco se apareció en el bar con el extranjero. Me acuerdo que nos miró a todos con picardía y después le preguntó a Marcos:
— ¿Che, en lugar de una dinamarquesa, no te da lo mismo un grandote canadiense? 
Todos reímos a carcajadas, incluso el gringo. Se llamaba Eric Swaster o Swester, ya no recuerdo bien, pero todos lo empezamos a llamar Neil, por Neil Young. El tipo, como buen canadiense, era fanático del célebre músico. Vivía a unos pocos kilómetros de Toronto. Para lo que era mi imaginario, Neil no era el típico canadiense. Por empezar, no era muy alto, tenía el pelo oscuro enrulado, la cara redonda, y barba de dos o tres días. Eso sí, era bastante corpulento, tanto o más que Marcos. También me llamaba la atención su español fluido, producto de una larga estadía en Perú unos años atrás.
El gringo decía que tenía la edad de Chiqui, veintisiete años, pero yo le daba por lo menos cinco o seis más. Paco lo había conocido el día anterior, en una marcha convocada por organizaciones de derechos humanos. 
Después de terminar la primera cerveza, Neil nos confesó que había llegado al país atraído por la increíble historia de las “Madres de Plaza de Mayo”, de quienes admiraba su coraje y su lucha. Marcia, que todavía conservaba buenos contactos políticos, le prometió llevarlo un día a conocer la sede de la agrupación. Me acuerdo que Neil se puso muy contento y agradeció nuestra hospitalidad. A lo largo de toda la conversación brindamos varias veces, levantábamos las copas bien altas  y después gritábamos: “por Argentina y por Canada”, “por las madres de Plaza de Mayo#, “por Neil Young y el rock”.
Cerca de las diez de la noche le preguntamos a Neil si quería venir con nosotros a caminar y enseguida contestó que sí, que iba a aprovechar para conocer la ciudad.
A lo largo de la recorrida el canadiense no paraba de sacar fotos, admirado por la arquitectura de los edificios y por la belleza de las avenidas y las plazas. Según él, en cada rincón, descubría un toque europeo. Cuando pasamos por la calle Maipú al 900 y le mostramos el edificio de departamentos donde vivía Jorge Luis Borges, Neil se mostró desconfiado. Al advertir que hablábamos en serio, miró el cielo y realizó un movimiento raro con la mano, algo parecido a una reverencia. Enseguida confesó emocionado que el mejor cuento que había leído en su vida se llamaba “El milagro Secreto”, del maestro Borges. Después quiso que todos nos sacáramos una foto en la puerta del edificio, pero como en ese momento no pasaba nadie yo tuve que hacer de fotógrafo.
Continuamos nuestra caminata bordeando la Plaza San Martín hasta desembocar en Florida. Bajamos distraídos por la peatonal, mirando vidrieras y hablando entre nosotros. Estuvimos a punto de entrar a la galería del Este pero algo, no sé qué, nos hizo seguir de largo. Más tarde nos metimos en la Richmond a tomar café. El canadiense estaba como eufórico, tal vez mucho más que eso: feliz. Fue entonces que Marcia me preguntó al oído, muy bajito:
—¿Con qué se habrá dado este loco?
Llegamos al departamento de Luciano antes de las tres. Yo estaba que me caía del sueño pero el whisky y el café que sirvió Patricio me despabiló bastante.              
Teníamos hambre y comimos empanadas de pollo y carne que encontramos en la heladera. Después, Paco, ayudado por Marcos, armó los cigarrillos de marihuana. Cuando terminamos de fumar el canadiense agarró la guitarra de Luciano y se puso a cantar. Fue una sorpresa comprobar que su voz chillona se convertía en algo dulce y afinado a la hora de hacer música. Haciendo honor al apodo que le habíamos puesto interpretó con mucho sentimiento “Powderfinger” de Neil Young.
Cuando terminó lo aplaudimos muy fuerte y brindamos con cerveza. Rápidamente se hicieron tres grupos, uno en el living, con Paco y Marcos, otro cerca del balcón formado por Patricio, Chiqui y Luciano, y nosotros—Marcia, Neil y yo—en la cocina. Fue en ese momento que aprovechamos para preguntarle cosas de su país y de su vida. Debe haber sido por el cansancio que nos contó muy poco. Apenas que trabajaba seis meses en un pequeño emprendimiento que tenía en Toronto, y que la otra mitad del año la dedicaba a viajar por el mundo. Marcia quiso saber cuándo se iba y él contesto que no lo sabía muy bien, pero que probablemente antes de la llegada de la primavera. Cuando le preguntamos qué era lo que más le agradaba de la Argentina contestó sin dudar:
—Todo, me gusta todo.  
En un momento dado hice un paneo a mi alrededor y di con botellas vacías. En pocos minutos habíamos acabado con toda cerveza del departamento.  
Después, ya no sabría decir muy bien cómo siguió la reunión porque sin saludar a nadie me tiré en un colchón, cerca de la estufa. Antes de dormirme escuché que al canadiense le decían que podía acostarse en el cuarto de Luciano, en la cama más grande.

Cuando me despertaron a los gritos y me dijeron que Neil estaba muerto, yo creí que se trataba de una broma de mal gusto. Esa sensación me duró hasta que entré al cuarto de Luciano y lo vi tendido en la cama boca arriba, con los labios apretados, el rostro pálido  y los ojos entreabiertos.
Aprovechando mi breve paso por la facultad de medicina me pidieron que lo revisara para saber si era verdad que el tipo había pasado a mejor vida. No hacía falta ser médico ni mucho menos para confirmar la sospecha, el gringo estaba frío y blanco como la nieve. Miré el reloj y eran las doce del mediodía. Me aparté y caminé en silencio hacia la ventana. Observé el cielo celeste, la calle, la gente. Afuera parecía ser un sábado más, tal vez un poco más fresco que los anteriores. No terminaba en caer. El resto también permaneció en silencio, rodeando al muerto, en un círculo perfecto. Estuvimos así hasta que alguien por fin exclamó: “ ¡Dios mío, pobre tipo! ¿Qué le habrá pasado?”
—Para mí que se daba con drogas pesadas—arriesgó Chiqui.
—Sí—dijo Marcos—, ya vendría entonado de antes y lo que tomó y fumó acá fue la gota que rebalsó el vaso.
—No sé, no creo. Tengo el presentimiento que fue el corazón—dijo Paco.
—O un ataque cerebral—dijo Patricio.
—Como puede ser—se lamentó Marcia—, si hasta ayer estaba lo más bien.
—Sí, hasta ayer—respondió molesto Luciano—, hoy palmó.  
No podría recordar con precisión todas las especulaciones que ensayamos para explicar la misteriosa muerte de Neil. Sí que en un momento dado alguien pregunto qué íbamos a hacer. Entonces empezó una larga discusión. Las opiniones se dividieron rápidamente. Estaban los que querían dar a aviso a la policía y los que se negaban rotundamente. De a poco se fue imponiendo la segunda postura. Según Paco iba a ser lo mejor, el hecho podía ser calificado como muerte dudosa y todos terminaríamos imputados como sospechosos.
Luciano coincidió. Además aventuró que en caso de zafar, lo mínimo que nos iban a tirar por la cabeza era un proceso por tenencia y consumo de drogas.
Marcos agregó que si el episodio tomaba estado público entonces iba intervenir la embajada canadiense y que todo el caso iba a ser un gran escándalo internacional. 
Fue ahí que me metí yo, dije que si me comía una causa judicial en la oficina me iban a terminar despidiendo.  
Por si todavía quedaban dudas, Marcia nos terminó de convencer a todos. Con lágrimas en los ojos afirmó que los represores seguían manejando las fuerzas de seguridad en las sombras, que si descubrían su carácter de exiliada política iban hacer con ella lo que no pudieron hacer en su momento.  
De repente, Patricio preguntó:
—Ok, no llamamos a la cana, ¿pero qué hacemos?
Luciano no dudó, contestó de manera terminante:
—Hacemos desaparecer el cuerpo. Lo tiramos en algún lugar, bien lejos, para que nadie lo pueda encontrar.
—Esos eran los métodos de la dictadura—respondió Marcia indignada.
—No hables boludeces, nena. Nosotros al tipo este ni lo secuestramos, ni lo torturamos, ni lo asesinamos. Ni siquiera sabemos quién carajo era. Mirá que el mundo es grande, eh. ¡Qué culpa tengo yo que este gringo hijo de remil putas haya elegido mi departamento, mi cama para venir a morirse!
Luciano estaba furioso. El ambiente se puso tan tenso que por un par de minutos nadie se animó a decir nada.
—Bueno, está bien—dijo Marcos—, conoces algún lugar para enterrarlo.
—¿Enterrarlo?—preguntó Luciano—. No, mejor no, va a llevar un tiempo hacer eso. Conozco un lugar en donde no pasa un alma y está lleno de alimañas. Los bichos esos se lo van a tragar mucho antes que los gusanos.
—¿Alimañas? Pero hay que enterrarlo—reprochó Marcos—. Al menos eso. No ves que el tipo era cristiano.
—¿Y vos como sabés eso?
—Por la cruz que le cuelga del pecho.
Fue entonces que intervino Paco:
—Lo que vamos a hacer es una salvajada.
—¿Salvajada? ¡Justo vos venís a hablar! —gritó Luciano—. Si no lo hubieras traído no estaríamos metidos en este quilombo. Mejor calláte la boca.
Paco estuvo a punto de írsele al humo, pero logramos contenerlo entre todos. Cuando se calmaron los ánimos, Marcia le preguntó a Luciano dónde quedaba ese lugar.
—Cerca de la ruta 11, camino a la costa.
—¿Y por qué tan lejos—preguntó Marcos?
—Si conoces un lugar mejor para tirar un muerto decímelo.
  Como Marcos no respondió, Luciano siguió con la explicación: había que ir hasta el kilómetro 180 y doblar en un camino perdido, de tierra. Después, apagar las luces del auto y recorrer en la oscuridad unos 10 kilómetros aproximadamente, dejar el cuerpo entre los pastizales  y regresar lo más rápido posible. Me acuerdo que tuve ganas de preguntarle como era que conocía un lugar así, pero no me animé.  
Patricio, que hacía varios minutos que no abría la boca, dijo que lo mejor era que todos nos mantuviéramos unidos para que las cosas salieran bien.  
Cuando el plan nos terminó de cerrar a todos, empezamos a discutir la mejor forma de sacar el cadáver del departamento. Otra vez las especulaciones. Alguien, no me acuerdo quién, habló de descuartizarlo. Otro de meterlo en una valija o en un bolsa de consorcio. Todas incoherencias, teniendo en cuenta lo grandote que era Neil. Yo dije que mientras discutíamos pavadas, pasaba el tiempo y el rigor mortis del cuerpo nos iba a dificultar cualquier solución.
Luciano dijo que contra eso no podíamos hacer nada, que igualmente había que esperar a la noche para sacarlo, que para ese entonces el cuerpo iba a estar más duro que una roca. Después, prendió un cigarrillo, le dio dos largas pitadas y dijo:
—No le demos mas vueltas al asunto. Hasta el ascensor no debe haber más de tres metros. No parece tan complicado. Vamos a tener que arrastrarlo hasta allí, rogar que no nos vea nadie, bajar hasta la cochera, rogar otra vez pasar inadvertidos, y meterlo adentro de la Trafic.
Dentro de todo era una suerte que esa noche Luciano tuviera a su disposición la camioneta del padre. Otros días, en cambio, andaba con un auto importado muy bonito, pero con un baúl en el que no hubiera entrado ni la mitad del cadáver de Neil.

A la tarde nos dedicamos a eliminar pruebas. Rompimos en mil pedacitos el pasaporte y las tarjetas de crédito. Después, las tiramos por el inodoro. Lo mismo hicimos con unas extrañas credenciales y una libretita con anotaciones de direcciones y números telefónicos. Luego, abrimos la mochila y encontramos los dólares. Marcia los contó y eran exactamente mil ochocientos. Me acuerdo que Luciano se los sacó de la mano de mal modo y fue hasta la cocina, prendió las hornallas y los fue quemando de a tres o cuatro. Yo sé que más de uno pensó en repartir el dinero, se los pude leer en los ojos. Incluso yo llegué a hacer mentalmente el cálculo de cuánto nos hubiera tocado por cabeza. Era extraño ver cómo se encendían los billetes y mucho más sentir el olor que despedían. Luciano, a medida que avanzaba en la tarea de incineración, nos miraba de manera desafiante pero nadie se atrevió a decirle nada. Con el tiempo comprendí que haber tomado la plata nos hubiera convertido en algo todavía más siniestro. 
Después, seguimos revisando las cosas. Tenía dos libros: “La náusea”  de Sartre y “Muerte en Venecia” de Thomas Mann. Me resultó imposible no asociar lo que le había pasado al canadiense con el título de ese libro, a pesar de que Buenos Aires y Venecia no se parecían en nada. Y la náusea también, cada vez que miraba el cadáver me agarraban arcadas. Los dos terminaron en el fuego y mientras ardían,  yo me acordé de cuando los militares hacían fogatas para quemar libros. Por la cara que puso Marcia, estoy seguro que ella tuvo la misma impresión.  
En un bolsillo perdido de la mochila había un walkman y varios casetes importados de Jimi Hendrix y Richie Havens. Luciano decía que en la semana iba a ir a navegar al tigre para tirar todo eso en el río, junto con el reloj, la máquina fotográfica y la cadenita con la cruz.    
Me acuerdo que Patricio a cada rato entraba al cuarto a mirar al muerto como si dudara de su estado o si esperara el milagro de la resurrección.
A la nochecita nos dedicamos a descansar. Yo no tenía sueño pero tirarse un par de horas era una manera de pasar el tiempo. No era sencillo encontrar un lugar porque se disponía de dos camas menos: la del muerto y la camita que estaba pegada a ella y a la que nadie quería ir.    
A eso de las 7 sonó el teléfono. Eran los padres de Chiqui que querían saber si iba ir a la noche a cenar a la casa. Él contestó que no, que se había comprometido a pasar por el cumpleaños de un amigo. Lindo cumpleaños, pensé.
Como en la heladera ya no quedaba nada logramos convencer a Luciano de bajar a comprar pizza. Nos puso dos condiciones: regresar inmediatamente y no comprar cerveza porque decía que había que estar muy sobrios para no meter la pata a la hora de sacar al muerto.
Cuando terminamos de comer la pizza encendimos el televisor y nos pusimos a mirar  en el canal 7 el programa “Función Privada”. Daban un policial francés lento y bastante aburrido. Por la mitad del film aparecía un tipo de gruesos anteojos deshaciéndose de un cadáver, lo enterraba en el fondo de una casa abandonada. Recuerdo que todos nos pusimos muy tensos y Luciano, rápido de reflejos,  se levantó y apagó de mal modo el televisor.  
A la una de la madrugada, alentados por el silencio del edificio, sacamos el cuerpo. Cinco minutos antes, Marcia y Marcos habían bajado a las cocheras para estacionar la Trafic lo más cerca posible de los ascensores. Luciano pidió además que el vehículo quedara de culata y con la puerta trasera abierta.
Cuando entramos al dormitorio fuimos rodeando de a poco al muerto. No podíamos dejar de mirarlo, parecíamos hipnotizados. La imagen me hizo acordar a la escena en un velorio. Entre Luciano, Chiqui y yo nos organizamos para levantarlo. Ya casi teníamos controlada la situación cuando por un mal cálculo se nos cayó sobre la alfombra roja. Hizo un ruido muy fuerte y entonces yo pensé en la gente que vivía abajo. Luciano, fuera de sí, me echó la culpa. Dijo que no tenía fuerzas, que mejor le cediera el lugar a Paco. Al hacerme a un lado noté que el piso había quedado manchado del líquido grisáceo que largaba la boca y la nariz del muerto.
Lo arrastraron como pudieron hasta la puerta del departamento y se quedamos allí, hasta que Patricio, que había ido a llamar el ascensor, dio el visto bueno. Los muchachos cargaron al canadiense y llegaron hasta el ascensor sin hacer ruidos. Yo cerré con llave el departamento y bajé con Patricio los tres pisos por las escaleras. Cuando llegamos a las cocheras ya estaban los cinco esperándonos adentro de la Trafic. Marcia y yo subimos adelante y el resto fue atrás aunque por la oscuridad nunca pude distinguir bien de qué lado viajaba el muerto. Luciano salió a toda velocidad y tomó la Avenida Libertador hacia el norte. No sé si era por el movimiento que había en las calles o las luces de las plazas y avenidas, la ciudad parecía prepararse para una gran fiesta.
Ya en plena ruta, Luciano iba rápido. En algún momento del viaje sentí temor de que nos detuvieran por exceso de velocidad, pero la verdad es que no se veían policías por ningún lado.
Promediando el viaje pasó algo que me dio tanto o más escalofríos que el muerto. No sé bien cómo, pero por unos instantes logré abstraerme del ruido del motor de la Trafic y entonces llegó de lleno a mis oídos el silencio de esa ruta oscura y solitaria. Sé que es difícil explicarlo con palabras, pero puedo jurar que no era un silencio cualquiera.
Y esa inquietud que me sacudía por dentro se mezcló con la voz ronca atrás de Chiqui, pidiendo desesperadamente que abriéramos las ventanillas porque le faltaba el aire. Yo dije que sí, que por favor las bajarán, que me estaba ahogando también. Luciano y Marcia hicieron caso enseguida y entonces un aire muy frío sacudió mi cara, fue como revivir.                     
Cerca de las dos y media Luciano apagó las luces de la trafic y tomó el camino de tierra. Íbamos a poca velocidad pero igualmente la camioneta se zarandeaba para todos lados. Cada tanto se escuchaba el ruido de piedras golpeando debajo de nuestros pies. A veces se cruzaban sombras en el aire y a mí se me ocurrió que podían ser murciélagos. 
A los pocos minutos el vehículo se detuvo abruptamente y alguien dijo que habíamos llegado.     
 Luciano, Paco y chiqui bajaron al muerto y lo empezaron a arrastrar hacía un costado del camino. Los cuatro eran como una sombra espesa que se iba diluyendo entre los pastizales. Mientras esperábamos en la oscuridad yo me pregunté un montón de cosas: 
¿Nos habría visto alguien? ¿Qué tipo alimañas eran las que se iban a devorar al canadiense? ¿Seríamos capaces de mantener el secreto a lo largo del tiempo?       
Regresaron diez minutos más tarde. “Ya está, ya está”, no paraba de decir Chiqui, parecía un disco rayado. Los tres tenían las caras desencajadas y respiraban con dificultad. No pudimos irnos enseguida. Tuvimos que esperar a que Paco terminara de vomitar. Había quedado a un costado de la Trafic, arrodillado,  tomándose el estómago y quejándose entre vómito y vómito. 
Después, Luciano manejó tan rápido como en el viaje de ida. Marcia lloriqueaba muy bajito a mi lado, con la frente apoyada en la ventanilla y su mano aferrada al pecho.
Mis ojos permanecían fijos en la línea blanca que separaba los dos carriles de la ruta. Yo creo que algún efecto hipnótico debería tener esa raya, ya que por largos minutos ni siquiera pude pestañear.  La sensación que me invadió en esos momentos fue de lejanía, como la de haber llegado a un lugar remoto desde donde jamás podríamos regresar.
El único que habló en todo el trayecto fue Chiqui para decir que por un tiempo teníamos que dejar de vernos.
Desde esa noche, a excepción de Paco, jamás volví a verlos. Una década después me crucé con él cerca de plaza de Mayo y los dos fingimos no habernos visto. 
Luciano nos fue dejando de a uno en nuestras casas y yo fui el último en bajarme de la Trafic.
Mientras el sol de la nueva mañana empezaba a asomarse lentamente y la llave de mi departamento se empecinaba una y otra vez en errarle a la cerradura, se me dio por pensar en todos los turistas que en ese momento estarían llegando al país. Imaginé a esos tipos sonrientes, distendidos, con la ilusión intacta de pasar una estadía única, imborrable.



sábado, 12 de julio de 2014

KJELL ASKILDSEN: AJEDREZ

"Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues ahí es donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y ahí se mantiene viva."
Kjell Askildsen, del cuento "Ajedrez".

Para muchos (yo me incluyo) el mejor cuentista europeo contemporaneo, nacido en Noruega en 1929. Estuvo en Argentina en el 2011 para presentar su libro "Cuentos Reunidos". Además, tuvo el coraje de decir lo que muchos piensan pero no se animan r por que queda mal: “Borges no es para mí. No quiero ofender, no estoy afirmando que sea un mal escritor, simplemente no me interesa. No soy ese tipo de escritor intelectual que era Borges.” 


Aqui, esta pequeña obra maestra: Ajedrez 

 El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene nada por que morir.
Tal vez sea ese el motivo.
Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última vez. “Sigues vivo”, dijo, aunque él era mayor que yo. Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua. “La vida es dura –dijo–, no hay quien la aguante”. Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo solo unas cuentas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.
Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en el fofo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez. “Eso lleva mucho tiempo –dijo–, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes”. Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de ellas. “No lleva más de una hora”, dije. “La partida sí –contestó–, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo”. No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije: “de modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya”. “Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida”. Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir. “Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos”, dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. “No ha sido mi intención herirte”, dijo. “¿Herirme?”, contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara. “Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito”. Me puse de pie y le solté un discurso: “Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo. Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: “Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez”. Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo: “Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante”.
Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.
Al fin y al cabo éramos hermanos.

miércoles, 11 de junio de 2014

FLORES OSCURAS: SERGIO RAMIREZ. LOS CUENTOS

No hace falta morirse para descubrir que el infierno existe. Efectivamente, hay infierno acá, a la vuelta de la esquina y los personajes de "Flores Oscuras", el último libro de cuentos del  nicaraguense, Sergio Ramirez, pueden dar fe de ello. Lo transitan dolorasamente a lo largo de las 12 historias que lo integran.
Cubriendo diversos registros narrativas que van desde  la crónica periodistica, el cuento y el cuento fantástico, se destacan principalmente: "La Puerta Falsa" que narra la historia de Amado Gavilán, un boxeador mediocre que ha cosechado diez veces más derrotas que triunfos pero que gracias a su tenacidad y disciplina en los entrenamientos es siempre premiado con una pelea más, prolongando así su obligado retiro, aconsejado tanto por cuestiones de  veteranía, como de salud. Es así que obtiene un último y gran premio: ser preliminarista en la pelea despedida del gran campeón Julio César Chávez. ¿Un premio?
En "Las Alas de la Gloria", un ex guerrillero sandinista, hoy de oficio panadero, encuentra una paradójica muerte con su propia y gloriosa bayoneta, a manos de un adolescente, los dos borrachos, luego de una absurda discusión.
En Abbot y Costello, un inmigrante ilegal nicaraguense en Costa Rica, al intentar entrar a robar a un taller mecánico, es despedazado por dos Rottweiler, ante la pasividad del dueño de los perros y un puñado de policías que se quedan mirando la escena como si fuera la de un circo romano.

En La colina 155, otra excelente historia,  dos excombatientes del Frente de Liberación Nacional se vuelven a encontrar en el parque de la mansión de uno de ellos, un millonario corrupto y el otro, un ladrón de poca monta. En la revolución, los papeles estaban invertidos, el ladrón era el jefe y el millonario, un soldado del monton a su mando.


Sin dudas, Sergio Ramirez (1942) ex guerrillero sandinista y vicepresidente de Nicaragua, es uno de los escritores lationamericanos más importantes de la actualidad, y quizá el cuentista número uno de habla hispana.

Las historias contadas en Flores Oscuras convierten en hechos asombrosos lo que en apariencia resulta ser un suceso banal, sin trascendencia.



Leer Reportaje a Sergio Ramirez en Baires

Leer el cuento La Colina 155 de Flores Oscuras de Sergio Ramirez. 

Sergio Ramirez nació en Masatepe, Nicaragua, en 1942. Entre numerosas distinciones, ganó el premio Alfaguara en 1988 con la novela, Margarita, está linda la mar. En el mismo año se alzó con el premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia, por su obra Un Baile de máscaras.

martes, 6 de mayo de 2014

38 AÑOS DE LA DESAPARICIÓN DE HAROLDO CONTI (1925-1976)

"Sólo soy escritor nada más cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o temprano vuelvo con un libro. Entre la literatura y la vida, rescato la vida. Con la vida rescato la literatura. Y si no fuera así, la elegiría de todas maneras".

Otros tiempos, otros escritores. La notable frase pertenece al gran escritor chupado por una patota del batallón 601, el 5 de mayo de 1976, siguiendo así los pasos de otros intelectuales como Rodolfo Walsh, Paco Urondo, etc. El hecho se produjo a la llegada de su casa, en el barrio porteño de Villa Crespo.

Notable la definición del maestro Conti, porque 38 años después, estamos frente un universo de escritores (por supuesto, que hay excepciones)  que hace exactamente lo contrario, son escritores full time, las 24 horas del día, los 365 días del año, dando charlas, conferencias, vertiendo opiniones en diarios y suplementos literarios, haciendo viajes, y la pregunta es inevitable ¿Cuando escriben?  Demasiado charlatanes. ¿Un escritor no habla solo a través de lo que escribe? ¿Qué es tan imperioso que no puede callarse?

Antes de ser periodista, hizo de todo un poco: Fue actor, seminarista, camionero, piloto, profesor de latín.
En su obra, es imposible no hablar de la novela Sudestada (1962). Sus cuentos inolvidables, perdurarán siempre. Mis preferidos son "Todos los Veranos" - "Los Novios"- "Muerte de un hermano"- "Como un león" - "Las doce a Bragado" - "Perdido".

Es bueno recordar que los responsables de su desaparición y las de los otros 30.000 compatriotas caminaban tranquilos por las calles del país hasta mayo del año 2003, hasta que los gobiernos de Néstor Kirchner, primero, y luego, Cristina Férnández de Kirchner, tuvieron la decisión politica, histórica por cierto, de avanzar en el plano de la reparación, de la justicia olvidada hasta ese momento. Desde entonces, se realizan innumerables juicios que han ido encarcelando en cárceles comunes a los atroces genocidadas. El despreciable dictador Videla, tambien es bueno recordar, terminó sus miserables días en una celda común, algo impensado, treinta años antes.

Dijo Eduardo Galeano de su obra: "El Mago es viejo. Su voz dice palabras de mucha hermosura. Cuando él se pone a contar, la memoria corre con tanta inocencia y libertad que uno siente capaz de saltearse, para siempre, el día de la muerte".




Hoy su  obra está más vivo que nunca. "Compañero Haroldo Conti", ¡Presente!

viernes, 7 de marzo de 2014

DOS GOTAS DE AGUA (del libro Historias Negras del Deporte Blanco)


Muy poco para decir de este cuento. Bastante ya con el trabajo que me dio escribirlo y corregirlo.
Sólo mencionar que forma parte del libro de relatos "Historias Negras del Deporte Blanco" (inédito, los más probable que esa condición sea perpetua) y que fue concebido medio año antes de ser finalmente escrito.
Que su origen tiene que ver con la oscura fascinación que siempre sentí hacia los vagabundos, linyeras, pordioseros, homeless, en fin, su nombre varía de acuerdo a la región y los países.
Desde muy chico me paraba a mirarlos con la curiosidad de un gato. Mi madre me tomaba de una mano y me apartaba de manera violenta, al tiempo que me retaba: "Vamos hijo, no mirés así a al hombre". Y a mi costaba entender que llamara hombre a  "eso". Y luego, me pasaba horas  pensando como había sido la vida del pobre infeliz antes de perder su condición humana. .
"Dos gotas de agua" es apenas la historia de dos de ellos, dos homeless que tuvieron relación con el mundo del tenis, contada antes y después de que el agua llegara y los tapara hasta el cuello.
DOS GOTAS DE AGUA. 
La de Seguso y Frenkel debe ser una de las historias más asombrosas del mundo del tenis. Mi larga trayectoria como cronista deportivo al menos me indica eso.
Todo comenzó (en realidad, terminó) la madrugada del jueves 18 de mayo del año 2005, cuando dos pordioseros, Mark Seguso y David Frenkel, de 51 y 31 años respectivamente, volvieron a verse las caras en un apartado barrio de la ciudad de Denver.    
Era una noche nublada, con pronóstico de lluvia. El escueto expediente judicial indica  que se toparon en la intersección de las calles Mirror y River, a un puñado de cuadras de las vías del ferrocarril.
No se reconocieron, no tenían por qué, habían transcurrido veinte años de la última vez (no existen indicios que hagan presumir un encuentro anterior) y además ambos estaban lo suficientemente borrachos para no conocer ni siquiera a sus propias madres. Todo eso sin contar la mala vida que les había deformado cruelmente los rostros.    
Todo el mundo tiene una biografía, un pasado, incluso estos dos tristes vagabundos. Dos décadas atrás, Seguso, acababa de cumplir treinta años y era un famoso jugador de tenis, el orgullo de Denver. Frenkel, por el contrario, apenas un niño de once años que esa tarde oficiaba de ball boy en el partido que Mark disputaba contra el finlandés Jano Heimer . Era la final de un torneo de ATP.      
Se trató de una dura contienda en la que ambos rivales dieron lo mejor de sí. Seguso ganaría el partido luego de batallar por más de dos horas. Tres días más tarde de la apretada victoria, en conferencia de prensa, Seguso, apodado “el “Palero de Denver” por sus furibundos golpes, en especial su derecha invertida que era un verdadero misil, anunciaría su retiro definitivo de las canchas. La noticia causó fuerte revuelo entre sus seguidores, es que nada hacía suponer ese final abrupto. Su estado físico era óptimo y además estaba atravesando el mejor momento de su carrera. Agradeció eternamente el apoyo recibido del público, mi publicó, aclaró, y agregó que prefería retirarse así, victorioso, con un triunfo en su propia ciudad. Por ese entonces ni siquiera sospechaba de la otra derrota, esa que la vida le tenía reservada para los próximos años.
En cierta manera, se iba del tenis profesional de la misma forma que había llegado a él. Por años fue casi un desconocido hasta que de manera inesperada irrumpió en las ligas mayores. Ganó al hilo cinco importantes torneos que lo ubicaron en la elite del deporte.  
Su cuarto de hora duró apenas un par de años. A pesar de las razones que esgrimió en la tumultuosa conferencia de prensa, nunca se entendió del todo la decisión de colgar la raqueta. Como dijo un famoso periodista de la época: “Seguso fue apenas una estrella fugaz en el firmamento del tenis”.   
Lo cierto es que en ese último torneo, el Palero entabló una extraña relación con Frenkel,  por entonces un muchachito de pelo rubio enrulado y simpáticas pecas. Entre tantos pibes que hacían de alcanza pelotas, la pregunta resulta inevitable: ¿Cuál fue la verdadera razón que impulsó a Seguso a dispensarle un trato especial a Frenkel?  
Mucho se especuló sobre el asunto. Algunos dijeron que vio en el niño al hijo que nunca podría tener (se rumoreaba que Seguso, casado en segundas nupcias, era infértil); otros aventuraron que le traía el recuerdo de Henry, su hermanito menor fallecido en un accidente automovilístico, quince años atrás. En mi investigación tuve acceso a una foto de Henry y puedo asegurar que el parecido con Frenkel era notable. La muerte temprano del hermano menor marcó un hito en la vida de Seguso. A partir de ese momento su carácter  se vio seriamente afectado. Se convirtió en un chico irascible, violento, por cualquier entredicho se agarraba a las trompadas. Esa conducta errática lo llevo a la expulsión de varios colegios durante la adolescencia. Se decía que el estilo de su juego, agresivo y demoledor, como una aplanadora, era la forma que Mark había encontrado para canalizar la violencia que corría por sus venas.
Pero había una teoría más que explicaba el llamativo vínculo con Frenkel y que hablaba de una simple cuestión de cábala. Se sabe que la mayoría de los tenistas son supersticiosos y Seguso cumplía la regla. Sus rituales antes de los partidos eran famosos. Por solo mencionar algunos: pisaba siempre con el pie derecho al salir a la cancha, jamás usaba en sus partidos remeras que no fueran de color amarillo y antes de sacar, hacía picar invariablemente la pelotita cuatro veces, ni un pique más, ni un pique menos. No resulta descabellado entonces suponer que Seguso haya tomado a David como una especie de amuleto de la buena suerte. Existe un hecho que se produjo en el primer partido en donde Seguso estuvo al borde de la eliminación, que abona la hipótesis. El Palero tenía un match point en contra y su saque; parecía que ya estaba liquidado. No sacó enseguida, se tomó largos segundos, él dijo que fue para ordenar su  cabeza, aunque no son pocos los que aseguraron que fue una estrategia para poner nervioso al rival, enfriar el partido, como suele decirse. Con parsimonia se secó el sudor de la frente con una toalla y caminó dos lentos pasos en dirección a Frenkel, quien le alcanzó la primera pelotita. Enseguida, con una precisión milimétrica, arrojó la otra. El Palero guardó la segunda en el bolsillo del pantalón y se aprestaba a ejecutar el servicio, cuando inesperadamente Frenkel, desde atrás,  le chistó. Seguso giró y vio con asombro como el chico le ofrecía una nueva ball, como diciendo: “oye Mark, mejor sacá con esta que te va a dar suerte”. Seguso entendió el mensaje y aceptó el truque. Instantes después, no sólo levantaría el match point, sino que daría vuelta el partido y lo ganaría con facilidad.   

Desde entonces, Seguso siempre quiso tener a David de ball boy en sus partidos. Se lo comunicó al organizador del torneo con quien lo unía una vieja amistad.  
En la final hubo un error y Frenkel no fue incluido en el equipo de chicos alcanza pelotas. Seguso, ni bien notó la ausencia del muchacho, puso el grito en el cielo. La gente del torneo salió a buscarlo,  pero el chico no aparecía. El inicio del partido se demoró. Al finlandés lo engañaron como a un bebé, le dijeron que uno de los jueces de línea se había descompuesto y estaban buscándole un reemplazo.
Finalmente a Frenkel lo encontraron cerca de la cancha número 10 del club. Estaba enfurecido por la exclusión. Destrozaba con su raqueta un cartel de publicidad. También le pegaba patadas. Su tío, un hombre bastante corpulento, inútilmente intentaba calmarlo. Recién detuvo su locura cuando le informaron que lo esperaban en court central, que todo se había tratado de un malentendido. 
En el incidente encontramos un punto de coincidencia con Seguso: la violencia. Los dos habían caído en ella a temprana edad. En el caso de Frenkel, producto de la compleja relación familiar  marcada por la presencia de un padre déspota y una madre con tendencias suicidas.
Pero volvamos a la tarde grandiosa en la que David se llenaba de ilusiones. Mientras tomaba su lugar en la cancha  y el partido empezaba a rodar, pensó lo mucho que le había costado llegar hasta allí.  Lo habían seleccionado  junto a otros veinte alcanza pelotas, entre más de quinientos candidatos. Se dijo a si mismo que si había logrado eso, también alguna vez podría ser un campeón como Seguso, a quien admiraba ciegamente.  Por él había empezado a jugar al tenis. Era su ídolo indiscutido. Las paredes de su cuarto estaban empapeladas con sus posters.   
Como ya dijimos, el Palero de Denver se alzaría con el título aquel día. Tras recibir la copa de manos de una vieja gloria tenística de la ciudad, Tom Delaney, corrió al encuentro de Frenkel. Se agachó y lo estrechó en un largo y abrazo. Se hablaron al oído. Lo que se dijeron en ese emocionado momento fue algo que siempre me intrigó.      
A esta altura del relato más de uno se debe estar preguntando: ¿Qué sucedió en las vidas de Seguso y Frenkel para que terminaran de la forma que finalmente terminaron?
Empecemos por el “Palero de Denver”. Nunca logró reemplazar la adrenalina de la competencia deportiva por los fríos negocios que se empeñó en realizar con el mismo en invariable resultado: El fracaso. Perdió buena parte de su fortuna en inversiones desatinadas. El mundo empresarial le quedaba grande o simplemente no soportaba ver pasar la vida desde una lujosa y aburrida oficina.  Extrañaba como nadie la acción de los courts. Irremediablemente se fue desvaneciendo sin penas ni glorias en el olvido general. Las nuevas generaciones tenísticas que fueron surgiendo ayudaron a borrarlo de la cabeza de la gente.
Deprimido, se volcó de lleno al consumo de alcohol y drogas. Las peleas y los desmanes en bares y discotecas de mala muerte empezaron a tenerlo como protagonista. El palero ahora repartía puñetazos en lugar de raquetazos.  Fue acumulando cargos: resistencia a la autoridad, atentados contra la propiedad privada, lesiones leves, lesiones graves, tráfico de estupefacientes…hasta que un día lo encerraron detrás las rejas para cumplir una pena de doce años. A partir de ese momento se pierde en la memoria colectiva, nada más se sabe de él,  hasta el reencuentro con Frenkel aquella destemplada noche.
En cuanto al muchachito de cabellos dorados, su suerte no fue mejor. Lo único que hemos podido reconstruir de su vida es que a los 14 años el padre se va de la casa con otra mujer y con él  también se le va el tenis. Sale a la calle a trabajar de cualquier cosa para ayudar a la madre. A partir de ahí se nos pierde, hasta que según obra a fojas 19 del expediente, Frenkel, con diez y ocho años recién cumplidos, es encontrado culpable de un hecho de violación contra una menor y recibe una sentencia de 10 años de prisión. Cumple la condena y vuelve a desaparecer hasta el instante mismo en que se topa con Seguso en aquella solitaria esquina.  
Se cayeron bien de entrada. Ninguno preguntó por el nombre al otro. Los dos se llamaban igual: “Hermano”. Se dice que Frenkel fue el primero en hablar.  
—Hey, hermano, ¿cómo estás ? Te invito a tomar un trago.
El ex ball boy se bamboleaba peligrosamente y hacía lo imposible por no perder la vertical. En su mano derecha llevaba una botella de Whisky a medio tomar. Seguso, que daba la sensación de estar un poco más entero, aceptó de buena gana la invitación. Se sentaron en el cordón de la vereda y empezaron a beber del pico. Rápidamente entraron en confianza y a los pocos minutos las palabras iban y venían tan rápidas como los tragos.
Empezaron a hablar incoherencias. No se escuchaban, sus voces estridentes se superponían, cantaban desafinado viejas canciones, se pegaban palmadas en las espaldas y empezaban de nuevo, hermano esto, hermano lo otro, hasta que de pronto se empezaron a poner pesados.
Ocurre con frecuencia, la camaradería de dos borrachos debe ser una de las cosas más frágiles del mundo. A fojas 44 consta la declaración de un testigo clave, otro vagabundo de apellido Liston, que pasaba por el lugar justo cuando se armó la gresca. Afirmó que Seguso largó una fanfarronada que enardeció a Frenkel. Algo así como que era un terrible ganador con las mujeres, de manera textual “que se había cogido a miles, las putas más lindas de Denver”. 
—No creo que con esa cara de estúpido te hayas cogido ni a media—fue la dura respuesta de David.
No anduvieron con vueltas. Se levantaron los dos al mismo tiempo y enseguida pasaron a los empujones y a las trompadas, golpes que nunca dieron en el blanco, solo agitaban el aire pesado de una noche cargada ya de nubarrones negros.   
Hasta ahí, la escena no distaba mucho de cualquier pelea entre borrachos en la que los amagues y las amenazas superan largamente a los hechos. Sin embargo, bastó que Seguso, de pura casualidad, acertara un puñetazo de lleno en la nariz de Frenkel, para que las cosas se desmadraran. Cuando vio la sangre chorrear de su tabique nasal, David corrió en busca de la botella de whisky ya casi vacía. La rompió contra el cordón.  Seguso, no se quedó atrás, extrajo una cuchilla de cocina de sus lamentables  ropas. Se empezaron a medir al tiempo que se proferían insultos. La embestida parecía inminente, sin embargo el testigo afirmó que pasaron largos minutos sin novedad, como si se hubieran quedado congelados. Muchas veces me pregunté que habrá pasado por sus cabezas en esos instantes de vacilación. ¿Se habrán visto cerca del final y el miedo los paralizó?  ¿O fue que por sus gastados rostros se coló alguna huella del lejano encuentro mantenido dos décadas atrás? Tal vez, detrás de los ojos vidriosos y enrojecidos, de las arrugas prematuras, de las largas y grasosas barbas, alcanzaron a entrever como eran antes del derrumbe: la imagen victoriosa del tenista y la del niño rubio alcanza pelotas, el chico de la buena suerte.
El testigo Linston declaró que se había convencido que la cosa finalmente no iba a pasar a mayores, cuando Frenkel embistió con la furia de un toro. Fue demasiado rápído para un Seguso que todavía seguía perdido en la confusión de la sugestiva y larga  mirada. El palero largó un desgarrador alarido y enseguida sintió cómo el frio del vidrio le revolvía el estómago. La sangre empezó a salir con abundancia. Frenkel, decidido a terminar con el pleito, pretendió sacar la botella de las vísceras de Seguso para continuar con la carnicería, pero estaba tan enterrada que el intento fue vano. Entonces Mark, con las últimas fuerzas que le quedaban, le incrustó la cuchilla en la huesuda espalda. Ahora el que gritó fue David.
Según el informe del forense la puñalada le perforó el pulmón izquierdo. Empezaron a desplomarse en cámara lenta. Frenkel quedó arriba de Seguso y ya no se escucharon más gritos, ni lamentos, ni nada, solo el mortal silencio.

 Murieron abrazados. Para ese entonces empezaban a caer las primeras gotas sobre la ciudad. La foto de la escena final consta en la foja cincuenta y cuatro. No he podido evitar la asociación con el otro abrazo en la cancha, el día de la final. Aunque digan que perdí la razón, en este último abrazo, el fatal, también descubrí cierta ternura, eran como dos hermanos que se cuidan uno al otro, dos almas que emprendían juntos el viaje hacia la muerte. 
Hasta aquí los hechos tal cual sucedieron. Sin embargo, nunca creí que el reencuentro de los hombres hubiera sido obra del azar.  
La sospecha la pude confirmar el mes pasado cuando logré ubicar  a Peter Carracedo,  hoy, un próspero comerciante de artículos de tenis, dos décadas atrás, compañerito de Frenkel en el equipo de ball boys en ese último partido.  
Se quedó helado cuando le conté la triste historia. Le pregunté si sabía que se dijeron al oído después que al Palero le entregaron la copa.   
El hombre suspiró y enseguida cerró los ojos. Luego dijo que sí, que se lo había contado esa misma tarde. Seguso le agradeció por la buena suerte que le había dado a lo largo de torneo y Frenkel le confesó que era su héroe y que algún día quería ser igualito a él. El campeón le respondió:
—Lo serás, David. Estoy seguro que algún día lo serás.
 Y Seguso no se equivocó con el pronóstico. Veinte años después, en esa oscura esquina de la ciudad de Denver, debajo de una copiosa lluvia, la calle, el alcohol y por último, la muerte, los volverían perversamente iguales, como dos gotas de agua.     
Claudio Miranda 
Enero 2014


lunes, 10 de febrero de 2014

CLARICE LISPECTOR Y EL MIEDO A ESCRIBIR


"Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instarle en el vacío. En este vacío donde existo intuitivamente. 
Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él saco sangre. Soy una escritora que tiene miedo de la  celada de las palabras: las palabras: las palabras que digo esconden otras. ¿Cuales? Tal vez las diga. Escribir es una piedra lanzada en lo hondo del pozo". (Clarice Lispector, (1920-1978) nacida en Ucrania, que vivió y murió en Brasil, fragmento extraído de su obra un "Soplo de Vida")   

La gran escritora brasileña (para mi esa es su nacionalidad, por más que haya nacido en Ucrania, se instaló en Recife desde muy pequeña y más tarde vivió y murió en Río de Janeiro) se refiere a ese otro miedo, el miedo de dar con un mundo debajo de la superficie y que sólo las palabras son capaces de descubrir.
Que tan distante de aquel otro, el miedo a la hoja en blanco, un temor chiquito,  mezquino, de gente igual de chiquita y mezquina. Incluso se han escrito frondosos e inútiles volúmenes para superar el terrible problema de la hoja en blanco. 
La hoja en blanco, injustamente estigmatizada. Este blog quiere reivindicar a la famosa hoja en blanco, ella siempre aparece cuando no tenemos nada importante que decir.  
Reivindico la hoja en blanco porque nos salva de la vulgaridad, del lugar común, de la estupidez, de lo artificial, de lo forzado, de la vanidad.  
Tengo cientos de hojas en blanco que guardo con celo, que muestro con orgullo a los mismos amigos a quienes confío mi obra. Mis hojas en blanco ocupan un lugar  destacado en mi estudio, al lado de los premios literarios que alguna gané y que creo no merecer.
No son todas iguales a pesar de su curioso parecido. Están las hojas en blanco de la muchas novelas que alguna vez soñé (y sigo soñando) y  las hojas en blanco de los cientos de cuentos que jamás pude parir.
La hoja en blanco. No se le puede tener miedo a una vieja compañera de ruta.  
Para mí, el único miedo válido es el que claramente explica Clarice Lispector, un miedo al que solo tienen derecho los grandes escritores, como ella, y que a veces, muy de vez en cuando, se esparce sobre otros que apenas intentamos escribir.  

    

miércoles, 20 de noviembre de 2013

CON EL ESCRITOR VICENTE BATISTA, RECIBIENDO UNA MENCIÓN DE HONOR EN EL VIII CONCURSO DE RELATOS DE LA REVISTA LITERARIA CREPÚSCULO.

El pasado 14 de noviembre tuve la suerte de ganar una mención de honor en el VIII Concurso de Relatos de la revista  literaria Crepúsculo, perteneciente a la fundación Tres Pinos.

La ceremonia se realizó en el Centro Cultural Borges, y el presidente del Jurado fue el gran escritor argentino Vicente Batista, actual integrante del grupo intelectual Carta Abierta.

El cuento premiado es "La casa de los Sordos", escrito en el año 2011.

Para leer "La Casa de los Sordos" un click aquí.






   



domingo, 1 de septiembre de 2013

REPORTAJE AL ESCRITOR MARIANO PEREYRA ESTEBAN: "ESCRIBO Y LEO DE NOCHE, SOBREVIVO DE DÍA."



¿Qué se puede decir acerca de Mariano Pereyra Esteban? 
Dos cosas al menos. Primero que es uno de los grandes escritores argentinos de la actualidad. Segundo, que ganó la edición 2009 del concurso Juan Rulfo (por su cuento "El Metro Llano"), tal vez el certamen de cuentos más prestigioso de la literatura iberoamericana, aunque como dice Mariano y comparto: " un premio literario no legitima nada, es una selección según opiniones y, generalmente, de buena fe, pero no creo que ganar premios transforme a alguien en escritor, el que gana premios se transforma en un premiado, no más que eso".
A pesar de estas dos cuestiones que no son menores, aún no ha logrado publicar en Argentina; su excelente libro de relatos "Los Ferrodontes y Otros Cuentos " fue editado en México. También una novela de su autoría será próximamente publicada en el mismo país.
Suele decir con ironía que colecciona las cartas de rechazo de las editoriales a sus proyectos presentados. El olvido de editores y jurados tiene, sin embargo, un costado positivo: lo libera de invertir tiempo en esas actividades tan propias de los escritores "notorios", como dar aburridas charlas, participar de inútiles conferencias y presentaciones, publicar notas en suplementos literarios que no lee nadie, entre otros. Ese tiempo perdido, él lo dedica a lo mejor que sabe hacer: escribir.  
El lado negativo de la cuestión: privar al buen lector de una obra lúcida y trascendente.
Y ojo que hablé de escritores "notorios", y no "notables". La diferencia es clara y no existen dudas: Mariano pertenece a esta última clase, aunque el prefiere asumirse como un letrador. Para los que no saben que es eso, por favor hacer un click aquí
"El metro llano", cuento ganador del Rulfo 2009, es un cuento magistral desde el punto de vista de su originalidad, así como de la forma en el que está narrado. Por otro lado es una muestra formidable de lo que siempre logra su obra: sorprender. El relato trata de una nueva competencia atletíca  en la que se ha invertido la norma ya que el que pierde es el ganador. Los personajes que habitan sus historias tal vez sean eso, perdedores que logran el famoso minuto de fama, pero no la fama en el sentido convencional, sino la gloria que puede prevalecer en un mundo oculto, mundo al que tan bien lográ acceder Mariano. 
En sintesis, más allá de las ponderaciones literarias de la gente que maneja el negocio literario, a Mariano Pereyra es imprescindible leerlo.
Aquí está la entrevista que le hicimos, un verdadero orgullo que su voz haya llegado hasta este humilde blog.

1) Mariano, empezando por los orígenes, ¿cuáles han sido tus primeras lecturas?
Mis primeras lecturas fueron historietas, el Patoruzú, El Pato Donald y algunos cuentos adaptados. El primer libro del que tengo recuerdo, aquel que leí con entusiasmo y con el desafío de comenzarlo y terminarlo fue Robinson Crusoe, en una edición de lujo, con hojas en papel de arroz. Mis indagaciones posteriores, cuando dejé de pensar que los libros eran para adultos, fueron en el cuento, las obras de Poe principalmente.

2) ¿A qué edad empezaste a escribir y si hubo un hecho determinante que te impulsara en esa dirección?
No recuerdo la edad concreta en la que empecé a escribir con regularidad. Quizá a los 8 o 9 años. El motivo principal, lo que me llevó a escribir,
fue el aburrimiento. Mis primeros escritos fueron poesías y pequeñas historias volcadas en un periódico que armaba a la siesta, pegado con plasticola e ilustrado con recortes de revistas.
Creo que al ver que mis escritos generaban reacciones en los lectores (mi familia), reacciones diferentes a las que podía lograr hablando, me decidí a guardar todo lo que me parecía curioso para transformarlo en una historia escrita. Desde ese día no me detuve y el “contar” escribiendo se
transformó en mi mejor recurso, en mi forma de expresión predilecta. Hoy el acto escribir ya no es una opción, es una necesidad.


3) Leyendo las características de un letrador, así te definis, es muy dificil para un escritor anónimo o en el mejor de los casos, semi anonimo, no sentirse identificado con la definición. ¿Por qué pensas que existen tanto letradores en el mundo? En otras palabras, porque hay tanta gente que escribe cuando ese número baja ostensiblemente en otras disciplinas artísticas?
Sinceramente, no tengo ningún tipo de información estadística sobre la cantidad de gente que se vuelca a cada rama o disciplina artística. Lo que sí creo es que “escribir” es un mundo distinto al mundo de la edición, la promoción, la venta, el marketing. Y es un mundo enorme y silencioso.
Incluso escribir o el oficio de escritor no tiene mucho que ver con lo que antes se denominaba “tertulias literarias”. No sé si todos los que escriben son escritores, y tampoco importa si lo son o no. Son legión los que escriben sin una búsqueda clara, que solo escriben y guardan o tiran a
la basura lo producido y lo que generan no entra en ninguna categoría ni comparación de valor artificial. ¿Es literatura?, ¿no lo es?...no lo sé, no me importa, todos pueden escribir. Tiene mucho que ver con la antiquísima discusión acerca del arte como un reducto donde solo se destaca la genialidad o como una posibilidad humana, que existe en potencia en cada uno de nosotros.






4) Yo veo el posicionamiento de letrador más bien como algo voluntario, una Definición casi filosófica, más que la consecuencia de la falta del "éxito" literario o los rechazos de las editoriales a publicar tu obra. ¿Lo ves así?
Si, quizá es una toma de posición más pragmática que filosófica. Tiene que ver con la necesidad de poder escribir sin perder el tiempo en todo lo que rodea al acto de escribir. Creo que hay un problema con la permanente búsqueda de legitimidad de aquel que se hace llamar escritor y tengo la sensación de que esa búsqueda da lugar a muchas estupideces, reuniones selectas, publicación repetida de los mismos 15 o 20 nombres en las revistas literarias (las “nuevas guardias”, que son las de siempre). Parece que es escritor aquel que tiene muchas menciones en los suplementos literarios, o los que son promocionados por alguna que otra librería, o los que son aceptados por la
academia y las carreras de letras (de donde salen muchos estudiosos pero pocos escritores). En fin, entrar en el “canon de los escritores” requiere muchos esfuerzo, contacto con gente que no escribe ni le importa escribir y un enorme desarrollo de las relaciones públicas. Mi gran pregunta es,
entre tantos “jams de poesía”, asistencias a congresos, presentaciones de libros, preparaciones de columnas de opinión, asistencias a debates, exposiciones de ponencias, agasajos y recepciones… ¿Cuándo escriben realmente los legítimos escritores? Me gusta llamarme “letrador” porque así me saco la incomodidad de buscar esa legitimidad (o discutirla)….y cuando me preguntan ¿vos sos escritor?, respondo “no sé…yo escribo”.
 


5)Entre los postulados de un letrador no hay ninguna referencia acerca de los premios literarios. ¿que papel juegan entonces?
Son una parte más de ese recorrido absurdo y falaz en la búsqueda de legitimidad. Creo que un premio literario no legitima nada, es una selección según opiniones y, generalmente, de buena fe, pero no creo que ganar premios transforme a alguien en escritor, el que gana premios se
transforma en un premiado, no más que eso. Con todo esto no quiero decir que los premios no ayuden. A cualquiera le gusta ganar premios (como publicar y ser leído). Un premio es una inyección a la voluntad, una caricia, y está bien recibirlos y participar, pero ser premiado no
significa tener más valor que otros, así como no haber recibido premios lo pone a uno por debajo de un premiado. Es una larga discusión, creo que la legitimidad o el reconocimiento verdadero es el resultado de combinaciones
raras entre el paso del tiempo, la suerte y el contexto. Es tan larga la discusión que quizá sea un intento inútil abordarla.


6) Has incursionado en el cuento y la novela. A mi entender, el cuentista busca la perfección, como decía el gran cuentista argentino Isidoro Blaisten, escribir un cuento magistral. ¿Cual es la búsqueda de un novelista?
En lo personal, creo que la novela posibilita el desarrollo más profundo de los personajes y permite la apertura de múltiples ejes narrativos paralelos en una misma historia. En una novela se pueden contar muchas historias y en mi caso, ofrezco mis novelas como un recorrido por personajes y situaciones. Por medio de la novela yo busco explotar al máximo personajes y ambientes y me permito hacer mucho más difusos los comienzos y los finales. Ninguna historia comienza donde va la primera mayúscula, y ninguna termina con el punto final. Esto también ocurre en el cuento, pero en la novela se puede jugar más con los “cabos sueltos”, con las aporías en los argumentos. Por otra parte, en la novela juego más con el lector y con su compromiso y su propia búsqueda. En mis cuentos el lector construye conmigo las historias, pero me admito más rector del recorrido, en cambio en la novela, el lector puede elegir la forma de abordar la historia, y puede indagar más o menos en las pistas que dan vueltas alrededor de cada situación.
7) ¿Cuántas veces te has planteado en los últimos años si vale la pena seguir escribiendo, y en ese caso, que te hace seguir adelante?
Debo admitir que nunca me he planteado dejar de escribir. Quizá porque es una necesidad, porque es el ámbito en el que me siento más a gusto y tal vez porque estoy convencido de que es lo que mejor hago. Lo que si pongo en discusión de vez en cuando, es si debo seguir estableciendo contactos con el mundo literario, si debo seguir donando horas a la búsqueda de publicación. Reitero, quiero seguir siendo publicado, me gustaría ganar todos los premios del mundo, pero ante todo, necesito escribir, contar historias y estoy convencido de que al final, aunque me quede encerrado con mis cuentos y novelas, terminarán siendo lectura de otros, es el destino de toda letra escrita.

8)Un famoso escritor dijo que alguna vez que los talleres literarios son una suerte de lugares donde se hace básicamente terapia. ¿compartis la idea? Que posición tenés respecto a ellos.
Los talleres son interesantes para aprender algunas técnicas relacionadas al sentido común, al oficio, pero depende mucho del nivel de generosidad de quien dirija el taller. No es necesario pasar por talleres literarios para escribir, y no sé si son sitios para hacer terapia, pero si hay crítica creo que sirven. Con crítica me refiero a crítica dura, sincera y NO constructiva. Creo que para un escritor, la crítica que puede demostrar que un cuento no funciona, que una situación es inverosímil o que un dialogo es incoherente y artificial es un regalo que se debe apreciar mucho. Es la única forma de mejorar o de saber que buscar y como. De todos modos, personalmente, creo que el mejor taller es una mesa de café o un asado con compañeros de vocación.

9) ¿Que escritor eras antes del premio Juan Rulfo, y que escritor fuiste después de haberlo ganado?
El premio Rulfo y su difusión, me permitió tener una noción real de lo que provoca un cuento, de las interpretaciones y relecturas que dispara, de las críticas que despierta y de los aspectos escondidos en la obra, ajenas al propio autor. Es interesante ser leído. Antes del Rulfo escribía mucho, después escribí aún más. Antes del Rulfo no conocía París, después del Rulfo la conozco (y de vez en cuando la sueño). Pero lo más importante: después del Rulfo soy un letrador que ha
establecido contacto con muchos escritores del mundo, que ha intercambiado experiencias y que tiene más posibilidades de leer a otros y aprender a contar historias.


10) Tu cuento ganador del premio Juan Rulfo, de donde salió, si es que
salió de algún lado?

El cuento ganador del Rulfo “El metro llano” surgió en una oficina, en
medio de un ritmo de trabajo enloquecedor debido a alguna nostalgia por
las siestas sin horarios ni apuros de mi infancia. El metro llano fue una
reacción irónica y exagerada que quizá nació de la necesidad de “parar un poco”. De todos modos, solo estoy intentando racionalizar un poco aquello
lo que no tiene razones. Explicar la construcción de cuento tiene mucho de
mentira, al menos eso me enseño el sinvergüenza de Poe en “El método de
composición”.


11) El proceso de corrección es un capítulo aparte para un escritor, tanto como la escritura. ¿Qué tecnica utilizas? Escribis todo de un saque y corregir al final,corregir al mismo tiempo que vas escribiendo, o sos de esos escritores que escriben y luego lo dejan descansar el texto meses, utilizando al tiempo como un instrumento que mide si algo es bueno o merece descartarse?
Corrijo de varias formas. Escribo a mano y en la primer escritura pongo especial énfasis en la historia, de todos modos, mis manuscritos son una colección de tachaduras, flechitas y textos diminuto en los márgenes. Al terminar transcribo lo manuscrito a PC, eso me da una instancia de
corrección ortográfica, de sintaxis y de selección de expresiones. La corrección más importante es la que hago luego de tener digitalizado el texto: Imprimo la obra (no puedo corregir en la pantalla luminosa de la PC/notebook) y sobre el papel marco, tacho, relaciono, complemento ideas y
re-escribo. Después de ese proceso de corrección, cuando me siento más o menos satisfecho, dejo descansar a la obra y tras un mes y medio (aprox.) la leo nuevamente y me dan ganas de tirarla a la basura y generalmente le hago muchas correcciones nuevas.


12)¿Cuales autores reconoces como influencia literaria?
Muchos, es difícil reconocerlos con certeza, Borges y Cortazar, Di Benedetto, Quiroga, Abelardo Castillo, Italo Calvino, los yanquis (Poe, Lovecraft, Hemingway, Salinger, Carver, Faulkner…todos), Dostoievsky y Chejov, Rulfo y Juan José Arreola. Creo que puedo mencionar solo a un
cuarto de los que seguramente me influenciaron…todo lo que leo me influencia, me guste o no.


13) Algún escritor contemporáneo que admires.
Admiro a Abelardo Castillo, a John Berger, y a muchos escritores sin trascendencia en el canon editorial porteño (que es el que parece regir a todo el país).

14) ¿Que estás escribiendo en la actualidad?
En la actualidad estoy terminando dos novelas, una relacionada a horóscopos y casualidades y otra que cuyo relato la compone un hombre que decide empezar a tomar decisiones basado en sus frustraciones pasadas. También estoy escribiendo cuentos que rondan a la temática del amor, pero
que se nutren de los rebordes, de la corteza del amor.



BLOG DE MARIANO PEREYRA ESTEBAN

EL METRO LLANO (CUENTO GANADOR DEL LA EDICIÓN 2009  DEL PREMIO JUAN RULFO).
Correr expone a la maquina humana, apela a la perfección física. Durante gran parte de mi vida admiré a aquellos hombres que sometían su cuerpo al dominio de la mente, a esos chasquis robóticos que se debatían entre la gloria y el fracaso en los míseros segundos de los cien metros llanos. Sin embargo, esa admiración decayó, o para ser más justo, trocó por la observación maravillada de otro tipo de corredores. Hoy mis coberturas periodísticas son crónicas esclavas de las acciones etéreas de los competidores de una nueva forma de carrera: el metro llano.
La comunidad científica, aburrida de infinitas hipótesis, de incertidumbres cuánticas y de roces metafísicos, ha encontrado un nuevo desafío que desempolva a los adormecidos espíritus comtianos y sorprende al mundo del deporte.
Organizada por la Academia Mundial de Ciencias, la primera carrera resultó devastadora, nadie pronosticó una competencia tan exigente, que llevara al límite la constitución corporal y mental. No hay registros históricos que relaten justa similar, no existió carrera tan épica, ni siquiera aquella que drenó la vida del mítico soldado que corrió luego de la batalla de Maratón.
Fracasaron los atletas olímpicos y los deportistas profesionales, tampoco permanecieron mucho los corredores innatos de África. Ni hablar de aquellos que se inscribieron a la competencia con ánimos jocosos: abandonaron al poco tiempo, arrepentidos y apenas a salvo, con las fuerzas mínimas como para salir de la pista.
Al principio, este humilde periodista también consideró que la competencia solo representaba una corrida hacia el absurdo. Las reglas serían las mismas que las utilizadas en las carreras de cien metros llanos, pero contendrían algunas variantes que, combinadas con la ignorancia del mundillo de la prensa, estimularon los humores más biliosos de los periodistas especializados:
1) El orden de llegada funcionaría en orden inverso, es decir, el ganador sería aquel que llegara último o que más se resistiera a llegar a la meta.
2) Ningún competidor podría permanecer inmóvil.
3) Ningún competidor podría dejar de avanzar.
4) La extensión de la carrera sería de un (1) metro llano, o un millón (1.000.000) de micrones y se posibilitaría la participación de cien corredores (la pista tendría cien carriles de ancho)
Me transforme en testigo de aquella organización más por un ánimo perverso y corrupto que por curiosidad profesional. Deseaba saborear el momento en el que las inmaculadas investiduras de los científicos más prestigiosos del mundo acusaran las manchas imborrables del ridículo. Por supuesto, mi ánimo maligno nunca fue satisfecho.
Las tribunas del estadio se tupieron de burlones y buitres de la risa que, como yo, creyeron asistir a un espectáculo circense. La pista parecía una senda peatonal con cien franjas, y la meta, una línea metalizada que desde las gradas se confundía con la línea de largada. Alrededor de la pista, los científicos, jueces y auditores manipulaban decenas de alambiques tecnológicos, computadoras con microprocesadores expuestos y de apariencia futurista, instrumentos de medición digital y microscopios de última generación.
Cuando el inicio de la carrera fue inminente, nuestras risas y burlas se desinflaron. La imagen ridícula que habíamos construido en nuestras mentes se desdibujó, tachonada por los trazos de perfección positivista que mostraban los organizadores. Los movimientos previos a la carrera ya tenían presos a todos los asistentes. Lo aceptamos sin decir una palabra, ya no existía sorna, nos equivocamos y estábamos entregados, por completo, a la admiración de un hecho extraordinario, una maravilla inusitada en el mundo del deporte.
Los periodistas fuimos afortunados, nuestras credenciales nos permitieron el acceso a sectores preferenciales y desde allí pudimos tomar nota de los ejercicios previos de los competidores. Algunos oraban, otros parecían dormidos. Los corredores profesionales hacían sus calentamientos de rutina y los bromistas inscriptos junto a los que habían llegado seducidos por la cuantiosa suma del premio, disfrutaban de un enorme asado de achuras a las brasas, cuya humareda nociva para las herramientas técnicas, despertó la furia de los organizadores.
Cuando llegó el momento de la partida, los cien corredores se acomodaron y sus contornos paralelos formaron la figura ideal de un solo hombre. Los jueces alistaron sus relojes, los científicos coordinaron acciones y prepararon los instrumentos. El público, invadido por la curiosidad, bramaba esperando algún estímulo novedoso para sus sensaciones. Tras una pequeña cuenta de tres sonó el disparo inicial. El silencio de las tribunas y la aparente inmovilidad de los corredores extendieron el eco del disparo. A los treinta segundos de carrera se produjeron nueve descalificaciones por quietud, los instrumentos de medición resultaron de una claridad rigurosa y cruel.
Nunca, en mi larga vida como cronista deportivo, asistí a una competencia seguida tan de cerca. Desde las tribunas, los espectadores se intercambiaban lentes, binoculares y monóculos. Todo parecía en la inmovilidad absoluta, el avance de la aguja pequeña de cualquier reloj resultaba un bólido ante la lentitud voluntaria de aquellos gladiadores de piedra.
Los burlones y buscadores de fortuna solo resistieron un par de horas, algunos cruzaron la meta sin percatarse y otros terminaron, como la mayoría, descalificados por quietud o retroceso.
Luego del primer día, los conversos, con actitud respetuosa, comenzamos a informarnos respecto de los mecanismos de medición. Efectuamos entrevistas a los científicos organizadores y comprendimos la naturaleza heroica y sobrehumana de los competidores. Accedimos a cálculos primarios en los que se proyectaban unos sesenta y seis días totales de carrera y quienes comprendimos el verdadero tenor de aquella epopeya del autocontrol organizamos nuestra agenda para asistir a la pista durante todas las jornadas de competencia. Solo en el paso de un día hacia otro era posible percibir a simple vista (aunque con mucho esfuerzo) el avance de los corredores.
Lógicamente, las tribunas se vaciaron rápidamente. Luego de dos semanas, en el estadio solo quedamos los periodistas, los científicos y los corredores. Ocasionalmente se acercaban curiosos que intentaban comprender el espectáculo, pero debido a la indiferencia de los científicos y la tacañería profesional de los periodistas, se retiraban completamente decepcionados y, tal vez, en búsqueda de alguna actividad de apariencia mas dinámica. Pasados los dos meses de carrera solo quedaban nueve corredores y nuestros corazones latían más lentos, pero cada sístole y diástole nos provocaba la vibración de un timbal salvaje en el pecho.
Debo adelantar que de los cien corredores, solo tres competidores traspasaron la meta, treinta y tres fueron descalificados por quietud y doce perecieron en la pista, víctimas de la destrucción física y la derrota mental. Los cincuenta y dos restantes abandonaron en distintas instancias de la competencia.
Debido a las polémicas muertes y al desgaste físico de los competidores (que eran alimentados por medio de inyectables) se conformaron grupos de protesta, guiados por antitaurinos espoleados de frustración y dirigentes expulsados a trompadas de la liga pro-abolición del boxeo. Las manifestaciones no pasaron de un par de escaramuzas callejeras en las puertas del estadio ya que las muestras de tesón y voluntad de los que se mantenían en la pista arrasaron con la retórica de los protestantes y los empujaron a la curiosidad. Los grupos no se difuminaron, pero mutaron en conjuntos de observadores críticos que seguían las instancias de la competencia con el mismo fanatismo que los demás asistentes.
Pasados los tres meses, y cuando solo restaban recorrer veintitrésmil micrones del millón que conformaban la pista, uno de los últimos cuatro competidores, Sir. Anthony Burks, abandonó por propia voluntad. Burks había arrancado la carrera con un peso de ciento setenta y siete kilos, y debido a un desempeño brillante en la severa competencia, su cuerpo consumió los recursos sobrantes y lo transformó en un gelatinoso y delgado hombre de sesenta y dos escasos kilos. En el mismo instante en el que dejó la pista, una sombra de pena le oscureció la mirada y la voz. No disimulaba el llanto y pese a los consuelos de todos los que asistimos a su derrota, Burks regresó a su Inglaterra natal envuelto en una depresión asesina. En menos de un año recuperó su peso y, poco tiempo después, murió a causa de un infarto masivo, tras un atracón de suflés de manzana.
Todos lo vimos, el competidor inglés se distrajo por el aroma proveniente de una manzana acaramelada. Recuerdo cuando Burks giró su cabeza y por brevísimos instantes dejó en libertad a su cuerpo. La distracción resultó fatal, se adelantó cuatro milímetros y quedó alejado del resto, solo ante la meta, a cuatro mil micrones de distancia del resto, una distancia enorme e irrecuperable. Hasta aquel día todos pensábamos que el inglés tenía el potencial mental necesario para llegar al oro, pero aquel desliz lo bajó de la grilla de candidatos. El obeso siniestro, oculto en algún rincón de su nuevo físico, lo traicionó con una zancadilla rastrera.
Aunque Burks no ocupó un lugar en el podio, me veo en la necesidad ética de relatar su participación, pues mas allá de su muerte, creo, en común opinión con el entorno periodístico, que fue el competidor que representó con mayor fidelidad a las potencialidades y debilidades humanas. Descansa en paz Burks y ojala que en tu reposo final hayas digerido el resabio venenoso de las manzanas.
El tercer lugar fue obtenido por un científico alemán que sorprendió a los espectadores. Su profundización única en el campo de la botánica lo había dotado de comportamientos y recursos que sobrevolaban lo inexplicable. Hanss T. Lobumm se desplazaba como un perfecto vegetal y en sus preparativos previos a la carrera había exigido, como únicos alimentos inyectables, agua y un preparado a base de extractos de salvias vegetales proveniente de su laboratorio. Para su decepción el preparado funcionó demasiado bien, pero sus cálculos fueron erróneos. La carrera se extendió demasiado y Lobumm se vio sorprendido por la primavera. Desde el 21 de septiembre su componente vegetal tomó fuerzas inusitadas y su voluntad cedió. El preparado vegetal lo impulsaba, le renovaba las energías y en los días soleados el alemán parecía realizar esfuerzos gigantescos para no extender los brazos hasta la meta. Fue demasiado, la primavera atentó contra su promedio de velocidad y lo arrojó hacia el final. Al traspasar la meta no hizo declaraciones, solo pidió agua, mucha agua, y se sentó a esperar el desenlace final de la carrera. Se llevó la preciada medalla de cobre.
La contienda final fue un derrame meloso y espeso de euforia, una lágrima caracoleana. El vencido fue el italiano Vicenzo Gamba, quien luego de una gloriosa demostración de resistencia fue el penúltimo en cruzar la meta. Cuando los periodistas lo abordamos, casi ahogado por un llanto de emoción nos aseguró que en muchas ocasiones estuvo a punto de retractarse, de abandonar la lucha, sin embargo, el fruto mas destacado de su árbol genealógico lo inspiró a seguir. Antes de sentarse a descansar miró hacia atrás y permaneció unos segundos observando al último competidor, al único que quedaba en la pista. En un gesto de humildad suprema se volvió a los periodistas, señaló a quien lo había derrotado y expresó: “Eppur si muove”. Vicenzo Gamba recibió la medalla de Plata y fue condecorado por el senado italiano.
Por fin, luego de una tensión alienante y tras 115 días, 17 horas, 46 minutos, 40 segundos, 90 centésimas y 77 milésimas de carrera, el ganador cruzo la meta. El hombre mas lento del planeta, según la Academia Mundial de Ciencias, fue el mexicano Juancho “tardo” Ramírez, un hombre de contextura estrecha, que apenas coordinaba algunas frases sueltas.
El triunfador no parecía disfrutar de la gloria. Se hizo del gigantesco premio monetario ofrecido por la Academia y desapareció para siempre. No cedió a pedidos de la prensa ni a solicitudes científicas, tomó su cheque, posó para las fotos y caminando, al ritmo más vertiginoso desde el inicio de la carrera, se alejó del estadio. Todos recordamos su cara demacrada, su piel resquebrajada por el clima y sus miembros esqueléticos. Antes de fugarse del mundo, el mexicano Juancho “tardo” Ramírez, ganador de la primera carrera del “metro llano”, levantó su medalla dorada y solo emitió una frase para la prensa “La meta, es como el ocaso, un agujero espantoso que nos atrae, y que tarde o temprano nos traga… como la ballena a Jonás”.
Al día de hoy parece imposible acceder al paradero de Ramírez, nadie sabe donde se oculta, no hay datos respecto de su ubicación. Su madre, Doña Ana Ramírez, entrevistada en Nogueras, pueblo nativo del “tardo”, no colaboró demasiado con la información, solo aseguro que Juancho era un hombre feliz, que disfrutaba cada instante de existencia. Cuando se la interrogó acerca del modo de vida de su hijo, doña Ana dejó escapar una sonrisa milenaria y antes de encerrarse en su casa solo dijo “Juanchito no fue echo para este mundo sin siestas, siempre fue muy perezoso
Los instrumentos de medición indicaron que Ramírez se desplazó a la asombrosa velocidad de seis micrones por minuto o, para los técnicos más exigentes, a un angstromio por segundo.
Luego del éxito de la primera carrera, los seguidores del metro llano se han multiplicado geométricamente. Somos un público heterogéneo compuesto por científicos, investigadores, deportistas de todo tipo, oscurantistas, curiosos, periodistas, escapistas, magos, religiosos diversos y muchos aficionados mas a los cuales no sería tan simple de agrupar con un solo calificativo.
Hasta hace un tiempo nadie lo dudaba, el “tardo” Ramírez era el hombre más lento del planeta, pero con esta nueva edición, tras cuatro años de preparativos, todos esperamos un nuevo record mundial. Ninguno de los competidores anteriores figura inscripto en esta edición, según los ex – corredores, el desgaste corporal y mental que produce la participación en el metro llano requiere media vida de recuperación.
El millón de micrones será recorrido nuevamente, los cuerpos de apariencia inmóvil avanzarán, ahora con más técnica y preparación, la fiesta deportiva comenzará en unos días. El mundo del deporte acude maravillado a un estadio remodelado con la pista colorida y rodeada de nuevos elementos de medición, instrumentos con precisión más aceitada y capacidad de medición a nivel atómico. La Academia Mundial de Ciencias ha recibido apoyos económicos cuantiosos y los medios ya no están ausentes en el evento, incluso se a pergeñado un canal de televisión con cobertura permanente de la carrera.
Un pequeño temor revoletea entre las meninges de los científicos organizadores, esta relacionado a la imposibilidad de calcular la duración de la competencia, pues si las técnicas de ralentización humana han progresado, tal vez la justa llegue a su final tras varios años de competencia. Posiblemente, el lapso de cuatro años entre carrera y carrera deba ser derogado.
Como periodista, estoy dispuesto a dejar de lado la cobertura de otros eventos deportivos. Ya no me enfervorizan las dinámicas de balones y músculos, ahora solo espero el momento culmine, cuando estalle el disparo de largada y el silencio pétreo eleve al centro de atención a los titanes de la engañosa inmovilidad.