martes, 25 de noviembre de 2014

EL COLECCIONISTA DE RECHAZOS


Hola Claudio,
Gracias por escribir, justo cuando iba a hacerlo yo. Analizamos tu proyecto con interés, pero lamentablemente no encontramos espacio en nuestro plan editorial. Por una lado, las características ficcionales del texto (que destaca por su buena escritura ) creemos que desalentarían a sus lectores naturales, que aún siendo pocos buscan investigaciones sobre el tema.
Por otro, el nicho para ese público ya estaba cubierto con viejas contrataciones, de aquí  y de España.
Te agradezco la confianza en el envío del libro.
Muchos saludos,
Ana xxx xxx 
Editora

Penguin Random House (Alfaguara)
Grupo Editorial     

El coleccionista de rechazos de editoriales, mucho antes de ser eso, en su adolescencia, juntaba estampillas y marquillas de cigarrillos. Aunque es materia opinable, para él existen antecedentes familiares que lo han marcado: el padre acumulaba deudas y la madre, sueños. El caso de su tío Evaristo, personaje a quien no conoció, es completamente diferente: se le daba para sumar intentos de suicidio fallidos, hasta que al final dejó la sobredosis de pastillas de efectos neutralizados por oportunos lavajes de estómago, por el certero y célebre corchazo dominguero, en la sien. El sábado anterior se había comprado una 38, con papeles y todo.
No es bueno preguntar las razones, es una pérdida de tiempo. La mayoría de las veces no existen motivos. Lo cierto es que el tipo de escribir cuentos, novelas y demás yerbas, un buen día pasó a coleccionar los rechazos que le llovían de las editoriales a las cuales enviaba textos para ser publicados.
Después de todo, no importa tanto lo que se colecciona, sino el hecho de coleccionar; un coleccionista es alguien que quiere detener el paso del tiempo, apartar cosas de su curso natural, meterlas en bonitas vitrinas, en elegantes álbumes, en cajas a prueba de polillas y humedad, cualquier cosa es válida para conservarlas inmaculadas a lo largo de los años.
Para un coleccionista, no me pregunten por qué, la última pieza de la colección es siempre la más valiosa, hasta que logra sumar una nueva. 
El último ejemplar del coleccionista de rechazos de editoriales es justamente el que se muestra arriba de todo, con letras coloradas. Además de ser el más reciente, presenta algunas características que lo convierten en una pieza valiosa.  
Para entender de lo que estamos hablando, resulta conveniente repasar algunas de las precisiones que el escritor Mariano Pereyra Esteban dio sobre el punto, y de las cuales se desprenden los siguientes tipos de rechazos:   
Clichés: “Su obra no se ajusta a nuestra línea editorial”
Realistas: “No editamos ficción”
Mecánicas: “Estimado sr./sra. MARIANO tras evaluar con minuciosidad su obra decidimos no iniciar ningún proceso de edición”
Saturadas: “Nos gustó su obra, pero el plan de publicaciones ya está definido hasta el próximo año, vuelva a contactarnos en 2015”
Ajustadas: “Nos encontramos en proceso de ajuste financiero, por lo que se publicarán sólo obras muy específicas que ya hemos seleccionado”
Exitistas: “No publicamos autores noveles o anónimos. Sólo editamos consagrados”
Marketineras: “La obra es buena pero el tema no beneficia su promoción comercial”
Inmorales: “Por el momento sólo damos prioridad a la publicación de obras de autoayuda”
Orgánicas: “El comité de lectura ha recomendado considerar a su obra, pero el área editorial no ve viable su publicación debido a la evaluación de nuestros asesores comerciales, en consecuencia, se ha optado por no publicar su novela por el momento”
Piadosas: “Su novela es muy buena, siga adelante con sus intentos. No vamos a publicarlo en esta ocasión, pero vemos futuro en su obra”
Directas: “Su manuscrito no nos interesa”

En la pieza motivo de análisis, se observa el uso de una fórmula mixta. Tiene el atractivo de conjugar en uno solo, a varios tipos de rechazos. Estudiemos las frases: "Analizar con interés", "no encontramos espacio en nuestro plan editorial", "característica ficcional del texto", "que sin embargo esta cubierto con viejas contrataciones de aquí y España" : Chupáte esa mandarina.
Muy importante, no podía faltar esa otra: "El texto se destaca por su buena escritura", que no tiene otra intención que la de ser amable y no herir susceptibilidades. Sin embargo, no abre lugar a esperanzas: "Mande el texto el año que viene para ser evaluado nuevamente". Tampoco la pavada. A dejarse de joder.
El coleccionista de rechazos incursiona además en experimentos estrafalarios como mandar archivos de Word en blanco, o la Metamorfosis de Kafka bajo otros títulos, obteniendo en ambos casos la obvia negativa. Esto lo ha llevado a proclamar lo que él considera una especie de ley: "La compulsión por ser rechazado es directamente proporcional al ansia del rechazador en rechazar". A partir de la misma, se puede afirmar que ambos, coleccionista y editor se necesitan, la existencia de uno justifica la del otro y viceversa.  
Así, a partir del rechazo, nuestro coleccionista ha logrado encontrar un rumbo, un sentido. La secuencia es esta: escribir cuentos, novelas, ensayos, enviar la obra a consideración de editoriales que responden invariablemente que no. Un círculo perfecto en donde no hay resquicio para que se filtren los imprevistos, los dolores de cabeza y la mala sangre. Lo que se dice, una vida sin sobresaltos.     
Sin embargo, no por coleccionista, nuestro héroe deja de ser un tipo de carne y hueso a quien cada tanto los miedos lo asaltan y le causan zozobra. Por estos días teme que algún trasnochado editor le diga que sí y altere la merecida paz ganada, hecho que no solo podría acabar con su condición de coleccionista, sino también con el vicio de escribir.   

   

  

viernes, 7 de noviembre de 2014

CLAUDIO MIRANDA EN RADIO NACIONAL, LA RADIO PÚBLICA


Cuento "Cesare" (primera mención de honor concurso Centro Cultural Borges - abril 2010),  leído en el programa Cuentos al Mediodía de Radio Nacional.

sábado, 18 de octubre de 2014

ALDOUS HUXLEY Y LA MALDICIÓN DE NUESTROS TIEMPOS

La escena transcurre en una calle populosa, atestada de gente vulgar, comprando en los modestos comercios comestibles y demás productos de dudosa calidad para la subsistencia diaria. A lo largo de las veredas angostas y sucias se observan negocios de todo tipo: Verdulerías, alamacenes, carnicerías, bazares...
Entre ellos, el narrador descubre un oscuro y arrumbado local, en cuya pequeña vidriera se exhiben libros. Con sorpresa, se detiene frente a ella, como si hubiera encontrado un tesoro. ¿Una librería? ¿Como es posible encontrar una librería en semejante sitio? Sin embargo, está; no sólo eso, ha sobrevivido el paso del tiempo. Un milagro, piensa el narrador. Entra y se produce el siguiente diálogo con el dueño, un hombre viejo, pequeño, con la barba de un oso y ojos muy vivaces.
-¿El negocio anda bien?-le pregunta.
- Mejor le iba en la época de mi abuelo-responde-, sacudiendo la cabeza con tristeza.
-Somos cada vez más filisteos-insinúa el narrador.
-Es culpa de los periódicos baratos. Lo efímero arrasa con lo permanente, lo clásico.
-Este periodismo-asiente el narrador-, o mejor llamémoslo  este cotidianismo banal, es la maldición de nuestros tiempos.
-Apto sólo para...-gesticuló tomándose las manos, como en busca de la palabra.
-Para el fuego.
El viejo se puso victoriosamente enfático con esto:
-No, para la cloaca.

El dialogo corresponde a un maravilloso cuento de Aldous Huxley (1984-1963)  escrito a principios del siglo pasado, cuyo nombre es "La Librería".

Lamentablemente, las novelas y los ensayos del autor de "Un Mundo Feliz" y "Las puertas de la Percepción", ensombrecieron otros textos tan virtuosos como aquellos,  en este caso sus cuentos.
La Librería es un relato lúcido y misterioso a su vez, en el que deja expuesto el mal que ya en aquella época causaba estragos: El periodismo barato.                   
Y eso que en aquellos tiempos no existían aún las grandes cadenas monopólicas de noticias que siniestramente lo digitan todo. De haberse topado con ellas, CNN, NBC, O'GLOBO de Brasil, o CLARIN de Argentina, por nombrar algunas, sin dudas, el dialogo que acabo de transcribir hubiera tenido mayor contundencia todavía.
De todos modos, las palabras que encontró Aldous Huxley en este revelador cuento, encajan perfectamente al periodismo que se ejercía mayoritariamente antes y se ejerce hoy: "Lo efímero arrasa con lo permanente", "Cotidianismo banal", "Maldición de nuestros tiempos",  "Apto para el fuego", "Apto para la cloaca.
Claudio Miranda  

lunes, 18 de agosto de 2014

EL RASTRO DE CORTÁZAR EN BANFIELD

El próximo 26 de agosto se cumplirán 100 años del nacimiento de Julio Cortázar y la palabra Banfield resuena con fuerza. Muchos de sus cuentos transcurren en Banfield, entre ellos y sólo para mencionar algunos: "Deshoras" y "Los Venenos". Es que allí Don Julio vivió su infancia y su primera adolescencia.
Como oriundo y habitante de Banfield puedo asegurar que su alma sigue dando vueltas por el viejo empedrado del barrio que queda al oeste de las vías del ferrocarril, por su plaza y en la estación de trenes también. Ni hablar de esquina de Maipú y Belgrano, en donde entonces se levantaba la escuela N° 10  en la que cursó la primaria. Don Julio sigue presente en todos esos lugares. A los cortazianos les digo que es muy fácil llegar hasta allá. El tren eléctrico en Constitución, veinte minutos de viaje y Banfield, y el mundo inmenso de Cortázar que se abre profundo y misterioso ni bien pongamos un pie en el andén.



Entre el 26 de agosto de 2014 y el domingo 31 Banfield será una fiesta recordando al maestro. Este es el programa de actividades:
26 de Agosto 10 hs : colocación de un busto del escritor en la esquina de Maipú y Belgrano
26 de Agosto 20 hs : Charla debate con los escritores Vicente Zito Lema, Jorge Deschamps y Gloria Archuschin en el teatro Ensamble (Larrea 350)
27 de Agosto - 20 hs:  Inauguración  muestra de artes plásticas en la escuela X Arte en Alsina y Rincón
28 de Agosto - 20 hs: Narración oral de cuentos a cargo de la cuentista Liliana Bonel en el cine Maipú
28 de Agosto - 21 hs: Proyección de la pelicula el Perseguidor en el centro cultural espacio Pucheco en Arenales 1555.
29 de Agosto: - 22 hs : Concierto musica jazz (la preferida de Cortázar) a cargo de la Maidana Jazz en el teatro viejo Varieté en Maipú 540. (se interpretará a Charlie Parker)
31 de Agosto: durante todo el día: fiesta de murgas, concursos de pintura, una feria de libros y juegos, por supuesto, la clásica "Rayuela".


Banfield en el cuento Deshoras:
   Un pueblo, Bánfield, con sus calles de tierra y la estación del Ferrocarril Sud, sus baldíos que en verano hervían de langostas multicolores a la hora de la siesta, y que de noche se agazapaba como temeroso en torno a los pocos faroles de las esquinas, con una que otra pitada de los vigilantes a caballo y el halo vertiginoso de los insectos voladores en torno a cada farol. A tan poca distancia las casas de Doro y de Anibal que la calle era para ellos como un corredor más, algo que seguía manteniéndolos unidos de día o de noche, en el potrero jugando al fútbol en plena siesta o bajo la luz del farol de la esquina mirando cómo los sapos y los escuerzos hacían rueda para comerse a los insectos borrachos de dar vueltas en torno a la luz amarilla. Y el verano, siempre, el verano de las vacaciones, la libertad de los juegos, el tiempo solamente de ellos, para ellos, sin horario ni campana para entrar a clase, el olor del verano en el aire caliente de las tardes y las noches, en las caras sudadas después de ganar o perder o pelearse o correr, de reírse y a veces de llorar pero siempre juntos, siempre libres, dueños de su mundo de barriletes y pelotas y esquinas y veredas.
  
Banfield en el cuento "Los Venenos"

  El sábado tío Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había dicho en la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas de Bánfield, las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde en el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero no pueden esconder su fila negra que va y viene trayendo pedacitos de hojas, y los pedacitos de hojas eran las plantas del jardín, por eso mamá y tío Carlos se habían decidido a comprar la máquina para acabar con las hormigas.





jueves, 24 de julio de 2014

IMBORRABLE

No quedó nada. Ni el viejo bar de la calle Chile, ni la confitería Richmond de la peatonal Florida, ni el mítico cine Lara de la Avenida de Mayo, a donde íbamos a ver de manera incansable la película "La canción es la misma" de Led Zeppelin; hasta nosotros nos perdimos para siempre.
No quedó nada pero a pesar de eso, esta historia permanecerá imborrable en mi cabeza.



IMBORRABLE
Con la vuelta de la democracia nos empezamos a reunir los días viernes. Corría la época a la que todos llamaban orgullosamente “primavera alfonsinista” o “destape argentino”. Yo era bastante escéptico sobre el punto, más de una vez se me daba por pensar que aquellos días tenían poco de primavera y en especial, de destape, en el fondo creía ver la misma hipocresía de toda la vida a la que le habían pegado una lavada de cara a los apurones. 
El punto obligado de encuentro—la base de operaciones, como decía Paco—era un viejo bar ubicado en la esquina de calle Chile, casi esquina 9 de Julio, que tiraron abajo a mediados de los noventa.
A las 9 de la noche a más tardar y con algunas botellas de cerveza encima, salíamos a caminar por la ciudad. Íbamos siempre en dos grupos, separados a no más de un metro entre uno y otro, ocupando todo el ancho de las veredas. Hubo un tiempo en que me ilusioné, pensaba que el infaltable vagabundeo semanal era la forma que habíamos  encontrado de desafiar al paso del tiempo, de asegurarnos que siempre íbamos a estar juntos.      
Envueltos en conversaciones entrecortadas, en sonrisas cómplices, en silbidos distraídos, parecíamos flotar en la calles. Cada tanto, a más de uno se le daba por tararear alguna canción de rock. Recuerdo particularmente la forma en que lo hacía Luciano (se había ensañado con una hermosa melodía de Joni Mitchell), con una voz chillona que enronquecía enseguida y que a mí me daba vergüenza ajena. A veces me parece que ese ridículo tarareo es la síntesis de lo que me ha quedado de esa época.           
Había días que éramos siete y hasta ocho amigos. Por ejemplo, los primeros viernes del mes la asistencia era perfecta. De algún modo, todos nos las arreglábamos para tener unos los pesos necesarios para solventar esas religiosos reuniones. El que no trabajaba contaba al menos con un padre o una madre que generosamente pasaba una mensualidad, como eran los casos de Patricio y Chiqui, por ese entonces estudiantes en la universidad de Buenos Aires.
Lo cierto es que los ocasionales transeúntes nos veían venir y enseguida se apartaban a un costado de la vereda para dejarnos pasar. Después, a nuestras espaldas, se daban vuelta y nos miraban con curiosidad.
Éramos un grupo bastante raro. Por esos años me preguntaba qué era lo que más llamaba la atención: los pelos largos y rojizos de Marcia, la pelada lustrosa de Chiqui, la forma de caminar de Paco (tenía una pierna más corta), los tatuajes provocativos de Patricio, o mi traje gris impecable, haciendo juego con mi camisa y corbata.              
A no engañarse. Individualmente pasábamos inadvertidos, no se daban vuelta ni los perros,  pero juntos éramos otra cosa. Con el correr de los años me di cuenta de algo: lo que llamaba la atención de la gente era descubrir a un grupo heterogéneo, demasiado desparejo como para andar caminando juntos por la vida con tanta naturalidad. Sin embargo, en el fondo, sabía que no éramos muy diferentes. Acaso nos unía el deseo oculto de que algo extraordinario sucediera alguna vez en nuestras vidas.      
Ya en plena caminata nocturna, el Chiqui solía largar la pregunta de todos los viernes: “¿A ver hoy que nos trae nuevo la city?” Y la “city” casi nunca nos sorprendía con nada.  La mayoría de las veces terminábamos sentados en una plaza fumando con desgano, o en la función de trasnoche del cine Lara de Avenida Mayo mirando por enésima vez el film “La canción es la misma” de Led Zeppelin”.
Más tarde, bien entrada la madrugada, atraídos por las botellas de vodka, la marihuana, las ganas de dormir, o las tres cosas juntas, terminábamos la noche en el cuatro ambientes de Luciano.
Era un departamento muy cómodo, caro, regalo de su papá empresario. No hay nada mejor que tener como padre a un cerdo capitalista, decía Paco cada vez que entraba en la cocina y miraba con asombro la moderna mesada, las banquetas de pana y la heladera último modelo con freezer. Lo curioso o no tanto, era que el que más festejaba la ocurrencia de Paco era justamente Luciano, el hijo del cerdo capitalista.
Por esos meses Luciano parecía embarcado en una eterna mudanza. Había cajas vacías, valijas y libros tirados por todos lados. Decía que quería darle al departamento un toque especial pero nada parecía conformarlo. Los muebles iban y venían todo el tiempo de la casa de los padres al departamento y al revés. Así, el famoso toque final nunca llegaba. A veces compraba una biblioteca o una mesita de luz y al poco tiempo las terminaba regalando porque decía que no iban con el estilo del resto del mobiliario.
Después de comer nos tirábamos a dormir en donde se podía. Camas, sillones, colchones desparramados en el piso, lo mismo daba a esa altura de la noche.      
Fumé mis primeros cigarrillos de marihuana allí. Los demás ya tenían bastante experiencia en esas prácticas, pero lo nuestro más bien tenía que ver con el consumo social que con otra cosa. En todo caso pensaba que si alguna vez terminábamos de perder la cabeza sería por el alcohol y no por la drogas. 
Un viernes que estábamos aburridísimos, Marcos empezó a fantasear con conquistar alguna turista en la calle Florida, una diosa nórdica, como había hecho el pulga un par de años atrás.
—¿Quién?—preguntó Luciano
—Alejo, el pulga. ¿No te acordás? Se terminó yendo a vivir con la rubia esa a Copenhague.
Luciano contestó que sí, que se acordaba, y el tema quedó ahí, nadie dijo más nada, la idea de Marcos parecía no haber prendido, o en todo caso se veía inalcanzable.         
Sin embargo esa noche, cuando salimos del viejo bar de la calle Chile, nos fuimos a dar una vuelta por Florida. Marcos siempre fue cabeza dura. En plena caminata insistió con el tema. Le pidió a Marcia que, en el caso de cruzarse con la famosa diosa nórdica, le diera una mano con el idioma, aprovechando que ella había vivido unos cuantos años en Paris como exiliada política y que hablaba perfecto el inglés y el francés. Marcia aceptó con gusto, argumentó que con tal de verlo hacer el ridículo se prestaba a cualquier cosa. Pero esa noche, por el frío, o por la hora, casi no nos cruzamos con turistas, mucho menos con las fantásticas mujeres que había soñado Marcos.
Fue al viernes siguiente que Paco se apareció en el bar con el extranjero. Me acuerdo que nos miró a todos con picardía y después le preguntó a Marcos:
— ¿Che, en lugar de una dinamarquesa, no te da lo mismo un grandote canadiense? 
Todos reímos a carcajadas, incluso el gringo. Se llamaba Eric Swaster o Swester, ya no recuerdo bien, pero todos lo empezamos a llamar Neil, por Neil Young. El tipo, como buen canadiense, era fanático del célebre músico. Vivía a unos pocos kilómetros de Toronto. Para lo que era mi imaginario, Neil no era el típico canadiense. Por empezar, no era muy alto, tenía el pelo oscuro enrulado, la cara redonda, y barba de dos o tres días. Eso sí, era bastante corpulento, tanto o más que Marcos. También me llamaba la atención su español fluido, producto de una larga estadía en Perú unos años atrás.
El gringo decía que tenía la edad de Chiqui, veintisiete años, pero yo le daba por lo menos cinco o seis más. Paco lo había conocido el día anterior, en una marcha convocada por organizaciones de derechos humanos. 
Después de terminar la primera cerveza, Neil nos confesó que había llegado al país atraído por la increíble historia de las “Madres de Plaza de Mayo”, de quienes admiraba su coraje y su lucha. Marcia, que todavía conservaba buenos contactos políticos, le prometió llevarlo un día a conocer la sede de la agrupación. Me acuerdo que Neil se puso muy contento y agradeció nuestra hospitalidad. A lo largo de toda la conversación brindamos varias veces, levantábamos las copas bien altas  y después gritábamos: “por Argentina y por Canada”, “por las madres de Plaza de Mayo#, “por Neil Young y el rock”.
Cerca de las diez de la noche le preguntamos a Neil si quería venir con nosotros a caminar y enseguida contestó que sí, que iba a aprovechar para conocer la ciudad.
A lo largo de la recorrida el canadiense no paraba de sacar fotos, admirado por la arquitectura de los edificios y por la belleza de las avenidas y las plazas. Según él, en cada rincón, descubría un toque europeo. Cuando pasamos por la calle Maipú al 900 y le mostramos el edificio de departamentos donde vivía Jorge Luis Borges, Neil se mostró desconfiado. Al advertir que hablábamos en serio, miró el cielo y realizó un movimiento raro con la mano, algo parecido a una reverencia. Enseguida confesó emocionado que el mejor cuento que había leído en su vida se llamaba “El milagro Secreto”, del maestro Borges. Después quiso que todos nos sacáramos una foto en la puerta del edificio, pero como en ese momento no pasaba nadie yo tuve que hacer de fotógrafo.
Continuamos nuestra caminata bordeando la Plaza San Martín hasta desembocar en Florida. Bajamos distraídos por la peatonal, mirando vidrieras y hablando entre nosotros. Estuvimos a punto de entrar a la galería del Este pero algo, no sé qué, nos hizo seguir de largo. Más tarde nos metimos en la Richmond a tomar café. El canadiense estaba como eufórico, tal vez mucho más que eso: feliz. Fue entonces que Marcia me preguntó al oído, muy bajito:
—¿Con qué se habrá dado este loco?
Llegamos al departamento de Luciano antes de las tres. Yo estaba que me caía del sueño pero el whisky y el café que sirvió Patricio me despabiló bastante.              
Teníamos hambre y comimos empanadas de pollo y carne que encontramos en la heladera. Después, Paco, ayudado por Marcos, armó los cigarrillos de marihuana. Cuando terminamos de fumar el canadiense agarró la guitarra de Luciano y se puso a cantar. Fue una sorpresa comprobar que su voz chillona se convertía en algo dulce y afinado a la hora de hacer música. Haciendo honor al apodo que le habíamos puesto interpretó con mucho sentimiento “Powderfinger” de Neil Young.
Cuando terminó lo aplaudimos muy fuerte y brindamos con cerveza. Rápidamente se hicieron tres grupos, uno en el living, con Paco y Marcos, otro cerca del balcón formado por Patricio, Chiqui y Luciano, y nosotros—Marcia, Neil y yo—en la cocina. Fue en ese momento que aprovechamos para preguntarle cosas de su país y de su vida. Debe haber sido por el cansancio que nos contó muy poco. Apenas que trabajaba seis meses en un pequeño emprendimiento que tenía en Toronto, y que la otra mitad del año la dedicaba a viajar por el mundo. Marcia quiso saber cuándo se iba y él contesto que no lo sabía muy bien, pero que probablemente antes de la llegada de la primavera. Cuando le preguntamos qué era lo que más le agradaba de la Argentina contestó sin dudar:
—Todo, me gusta todo.  
En un momento dado hice un paneo a mi alrededor y di con botellas vacías. En pocos minutos habíamos acabado con toda cerveza del departamento.  
Después, ya no sabría decir muy bien cómo siguió la reunión porque sin saludar a nadie me tiré en un colchón, cerca de la estufa. Antes de dormirme escuché que al canadiense le decían que podía acostarse en el cuarto de Luciano, en la cama más grande.

Cuando me despertaron a los gritos y me dijeron que Neil estaba muerto, yo creí que se trataba de una broma de mal gusto. Esa sensación me duró hasta que entré al cuarto de Luciano y lo vi tendido en la cama boca arriba, con los labios apretados, el rostro pálido  y los ojos entreabiertos.
Aprovechando mi breve paso por la facultad de medicina me pidieron que lo revisara para saber si era verdad que el tipo había pasado a mejor vida. No hacía falta ser médico ni mucho menos para confirmar la sospecha, el gringo estaba frío y blanco como la nieve. Miré el reloj y eran las doce del mediodía. Me aparté y caminé en silencio hacia la ventana. Observé el cielo celeste, la calle, la gente. Afuera parecía ser un sábado más, tal vez un poco más fresco que los anteriores. No terminaba en caer. El resto también permaneció en silencio, rodeando al muerto, en un círculo perfecto. Estuvimos así hasta que alguien por fin exclamó: “ ¡Dios mío, pobre tipo! ¿Qué le habrá pasado?”
—Para mí que se daba con drogas pesadas—arriesgó Chiqui.
—Sí—dijo Marcos—, ya vendría entonado de antes y lo que tomó y fumó acá fue la gota que rebalsó el vaso.
—No sé, no creo. Tengo el presentimiento que fue el corazón—dijo Paco.
—O un ataque cerebral—dijo Patricio.
—Como puede ser—se lamentó Marcia—, si hasta ayer estaba lo más bien.
—Sí, hasta ayer—respondió molesto Luciano—, hoy palmó.  
No podría recordar con precisión todas las especulaciones que ensayamos para explicar la misteriosa muerte de Neil. Sí que en un momento dado alguien pregunto qué íbamos a hacer. Entonces empezó una larga discusión. Las opiniones se dividieron rápidamente. Estaban los que querían dar a aviso a la policía y los que se negaban rotundamente. De a poco se fue imponiendo la segunda postura. Según Paco iba a ser lo mejor, el hecho podía ser calificado como muerte dudosa y todos terminaríamos imputados como sospechosos.
Luciano coincidió. Además aventuró que en caso de zafar, lo mínimo que nos iban a tirar por la cabeza era un proceso por tenencia y consumo de drogas.
Marcos agregó que si el episodio tomaba estado público entonces iba intervenir la embajada canadiense y que todo el caso iba a ser un gran escándalo internacional. 
Fue ahí que me metí yo, dije que si me comía una causa judicial en la oficina me iban a terminar despidiendo.  
Por si todavía quedaban dudas, Marcia nos terminó de convencer a todos. Con lágrimas en los ojos afirmó que los represores seguían manejando las fuerzas de seguridad en las sombras, que si descubrían su carácter de exiliada política iban hacer con ella lo que no pudieron hacer en su momento.  
De repente, Patricio preguntó:
—Ok, no llamamos a la cana, ¿pero qué hacemos?
Luciano no dudó, contestó de manera terminante:
—Hacemos desaparecer el cuerpo. Lo tiramos en algún lugar, bien lejos, para que nadie lo pueda encontrar.
—Esos eran los métodos de la dictadura—respondió Marcia indignada.
—No hables boludeces, nena. Nosotros al tipo este ni lo secuestramos, ni lo torturamos, ni lo asesinamos. Ni siquiera sabemos quién carajo era. Mirá que el mundo es grande, eh. ¡Qué culpa tengo yo que este gringo hijo de remil putas haya elegido mi departamento, mi cama para venir a morirse!
Luciano estaba furioso. El ambiente se puso tan tenso que por un par de minutos nadie se animó a decir nada.
—Bueno, está bien—dijo Marcos—, conoces algún lugar para enterrarlo.
—¿Enterrarlo?—preguntó Luciano—. No, mejor no, va a llevar un tiempo hacer eso. Conozco un lugar en donde no pasa un alma y está lleno de alimañas. Los bichos esos se lo van a tragar mucho antes que los gusanos.
—¿Alimañas? Pero hay que enterrarlo—reprochó Marcos—. Al menos eso. No ves que el tipo era cristiano.
—¿Y vos como sabés eso?
—Por la cruz que le cuelga del pecho.
Fue entonces que intervino Paco:
—Lo que vamos a hacer es una salvajada.
—¿Salvajada? ¡Justo vos venís a hablar! —gritó Luciano—. Si no lo hubieras traído no estaríamos metidos en este quilombo. Mejor calláte la boca.
Paco estuvo a punto de írsele al humo, pero logramos contenerlo entre todos. Cuando se calmaron los ánimos, Marcia le preguntó a Luciano dónde quedaba ese lugar.
—Cerca de la ruta 11, camino a la costa.
—¿Y por qué tan lejos—preguntó Marcos?
—Si conoces un lugar mejor para tirar un muerto decímelo.
  Como Marcos no respondió, Luciano siguió con la explicación: había que ir hasta el kilómetro 180 y doblar en un camino perdido, de tierra. Después, apagar las luces del auto y recorrer en la oscuridad unos 10 kilómetros aproximadamente, dejar el cuerpo entre los pastizales  y regresar lo más rápido posible. Me acuerdo que tuve ganas de preguntarle como era que conocía un lugar así, pero no me animé.  
Patricio, que hacía varios minutos que no abría la boca, dijo que lo mejor era que todos nos mantuviéramos unidos para que las cosas salieran bien.  
Cuando el plan nos terminó de cerrar a todos, empezamos a discutir la mejor forma de sacar el cadáver del departamento. Otra vez las especulaciones. Alguien, no me acuerdo quién, habló de descuartizarlo. Otro de meterlo en una valija o en un bolsa de consorcio. Todas incoherencias, teniendo en cuenta lo grandote que era Neil. Yo dije que mientras discutíamos pavadas, pasaba el tiempo y el rigor mortis del cuerpo nos iba a dificultar cualquier solución.
Luciano dijo que contra eso no podíamos hacer nada, que igualmente había que esperar a la noche para sacarlo, que para ese entonces el cuerpo iba a estar más duro que una roca. Después, prendió un cigarrillo, le dio dos largas pitadas y dijo:
—No le demos mas vueltas al asunto. Hasta el ascensor no debe haber más de tres metros. No parece tan complicado. Vamos a tener que arrastrarlo hasta allí, rogar que no nos vea nadie, bajar hasta la cochera, rogar otra vez pasar inadvertidos, y meterlo adentro de la Trafic.
Dentro de todo era una suerte que esa noche Luciano tuviera a su disposición la camioneta del padre. Otros días, en cambio, andaba con un auto importado muy bonito, pero con un baúl en el que no hubiera entrado ni la mitad del cadáver de Neil.

A la tarde nos dedicamos a eliminar pruebas. Rompimos en mil pedacitos el pasaporte y las tarjetas de crédito. Después, las tiramos por el inodoro. Lo mismo hicimos con unas extrañas credenciales y una libretita con anotaciones de direcciones y números telefónicos. Luego, abrimos la mochila y encontramos los dólares. Marcia los contó y eran exactamente mil ochocientos. Me acuerdo que Luciano se los sacó de la mano de mal modo y fue hasta la cocina, prendió las hornallas y los fue quemando de a tres o cuatro. Yo sé que más de uno pensó en repartir el dinero, se los pude leer en los ojos. Incluso yo llegué a hacer mentalmente el cálculo de cuánto nos hubiera tocado por cabeza. Era extraño ver cómo se encendían los billetes y mucho más sentir el olor que despedían. Luciano, a medida que avanzaba en la tarea de incineración, nos miraba de manera desafiante pero nadie se atrevió a decirle nada. Con el tiempo comprendí que haber tomado la plata nos hubiera convertido en algo todavía más siniestro. 
Después, seguimos revisando las cosas. Tenía dos libros: “La náusea”  de Sartre y “Muerte en Venecia” de Thomas Mann. Me resultó imposible no asociar lo que le había pasado al canadiense con el título de ese libro, a pesar de que Buenos Aires y Venecia no se parecían en nada. Y la náusea también, cada vez que miraba el cadáver me agarraban arcadas. Los dos terminaron en el fuego y mientras ardían,  yo me acordé de cuando los militares hacían fogatas para quemar libros. Por la cara que puso Marcia, estoy seguro que ella tuvo la misma impresión.  
En un bolsillo perdido de la mochila había un walkman y varios casetes importados de Jimi Hendrix y Richie Havens. Luciano decía que en la semana iba a ir a navegar al tigre para tirar todo eso en el río, junto con el reloj, la máquina fotográfica y la cadenita con la cruz.    
Me acuerdo que Patricio a cada rato entraba al cuarto a mirar al muerto como si dudara de su estado o si esperara el milagro de la resurrección.
A la nochecita nos dedicamos a descansar. Yo no tenía sueño pero tirarse un par de horas era una manera de pasar el tiempo. No era sencillo encontrar un lugar porque se disponía de dos camas menos: la del muerto y la camita que estaba pegada a ella y a la que nadie quería ir.    
A eso de las 7 sonó el teléfono. Eran los padres de Chiqui que querían saber si iba ir a la noche a cenar a la casa. Él contestó que no, que se había comprometido a pasar por el cumpleaños de un amigo. Lindo cumpleaños, pensé.
Como en la heladera ya no quedaba nada logramos convencer a Luciano de bajar a comprar pizza. Nos puso dos condiciones: regresar inmediatamente y no comprar cerveza porque decía que había que estar muy sobrios para no meter la pata a la hora de sacar al muerto.
Cuando terminamos de comer la pizza encendimos el televisor y nos pusimos a mirar  en el canal 7 el programa “Función Privada”. Daban un policial francés lento y bastante aburrido. Por la mitad del film aparecía un tipo de gruesos anteojos deshaciéndose de un cadáver, lo enterraba en el fondo de una casa abandonada. Recuerdo que todos nos pusimos muy tensos y Luciano, rápido de reflejos,  se levantó y apagó de mal modo el televisor.  
A la una de la madrugada, alentados por el silencio del edificio, sacamos el cuerpo. Cinco minutos antes, Marcia y Marcos habían bajado a las cocheras para estacionar la Trafic lo más cerca posible de los ascensores. Luciano pidió además que el vehículo quedara de culata y con la puerta trasera abierta.
Cuando entramos al dormitorio fuimos rodeando de a poco al muerto. No podíamos dejar de mirarlo, parecíamos hipnotizados. La imagen me hizo acordar a la escena en un velorio. Entre Luciano, Chiqui y yo nos organizamos para levantarlo. Ya casi teníamos controlada la situación cuando por un mal cálculo se nos cayó sobre la alfombra roja. Hizo un ruido muy fuerte y entonces yo pensé en la gente que vivía abajo. Luciano, fuera de sí, me echó la culpa. Dijo que no tenía fuerzas, que mejor le cediera el lugar a Paco. Al hacerme a un lado noté que el piso había quedado manchado del líquido grisáceo que largaba la boca y la nariz del muerto.
Lo arrastraron como pudieron hasta la puerta del departamento y se quedamos allí, hasta que Patricio, que había ido a llamar el ascensor, dio el visto bueno. Los muchachos cargaron al canadiense y llegaron hasta el ascensor sin hacer ruidos. Yo cerré con llave el departamento y bajé con Patricio los tres pisos por las escaleras. Cuando llegamos a las cocheras ya estaban los cinco esperándonos adentro de la Trafic. Marcia y yo subimos adelante y el resto fue atrás aunque por la oscuridad nunca pude distinguir bien de qué lado viajaba el muerto. Luciano salió a toda velocidad y tomó la Avenida Libertador hacia el norte. No sé si era por el movimiento que había en las calles o las luces de las plazas y avenidas, la ciudad parecía prepararse para una gran fiesta.
Ya en plena ruta, Luciano iba rápido. En algún momento del viaje sentí temor de que nos detuvieran por exceso de velocidad, pero la verdad es que no se veían policías por ningún lado.
Promediando el viaje pasó algo que me dio tanto o más escalofríos que el muerto. No sé bien cómo, pero por unos instantes logré abstraerme del ruido del motor de la Trafic y entonces llegó de lleno a mis oídos el silencio de esa ruta oscura y solitaria. Sé que es difícil explicarlo con palabras, pero puedo jurar que no era un silencio cualquiera.
Y esa inquietud que me sacudía por dentro se mezcló con la voz ronca atrás de Chiqui, pidiendo desesperadamente que abriéramos las ventanillas porque le faltaba el aire. Yo dije que sí, que por favor las bajarán, que me estaba ahogando también. Luciano y Marcia hicieron caso enseguida y entonces un aire muy frío sacudió mi cara, fue como revivir.                     
Cerca de las dos y media Luciano apagó las luces de la trafic y tomó el camino de tierra. Íbamos a poca velocidad pero igualmente la camioneta se zarandeaba para todos lados. Cada tanto se escuchaba el ruido de piedras golpeando debajo de nuestros pies. A veces se cruzaban sombras en el aire y a mí se me ocurrió que podían ser murciélagos. 
A los pocos minutos el vehículo se detuvo abruptamente y alguien dijo que habíamos llegado.     
 Luciano, Paco y chiqui bajaron al muerto y lo empezaron a arrastrar hacía un costado del camino. Los cuatro eran como una sombra espesa que se iba diluyendo entre los pastizales. Mientras esperábamos en la oscuridad yo me pregunté un montón de cosas: 
¿Nos habría visto alguien? ¿Qué tipo alimañas eran las que se iban a devorar al canadiense? ¿Seríamos capaces de mantener el secreto a lo largo del tiempo?       
Regresaron diez minutos más tarde. “Ya está, ya está”, no paraba de decir Chiqui, parecía un disco rayado. Los tres tenían las caras desencajadas y respiraban con dificultad. No pudimos irnos enseguida. Tuvimos que esperar a que Paco terminara de vomitar. Había quedado a un costado de la Trafic, arrodillado,  tomándose el estómago y quejándose entre vómito y vómito. 
Después, Luciano manejó tan rápido como en el viaje de ida. Marcia lloriqueaba muy bajito a mi lado, con la frente apoyada en la ventanilla y su mano aferrada al pecho.
Mis ojos permanecían fijos en la línea blanca que separaba los dos carriles de la ruta. Yo creo que algún efecto hipnótico debería tener esa raya, ya que por largos minutos ni siquiera pude pestañear.  La sensación que me invadió en esos momentos fue de lejanía, como la de haber llegado a un lugar remoto desde donde jamás podríamos regresar.
El único que habló en todo el trayecto fue Chiqui para decir que por un tiempo teníamos que dejar de vernos.
Desde esa noche, a excepción de Paco, jamás volví a verlos. Una década después me crucé con él cerca de plaza de Mayo y los dos fingimos no habernos visto. 
Luciano nos fue dejando de a uno en nuestras casas y yo fui el último en bajarme de la Trafic.
Mientras el sol de la nueva mañana empezaba a asomarse lentamente y la llave de mi departamento se empecinaba una y otra vez en errarle a la cerradura, se me dio por pensar en todos los turistas que en ese momento estarían llegando al país. Imaginé a esos tipos sonrientes, distendidos, con la ilusión intacta de pasar una estadía única, imborrable.



sábado, 12 de julio de 2014

KJELL ASKILDSEN: AJEDREZ

"Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues ahí es donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y ahí se mantiene viva."
Kjell Askildsen, del cuento "Ajedrez".

Para muchos (yo me incluyo) el mejor cuentista europeo contemporaneo, nacido en Noruega en 1929. Estuvo en Argentina en el 2011 para presentar su libro "Cuentos Reunidos". Además, tuvo el coraje de decir lo que muchos piensan pero no se animan r por que queda mal: “Borges no es para mí. No quiero ofender, no estoy afirmando que sea un mal escritor, simplemente no me interesa. No soy ese tipo de escritor intelectual que era Borges.” 


Aqui, esta pequeña obra maestra: Ajedrez 

 El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene nada por que morir.
Tal vez sea ese el motivo.
Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última vez. “Sigues vivo”, dijo, aunque él era mayor que yo. Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua. “La vida es dura –dijo–, no hay quien la aguante”. Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo solo unas cuentas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.
Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en el fofo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez. “Eso lleva mucho tiempo –dijo–, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes”. Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de ellas. “No lleva más de una hora”, dije. “La partida sí –contestó–, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo”. No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije: “de modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya”. “Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida”. Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir. “Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos”, dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. “No ha sido mi intención herirte”, dijo. “¿Herirme?”, contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara. “Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito”. Me puse de pie y le solté un discurso: “Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo. Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: “Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez”. Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo: “Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante”.
Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.
Al fin y al cabo éramos hermanos.

miércoles, 11 de junio de 2014

FLORES OSCURAS: SERGIO RAMIREZ. LOS CUENTOS

No hace falta morirse para descubrir que el infierno existe. Efectivamente, hay infierno acá, a la vuelta de la esquina y los personajes de "Flores Oscuras", el último libro de cuentos del  nicaraguense, Sergio Ramirez, pueden dar fe de ello. Lo transitan dolorasamente a lo largo de las 12 historias que lo integran.
Cubriendo diversos registros narrativas que van desde  la crónica periodistica, el cuento y el cuento fantástico, se destacan principalmente: "La Puerta Falsa" que narra la historia de Amado Gavilán, un boxeador mediocre que ha cosechado diez veces más derrotas que triunfos pero que gracias a su tenacidad y disciplina en los entrenamientos es siempre premiado con una pelea más, prolongando así su obligado retiro, aconsejado tanto por cuestiones de  veteranía, como de salud. Es así que obtiene un último y gran premio: ser preliminarista en la pelea despedida del gran campeón Julio César Chávez. ¿Un premio?
En "Las Alas de la Gloria", un ex guerrillero sandinista, hoy de oficio panadero, encuentra una paradójica muerte con su propia y gloriosa bayoneta, a manos de un adolescente, los dos borrachos, luego de una absurda discusión.
En Abbot y Costello, un inmigrante ilegal nicaraguense en Costa Rica, al intentar entrar a robar a un taller mecánico, es despedazado por dos Rottweiler, ante la pasividad del dueño de los perros y un puñado de policías que se quedan mirando la escena como si fuera la de un circo romano.

En La colina 155, otra excelente historia,  dos excombatientes del Frente de Liberación Nacional se vuelven a encontrar en el parque de la mansión de uno de ellos, un millonario corrupto y el otro, un ladrón de poca monta. En la revolución, los papeles estaban invertidos, el ladrón era el jefe y el millonario, un soldado del monton a su mando.


Sin dudas, Sergio Ramirez (1942) ex guerrillero sandinista y vicepresidente de Nicaragua, es uno de los escritores lationamericanos más importantes de la actualidad, y quizá el cuentista número uno de habla hispana.

Las historias contadas en Flores Oscuras convierten en hechos asombrosos lo que en apariencia resulta ser un suceso banal, sin trascendencia.



Leer Reportaje a Sergio Ramirez en Baires

Leer el cuento La Colina 155 de Flores Oscuras de Sergio Ramirez. 

Sergio Ramirez nació en Masatepe, Nicaragua, en 1942. Entre numerosas distinciones, ganó el premio Alfaguara en 1988 con la novela, Margarita, está linda la mar. En el mismo año se alzó con el premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia, por su obra Un Baile de máscaras.

martes, 6 de mayo de 2014

38 AÑOS DE LA DESAPARICIÓN DE HAROLDO CONTI (1925-1976)

"Sólo soy escritor nada más cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o temprano vuelvo con un libro. Entre la literatura y la vida, rescato la vida. Con la vida rescato la literatura. Y si no fuera así, la elegiría de todas maneras".

Otros tiempos, otros escritores. La notable frase pertenece al gran escritor chupado por una patota del batallón 601, el 5 de mayo de 1976, siguiendo así los pasos de otros intelectuales como Rodolfo Walsh, Paco Urondo, etc. El hecho se produjo a la llegada de su casa, en el barrio porteño de Villa Crespo.

Notable la definición del maestro Conti, porque 38 años después, estamos frente un universo de escritores (por supuesto, que hay excepciones)  que hace exactamente lo contrario, son escritores full time, las 24 horas del día, los 365 días del año, dando charlas, conferencias, vertiendo opiniones en diarios y suplementos literarios, haciendo viajes, y la pregunta es inevitable ¿Cuando escriben?  Demasiado charlatanes. ¿Un escritor no habla solo a través de lo que escribe? ¿Qué es tan imperioso que no puede callarse?

Antes de ser periodista, hizo de todo un poco: Fue actor, seminarista, camionero, piloto, profesor de latín.
En su obra, es imposible no hablar de la novela Sudestada (1962). Sus cuentos inolvidables, perdurarán siempre. Mis preferidos son "Todos los Veranos" - "Los Novios"- "Muerte de un hermano"- "Como un león" - "Las doce a Bragado" - "Perdido".

Es bueno recordar que los responsables de su desaparición y las de los otros 30.000 compatriotas caminaban tranquilos por las calles del país hasta mayo del año 2003, hasta que los gobiernos de Néstor Kirchner, primero, y luego, Cristina Férnández de Kirchner, tuvieron la decisión politica, histórica por cierto, de avanzar en el plano de la reparación, de la justicia olvidada hasta ese momento. Desde entonces, se realizan innumerables juicios que han ido encarcelando en cárceles comunes a los atroces genocidadas. El despreciable dictador Videla, tambien es bueno recordar, terminó sus miserables días en una celda común, algo impensado, treinta años antes.

Dijo Eduardo Galeano de su obra: "El Mago es viejo. Su voz dice palabras de mucha hermosura. Cuando él se pone a contar, la memoria corre con tanta inocencia y libertad que uno siente capaz de saltearse, para siempre, el día de la muerte".




Hoy su  obra está más vivo que nunca. "Compañero Haroldo Conti", ¡Presente!

viernes, 7 de marzo de 2014

DOS GOTAS DE AGUA (del libro Historias Negras del Deporte Blanco)


Muy poco para decir de este cuento. Bastante ya con el trabajo que me dio escribirlo y corregirlo.
Sólo mencionar que forma parte del libro de relatos "Historias Negras del Deporte Blanco" (inédito, los más probable que esa condición sea perpetua) y que fue concebido medio año antes de ser finalmente escrito.
Que su origen tiene que ver con la oscura fascinación que siempre sentí hacia los vagabundos, linyeras, pordioseros, homeless, en fin, su nombre varía de acuerdo a la región y los países.
Desde muy chico me paraba a mirarlos con la curiosidad de un gato. Mi madre me tomaba de una mano y me apartaba de manera violenta, al tiempo que me retaba: "Vamos hijo, no mirés así a al hombre". Y a mi costaba entender que llamara hombre a  "eso". Y luego, me pasaba horas  pensando como había sido la vida del pobre infeliz antes de perder su condición humana. .
"Dos gotas de agua" es apenas la historia de dos de ellos, dos homeless que tuvieron relación con el mundo del tenis, contada antes y después de que el agua llegara y los tapara hasta el cuello.
DOS GOTAS DE AGUA. 
La de Seguso y Frenkel debe ser una de las historias más asombrosas del mundo del tenis. Mi larga trayectoria como cronista deportivo al menos me indica eso.
Todo comenzó (en realidad, terminó) la madrugada del jueves 18 de mayo del año 2005, cuando dos pordioseros, Mark Seguso y David Frenkel, de 51 y 31 años respectivamente, volvieron a verse las caras en un apartado barrio de la ciudad de Denver.    
Era una noche nublada, con pronóstico de lluvia. El escueto expediente judicial indica  que se toparon en la intersección de las calles Mirror y River, a un puñado de cuadras de las vías del ferrocarril.
No se reconocieron, no tenían por qué, habían transcurrido veinte años de la última vez (no existen indicios que hagan presumir un encuentro anterior) y además ambos estaban lo suficientemente borrachos para no conocer ni siquiera a sus propias madres. Todo eso sin contar la mala vida que les había deformado cruelmente los rostros.    
Todo el mundo tiene una biografía, un pasado, incluso estos dos tristes vagabundos. Dos décadas atrás, Seguso, acababa de cumplir treinta años y era un famoso jugador de tenis, el orgullo de Denver. Frenkel, por el contrario, apenas un niño de once años que esa tarde oficiaba de ball boy en el partido que Mark disputaba contra el finlandés Jano Heimer . Era la final de un torneo de ATP.      
Se trató de una dura contienda en la que ambos rivales dieron lo mejor de sí. Seguso ganaría el partido luego de batallar por más de dos horas. Tres días más tarde de la apretada victoria, en conferencia de prensa, Seguso, apodado “el “Palero de Denver” por sus furibundos golpes, en especial su derecha invertida que era un verdadero misil, anunciaría su retiro definitivo de las canchas. La noticia causó fuerte revuelo entre sus seguidores, es que nada hacía suponer ese final abrupto. Su estado físico era óptimo y además estaba atravesando el mejor momento de su carrera. Agradeció eternamente el apoyo recibido del público, mi publicó, aclaró, y agregó que prefería retirarse así, victorioso, con un triunfo en su propia ciudad. Por ese entonces ni siquiera sospechaba de la otra derrota, esa que la vida le tenía reservada para los próximos años.
En cierta manera, se iba del tenis profesional de la misma forma que había llegado a él. Por años fue casi un desconocido hasta que de manera inesperada irrumpió en las ligas mayores. Ganó al hilo cinco importantes torneos que lo ubicaron en la elite del deporte.  
Su cuarto de hora duró apenas un par de años. A pesar de las razones que esgrimió en la tumultuosa conferencia de prensa, nunca se entendió del todo la decisión de colgar la raqueta. Como dijo un famoso periodista de la época: “Seguso fue apenas una estrella fugaz en el firmamento del tenis”.   
Lo cierto es que en ese último torneo, el Palero entabló una extraña relación con Frenkel,  por entonces un muchachito de pelo rubio enrulado y simpáticas pecas. Entre tantos pibes que hacían de alcanza pelotas, la pregunta resulta inevitable: ¿Cuál fue la verdadera razón que impulsó a Seguso a dispensarle un trato especial a Frenkel?  
Mucho se especuló sobre el asunto. Algunos dijeron que vio en el niño al hijo que nunca podría tener (se rumoreaba que Seguso, casado en segundas nupcias, era infértil); otros aventuraron que le traía el recuerdo de Henry, su hermanito menor fallecido en un accidente automovilístico, quince años atrás. En mi investigación tuve acceso a una foto de Henry y puedo asegurar que el parecido con Frenkel era notable. La muerte temprano del hermano menor marcó un hito en la vida de Seguso. A partir de ese momento su carácter  se vio seriamente afectado. Se convirtió en un chico irascible, violento, por cualquier entredicho se agarraba a las trompadas. Esa conducta errática lo llevo a la expulsión de varios colegios durante la adolescencia. Se decía que el estilo de su juego, agresivo y demoledor, como una aplanadora, era la forma que Mark había encontrado para canalizar la violencia que corría por sus venas.
Pero había una teoría más que explicaba el llamativo vínculo con Frenkel y que hablaba de una simple cuestión de cábala. Se sabe que la mayoría de los tenistas son supersticiosos y Seguso cumplía la regla. Sus rituales antes de los partidos eran famosos. Por solo mencionar algunos: pisaba siempre con el pie derecho al salir a la cancha, jamás usaba en sus partidos remeras que no fueran de color amarillo y antes de sacar, hacía picar invariablemente la pelotita cuatro veces, ni un pique más, ni un pique menos. No resulta descabellado entonces suponer que Seguso haya tomado a David como una especie de amuleto de la buena suerte. Existe un hecho que se produjo en el primer partido en donde Seguso estuvo al borde de la eliminación, que abona la hipótesis. El Palero tenía un match point en contra y su saque; parecía que ya estaba liquidado. No sacó enseguida, se tomó largos segundos, él dijo que fue para ordenar su  cabeza, aunque no son pocos los que aseguraron que fue una estrategia para poner nervioso al rival, enfriar el partido, como suele decirse. Con parsimonia se secó el sudor de la frente con una toalla y caminó dos lentos pasos en dirección a Frenkel, quien le alcanzó la primera pelotita. Enseguida, con una precisión milimétrica, arrojó la otra. El Palero guardó la segunda en el bolsillo del pantalón y se aprestaba a ejecutar el servicio, cuando inesperadamente Frenkel, desde atrás,  le chistó. Seguso giró y vio con asombro como el chico le ofrecía una nueva ball, como diciendo: “oye Mark, mejor sacá con esta que te va a dar suerte”. Seguso entendió el mensaje y aceptó el truque. Instantes después, no sólo levantaría el match point, sino que daría vuelta el partido y lo ganaría con facilidad.   

Desde entonces, Seguso siempre quiso tener a David de ball boy en sus partidos. Se lo comunicó al organizador del torneo con quien lo unía una vieja amistad.  
En la final hubo un error y Frenkel no fue incluido en el equipo de chicos alcanza pelotas. Seguso, ni bien notó la ausencia del muchacho, puso el grito en el cielo. La gente del torneo salió a buscarlo,  pero el chico no aparecía. El inicio del partido se demoró. Al finlandés lo engañaron como a un bebé, le dijeron que uno de los jueces de línea se había descompuesto y estaban buscándole un reemplazo.
Finalmente a Frenkel lo encontraron cerca de la cancha número 10 del club. Estaba enfurecido por la exclusión. Destrozaba con su raqueta un cartel de publicidad. También le pegaba patadas. Su tío, un hombre bastante corpulento, inútilmente intentaba calmarlo. Recién detuvo su locura cuando le informaron que lo esperaban en court central, que todo se había tratado de un malentendido. 
En el incidente encontramos un punto de coincidencia con Seguso: la violencia. Los dos habían caído en ella a temprana edad. En el caso de Frenkel, producto de la compleja relación familiar  marcada por la presencia de un padre déspota y una madre con tendencias suicidas.
Pero volvamos a la tarde grandiosa en la que David se llenaba de ilusiones. Mientras tomaba su lugar en la cancha  y el partido empezaba a rodar, pensó lo mucho que le había costado llegar hasta allí.  Lo habían seleccionado  junto a otros veinte alcanza pelotas, entre más de quinientos candidatos. Se dijo a si mismo que si había logrado eso, también alguna vez podría ser un campeón como Seguso, a quien admiraba ciegamente.  Por él había empezado a jugar al tenis. Era su ídolo indiscutido. Las paredes de su cuarto estaban empapeladas con sus posters.   
Como ya dijimos, el Palero de Denver se alzaría con el título aquel día. Tras recibir la copa de manos de una vieja gloria tenística de la ciudad, Tom Delaney, corrió al encuentro de Frenkel. Se agachó y lo estrechó en un largo y abrazo. Se hablaron al oído. Lo que se dijeron en ese emocionado momento fue algo que siempre me intrigó.      
A esta altura del relato más de uno se debe estar preguntando: ¿Qué sucedió en las vidas de Seguso y Frenkel para que terminaran de la forma que finalmente terminaron?
Empecemos por el “Palero de Denver”. Nunca logró reemplazar la adrenalina de la competencia deportiva por los fríos negocios que se empeñó en realizar con el mismo en invariable resultado: El fracaso. Perdió buena parte de su fortuna en inversiones desatinadas. El mundo empresarial le quedaba grande o simplemente no soportaba ver pasar la vida desde una lujosa y aburrida oficina.  Extrañaba como nadie la acción de los courts. Irremediablemente se fue desvaneciendo sin penas ni glorias en el olvido general. Las nuevas generaciones tenísticas que fueron surgiendo ayudaron a borrarlo de la cabeza de la gente.
Deprimido, se volcó de lleno al consumo de alcohol y drogas. Las peleas y los desmanes en bares y discotecas de mala muerte empezaron a tenerlo como protagonista. El palero ahora repartía puñetazos en lugar de raquetazos.  Fue acumulando cargos: resistencia a la autoridad, atentados contra la propiedad privada, lesiones leves, lesiones graves, tráfico de estupefacientes…hasta que un día lo encerraron detrás las rejas para cumplir una pena de doce años. A partir de ese momento se pierde en la memoria colectiva, nada más se sabe de él,  hasta el reencuentro con Frenkel aquella destemplada noche.
En cuanto al muchachito de cabellos dorados, su suerte no fue mejor. Lo único que hemos podido reconstruir de su vida es que a los 14 años el padre se va de la casa con otra mujer y con él  también se le va el tenis. Sale a la calle a trabajar de cualquier cosa para ayudar a la madre. A partir de ahí se nos pierde, hasta que según obra a fojas 19 del expediente, Frenkel, con diez y ocho años recién cumplidos, es encontrado culpable de un hecho de violación contra una menor y recibe una sentencia de 10 años de prisión. Cumple la condena y vuelve a desaparecer hasta el instante mismo en que se topa con Seguso en aquella solitaria esquina.  
Se cayeron bien de entrada. Ninguno preguntó por el nombre al otro. Los dos se llamaban igual: “Hermano”. Se dice que Frenkel fue el primero en hablar.  
—Hey, hermano, ¿cómo estás ? Te invito a tomar un trago.
El ex ball boy se bamboleaba peligrosamente y hacía lo imposible por no perder la vertical. En su mano derecha llevaba una botella de Whisky a medio tomar. Seguso, que daba la sensación de estar un poco más entero, aceptó de buena gana la invitación. Se sentaron en el cordón de la vereda y empezaron a beber del pico. Rápidamente entraron en confianza y a los pocos minutos las palabras iban y venían tan rápidas como los tragos.
Empezaron a hablar incoherencias. No se escuchaban, sus voces estridentes se superponían, cantaban desafinado viejas canciones, se pegaban palmadas en las espaldas y empezaban de nuevo, hermano esto, hermano lo otro, hasta que de pronto se empezaron a poner pesados.
Ocurre con frecuencia, la camaradería de dos borrachos debe ser una de las cosas más frágiles del mundo. A fojas 44 consta la declaración de un testigo clave, otro vagabundo de apellido Liston, que pasaba por el lugar justo cuando se armó la gresca. Afirmó que Seguso largó una fanfarronada que enardeció a Frenkel. Algo así como que era un terrible ganador con las mujeres, de manera textual “que se había cogido a miles, las putas más lindas de Denver”. 
—No creo que con esa cara de estúpido te hayas cogido ni a media—fue la dura respuesta de David.
No anduvieron con vueltas. Se levantaron los dos al mismo tiempo y enseguida pasaron a los empujones y a las trompadas, golpes que nunca dieron en el blanco, solo agitaban el aire pesado de una noche cargada ya de nubarrones negros.   
Hasta ahí, la escena no distaba mucho de cualquier pelea entre borrachos en la que los amagues y las amenazas superan largamente a los hechos. Sin embargo, bastó que Seguso, de pura casualidad, acertara un puñetazo de lleno en la nariz de Frenkel, para que las cosas se desmadraran. Cuando vio la sangre chorrear de su tabique nasal, David corrió en busca de la botella de whisky ya casi vacía. La rompió contra el cordón.  Seguso, no se quedó atrás, extrajo una cuchilla de cocina de sus lamentables  ropas. Se empezaron a medir al tiempo que se proferían insultos. La embestida parecía inminente, sin embargo el testigo afirmó que pasaron largos minutos sin novedad, como si se hubieran quedado congelados. Muchas veces me pregunté que habrá pasado por sus cabezas en esos instantes de vacilación. ¿Se habrán visto cerca del final y el miedo los paralizó?  ¿O fue que por sus gastados rostros se coló alguna huella del lejano encuentro mantenido dos décadas atrás? Tal vez, detrás de los ojos vidriosos y enrojecidos, de las arrugas prematuras, de las largas y grasosas barbas, alcanzaron a entrever como eran antes del derrumbe: la imagen victoriosa del tenista y la del niño rubio alcanza pelotas, el chico de la buena suerte.
El testigo Linston declaró que se había convencido que la cosa finalmente no iba a pasar a mayores, cuando Frenkel embistió con la furia de un toro. Fue demasiado rápído para un Seguso que todavía seguía perdido en la confusión de la sugestiva y larga  mirada. El palero largó un desgarrador alarido y enseguida sintió cómo el frio del vidrio le revolvía el estómago. La sangre empezó a salir con abundancia. Frenkel, decidido a terminar con el pleito, pretendió sacar la botella de las vísceras de Seguso para continuar con la carnicería, pero estaba tan enterrada que el intento fue vano. Entonces Mark, con las últimas fuerzas que le quedaban, le incrustó la cuchilla en la huesuda espalda. Ahora el que gritó fue David.
Según el informe del forense la puñalada le perforó el pulmón izquierdo. Empezaron a desplomarse en cámara lenta. Frenkel quedó arriba de Seguso y ya no se escucharon más gritos, ni lamentos, ni nada, solo el mortal silencio.

 Murieron abrazados. Para ese entonces empezaban a caer las primeras gotas sobre la ciudad. La foto de la escena final consta en la foja cincuenta y cuatro. No he podido evitar la asociación con el otro abrazo en la cancha, el día de la final. Aunque digan que perdí la razón, en este último abrazo, el fatal, también descubrí cierta ternura, eran como dos hermanos que se cuidan uno al otro, dos almas que emprendían juntos el viaje hacia la muerte. 
Hasta aquí los hechos tal cual sucedieron. Sin embargo, nunca creí que el reencuentro de los hombres hubiera sido obra del azar.  
La sospecha la pude confirmar el mes pasado cuando logré ubicar  a Peter Carracedo,  hoy, un próspero comerciante de artículos de tenis, dos décadas atrás, compañerito de Frenkel en el equipo de ball boys en ese último partido.  
Se quedó helado cuando le conté la triste historia. Le pregunté si sabía que se dijeron al oído después que al Palero le entregaron la copa.   
El hombre suspiró y enseguida cerró los ojos. Luego dijo que sí, que se lo había contado esa misma tarde. Seguso le agradeció por la buena suerte que le había dado a lo largo de torneo y Frenkel le confesó que era su héroe y que algún día quería ser igualito a él. El campeón le respondió:
—Lo serás, David. Estoy seguro que algún día lo serás.
 Y Seguso no se equivocó con el pronóstico. Veinte años después, en esa oscura esquina de la ciudad de Denver, debajo de una copiosa lluvia, la calle, el alcohol y por último, la muerte, los volverían perversamente iguales, como dos gotas de agua.     
Claudio Miranda 
Enero 2014